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Cuento "Terror" tomado de Libros Sangrientos II de Clive Barker

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Siguiendo con los cuentos; hoy quiero entregarles de la pluma de Clive Barker: "Terror" tomado de  Libros Sangrientos II. Ojalá y les guste...



 


TERROR

(Tomado de : Libros Sangrientos II) de Clive Barker

(Para móvil)

 

No hay placer como el terror. Si fuera posible sentarse sin ser visto entre dos personas en cualquier tren, sala de espera u oficina, la conversación entreoída rondaría una y otra vez este tema. Podría parecer que se trataba de algo completamente distinto: el estado de la nación, una charla despreocupada sobre las muertes en carretera, la subida de las minutas de los dentistas; pero poniendo al desnudo la metáfora, la insinuación, ahí, encerrado en el corazón del discurso, se encuentra el terror. Mientras aceptamos sin discusión la naturaleza de Dios y la posibilidad de vida eterna, rumiamos alegremente las minucias de la miseria. El síndrome no tiene límites; tanto en los baños como en el seminario se repite el mismo ritual. Con la inexorabilidad de una lengua que se retuerce para explorar un diente dolorido, volvemos una, dos y mil veces a nuestros miedos, sentándonos para discutir sobre ellos con la impaciencia de un hombre hambriento ante un plato lleno y humeante.


Mientras estaba en la universidad y tenía miedo de hablar, Stephen Grace aprendió a hablar acerca de su miedo. De hecho, no sólo a hablar de él, sino a analizar y diseccionar cada una de sus terminaciones nerviosas en busca de pequeños terrores.
En esta investigación tuvo como profesor a Quaid.
Era una época de gurús; su agosto. En las universidades de toda Inglaterra jóvenes de ambos sexos buscaban por todas partes a gente a la que seguir como corderos; Steve Grace fue simplemente uno más. Tuvo la mala suerte de encontrar a Quaid como mesías.
Se habían conocido en la sala de estudiantes.
–El nombre es Quaid –dijo el hombre que estaba al lado de Steve en la barra.
–Oh.
–¿Tú eres...?
–Steve Grace.
–Sí. Vas a clase de ética, ¿verdad?
–Exacto.
–No te he visto en ninguno de los otros seminarios o conferencias de filosofía.
–Es mi asignatura suplementaria de este año. Hago la carrera de literatura inglesa. No podía soportar la idea de un año en clase de nórdico antiguo.
–Así que escogiste ética.
–Sí.
Quaid pidió un coñac doble. No parecía tan rico, y un coñac doble habría arruinado las finanzas de Steve para la semana siguiente. Quaid lo bebió rápidamente y encargó otro.
–¿Tú qué tomas?
Steve estaba acariciando media pinta de cerveza tibia, dispuesto a hacerla durar una hora.
–Yo nada.
–Sí.
–Estoy servido.
–Otro coñac y una pinta de cerveza para mi amigo.
Steve no se resistió a la generosidad de Quaid. Una pinta y media de cerveza en su sistema malnutrido serviría de gran ayuda para animar el tedio de sus próximos seminarios sobre «Charles Dickens como analista social». La sola idea le hacia bostezar.
–Alguien tendría que escribir una tesis sobre la bebida como actividad social.
Quaid escrutó un momento su coñac y lo dejó otra vez sobre la barra.
–O como forma de olvidar.
Steve miró a aquel hombre. Debía de tener unos veinticinco años, cinco más que él. La mezcla de ropas que vestía era sorprendente. Zapatillas de deporte andrajosas, pantalones de pana, una camisa entre gris y blanca que había conocido días mejores, y sobre todo ello una chaqueta de cuero muy cara que sentaba mal a su tipo alto y delgado. Tenía la cara alargada y anodina; los ojos, de un azul lechoso, y tan pálidos que el color parecía diluirse en las escleróticas, de forma que sólo se podían ver, detrás de sus gruesas gafas, sus iris rasgados. Labios gordos, como los de Jagger, pero pálidos, secos y poco sensuales. El pelo, de un rubio sucio.
Steve pensó que Quaid podía pasar por un traficante de drogas holandés.
No llevaba chapas. Eran la manifestación corriente de las obsesiones de un estudiante, y Quaid parecía desnudo sin nada que indicara cómo se divertía. ¿Era homosexual, feminista, defensor de las ballenas o un vegetariano fascista? ¿En qué estaba metido, por Dios?
–Deberías haber escogido nórdico antiguo –dijo Quaid.
–¿Por qué?
–En esa asignatura ni siquiera se preocupan de puntuar los exámenes.
Steve no había oído hablar de ello. Quaid siguió dando detalles:
–Se limitan a tirarlos al aire. Si sale cara, sobresaliente; cruz, notable.
Ah, era broma. Quaid se estaba haciendo el listo. Steve esbozó una risita, pero la cara de Quaid no se inmutó ante su propio rasgo de humor.
–Tendrías que estar en nórdico antiguo –repitió–. A fin de cuentas, ¿quién necesita a Bishop Berkeley, a Platón o a...?
–¿O?
–Es todo mierda.
–Sí.
–Te he observado en clase de filosofía...
A Steve empezó a intrigarle Quaid.
Nunca tomas apuntes, ¿verdad?
–No.
–He pensado que o tienes una seguridad sublime en ti mismo o, sencillamente, no te importa un comino.
–Nada de eso. Simplemente estoy perdido del todo. Quaid gruñó y sacó un paquete de cigarrillos baratos. Eso tampoco era lo habitual. Se fumaban Gauloises o Camel; si no, nada.
–No es verdadera filosofía lo que te enseñan aquí –sentenció Quaid con manifiesto desprecio.
–¿Eh?
–Nos dan una cucharadita de Platón o un poco de Bentham, pero sin un análisis real. Con las calificaciones pertinentes, por supuesto. Se parece a la bestia: hasta a los no iniciados les huele un poco a bestia.
–¿Qué bestia?
–La filosofía. La verdadera filosofía. Es una bestia, Stephen. ¿No estás de acuerdo?
–No se me había....
–Es salvaje. Muerde.
Enseñó los dientes: de repente había adoptado una expresión astuta.
–Sí, muerde –repitió.
Sí, eso le gustó mucho. Lo dijo de nuevo por si le traía suerte: «Muerde».
Stephen asintió. Se le escapaba el sentido de la metáfora.
–Creo que lo que estudiamos debería desgarrarnos. –Quaid se estaba entusiasmando con el tema de la educación castradora–. Debería asustarnos falsear las ideas sobre las que hemos de hablar.
–¿Por qué?
–Porque si fuéramos filósofos dignos no intercambiaríamos chistes académicos. No hablaríamos de semántica, no utilizaríamos supercherías lingüísticas para encubrir los problemas reales.
–¿Qué haríamos?
Steve empezaba a pensar que se limitaba a dar pie a Quaid. Pero éste no estaba de humor para bromas. Tenía la cara rígida: sus iris rasgados se habían reducido a puntitos diminutos.
–Deberíamos acercarnos a la bestia, Steve, ¿no estás de acuerdo? Salir a aplacarla, acariciarla, ordeñarla...
–Esto... ¿Qué es la bestia?
A Quaid le exasperó lo directo de la pregunta.
–Es el tema de cualquier filosofía que merezca la pena, Stephen. Son las cosas que tememos porque no las entendemos. Es la oscuridad que hay detrás de la puerta.
Stephen pensó en una puerta. Pensó en la oscuridad. Empezó a comprender a dónde quería ir a parar Quaid a su manera retorcida. La filosofía era una forma de hablar del miedo.
–Deberíamos discutir sobre lo que es inherente a nuestras psiques –dijo Quaid–. Si no... nos arriesgamos a....
Súbitamente le abandonó la locuacidad.
–¿Qué?
Quaid contemplaba su copa de coñac vacía como si quisiera verla llena de nuevo.
–¿Quieres otro? –propuso Steve, rogando para que la respuesta fuera negativa.
–¿A qué nos arriesgamos? –repitió la pregunta–. Bueno, creo que si no salimos y encontramos a la bestia...
Steve presintió que estaba a punto de ponerle la guinda al pastel.
–... tarde o temprano vendrá la bestia y nos encontrará a nosotros. No hay placer como el terror. Mientras sea el de los demás.


Las semanas siguientes, Steve hizo algunas preguntas, sin darles importancia, sobre el misterioso señor Quaid.
Nadie sabía su nombre.
Nadie estaba seguro de su edad, pero una de las secretarias pensaba que tenía más de treinta, lo que le resultó sorprendente.
Sus padres, le había oído decir Cheryl, estaban muertos. Asesinados, pensaba ella.
Esto parecía constituir la suma de todo el conocimiento humano acerca de Quaid.


–Te debo una copa –dijo Steve tocando el hombro de Quaid.
Lo miró como si le hubieran mordido.
–¿Brandy?
–Gracias.
Steve encargó las bebidas.
–He estado pensando.
–Ningún filósofo debería carecer de él.
–¿De qué?
–De cerebro.
Se pusieron a hablar. Steve no sabía por qué se había vuelto a acercar a Quaid. El hombre tenía diez años más que él y pertenecía a un clan intelectual distinto. Para ser honesto, probablemente le intimidaba. Su incesante charla sobre bestias lo desconcertaba. Y, sin embargo, quería más: más metáforas, seguir oyendo aquella voz monótona contarle cuán inútiles eran los tutores, cuán débiles los estudiantes.
En el mundo de Quaid no había certezas. No tenía gurús seglares y, evidentemente, ninguna religión. Parecía incapaz de contemplar ningún sistema, ya fuera político o filosófico, sin cinismo.
Aunque raras veces reía en voz alta, Steve sabía que en su visión del mundo había un humor amargo. Las gentes eran ovejas y corderos; todos buscaban pastores. Naturalmente, para Quaid esos pastores eran pura ficción. Todo lo que existía en la oscuridad, fuera del redil, eran los miedos que se cernían sobre el inocente cordero: esperando, pacientes como piedras, su momento.
Había que dudar de todo menos del hecho de que el terror existía.
La arrogancia intelectual de Quaid era estimulante. Steve se empezó a aficionar a la facilidad iconoclasta con que destruía una creencia detrás de otra. A veces resultaba doloroso que Quaid formulan una objeción irrefutable contra alguno de los dogmas de Steve. Pero a las pocas semanas el simple ruido de demolición parecía excitarlo. Quaid estaba despejando la maleza, talando los árboles, destrozando los rastrojos. Steve se sentía libre.
Nación, familia, Iglesia, ley. Todo reducido a cenizas. Todo inútil. Todo engaños, cadenas y asfixia.
Sólo existía el terror.
–Yo temo, tú temes, él teme –le gustaba decir–. Él, ella, ello teme. No hay ser consciente sobre la superficie del mundo que no conozca el terror más íntimamente que su propio latido.
Uno de los blancos favoritos de los ataques de Quaid era otra estudiante de filosofía y literatura inglesa, Cheryl Fromm. Se espantaba tanto ante sus observaciones más ultrajantes como el pez ante la lluvia, y mientras uno sacaba las garras ante los argumentos del otro, Steve se arrellanaba en su asiento y contemplaba el espectáculo. Cheryl era, según la fórmula de Quaid, una optimista patológica.
–Y tú estás lleno de mierda –decía ella cuando la discusión se había animado un poco–. Así pues, ¿a quién puede importarle que te asustes de tu propia sombra? Yo no estoy asustada. Me siento bien.
Desde luego que lo estaba. Cheryl era carne de sueños húmedos, pero resultaba demasiado brillante para que alguien osara abordarla.
–Todos sentimos terror de vez en cuando –le contestaba Quaid, y sus ojos lechosos estudiaban cuidadosamente la cara de Cheryl, espiando su reacción, intentando, y Steve lo sabía, encontrar una debilidad en su convicción.
–Yo no.
–¿Ningún miedo? ¿Ni pesadillas?
–De ninguna manera. Tengo una buena familia; no guardo esqueletos en el desván. Ni siquiera como carne, así que no me siento mal cuando paso junto a un matadero. No tengo ninguna miseria que exhibir. ¿Significa eso que no soy real?
–Significa... –Los ojos de Quaid tenían la pupila rasgada de una serpiente–. Significa que tu seguridad tiene algo importante que ocultar.
–¡Otra vez con las pesadillas!
–Horribles pesadillas.
–Especifica: define los términos que utilizas.
–No puedo decirte a qué le tienes miedo tú.
–Entonces dime a qué le tienes miedo tú.
Quaid vaciló.
–A fin de cuentas, es imposible de analizar,
–¿Imposible de analizar? ¡No me hagas reír!
Quaid volvió a su tema predilecto.
–Lo que yo temo es algo personal. No tiene sentido en un conjunto más amplio. Los signos de mi terror, las imágenes que utiliza mi cerebro, si quieres, para ilustrar mi miedo, son poca cosa en comparación con el auténtico horror que está en la raíz de mi personalidad.
–Yo tengo imágenes –dijo Steve–. Visiones de mi infancia que me hacen pensar en...
Se detuvo, lamentando por anticipado su confesión.
–¿Qué? –preguntó Cheryl–. ¿Te refieres a cosas relacionadas con malas experiencias? ¿A una caída de la bici o algo parecido?
–A lo mejor –admitió Steve–. A veces me sorprendo pensando en esas visiones. No lo hago deliberadamente; sólo ocurre cuando pierdo la concentración. Es como si mi cerebro se dirigiera hacia ellas de forma automática.
Quaid emitió un leve gruñido de satisfacción.
–Exactamente –aprobó.
–Freud ha escrito sobre el tema –advirtió Cheryl.
–¿Qué?
–Freud –repitió, esta vez subrayando las palabras, como si le estuviera hablando a un niño–. Sigmund Freud; puede que hayas oído hablar de él.
El labio de Quaid se arrugó con un desprecio no disimulado.
–Las fijaciones de la madre no resuelven el problema. Los verdaderos terrores que hay en mí, en todos nosotros, son anteriores a la personalidad. El terror está presente antes de que tengamos conciencia de nosotros mismos como individuos. La uña del pulgar, hecha un ovillo en el útero, siente miedo.
–Tú lo recuerdas, ¿verdad? –ironizó Cheryl.
–A lo mejor –replicó Quaid, mortalmente serio.
–¿El útero?
Quaid sonrió a medias. Steve pensó que esa sonrisa significaba: «Sé que tú no».
Era una sonrisa extraña, desagradable, que a Stephen le hubiera gustado borrar de sus ojos.
–Eres un mentiroso –le acusó Cheryl, levantándose de su asiento y mirando por encima del hombro a Quaid.
–A lo mejor lo soy –admitió, convertido de repente en un perfecto caballero.


Después de eso cesaron las discusiones.
Ya no se habló de pesadillas, ni se discutió sobre los terrores nocturnos. Steve vio de forma irregular a Quaid el mes siguiente y, cuando lo veía, se encontraba siempre en compañía de Cheryl Fromm. Quaid era educado con ella, hasta deferente. Ya no llevaba su chaqueta de cuero porque Cheryl odiaba el olor de la piel de los animales muertos. Este súbito cambio en sus relaciones desconcertó a Stephen, pero lo achacó a su escasa comprensión de los asuntos sexuales. No era virgen, pero las mujeres seguían constituyendo un misterio para él: las encontraba contradictorias y enigmáticas.
También estaba celoso, aunque no lo quería admitir claramente. Le dolía que el genio de los sueños húmedos le quitara tanto tiempo a Quaid.
También tenía otra sensación: el curioso presentimiento de que Quaid estaba cortejando a Cheryl por sus propias y misteriosas razones. El sexo no era lo que atraía a Quaid, de eso estaba seguro. Tampoco era su respeto por la inteligencia de Cheryl lo que le hacía mostrarse tan atento. No; de alguna manera la estaba acorralando, eso era lo que le decía su instinto. A Cheryl Fromm la estaban preparando para la muerte.
Y luego, al cabo de un mes, Quaid deslizó en la conversación una pequeña observación acerca de Cheryl:
–Es vegetariana.
–¿Cheryl?
–Cheryl, por supuesto.
–Ya lo sé. Lo mencionó hace tiempo.
–Sí, pero en ella no es un simple capricho. Le apasiona el tema. No puede mirar siquiera el escaparate de un carnicero. No toca la carne, no la huele...
–Oh.
Steve estaba perplejo. ¿Adónde conducía todo aquello?
–Terror, Steve.
–¿De la carne?
–Los indicios son diferentes en cada persona. Ella tiene miedo dela carne. Dice que es tan sana, tan equilibrada... ¡Mierda! ¡Ya lo veremos!
–Ver ¿el qué?
–El miedo, Steve.
–¿No irás a...?
Steve no sabía cómo expresar su ansiedad sin parecer acusador.
–¿Hacerle daño? No, no voy a hacerle ningún tipo de daño. Cualquier perjuicio que se le cause será estrictamente autoinfligido.
Quaid lo contemplaba casi hipnóticamente.
–Empieza a ser hora de que confiemos el uno en el otro –prosiguió. Se le acercó un poco más–. Entre nosotros dos...
–Mira, no creo que quiera oírte.
–Tenemos que tocar a la bestia, Stephen.
–¡Al infierno la bestia! ¡No quiero oír!
Steve se levantó para eludir la opresión de la mirada de Quaid y dar por finalizada la conversación.
–Somos amigos, Stephen.
–Sí...
–Entonces respétalo.
–¿El qué?
–El silencio. Ni una palabra.
Steve asintió. Ésa no era una promesa difícil de cumplir. No le podía contar sus angustias a nadie sin que se le riera en las barbas.
Quaid parecía satisfecho. Se fue corriendo, dejando a Steve con la sensación de que había entrado sin querer en una sociedad secreta, de cuyos objetivos no tenía la más remota idea. Quaid había hecho un pacto con él y resultaba turbador.
La semana siguiente no asistió a clase ni a la mayoría de los seminarios. No tomó apuntes, no leyó libros ni redactó trabajos. Las dos veces que fue al edificio universitario andaba sigilosamente como un ratón precavido, deseando no toparse con Quaid.
No tenía por qué sentir miedo. La única vez en que vio los hombros encorvados de Quaid al otro lado del patio estaba distraído intercambiando sonrisas con Cheryl Fromm. Esta reía musicalmente, y su risa era contestada por el eco de la pared del departamento de historia. Steve ya no sentía celos en absoluto. Ni por todo el oro del mundo habría deseado estar tan cerca de Quaid, intimar tanto con él.
El tiempo que pasaba solo, apartado del bullicio de las clases y de los pasillos atestados, hizo que su mente se volviera ociosa. Y sus pensamientos retornaron a sus temores, como la lengua al diente, la uña a la costra.
Y también a su infancia.
Cuando tenía seis años, lo atropelló un coche. Las heridas no eran demasiado peligrosas, pero la conmoción cerebral lo dejó parcialmente sordo. Fue una experiencia muy angustiosa no comprender por qué se quedaba aislado de repente del mundo. Era un tormento inexplicable, y el niño pensó que eterno.
En un momento su vida había sido real, había estado llena de gritos y risas. Un momento después le había dejado al margen; el mundo externo se convirtió en un acuario, lleno de peces que lo miraban boquiabiertos con grotescas sonrisas. Aún más: había ocasiones en que padecía lo que los médicos llaman zumbido, un ruido estruendoso o siseante en los oídos. La cabeza se le llenaba de los ruidos más extraños, gritos y pitidos que servían de fondo a los movimientos del mundo exterior. En esos casos se le revolvía el estómago, y era como si una banda de hierro le envolviera la frente, partiendo en cachitos sus pensamientos, disociando las manos de la cabeza, la intención de la práctica. Lo embargaba una ola de pánico; era absolutamente incapaz de entender el mundo mientras le aullaba y cencerreaba la cabeza.
Pero los peores terrores llegaban de noche. A veces se despertaba en lo que había sido (antes del accidente) el seno protector de su dormitorio, descubriendo que los pitidos se habían reanudado mientras dormía.
Abría los ojos desmesuradamente y el cuerpo se le empapaba de sudor. La mente se le llenaba del estrépito más bullicioso, estrépito con el que estaba encerrado sin esperanza de alivio. Nada podía acallar su cabeza y nada, al parecer, podía devolverle el mundo, el habla, la risa y el llanto.
Estaba solo.
Ésos fueron el planteamiento, el nudo y el desenlace de su terror. Estaba completamente solo con su cacofonía. Encerrado en aquella casa, en aquel cuarto, en aquel cuerpo, en aquella cabeza, prisionero de una carne sorda y ciega.
Resultaba insoportable. A veces gritaba de noche, sin saber que estaba emitiendo sonidos, y los peces que habían sido sus padres encendían la luz y trataban de ayudarlo, inclinándose sobre la cama y gesticulando, haciendo feas muecas con sus bocas mudas al intentar socorrerlo. Las caricias acababan por calmarlo; con el tiempo, su madre aprendió a mitigar el pánico que se apoderaba de él.
Una semana antes de su séptimo aniversario recuperó el oído, no del todo pero sí lo suficiente para que le pareciera un milagro. El mundo recuperó su nitidez; la vida comenzó de nuevo.
Al chico le costó varios meses volver a confiar en sus sentidos. Aún se despertaba de noche como si previera los ruidos de su cabeza.
Pero aunque sus oídos zumbaban ante el sonido más leve, lo que le impidió asistir a los conciertos de rock con el resto de los estudiantes, ahora casi nunca se daba cuenta de su leve sordera.
La recordaba, por supuesto, y muy bien. Podía evocar el sabor del pánico; la sensación de tener una banda de hierro alrededor de la cabeza. Y aún quedaba en ella un residuo del miedo: a la oscuridad, a estar solo.
Pero ¿no tenía todo el mundo miedo a estar solo? ¿A estar completamente solo?
Steve sentía otro miedo, mucho más difícil de superar. Quaid.
En una sesión reveladora, borracho, le había hablado de su infancia, de la sordera, de los terrores nocturnos.
Quaid conocía su debilidad: el sendero despejado que conducía hasta el corazón del terror de Steve. Tenía un arma, un palo con el que golpearlo si llegaba a hacerse necesario. Tal vez por eso decidió no hablar con Cheryl (prevenirla, si era eso lo que quería hacer) y ciertamente ésa era la razón de que evitara a Quaid.
Éste tenía un aire pérfido en ciertos momentos de malhumor. Ni más ni menos. Parecía una persona con la maldad dentro, muy dentro.
A lo mejor aquellos cuatro meses de observar a la gente sin oírla habían sensibilizado a Steve a causa de las miradas de soslayo, las sonrisitas y el desprecio que revolotean en sus caras. Sabía que la vida de Quaid era un laberinto; llevaba grabado en el rostro, en mil pequeños gestos, el mapa de sus complejidades.


La siguiente fase de la iniciación de Steve al mundo secreto de Quaid no llegó hasta casi tres meses y medio después. Las clases de la universidad se interrumpieron durante las vacaciones de verano, y los estudiantes se fueron cada uno por su lado. Steve se dedicó a su trabajo veraniego habitual en la imprenta de su padre; eran horas largas y agotadoras físicamente, pero le suponían un descanso indudable. Tantas disquisiciones le habían saturado el cerebro; se sentía como si lo hubieran cebado de palabras e ideas. El trabajo en la imprenta le permitió sacudirse todo eso de encima en poco tiempo, aclarando la maraña de su mente.
Fue una buena temporada: apenas pensó en Quaid.
Volvió a la universidad a finales de septiembre. Los estudiantes que había en el campus aún eran escasos. La mayoría de los cursos no empezaban hasta la semana siguiente, y en el ambiente flotaba un aire de melancolía, sin la habitual muchedumbre de jóvenes quejándose, ligando o discutiendo.
Steve estaba en la biblioteca apartando algunos libros importantes antes de que sus compañeros de clase les echaran el guante. Los libros eran oro puro al principio del curso, con toda la bibliografía por leer, y la biblioteca de la universidad pediría como siempre que se encargaran los títulos necesarios. Esos libros vitales llegaban invariablemente dos días después del seminario en que se iba a hablar del autor. Aquel año, el último, Steve estaba decidido a ser el primero en la cola que se formara para obtener los pocos ejemplares para los trabajos de seminario que hubiera en la biblioteca.
Le habló una voz familiar.
–Pronto al trabajo.
Steve levantó la vista para encontrarse con los iris rasgados de Quaid.
–Me impresiona, Steve.
–¿El qué?
–Tu entusiasmo por trabajar.
–Oh.
Quaid sonrió.
–¿Qué estas buscando?
–Algo sobre Bentham.
–Tengo Principios de moral y legislación. ¿Te sirve?
Era una trampa. No; eso resultaba absurdo. Le ofrecía un libro. ¿Cómo se podía interpretar ese simple gesto como una trampa?
–Bien pensado. –Y la sonrisa se hizo aún mas amplia–. Creo que es el ejemplar de la biblioteca el que tengo. Te lo daré.
–Gracias.
–¿Buenas vacaciones?
–Sí, gracias. ¿Y tú?
–Muy gratificantes.
La sonrisa había degenerado en una línea delgada entre....
–Te has dejado bigote.
Era una nueva manifestación de lo enfermizo de aquel espécimen. Fino, ralo y de un rubio sucio, subía y bajaba bajo la nariz de Quaid como si intentara salírsele de la cara. Éste pareció ligeramente turbado.
–¿Lo hiciste por Cheryl?
Ahora sí que su turbación fue total.
–Bueno...
–Parece que tuviste unas buenas vacaciones.
En su expresión había algo, además de turbación.
–Tengo unas fotografías maravillosas –dijo Quaid.
–¿De qué?
–Fotos de fiestas.
Steve no podía dar crédito a sus oídos. ¿Había domado Cheryl Fromm a Quaid? ¿Fotos de fiestas?
–Algunas te sorprenderán.
Había algo de vendedor árabe de postales guarras en el comportamiento de Quaid. ¿Qué demonios eran esas fotografías? ¿Fotos hechas con filtro y desdobladas de Cheryl sorprendida leyendo a Kant?
–No me imaginé que fueras fotógrafo.
–La fotografía se ha convertido en una pasión para mí.
Hizo una mueca al decir «pasión». Había una excitación apenas contenida en su actitud. Estaba radiante de placer.
–Tienes que venir a verlas.
–Yo...
–Esta noche. Y así, al mismo tiempo, recoges el Bentham.
–Gracias.
–Tengo casa. Pasada la esquina del hospital de maternidad, en la calle Pilgrim. Número sesenta y cuatro. ¿Pasadas las nueve?
–De acuerdo. Gracias. Calle Pilgrim.
Quaid asintió.
–No sabía que hubiera casas habitables en la calle Pilgrim.
–Número sesenta y cuatro.


La calle Pilgrim estaba desolada. La mayoría de las casas no eran más que escombros. Unas cuantas estaban en demolición. Las paredes interiores quedaban expuestas de forma poco natural: papeles pintados rosa y verde pálido, las chimeneas de los pisos superiores colgando sobre abismos de ladrillos humeantes. Las escaleras no conducían, ni de ida ni de vuelta, a ninguna parte.
El número sesenta y cuatro estaba solitario. Las casas adyacentes habían sido demolidas y excavadas, dejando paso a un desierto de polvo de ladrillos machacados que unas cuantas malas hierbas, atrevidas y temerarias, intentaban poblar.
Un perro blanco de tres patas vigilaba su territorio alrededor de aquella casa, dejando pequeñas marcas de pis a intervalos regulares para delimitar sus dominios.
La casa de Quaid, aún sin tener nada de palacio, era más acogedora que el yermo que la rodeaba.
Bebieron juntos un vino tinto peleón que había llevado Steve y fumaron un poco de hierba. Quaid estaba mucho más suave de lo que Steve lo hubiera visto nunca, satisfecho de hablar de trivialidades en lugar del terror, riéndose de vez en cuando, incluso contando algún chiste verde. El interior de la casa estaba desnudo. No había cuadros en la pared ni tipo alguno de decoración. Los libros de Quaid, y tenía centenares, estaban amontonados en el suelo, y Steve no pudo descubrir con qué criterio. La cocina y el baño eran primitivos. Toda la atmósfera era casi monástica.
Después de un par de horas apacibles, la curiosidad se apoderó de Steve.
–¿Dónde están las fotos de las vacaciones? –preguntó, consciente de que arrastraba un poco las palabras, aunque ya no le importaba un comino.
–Ah, sí. Mi experimento.
–¿Experimento?
–Para serte sincero, Steve, no sé si debería enseñártelas.
–¿Por qué no?
–Estoy metido en algo serio, Steve.
–Y yo no estoy preparado para nada serio; ¿es eso lo que quieres decir?
Steve notaba que la técnica de Quaid podía con él, aunque era obvio y transparente lo que estaba haciendo.
–No he dicho que no estuvieras preparado...
–¿Qué demonios es ese asunto?
–Fotos.
–¿De?
–¿Te acuerdas de Cheryl?
Imágenes de Cheryl. Ya.
–¿Cómo iba a olvidarla?
–No volverá este curso.
–Oh.
–Tuvo una revelación.
La mirada de Quaid parecía la de un basilisco.
–¿Qué quieres decir?
–Siempre estaba tan tranquila, ¿verdad? –Quaid hablaba de ella como si hubiera muerto–. Tranquila, simpática y pensativa.
–Sí, supongo que era todo eso.
–¡Pobre puta! Todo lo que quería era un buen polvo.
Steve sonrió como un chiquillo ante las palabras obscenas de Quaid. Resultaba chocante; era como ver a un profesor con el pene colgando fuera de los pantalones.
–Pasó parte de sus vacaciones aquí.
–¿Aquí?
–En esta casa.
–¿Así que te gusta?
–Es una vaca ignorante. Pretenciosa, débil y estúpida. Pero no te daría, no te daría absolutamente nada.
–¿Te refieres a que no quería joder?
–¡Oh, no! Se bajaba las bragas nada más verte. Eran sus miedos lo que no...
La vieja canción.
–Pero la convencí a su debido tiempo.
Quaid sacó una caja de detrás de una pila de libros de filosofía. En ella había un fajo de fotos en blanco y negro ampliadas al tamaño de una postal doble. Le alcanzó la primera serie a Steve.
–La encerré, Steve. –Quaid lo decía sin emoción–. Para ver si podía obligarla a que diera rienda suelta a sus terrores.
–¿A qué te refieres con eso de encerrarla?
–En el piso de arriba.
Steve se sintió raro. Podía oír cantar sus oídos muy suavemente. El vino peleón siempre le hacía retumbar la cabeza.
–La encerré en el piso de arriba –repitió Quaid–, como experimento. Por eso alquilé esta casa. No había vecinos que escucharan.
Ningún vecino ¿para escuchar qué?
Steve miró la imagen granulada que tenía en la mano.
–Una cámara oculta –explicó Quaid–. Nunca supo que le estaba haciendo fotos.
La foto número uno era de una habitación, pequeña y anodina. Unos pocos muebles normales.
–Ésta es la habitación. Arriba del todo. Caliente. Incluso un poco agobiante. Sin ruidos.
Sin ruidos.
Quaid le alargó la foto número dos.
La misma habitación. Ahora no tenía casi muebles. Un saco de dormir estaba extendido a lo largo de una pared. Una mesa. Una silla. Una bombilla desnuda.
–Así es como lo dispuse para ella.
–Parece una celda.
Quaid gruñó.
Tercera foto. La misma habitación. Sobre la mesa una jarra de agua. En una esquina, un cubo mal cubierto por una toalla.
–¿Para qué es el cubo?
–Tenía que hacer pis.
–Sí.
–Con todas las comodidades –señaló Quaid–. No pretendía reducirla a un estado animal.
Hasta en su bruma etílica, Steve captó la ironía de Quaid. No pretendía reducirla a un estado animal. Sin embargo...
Foto cuatro. Sobre la mesa, en un plato, una tajada de carne. Le sobresale un hueso.
–Buey –indicó Quaid.
–Pero, ¡si es vegetariana!
–Cierto. Está ligeramente salado, bien hecho y es de buena calidad.
Foto cinco. Lo mismo. Cheryl se halla en la habitación. La puerta está cerrada. Está golpeándola con los pies y con las manos; su cara refleja una intensa furia.
–La dejé en la habitación hacia las cinco de la mañana. Estaba dormida: la llevé sobre el lecho yo mismo. Muy romántico. Ella no sabía qué narices estaba pasando.
–¿La encerraste ahí?
–Claro. Un experimento.
–¿No la advertiste?
–Hablamos del terror, ya me conoces. Sabía qué era lo que yo deseaba descubrir. Sabía que necesitaba conejillos de Indias. Cayó en seguida en la cuenta. En cuanto comprendió lo que me traía entre manos se tranquilizó.
Foto seis. Cheryl está sentada en una esquina de la habitación, pensando.
–Creo que pensaba que podría tener más paciencia que yo.
Foto siete. Cheryl mira la pierna de buey. Echa ojeadas a la mesa.
–Bonita foto, ¿no te parece? Mira su expresión de asco. Odiaba hasta el olor de carne cocinada. Aún no estaba hambrienta, naturalmente.
Ocho: duerme.
Nueve: hace pis. Steve se sintió incómodo al ver a la chica espatarrada sobre el cubo, con las bragas en los tobillos. Tenía manchas de lágrimas en la cara.
Diez: bebe agua de la jarra.
Once: vuelve a dormir, de espaldas a la habitación, enroscada como un feto.
–¿Cuánto tiempo ha pasado en la habitación?
–Esto era cuando sólo llevaba catorce horas. Perdió muy pronto la noción del tiempo. No había cambios de luz. Su reloj corporal se estropeó en seguida.
–¿Cuánto tiempo estuvo ahí?
–Hasta que se demostró mi idea.
Doce: despierta, se pasea alrededor de la carne que está sobre la mesa; se advierte que la mira subrepticiamente.
–Ésta se tomó la mañana siguiente. Estaba dormida. La cámara sacaba fotos cada cuatro horas. Mira sus ojos...
Steve escrutó más de cerca la fotografía. Había algo de desesperación en su cara: una mirada extraviada, salvaje. Por la forma en que contemplaba la carne parecía intentar hipnotizarla.
–Tiene aspecto de enferma.
–Está cansada, eso es todo. De hecho durmió mucho, pero eso sólo parecía dejarla más exhausta que antes. Ahora ya no sabe si es de día o de noche. Y tiene hambre claro. Lleva un día y medio. Está más que un poco hambrienta.
Trece: duerme otra vez, enroscada en una bola aún más pequeña, como si quisiera tragarse a sí misma.
Catorce: bebe más agua.
–Cambié la jarra mientras dormía. Dormía profundamente: podría haber cantado y bailado y no se hubiera despertado. Perdida para el mundo.
Hizo una mueca. «Loco –pensó Steve–. Este tío está loco.»
–¡Dios, aquello apestaba! Ya sabes cómo huelen a veces las mujeres: no es sudor, es otra cosa. Un olor denso, a carne. Sangriento. A eso llegó a finales de su estancia. No era lo que yo había planeado.
Quince: toca la carne.
–Aquí se ve su primer desfallecimiento –dijo Quaid con un júbilo tranquilo en la voz–. Aquí empieza el terror.
Steve estudió la foto de cerca. El granulado de la copia difuminaba los detalles, pero la pobre muchacha estaba sufriendo, eso seguro. Tenía la cara fruncida, dividida entre el deseo y la repulsión, mientras tocaba la carne.
Dieciséis: volvía a estar en la puerta, lanzándose contra ella, y todo su cuerpo temblaba. Su boca era una mueca negra de angustia; le chillaba a la puerta inerte.
–Siempre que se había enfrentado con la carne acababa sermoneándome.
–¿Cuánto tiempo llevaba aquí?
–Casi tres días. Estás viendo a una mujer hambrienta.
No resultaba difícil apreciarlo. En la foto siguiente estaba de pie, tranquila, con los ojos apartados de la tentación de la comida, todo su cuerpo tenso ante el dilema.
–La estás matando de hambre.
–Se puede pasar fácilmente diez días sin comer. Los atracones son frecuentes en cualquier país civilizado, Steve. El seis por ciento de la población británica está obesa desde el punto de vista clínico en un momento u otro. De todas formas, estaba demasiado gorda.
Dieciocho: la chica gorda está sentada en la esquina de la habitación, llorando.
–Por entonces empezó a tener alucinaciones. Pequeños tics mentales. Creía sentir algo en el pelo o en el dorso de la mano. A veces se quedaba mirando al aire sin ver nada.
Diecinueve: se lava. Está desnuda hasta la cintura; tiene los pechos gruesos, la cara desprovista de expresión. La carne de buey presenta un tono más oscuro que en las fotos anteriores.
–Se lavaba con regularidad. Nunca pasaban doce horas sin que se aseara de la cabeza a la punta de los pies.
–La carne parece...
–¿Pasada?
–Oscura.
–Hace calor en su cuartito, y hay unas pocas moscas con ella. Han encontrado la carne y han depositado sus huevos. Sí, está madurando perfectamente.
–¿Forma eso parte del plan?
–Claro. Si la carne le asqueaba cuando estaba fresca, ¿cuál no será su repugnancia ante una carne podrida? Este es el punto crucial de su dilema, ¿no? Cuanto más espere a comer, más asco le dará lo que tiene para alimentarse. Por una parte está encerrada con su propio horror de la carne, y por otra, con su terror a la muerte. ¿Cuál de los dos cederá primero?
Steve estaba tan encerrado como ella.
Por una parte esta broma empezaba a resultar demasiado pesada, y el experimento de Quaid se había convertido en un ejercicio de sadismo. Por otra parte, quería saber hasta dónde llegaba la historia. Había algo sin duda fascinante en ver sufrir a la mujer.
Las siete fotos siguientes –veinte, veintiuno, dos, tres, cuatro, cinco, seis– reflejaban la misma rutina circular. Dormir, lavarse, hacer pis, mirar la carne. Dormir, lavarse, hacer pis...
Y luego venia la veintisiete.
–¿Ves?
Coge la carne.
Sí, la coge, con la cara llena de horror. La pata de buey parece más que pasada; está salpicada de huevos de mosca. Hinchada.
–La muerde.
En la siguiente fotografía tiene la cara hundida en la carne. Steve creyó notar el sabor a carne podrida en la garganta. Su mente ideó un hedor apropiado y creó una salsa de podredumbre que saborear con la lengua. ¿Cómo pudo hacerlo Cheryl?
Veintinueve: está vomitando en el cubo de la esquina del cuarto.
Treinta: está sentada y mira la mesa. Está vacía. Ha tirado la jarra de agua contra la pared. El plato está roto. El buey está tirado en el suelo en un charco putrefacto.
Treinta y uno: duerme. Tiene la cabeza escondida entre los brazos.
Treinta y dos: está de pie. Mira otra vez la carne, desafiándola. El hambre que siente se le ve en la cara. El asco, también.
Treinta y tres: duerme.
–¿Cuánto lleva ahora? –preguntó Steve.
–Cinco días. No, seis.
Seis días.
Treinta y cuatro: Es una forma borrosa que aparentemente se abalanza contra una pared. A lo mejor la golpea con la cabeza, Steve no lo pudo distinguir. No tenía ninguna intención de preguntarlo. Algo en él no lo quería saber.
Treinta y cinco: duerme de nuevo, esta vez debajo de la mesa. El saco de dormir está hecho pedazos, jirones de ropa y trozos de estopa cubren la habitación.
Treinta y seis: habla a la puerta, a quien esté del otro lado, sabiendo que no obtendrá respuesta.
Treinta y siete: se come la carne rancia.
Se sienta tranquilamente bajo la mesa, como un hombre primitivo en su cueva, y tira de la carne con los incisivos. Su cara vuelve a carecer de expresión; todas sus energías se concentran en la decisión que ha tomado. Comer. Comer hasta que desaparezca el hambre, hasta que desaparezcan la angustia de su estómago y el mareo de su cabeza.
Steve contempló la foto.
–Me sorprendió –comentó Quaid– lo súbito de su derrota. En un momento dado parecía seguir tan resistente como siempre. El monólogo que recitó ante la puerta era la misma mezcla de amenazas y excusas que profería día sí día no. Y entonces se vino abajo. Así de sencillo. Se acuclilló bajo la mesa y se comió la carne hasta el hueso como si fuera un trozo selecto.
Treinta y ocho: duerme. La puerta está abierta. Entra luz. Treinta y nueve: el cuarto está vacío.
–¿Adónde fue?
–Bajó las escaleras. Entró en la cocina, bebió varios vasos de agua y se sentó en una silla tres o cuatro horas sin decir una sola palabra.
–¿Le hablaste?
–Como de pasada. Cuando empezó a salir de su estado amnésico. El experimento había acabado. No quise hacerle daño.
–¿Qué dijo ella?
–Nada.
–¿Nada?
–Absolutamente nada. Durante mucho tiempo creo que ni siquiera se dio cuenta de que yo estaba en la habitación. Luego cociné unas patatas y se las comió.
–¿No intentó llamar a la policía?
–No.
–¿Nada de violencia?
–Nada. Sabía lo que yo había hecho y por qué. No fue premeditado, pero habíamos hablado de experimentos parecidos en conversaciones abstractas. En realidad no había sufrido ningún daño. A lo mejor perdió un poco de peso, pero eso fue todo.
–¿Dónde está ahora?
–Se fue el día siguiente. No sé a dónde.
–¿Y qué demostró todo eso?
–Absolutamente nada, a lo mejor. Pero supuso un interesante punto de partida para mis investigaciones.
–¿Punto de partida? ¿Fue sólo un punto de partida?
Había un asco manifiesto en el tono que empleó Steve con Quaid.
–Stephen...
–¡Podías haberla matado!
–No.
–Podía haberse vuelto loca. Desequilibrada para siempre.
–Posible, pero improbable. Era una mujer de mucho carácter.
–Pero tú pudiste con ella.
–Sí. Era un paso que estaba dispuesta a dar. Habíamos hablado de que se enfrentara a su miedo. Así que ahí estaba yo, permitiendo que Cheryl hiciera justamente eso. Nada importante, en realidad.
–La obligaste a hacerlo. Si no, no habría pasado por ello.
–Cierto. Le resultó instructivo.
–O sea que ahora eres profesor.
Steve habría deseado evitar aquel tono sarcástico, pero no pudo. Sentíase invadido por el sarcasmo y la cólera, y experimentaba un poco de miedo.
–Sí, soy profesor. –Quaid observó de reojo a Steve, con la mirada extraviada–. Enseño terror a la gente.
Steve miró al suelo.
–¿Estás satisfecho con lo que has enseñado?
–Y aprendido, Steve. También he aprendido. Es una perspectiva muy emocionante; todo un mundo de miedos por investigar. Especialmente con sujetos inteligentes. Incluso racionalizándolo...
Steve se levantó.
–¡No quiero oír nada más!
–¿Eh? De acuerdo.
–Mañana temprano tengo clases.
–No.
–¿Qué?
Un latido, un titubeo.
–No. No te vayas aún.
–¿Por qué?
Tenía el corazón acelerado. Nunca había comprendido cuánto temía a Quaid.
–Tengo más libros que darte.
Steve notó que se sonrojaba. Ligeramente. ¿Qué había pensado un momento antes? ¿Que Quaid iba a derribarlo de un puñetazo y a empezar a experimentar con sus temores?
No. Eso era una idiotez.
–Tengo un libro sobre Kierkegaard que te gustará. Arriba. Tardo dos minutos.
Quaid abandonó la habitación sonriendo.
Steve se acuclilló sobre sus caderas y empezó a juntar las fotografías. El momento en que Cheryl cogió por primera vez la carne podrida era el que más le fascinaba. Tenía una expresión en la cara totalmente distinta a la de la mujer que él había conocido. Llevaba marcada la duda, la confusión y un hondo...
Terror.
Era la palabra que usaba Quaid. Una palabra asquerosa. Una palabra obscena, asociada a partir de esa noche a la tortura infligida por Quaid a una chica inocente.
Durante un instante Steve pensó qué expresión tendría su propia cara mientras examinaba la fotografía. ¿No había algo de aquella misma confusión en sus propios rasgos? Y tal vez también algo de aquel terror, en espera de ser liberado.
Oyó un ruido a su espalda. Era demasiado suave; no podía haberlo producido Quaid.
A no ser que anduviera sigilosamente.
¡Oh, Dios! A no ser que...
Estamparon un paño con cloroformo contra su boca y sus fosas nasales. Inhaló involuntariamente, y los vapores le hicieron cosquillas en la pituitaria y rompió a llorar.
Una mancha negra apareció en una esquina del mundo, fuera de la vista, y ese borrón empezó a crecer, acompasándose con el ritmo de su corazón cada vez más acelerado.
En el centro de su cabeza «veía» la voz de Quaid como si fuera un velo. Pronunciaba su nombre.
–Stephen.
Otra vez.
–...ephen.
–...phen.
–...hen.
–...en.
La mancha ocupaba todo el mundo. El mundo estaba negro; había desaparecido. De la vista, de la mente.
Steve se cayó desgarbadamente sobre las fotografías.


Cuando despertó no era consciente de su propia conciencia. Había oscuridad por todas partes. Estuvo tumbado una hora con los ojos bien abiertos antes de darse cuenta de que los tenía abiertos.
Como prueba, movió primero los brazos y las piernas; luego la cabeza. No estaba atado, como esperaba, salvo por el tobillo. Decididamente, había una cadena o algo similar alrededor de su tobillo izquierdo. Le irritaba la piel cuando trataba de alejarse demasiado.
El suelo que tenía debajo era muy incómodo, y cuando lo investigó detenidamente con la palma de la mano se dio cuenta de que estaba tumbado sobre una gran rejilla o una especie de verja. Era de metal y, hasta donde le alcanzaban los brazos, tenía una superficie completamente regular. Cuando introdujo el brazo por los agujeros de la rejilla no tocó nada. Sólo aire y vacío por debajo de él.


Las primeras fotos infrarrojas que sacó Quaid del encierro de Stephen mostraban su exploración. Como había supuesto, el sujeto estaba haciendo frente a su condición muy racionalmente. Nada de histerias. Nada de blasfemias. Ni una lágrima. Ése era el desafío que planteaba a aquel sujeto en particular. Sabía con precisión qué estaba ocurriendo, y reaccionaría con lógica ante sus temores. Seguramente se protegería con una voluntad más difícil de doblegar que la de Cheryl.
Pero los resultados serían mucho más gratificantes cuando se viniera abajo. ¿No se abriría entonces su alma para que Quaid la viera y la tocara? Aquel hombre tenía dentro tantas cosas que él deseaba estudiar...
Los ojos de Steve se acostumbraron gradualmente a la oscuridad.
Estaba aprisionado en lo que parecía una especie de conducto. Calculó que tendría unos seis metros de profundidad y que era de sección completamente redonda. ¿Se trataría de una especie de pozo de ventilación para un túnel o una fábrica subterránea? El cerebro de Steve se representó el mapa del área de la calle Pilgrim, intentando imaginar dónde estaba. No se le ocurría ningún sitio.
Ningún sitio.
Estaba perdido en un lugar que no podía determinar ni reconocer. El conducto no tenía rincones que pudieran servir de referencia, y las paredes no presentaban grietas ni agujeros en que refugiar la conciencia.
Peor aún: estaba tumbado con los miembros extendidos sobre una rejilla suspendida sobre un pozo. Sus ojos no podían discernir nada de la oscuridad que tenía debajo; parecía que el pozo no tuviera fondo. Y la caída sólo la impedían la delgada red de la rejilla y la frágil cadena que amarraba a ella su tobillo.
Se vio a sí mismo en equilibrio entre un cielo negro vacío y una oscuridad infinita. El aire estaba caliente y viciado. Secó las lágrimas que le habían asomado a los ojos, dejándolos pegajosos. Cuando empezó a gritar pidiendo ayuda, cosa que hizo después de llorar, la oscuridad se tragó en seguida sus palabras.
Después de gritar hasta enronquecer se volvió a tumbar sobre la rejilla. No podía evitar pensar que bajo el frágil lecho se encontraban las tinieblas más absolutas. Era absurdo, naturalmente. «Nada es eterno», dijo en voz alta.
Nada es eterno.
Y, sin embargo, nunca lo sabría. Si cayera en la oscuridad absoluta que tenía a sus pies, caería, caería y caería sin ver el fondo del pozo. Aunque se esforzaba por pensar en imágenes más brillantes y optimistas, su mente sólo evocaba su cuerpo precipitándose por el horrible pozo, con el fondo a medio metro de su cuerpo en vilo y sin que sus ojos lo vieran o su cerebro lo predijera.
Hasta que tocara fondo.
¿Vería luz cuando su cabeza estallara por el golpe?
¿Comprendería la razón de su vida y de su muerte en el momento en que su cuerpo se redujera a menudillos?
Y luego pensó que Quaid no se atrevería.
–¡No se atreverá! –gritó–. ¡No se atreverá!
Las tinieblas se tragaban con glotonería sus palabras. Por mucho que les chillara, era como si nunca hubiera proferido un grito.
Y luego se le ocurrió otra idea: una auténtica perversidad. ¿Y suponiendo que Quaid hubiera encontrado ese infierno circular para depositarlo porque nunca lo encontrarían, nunca lo investigarían? A lo mejor quería llevar sus experimentos hasta el último extremo.
Hasta el último extremo. La muerte se encontraba en el último extremo. ¿Y no sería ése el experimento definitivo de Quaid? Observar la muerte de un hombre: observar cómo crecía su miedo a la muerte, el filón primigenio del terror. Sartre escribió que ningún hombre podría conocer jamás su propia muerte. Pero conocer íntimamente la muerte ajena –contemplar las acrobacias que seguramente realizaría la mente para disfrazar la amarga verdad–, ésa era toda una clave para descubrir su naturaleza, ¿no? Hasta cierto punto, eso prepararía a un hombre para su muerte. Vivir de forma indirecta el terror de otro era la forma más segura e inteligente de tocar a la bestia.
«Sí –pensó–, Quaid podría matarme a causa de su propio terror.» Steve encontró un amargo consuelo en esa idea. Que Quaid, el experimentador imparcial, el futuro educador, estaba obsesionado por los terrores porque el suyo era todavía más profundo.
Por eso tenía que observar a los demás enfrentarse a sus propios miedos. Necesitaba una solución, una fórmula para huir de sí mismo.
Pensar en todo esto le llevó horas. En la oscuridad el cerebro de Steve era como el azogue, sólo que incontrolable. Le resultaba difícil seguir el desarrollo de una idea demasiado tiempo. Sus pensamientos eran como peces pequeños, rápidos, que se le escurrían de la mano en cuanto conseguía apresarlos.
Pero por debajo de cada pliegue de su pensamiento se encontraba la decisión de dejar a Quaid fuera de juego. Eso era seguro. Debía conservar la calma, demostrar que era un sujeto poco interesante para su estudio.
Las fotografías correspondientes a esas horas mostraban a Stephen tumbado sobre la rejilla con los ojos cerrados y el ceño ligeramente fruncido. Paradójicamente, de vez en cuando una sonrisa asomaba por un segundo a sus labios. A veces resultaba imposible saber si estaba dormido o despierto, pensando o soñando.
Quaid esperaba.
De cuando en cuando, los ojos de Steve se movían bajo sus párpados, un indicio inconfundible de que estaba soñando. Cuando el sujeto dormía era el momento de darle la vuelta a la parrilla...
Steve se despertó maniatado. Pudo ver cerca de sí un cuenco de agua sobre un plato; y otro cuenco lleno de gachas de avena tibias y sin sal, al lado. Comió y bebió agradecido.
Dos cosas ocurrieron mientras comía. Primero, el ruido que hacía al comer sonaba muy fuerte dentro de su cabeza; y segundo, notaba cierta presión y rigidez en las sienes.
En las fotografías se ve a Stephen cogiéndose torpemente la cabeza. Tiene atado un arnés con el cerrojo echado. Los bornes se le hunden en los oídos, evitando que penetre ningún ruido.
Las fotos revelan su desconcierto. Luego su ira. Después su miedo.
Steve estaba sordo.
Todo lo que podía oír eran los ruidos de su cabeza. Los chasquidos de sus dientes. Los sorbidos y el chapoteo de la saliva en el paladar. Los ruidos retumbaban entre sus oídos como cañonazos.
Los ojos se le llenaron de lágrimas. Pegó un puntapié a la rejilla sin oír el choque de sus tacones contra las barras metálicas. Chilló hasta que la garganta le dolió como si sangrara. No oyó ninguno de sus chillidos.
El pánico empezó a hacer mella en él.
Las fotos mostraban cómo surgió. Tenía la cara enrojecida, los ojos muy abiertos, los dientes y encías al descubierto en una mueca.
Parecía un mono asustado.
Le invadieron todas las sensaciones familiares de su infancia. Las recordaba como las caras de viejos enemigos: el temblor de los miembros, el sudor, la náusea. Desesperado, cogió el tazón de agua y se lo volcó en la cabeza. Momentáneamente, la impresión del agua fría apartó su mente de la escalera hacia el pánico por la que trepaba. Se volvió a tumbar sobre la rejilla, con el cuerpo como una tabla, y se propuso respirar despacio y profundamente.
«Relájate, relájate, relájate», dijo en voz alta.
En su cabeza podía oír el chasquido de la lengua. También oía su mucosa evolucionar perezosamente por los pasadizos de la nariz obstruidos por el pánico, que le taponaba y destaponaba los oídos. Ya podía identificar el suave y ligero siseo que se escondía detrás de los demás ruidos. Era el sonido de su cerebro...
Era parecido a ese espacio mudo que hay entre las emisoras de radio; era el mismo quejido que se apoderaba de él bajo la acción de la anestesia, el mismo sonido que zumbaba en sus oídos cuando estaba a punto de dormir.
Sus miembros aún se retorcían convulsivamente, y sólo era consciente a medias de cómo luchaba contra los nudos que lo esposaban, indiferente al hecho de que las cuerdas le despellejaran las muñecas,
Las fotografías grabaron con precisión todas estas reacciones. Su guerra contra la histeria: sus patéticos esfuerzos por impedir que sus miedos volvieran a salir a flote. Las lágrimas. Las muñecas ensangrentadas.
Finalmente, como tantas veces le había ocurrido de pequeño, el cansancio pudo más que el pánico. ¿Cuántas veces se había quedado dormido, incapaz de seguir luchando, con el sabor salado de las lágrimas en la nariz y en la boca?
El esfuerzo había elevado el volumen de los ruidos de su cabeza. Ahora, en vez de entonar una nana, el cerebro le pitaba y gritaba para que se durmiera.
¡Qué bueno era olvidar!
Quaid se sentía defraudado. Desde luego, por la velocidad de su respuesta quedaba claro que Stephen Grace se iba a derrumbar en seguida. En realidad, a las pocas horas del experimento, ya casi se había venido abajo. Y Quaid había confiado en Stephen. Después de meses de preparar el terreno, parecía que su sujeto iba a enloquecer sin revelar una sola clave.
Una palabra, una miserable palabra era todo lo que necesitaba. Una pequeña señal acerca de la naturaleza de su experiencia. O, mejor aún, algo que sugiriera una solución, un tótem salvador, incluso una plegaria. Seguramente cuando una personalidad se ve arrastrada hacia la locura le acude algún salvador a la boca. Debe haber algo.
Quaid esperaba como el ave de presa en el escenario de una carnicería, contando los minutos que le quedaban al alma agonizante, ansiando un pedazo.


Steve se despertó cabeza abajo sobre la rejilla. El aire todavía estaba más viciado, y las barras de metal se le clavaban en las mejillas. Tenía calor y estaba incómodo.
Siguió tumbado tranquilamente, dejando que los ojos se volvieran a acostumbrar a su entorno. Las líneas de la rejilla se alejaban en una perfecta perspectiva hasta la pared del pozo. La sencilla red de barras en cruz le pareció hermosa. Sí, hermosa. Acarició las líneas hacia delante y hacia atrás hasta que se cansó del juego. Aburrido, se dio la vuelta para quedar boca arriba, sintiendo las vibraciones de la rejilla bajo su cuerpo. ¿Era menos estable ahora? Parecía mecerse un poco cuando él se movía.
Caliente y sudoroso, Steve se desabrochó la camisa. Tenía en la barbilla babas segregadas durante el sueño, pero no se ocupó de secárselas. ¿Y qué, si babeaba? ¿Quién lo iba a ver?
Se quitó a medias la camisa, y con un pie, el zapato del otro pie.
Zapato: rejilla: caída. Su cerebro estableció perezosamente la relación. Se sentó. ¡Pobre zapato! Se iba a caer. Resbalaría entre las barras y lo perdería. Pero no. Estaba en perfecto equilibrio entre los dos lados de un agujero de la rejilla; aún lo podía recuperar si lo intentaba.
Se estiró hacia su pobre, miserable zapato, y al moverse hizo que la rejilla cambiara de posición.
El zapato empezó a resbalar.
–Por favor –le suplicó–, no te caigas.
No quería perder su bonito zapato, su hermoso zapato. No debía caerse. No debía.
Al estirarse para agarrarlo, el zapato se desequilibró del lado del tacón y se cayó por la reja a la oscuridad.
Aquella pérdida le arrancó un grito que no pudo oír.
¡Oh, si sólo hubiera podido oír cómo caía su zapato! Contar los segundos de la caída. Oírlo caer ruidosamente al fondo del pozo. Así por lo menos habría sabido cuánto tendría que caer hasta morir.
Ya no podía soportarlo más. Se dio la vuelta sobre el estómago y, boca abajo, introduciendo los dos brazos por sendos huecos, chilló:
–¡Yo también bajaré! ¡Yo también bajaré!
No podía soportar estar esperando caerse en la oscuridad, en el silencio gimoteante; sólo quería ir detrás de su zapato por el oscuro pozo hasta morir, y acabar con el juego de una vez por todas.
–¡Iré! ¡Iré! ¡Iré! –exclamó.
Lo juró solemnemente.
Bajo él, la rejilla se movió.
Algo se había roto. La tuerca, cadena o cuerda que sujetara la rejilla se había partido. Ya no estaba en posición horizontal; estaba resbalando por las barras que lo inclinaban del lado de la oscuridad.
Advirtió sorprendido que ya no tenía los miembros atados.
Se iba a caer.
El hombre quería que se cayera. El hombre malvado... ¿Cómo se llamaba? ¿Quake? ¿Quail? ¿Quarrel? 1
En un gesto automático, asió la rejilla con las dos manos al inclinarse ésta aún más. A fin de cuentas, a lo mejor no quería caer en busca de su zapato. A lo mejor la vida, un breve instante más de vida, merecía la pena...
La oscuridad al borde de la rejilla era tan profunda... ¿Y quién sabía qué rondaría en ella?
En su cabeza se multiplicaron los ruidos del pánico. El latido de su maldito corazón, el tartamudeo de la mucosa, el chirrido seco del paladar. Las manos, resbaladizas de sudor, estaban perdiendo el control. La gravedad lo atraía. Exigía sus derechos sobre la masa de aquel cuerpo; pedía que se cayera. Por un momento, después de echar una ojeada a la boca que se abría a sus pies, creyó ver monstruos agitarse en el fondo. Cosas ridículas, estrafalarias, dibujos toscos, negro sobre negro. Infames imágenes lo miraron con malicia desde el fondo de su infancia y abrieron sus garras para atraparlo por las piernas.
–¡Mamá! –llamó, cuando sus manos soltaron presa y quedó a merced del terror.
–¡Mamá!
Ésa era la palabra. Quaid la oyó claramente, en toda la extensión de su banalidad.
–¡Mamá!
Para cuando Steve llegó al fondo del pozo era incapaz de juzgar cuánto había caído. En el momento en que sus manos se soltaron de la rejilla y supo que las tinieblas se lo tragarían, el cerebro se le bloqueó. El instinto animal hizo que su cuerpo se relajara, evitándole cualquier herida grave a causa del impacto. El resto de su vida, excepto las reacciones más simples, estaba destrozado, y los añicos se ocultaron en los recodos de su memoria.
Cuando por fin se hizo la luz, levantó la mirada hacia la persona que estaba en la puerta, con una máscara del ratón Mickey, y le sonrió. Fue una sonrisa de niño, de agradecimiento para con su cómico salvador. Dejó que el hombre lo cogiera de los tobillos y lo sacara a rastras de la gran habitación redonda en que estaba tumbado. Tenía los pantalones mojados y sabía que se había ensuciado mientras dormía. Pero por eso mismo el ratón divertido le daría un beso aún más grande.
La cabeza le bailaba sobre los hombros cuando lo sacaron de la cámara de tortura. En el suelo, al lado de su cabeza, había un zapato. Y unos dos metros y medio por encima de él se encontraba la rejilla de la que había caído.
Aquello ya no significaba nada para él.
Dejó que el ratón lo sentara en una habitación iluminada. Dejó que le devolviera la audición, aunque en realidad no la quería para nada. Resultaba divertido contemplar el mundo sin sonido; le hacía reír.
Bebió un poco de agua y comió un poco de tarta dulce.
Estaba cansado. Quería dormir. Quería a su mamá. Pero el ratón no parecía comprenderlo, así que lloró y pateó la mesa y tiró los platos y las tazas al suelo. Luego se fue corriendo a la habitación contigua y tiró por el aire todos los papeles que encontró. Era hermoso verlos volar para arriba y caer revoloteando. Unos caían hacia abajo, otros hacia arriba. Unos estaban escritos. Otros eran fotos. Fotos horribles. Fotos que le causaban una sensación muy extraña.
Absolutamente todas las fotos eran de gente muerta. Algunas, de niños pequeños; otras, de niños ya crecidos. Estaban tumbados o medio sentados, y tenían profundos cortes en la cara y en el cuerpo, cortes que ponían al descubierto algo asqueroso, una especie de revoltijo de trocitos brillantes y trocitos que supuraban. Y alrededor de los muertos había pintura negra. No eran manchas definidas, sino más bien salpicaduras, con huellas digitales y marcas de manos y muy caóticas.
En tres o cuatro fotos se veía el instrumento que había realizado los tajos. Sabía cómo se llamaba.
Hacha.
La cara de una mujer tenía un hacha hundida casi hasta el mango. Había un hacha en la pierna de un hombre, y otra tirada en el suelo de una cocina junto a un bebé muerto.
Aquel hombre coleccionaba fotos de muertos y de hachas, cosa que a Steve le resultó extraña.
Ésa fue su última idea hasta que el aroma demasiado familiar del cloroformo invadió su cabeza y perdió la conciencia.


El sórdido pasillo olía a orina rancia y a vómito fresco. Era su propio vómito; le cubría todo el pecho. Trató de levantarse, pero las piernas le temblaban. Hacía mucho frío. Le dolía la garganta.
Entonces oyó pasos. Parecía que el ratón volvía. A lo mejor lo llevaba a casa.
–Levántate, hijo.
No era el ratón. Era un policía.
–¿Qué haces ahí abajo? Te he dicho que te levantes.
Apoyándose contra los ladrillos deshechos del pasillo, Steve logró ponerse de pie. El policía lo enfocó con una linterna.
–¡Jesucristo! –exclamó, con el asco pintado en la cara–. Estás hecho una auténtica mierda. ¿Dónde vives?
Steve negó con la cabeza, mirando su camisa empapada de vómito como un colegial avergonzado.
–¿Cómo te llamas?
No conseguía recordarlo.
–Tu nombre, chico.
Lo estaba intentando recordar. ¡Si por lo menos el policía no gritara tanto!
–Vamos, domínate.
Las palabras no tenían demasiado sentido. Steve notaba que las lágrimas le escocían en el fondo de los ojos.
–Casa.
Ahora estaba haciendo pucheros, tragándose los mocos; se sentía completamente desamparado. Quería morirse; echarse en el suelo y morir.
El policía lo agitó.
–¿Estás en plena subida de algo? –le preguntó, sacando a Steve a la luz de las farolas y examinándole la cara manchada de lágrimas.
–Harías mejor en moverte.
–¡Mamá! –llamó Steve–. Quiero a mi mamá.
Esas palabras cambiaron por completo el curso de la conversación.
De repente, al policía el espectáculo le pareció más que repugnante o lamentable. Aquel pequeño bastardo con los ojos inyectados en sangre y la cena en la camisa le estaba crispando los nervios. Demasiado dinero, demasiada suciedad en las venas y nada de disciplina.
«Mamá» fue la gota que colmó el vaso. Le pegó un puñetazo a Steve en el estómago, un directo limpio, seco, funcional. Steve se encorvó lloriqueando.
–¡Cállate, hijo!
Otro puñetazo remató la faena de noquear al chico, y entonces le cogió por un mechón de pelo y acercó la cara del pequeño drogadicto a la suya.
–¿Quieres ser un paria, no es cierto?
–¡No, no!
Steve no sabía lo que era un paria; sólo trataba de congraciarse con el policía.
–Por favor –dijo, a punto de echarse otra vez a llorar–, lléveme a casa.
El policía pareció sorprendido. El chico no se había puesto a defenderse ni a invocar sus derechos, como hacían casi todos. Así solían acabar: en el suelo, con la nariz partida y llamando a un asistente social. Aquél sólo lloraba. Le empezó a dar mala espina. Quizás estuviera loco o algo parecido. Y le había pegado una paliza de órdago al pequeño mocoso. ¡Joder! Ahora se sentía responsable. Cogió a Steve del brazo y lo llevó hecho un ovillo a su coche, al otro lado de la calle.
–Entra.
–Lléveme...
–Te llevaré a casa, hijo. Te llevaré a casa.


En el refugio nocturno rebuscaron entre la ropa de Steve alguna seña de identidad sin encontrar ninguna, y luego le desinfectaron el cuerpo por si tenía pulgas y el cabello por si estaba infestado de liendres. Entonces se marchó el policía, cosa que tranquilizó a Steve. No le había gustado aquel tipo.
La gente del refugio hablaba de él como si no estuviera en la habitación. Se refería a lo joven que era, discutía acerca de su edad mental, sus ropas, su aspecto. Luego le dieron una pastilla de jabón y le indicaron dónde estaban las duchas. Permaneció diez minutos bajo el agua y se secó con una toalla sucia. No se afeitó, aunque le habían dejado una navaja. Había olvidado cómo se hacía.
Más tarde le dieron ropas viejas, que le gustaron. No eran personas tan malas, aunque hablaran de él como si no estuviera presente. Uno de aquellos hombres incluso le sonrió; era fornido y tenía una barba parda. Le sonrió como a un perro.
Las ropas que le dieron estaban desparejadas. Eran demasiado pequeñas o demasiado grandes. Y de todos los colores: calcetines amarillos, una camisa de un blanco sucio, pantalones a rayas hechos para un glotón, un jersey raído y pesadas botas. Le gustaba vestirse, ponerse dos chaquetas y dos pares de calcetines cuando no lo miraban. Se sentía seguro con varias capas de algodón y lana envueltos a su alrededor.
Luego lo dejaron con un billete para la cama en la mano y se quedó esperando la apertura de los dormitorios. No estaba impaciente como los que se encontraban con él en el pasillo. Muchos gritaban incoherentemente acusaciones salpicadas de obscenidades y se escupían unos a otros. Le asustaban. Sólo quería dormir. Tumbarse y dormir.
A las once, uno de los guardas abrió la puerta del dormitorio y todos aquellos desechos se precipitaron para hacerse con una cama de hierro donde pasar la noche. El dormitorio, amplio y mal iluminado, apestaba a desinfectante y a gente mayor.
Esquivando los ojos y los brazos agresivos de los otros parias, Steve encontró una cama mal hecha, con una fina manta tirada por encima, y se tumbó a dormir. A su alrededor, los hombres tosían, murmuraban y lloraban. Uno recitaba sus oraciones echado sobre una almohada gris, mirando el techo. Steve pensó que era una buena idea, y se puso a rezar la oración de su infancia:


Dulce Jesús, dócil y bondadoso,
cuida a este niño pequeño,
compadécete de mí...


¿Cómo seguía?


Compadécete de mi simplicidad,
permite que llegue hasta ti.


Eso le hizo sentirse mejor, y su sueño, melancólico y profundo, fue como un bálsamo.


Quaid estaba sentado en la oscuridad. El terror se había vuelto a apoderar de él; era peor que nunca. Tenía el cuerpo rígido de miedo; tanto que ni siquiera podía levantarse de la cama y encender la luz. Además, ¿y si esta vez, esta vez entre todas las veces, el terror estuviera justificado? ¿Y si el hombre del hacha estuviera en carne y hueso detrás de la puerta? Sonriéndole como un bobo, danzando demoníacamente en lo alto de las escaleras, como lo había visto Quaid en sueños, bailando y riendo, riendo y bailando.
No hubo un solo movimiento. Ni crujidos en la escalera ni risas tontas en las sombras. No era él, después de todo. Quaid viviría hasta la mañana siguiente.
Tenía el cuerpo un poco más relajado. Sacó las piernas del lecho y encendió la luz. La habitación estaba efectivamente vacía. La casa permanecía en silencio. Por la puerta abierta podía ver la parte superior de las escaleras. No había ningún hombre con un hacha, naturalmente.


Unos gritos despertaron a Steve. Todavía era de noche. No sabía cuánto había dormido, pero los miembros ya no le dolían tanto. Con los codos sobre la almohada, se incorporó a medias y miró por el dormitorio para averiguar a qué se debía la conmoción. Cuatro filas de camas más allá, dos hombres estaban luchando. La manzana de la discordia no estaba nada clara. Simplemente luchaban cuerpo a cuerpo, aferrados como mujeres (el espectáculo hizo reír a Steve), chillando y tirándose del pelo. A la luz de la luna, la sangre de sus caras y manos se veía negra. Uno de ellos, el mayor, cayó sobre su cama gritando:
–¡No iré a la calle Finchley! ¡No me obligarás! ¡No me pegues! ¡No soy el que buscas! ¡De verdad!
El otro no lo escuchaba; era demasiado estúpido o estaba demasiado enloquecido para comprender que el viejo suplicaba que lo dejaran en paz. Animado por los espectadores que se hacinaban en torno a la pelea, el atacante del viejo se había quitado el zapato y azotaba con él a su víctima. Steve oía el impacto del tacón contra la cabeza. Cada golpe iba acompañado de muestras de entusiasmo y de quejas menguantes por parte del viejo.
Súbitamente, los aplausos vacilaron nada más entrar alguien en el dormitorio. Steve no podía distinguir quién era; la muchedumbre congregada en torno a la reyerta le impedía ver la puerta.
Sí que vio, sin embargo, al vencedor alzar el zapato en el aire con un grito final de: «¡Cabrón!».
El zapato.
Steve no podía apartar los ojos del zapato. Se elevaba en el aire, volteándose al hacerlo, y luego caía en picado sobre los barrotes como un pájaro herido. Steve lo vio claramente, más claramente de lo que había visto nada durante muchos días.
Cayó cerca de él.
Cayó con un ruido estentóreo.
Cayó de lado, igual que el suyo. Su zapato. El que se quitó con el pie. Sobre la rejilla. En la habitación. En la casa. En la calle Pilgrim.


El mismo sueño despertó a Quaid. Siempre las escaleras. Siempre se veía mirando por el túnel de las escaleras mientras aquella visión ridícula, medio broma y medio horror, avanzaba de puntillas hacia él, riéndose a cada paso.
Antes no había soñado nunca dos veces en una sola noche. Sacó la mano por encima del borde de la cama y buscó a tientas la botella que guardaba por allí. En la oscuridad bebió de ella un trago muy largo.


Steve cruzó la maraña de hombres furiosos sin importarle los gritos o los gruñidos y maldiciones del viejo. A los guardas les estaba costando apaciguar los ánimos. Era la última vez que dejaban entrar al viejo Crowley: siempre organizaba follones. Aquello tenía todas las trazas de acabar en reyerta; costaría horas tranquilizarlos de nuevo.
Nadie le preguntó nada a Steve mientras paseaba por el pasillo, cruzaba la puerta y entraba en el vestíbulo del refugio nocturno. Las puertas de batientes estaban cerradas, pero el aire nocturno, amargo antes del amanecer, refrescaba al colarse por los resquicios.
La diminuta recepción estaba vacía, y por la puerta Steve vio el extintor de incendios colgado de la pared. Era rojo y brillante. Al lado de él había una manguera larga y negra, enrollada en un tambor rojo como una serpiente dormida. Al lado, colocada sobre dos ganchos en la pared, un hacha.
Un hacha muy bonita.
Stephen entró en la oficina. Cerca de él oyó el ruido de pies corriendo, gritos, un silbido. Pero nadie lo interrumpió mientras hacía amistad con el hacha.
Primero le sonrió.
El filo curvado del hacha le devolvió la sonrisa.
Luego la tocó.
Al hacha pareció gustarle la caricia. Estaba polvorienta y no se había usado en mucho tiempo. Demasiado tiempo. Quería que la cogieran, le hicieran carantoñas y le sonrieran. Steve la descolgó con mucho cuidado y la introdujo bajo su chaqueta para darle calor. Luego salió de la oficina de recepción, atravesó la puerta de batientes y salió a buscar su otro zapato.


Quaid se volvió a despertar.


A Steve le costó poco tiempo orientarse. Dio un saltito al dirigirse hacia la calle Pilgrim. Vestido de tantos colores brillantes, con unos pantalones tan holgados y unas botas tan estúpidas, se sentía como un payaso. Era un chico cómico, ¿verdad? Se rió de sí mismo. Estaba tan gracioso...
El viento empezó a herirlo, poniéndolo frenético al revolotearle en el pelo y dejarle los ojos tan fríos como si fueran dos cubitos de hielo en las cuencas.
Empezó a correr, brincar, bailar, juguetear por entre las calles blancas a la luz de las farolas, y oscuras en los intervalos entre éstas.
Ahora me ves, ahora no. Ahora sí, ahora no...
A Quaid no le había despertado el sueño esta vez. Esta vez había oído un ruido. Era un ruido, sin la. menor duda.
La luna se había elevado lo suficiente como para que sus rayos se filtraran por la ventana, la puerta y la parte superior de las escaleras. No había necesidad de encender la luz. Para lo que quería ver no la necesitaba. La parte superior de las escaleras estaba vacía, como siempre.
Entonces crujió el último peldaño; fue un ruido mínimo, como si un suspiro se hubiera posado sobre él.
Así fue como Quaid padeció el terror.
Otro crujido, y el ridículo sueño seguía subiendo las escaleras en su busca. Tenía que ser un sueño. A fin de cuentas no conocía a ningún payaso, a ningún asesino con un hacha. De forma que, ¿cómo iba a ser aquella imagen absurda la misma que lo despertaba noche tras noche, cómo podía ser algo más que un sueño?
Sin embargo, a lo mejor había sueños tan absurdos que sólo podían ser realidad.
«Nada de payasos», se dijo, mientras se quedaba observando la puerta, la escalera y la mancha luminosa de la luna. Quaid sólo había conocido mentes frágiles, tan débiles que no pudieron darle la clave de la naturaleza, el origen o la forma de curar el pánico que ahora lo tenía esclavizado. Cuando se enfrentaban al menor indicio de terror en el corazón de la vida, siempre se venían abajo, quedaban reducidas a polvo.
No conocía payasos; nunca los había conocido ni los conocería jamas.
Y entonces apareció: era el rostro de un idiota. Pálido como una sábana a la luz de la luna, con los rasgos juveniles magullados, hinchados y sin afeitar, una sonrisa franca como la de un niño. Se había mordido el labio de lo excitado que estaba. Tenía la mandíbula inferior llena de sangre y las encías casi negras. Pero no por ello dejaba de ser un payaso. Un payaso, sin discusión posible, aunque el disfraz le quedara mal, incongruente y patético.
El hacha era lo único que no se correspondía con la sonrisa.
Cuando el maníaco realizó pequeños movimientos de carnicero con el arma, la luna se reflejó en ella, y los ojillos negros le brillaron ante la perspectiva de tanta diversión.
Se paró casi en lo más alto de la escalera, pero mientras contempló el terror de Quaid, su sonrisa no decayó en ningún momento.
A Quaid le flaquearon las piernas y cayó de rodillas.
El payaso subió otro peldaño de un brinco, con los ojos relucientes, llenos de una especie de maldad benigna, fijos sobre Quaid. Zarandeaba el hacha con sus manos pálidas, en una pequeña parodia del golpe mortal.
Quaid lo reconoció.
Era su alumno, su conejillo de Indias, transfigurado en la imagen de su propio terror.
Él. Él entre todos los hombres. El niño sordo.
Ahora daba brincos más grandes y hacía ruidos guturales, como imitando la llamada de algún pájaro fantástico. El hacha dibujaba giros cada vez más amplios en el aire, cada uno de ellos más letal que el anterior.
–Stephen –dijo Quaid.
El nombre no le dijo nada a Steve. Sólo vio abrirse una boca y volverse a cerrar. Tal vez saliera de ella un sonido; tal vez no. No le importaba.
La garganta del payaso emitió un chillido, y el hacha, cogida con las dos manos, se meció sobre su cabeza. En ese preciso instante la pequeña danza alegre se convirtió en una carrera: el hombre del hacha saltó los dos últimos escalones y entró corriendo en la habitación, donde la luz le dio de lleno.
El cuerpo de Quaid se apartó a medias para esquivar el golpe mortal, pero no fue lo suficientemente rápido o elegante. La cuchilla hendió el aire y rajó por detrás su brazo desgarrándole casi todo el tríceps, destrozándole el húmero y abriéndole la carne del antebrazo con un tajo que por poco no le alcanzó la arteria.
El grito de Quaid podría haberse oído a diez casas de distancia, pero esas casas no eran más que escombros. Nadie podía oírlo. Nadie podía acudir a quitarle al payaso de encima.
El hacha, ansiosa de acabar la faena, le estaba rajando el muslo como si fuera un leño. La brillante carne del músculo del filósofo, el hueso y el tuétano quedaban expuestos por profundos tajos de cuatro o diez centímetros de profundidad. A cada golpe, el payaso tiraba del hacha para desclavarla, y el cuerpo de Quaid se sacudía como una marioneta.
Quaid chilló. Quaid suplicó. Quaid intentó convencerlo.
El payaso no oyó una sola palabra.
Sólo oía los ruidos que tenía en la cabeza: los pitidos, los gritos, los aullidos, los zumbidos. Se había refugiado en un lugar del que ningún argumento racional ni amenaza podrían sacarlo. Donde el latido de su corazón era la ley, y el susurro de su sangre, la música.
¡Cómo bailaba el niño sordo! Bailaba como un bobo al ver a su torturador boquear como un pez, con la depravación de su intelecto acallada para siempre. ¡Cómo chorreaba la sangre! ¡Cómo salía a borbotones y a litros!
El pequeño payaso reía contemplando tanta diversión. Tenía un entretenimiento para toda la noche, pensaba. El hacha, amable e inteligente, siempre sería su amiga. Haría cortes transversales y longitudinales, podría cortar en rodajas y amputar, y además podía mantener vivo a aquel hombre si la utilizaba con astucia; vivo durante un buen rato.
Steve estaba más contento que unas pascuas. Tenía el resto de la noche por delante, y toda la música que le apeteciera oír resonaba en su cabeza.
Y Quaid comprendió, al encontrarse con la mirada ausente del payaso por entre un ambiente ensangrentado, que había algo peor en el mundo que el terror. Peor que la propia muerte.
Era el sufrimiento sin esperanza de salvación. Era la vida que se negaba a acabar mucho después de que el cerebro le hubiera pedido al cuerpo que dejara de existir. Y lo peor de todo: había sueños que se hacían realidad.



1.-El autor hace un juego de palabras intraducible, basándose en la semejanza fonética de Quaid con quake (temblor), quail (codorniz o acobardarse) y quarrel (riña) (N. del T.)

Cuento: "El Beso" de Gustavo Adolfo Bécquer

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Hoy quiero compartir con ustedes un cuento clásico del gran Gustavo Adofo Bécquer : "El Beso"...



EL BESO
(Leyenda Toledana)
Gustavo Adolfo Bécquer
(Para móvil) 


    Cuando una parte del ejército francés se apoderó a principios de este siglo de la histórica Toledo, sus jefes, que ignoraban el peligro a que se exponían  en las poblaciones españolas diseminándose en alojamientos separados, comenzaron por habilitar para cuarteles los más grandes y mejores edificios de la ciudad.
     Después de ocupado el suntuoso alcázar de Carlos V, echóse mano de la Casa de Consejos: y cuando ésta no pudo contener más gente, comenzaron a invadir el asilo de las comunidades religiosas, acabando a la postre por transformar en cuadras hasta las iglesias consagradas al culto. En esta conformidad se encontraban las cosas en la población donde tuvo lugar el suceso que voy a referir, cuando una noche, ya a hora bastante avanzada, envueltos en sus oscuros capotes de guerra y ensordeciendo las estrechas y solitarias calles que conducen desde la Puerta del Sol de Zocodover, con el choque de sus armas y el ruidoso golpear de los cascos de sus corceles, que sacaban chispas de los pedernales, entraron en la ciudad hasta unos cien dragones de aquellos altos, arrogantes y fornidos de que todavía nos hablan con admiración nuestras abuelas.
     Mandaba la fuerza un oficial bastante joven, el cual iba como a distancia de unos treinta  pasos de su gente, hablando a media voz con otro, también militar, a lo que podía colegirse por su traje. Este, que caminaba a pie delante de su interlocutor, llevando en la mano un farolillo, parecía servirle de guía por entre aquel laberinto de calles oscuras, enmarañadas y revueltas.
     Con verdad, decía el  jinete a su acompañante, que si el alojamiento que se nos prepara es tal y como me lo pintas, casi casi sería preferible arrancharnos en el campo o en medio de una plaza.
     ¿Y qué queréis mi capitán?, contestóle el guía que efectivamente era un sargento aposentador. En el alcázar no cabe ya un gramo de trigo, cuando más un hombre; San Juan de los Reyes no digamos, porque hay celda de fraile en la que duermen quince húsares. El convento adónde voy a conduciros no era mal local, pero hará cosa de tres o cuatro días nos cayó aquí como de las nubes una de las columnas volantes que recorren la provincia, y gracias que hemos podido conseguir que se amontonen por los claustros y dejen libre la iglesia.
     En fin, exclamó el oficial, después de un corto silencio y como resignándose con el extraño alojamiento que la casualidad le deparaba; más vale incómodo que ninguno. De todas maneras, si llueve, que no será difícil según se agrupan las nubes, estaremos a cubierto y algo es algo.
     Interrumpida la conversación en este punto, los jinetes, precedidos del guía., siguieron en silencio el camino adelante hasta llegar a una plazuela, en cuyo fondo se destacaba la negra silueta del convento con su torre morisca, su campanario de espadaña, su cúpula ojival y sus tejados desiguales y oscuros.
     He aquí vuestro alojamiento, exclamó el aposentador al divisarle y dirigiéndose al capitán, que después que hubo mandado hacer algo a la tropa, echó pie a tierra, tornó al farolillo de manos del guía y se dirigió hacía el punto que éste le señalaba.
     Comoquiera que la iglesia del convento estaba completamente desmantelada, los soldados que ocupaban el resto del edificio habían creído que las puertas le eran ya  poco menos que inútiles, y un tablero hoy, otro mañana, habían ido arrancándolas pedazo a pedazo para hacer hogueras con que calentarse por las noches.
     Nuestro joven oficial no tuvo, pues, que torcer llaves ni descorrer cerrojos para penetrar en el interior del templo.
     A la luz del farolillo, cuya dudosa claridad se perdía entre las espesas sombras de las naves y dibujaba con gigantescas proporciones sobre el muro la fantástica sombra del sargento aposentador, que iba precediéndole, recorrió la iglesia de arriba abajo, y escudriñó una por una todas sus desiertas capillas, hasta que una vez hecho cargo del local mandó echar pie a tierra a su gente, y hombres y caballos revueltos, fue acomodándola como mejor pudo.
      Según dejamos dicho, la iglesia estaba completamente desmantelada; en el altar mayor pendían aún de las altas cornisas los rotos jirones del velo con que le habían cubierto los religiosos al abandonar aquel recinto; diseminados por las naves veíanse algunos retablos adosados al muro, sin imágenes en las hornacinas; en el coro se dibujaban con un ribete de luz los extraños perfiles de la oscura sillería de alerce; en el pavimento, destrozado en varios puntos, distinguíanse aún anchas losas sepulcrales llenas de timbres, escudos y largas inscripciones góticas; y allá a lo lejos, en el fondo de las silenciosas capillas y a lo largo del crucero, se destacaban confusamente entre la oscuridad, semejantes a blancos e inmóviles fantasmas, las estatuas de piedra, que, unas tendidas, otras de hinojos sobre el mármol de sus tumbas, parecían ser los únicos habitantes del ruinoso edificio.
     A cualquier otro menos molido que el oficial de dragones, el cual traía una jornada de catorce leguas en el cuerpo, o menos acostumbrado a ver estos sacrilegios como la cosa más natural del mundo, hubiéranle bastado dos adarmes de imaginación para no pegar los ojos en toda la noche en aquel oscuro e imponente recinto, donde las blasfemias de los soldados que se quejaban en voz alta del improvisado cuartel, el metálico golpe de las espuelas, que resonaban sobre las anchas losas sepulcrales del pavimento, el ruido de los caballos que piafaban impacientes, cabeceando y haciendo sonar las cadenas con que estaban sujetos a los pilares, formaban un rumor extraño y temeroso que se dilataba por todo  el ámbito de la iglesia y se reproducía cada vez más confuso, repetido de eco en eco en sus altas bóvedas.
     Pero nuestro héroe, aunque joven, estaba ya tan familiarizado con estas peripecias de la vida de campaña, que apenas hubo acomodado a su gente, mandó colocar un saco de forraje al pie de la grada del presbiterio, y arrebujándose como mejor pudo en su capote y echando la cabeza en el escalón, a los cinco minutos roncaba con más tranquilidad que el mismo rey José en su palacio de Madrid.
     Los soldados, haciéndose almohadas de las monturas, imitaron su ejemplo, y poco a poco fue apagándose el murmullo de sus voces.
     A la media hora sólo se oían los ahogados gemidos del aire que entraba por las rotas vidrieras de las ojivas del templo, el atolondrado revolotear de las aves nocturnas que tenían sus nidos en el dosel de piedra de las esculturas de los muros, y el alternado rumor de los pasos del vigilante que se paseaba envuelto en los anchos pliegues de su capote, a lo largo del pórtico.
En la época a que se remonta la relación de esta historia, tan verídica como extraordinaria, lo mismo que al presente, para los que no sabían apreciar los tesoros de arte que encierran sus muros, la ciudad de Toledo no era más que un poblachón destartalado, antiguo, ruinoso e insufrible.
     Los oficiales del ejército francés, que a juzgar por los actos de vandalismo con que dejaron en ella triste y perdurable memoria de su ocupación, de todo tenían menos de artistas o arqueólogos; no hay para qué decir que se fastidiaban soberanamente en la vetusta ciudad de los Césares.
     En esta situación de ánimo, la más insignificante novedad que viniese a romper la monótona quietud de aquellos días eternos e iguales era acogida con avidez entre los ociosos; así es que promoción al grado inmediato de uno de sus camaradas, la noticia del movimiento estratégico de una columna volante, la salida de un correo de gabinete o la llegada de una fuerza cualquiera a la ciudad, convertianse en tema fecundo de conversación y objeto de toda clase de comentarios, hasta tanto que otro incidente venía a sustituirle, sirviendo de base a nuevas quejas, críticas y suposiciones.
     Como era de esperar, entre los oficiales que, según tenían costumbre, acudieron al día siguiente a tomar el sol y a charlar un rato en el Zocodover, no se hizo platillo de otra cosa que de la llegada de los dragones, cuyo jefe dejamos en el anterior capitulo durmiendo a pierna suelta y descansando de las fatigas de su viaje. Cerca de un hora hacía que la conversación giraba alrededor de este asunto, y ya comenzaba a interpretarse de diversos modos la ausencia del recién venido, a quien uno de los presentes, antiguo compañero suyo del colegio, había citado para el Zocodover, cuando en una de las bocacalles de la plaza apareció al fin nuestro bizarro capitán, despojado de su ancho capotón de guerra, luciendo un gran casco de metal con penacho de plumas blancas, una casaca azul turquí con vueltas rojas y un magnífico mandoble con vaina de acero, que resonaban arrastrándose al compás de sus marciales pasos y del golpe seco y agudo de sus espuelas de oro.
     Apenas le vio su camarada, salió a su encuentro para saludarle, y con él se adelantaron casi todos los que a la sazón se encontraban en el corrillo, en quienes había despertado la curiosidad y la gana de conocerle, los pormenores que ya habían oído referir acerca de su carácter original y extraño.
     Después de los estrechos abrazos de costumbre y de las exclamaciones, plácemes y preguntas de rigor en estas entrevistas; después de hablar largo y tendido sobre las novedades que andaban por Madrid, la varia fortuna de la guerra y los amigotes muertos o ausentes, rodando de uno en otro asunto la conversación vino a para el tema obligado, esto es, las penalidades del servicio, la falta de distracciones de la ciudad y el inconveniente de los alojamientos.
     Al llegar a este punto, uno de los de la reunión que por lo visto, tenía noticia del mal talante con que el joven oficial se había resignado a acomodar su gente en la abandonada iglesia, le dijo con aire de zumba:
     Y a propósito del alojamiento, ¿qué tal se ha pasado la noche en el que ocupáis?
     Ha habido de todo, contestó el interpelado, pues si bien es verdad que no he dormido gran cosa, el origen de mi vigilia merece la pena de la velada. El insomnio junto a una mujer bonita no es seguramente el peor de los males.
     ! Una mujer! , repitió su interlocutor, como admirándose de la buena fortuna del recién venido. Eso es lo que se llama llegar y besar el santo.
     Será tal vez algún antiguo amor de la corte que le sigue a Toledo para hacerle más soportable el ostracismo, añadió otro de los del grupo.
     ! Oh, no!, dijo entonces el capitán, nada menos que eso. Juro, a fe de quien soy, que no la conocía y que nunca creí hallar tan bella patrona en tan incómodo alojamiento. Es todo lo que se llama una verdadera aventura.
     ! Contadla!!Contadla!, exclamaron en coro los oficiales que rodeaban al capitán, y como éste se dispusiera a hacerlo así, todos prestaron la mayor atención a sus palabras, mientras él comenzó la historia en estos términos.
     Dormía esta noche pasada como duerme un hombre que trae en el cuerpo trece leguas de camino, cuando he aquí que en lo mejor del sueño me hizo despertar sobresaltado e incorporarme sobre el codo un estruendo horrible, un estruendo tal que me ensordeció un instante para dejarme después los oídos zumbando cerca de un minuto, como si un moscardón me cantase a la oreja.
     Como os habréis figurado, la causa de mi susto era el primer golpe que oía de esa endiablada campana gorda, especie de sochantre de bronce, que los canónigos de Toledo han colgado en su catedral con el laudable propósito de matar a disgustos a los necesitados de reposo.
     Renegando entre los dientes de la campana y del campanero que toca, disponíame, una vez apagado aquel insólito y temeroso rumor, a seguir nuevamente el hilo del interrumpido sueño, cuando vino a herir mi imaginación y a ofrecerse ante mis ojos  una cosa extraordinaria. A la dudosa luz de la luna que entraba en el templo por el estrecho ajimez del muro de la capilla mayor, vi una mujer arrodillada junto al altar.
     Los oficiales se miraron entre sí con expresión entre asombrada e incrédula; el capitán, sin atender al efecto que su narración producía continuó de este modo:     no podéis figuraros nada semejante a aquella nocturna y fantástica visión que se dibujaba confusamente en la penumbra de la capilla, como esas vírgenes pintadas en los vidrios de colores que habréis visto alguna vez destacarse a lo lejos, blancas y luminosas, sobre el oscuro fondo de las catedrales.
     Su rostro, ovalado, en donde se veía impreso el sello de una leve y espiritual demacración; sus armoniosas facciones llenas de una suave y melancólica dulzura; su intensa palidez, las purísimas líneas de su contorno esbelto, su ademán reposado y noble, su traje blanco y flotante, me traían a la memoria esas mujeres que yo soñaba cuando era casi un niño. !Castañas y celestes imágenes , quimérico objeto del vago amor de la adolescencia!. Yo me creía juguete de una adulación, y sin quitarle un punto los ojos ni aun osaba respirar, temiendo que un soplo desvaneciese el encanto. Ella permanecía inmóvil.
     Antojábaseme al verla tan diáfana y luminosa que no era una criatura terrenal, sino un espíritu que, revistiendo por un instante la forma humana, había descendido en el rayo de la luna, dejando en el aire y de por si la azulada estela que desde el alto ajimez bajaba verticalmente hasta el pie del opuesto muro, rompiéndose la oscura sombra de aquel recinto lóbrego y misterioso.
     Pero..., exclamó interrumpiéndole su camarada de colegio, que comenzando por echar a broma la historia, había concluido interesándose con su relato ¿cómo estaba allí aquella mujer? ¿No le dijiste nada? ¿No te explicó su presencia en aquel sitio?
     No me determiné a hablarle, porque estaba seguro de que no había de contestarme, ni verme, ni oírme.
     ¿Era sorda?, ¿era ciega?, ¿era muda?, exclamaron a un tiempo tres o cuatro de los que escuchaban la relación.
     Lo era todo a la vez, exclamó al fin el capitán después de un momento de pausa, porque era... de mármol.
     Al oír el estupendo desenlace de tan extraña aventura cuando había en el corro prorrumpieron a una ruidosa carcajada, mientras uno de ellos dijo al narrador de la peregrina historia, que  era el única que permanecía callado y en una grave actitud:
     !Acabáramos de una vez! Lo que es de ese género, tengo yo más de un millas, un verdadero serrallo, en San Juan de los Reyes; serrallo que desde ahora pongo a vuestra disposición, ya que a lo que parece, tanto os da de una mujer de carne como de piedra.
     ! Oh no!, continuó el capitán, sin alterarse en lo más mínimo por las carcajadas de sus compañeros: estoy seguro de que no pueden ser como la mía. La mía es una verdadera dama castellana que por un milagro de la escultura parece que no la han enterrado en un sepulcro, sino que aún permanece en cuerpo y alma de hinojos sobre la losa que la cubre, inmóvil, con las manos juntas en ademán suplicante, sumergida en un éxtasis de místico amor.
     De tal modo te explicas, que acabarás por  probarnos la verosimilitud de la fábula de Galatea.
     Por mi parte, puedo deciros que siempre la creí una locura, más desde anoche comienzo a comprender la pasión del escultor griego.
     Dadas las especiales condiciones de tu nueva dama, creo que no tendrás inconveniente en presentarnos a ella. De mi sé decir que ya no vivo hasta ver esa maravilla. Pero ... ¿qué diantre te pasa?... diríase que esquivas la presentación !ja, ja! bonito fuera que ya te tuviéramos hasta celoso.
     Celoso, se apresuró a decir el capitán, celoso de los hombres, no... Mas ved, sin embargo, hasta dónde llega mi extravagancia. Junto a la imagen de esa mujer, también de mármol, grave y al parecer con vida como ella, hay un guerrero ..., su marido sin duda ... Pues bien lo voy a decir todo, aunque os moféis de mi necedad ... si no hubiera temido que me tratasen de loco, creo que ya lo habría hecho cien veces pedazos.
     Una nueva y aún más ruidosa carcajada de los oficiales saludó esta original revelación del estrambótico enamorado de la dama de piedra.
     Nada, nada, es preciso que la veamos, decían los unos.
     Si si, es preciso saber si el objeto corresponde a tan alta pasión, añadían los otros.
     ¿Cuándo nos reuniremos para echar un trago en la iglesias en que os alojáis? exclamaron los demás.
     Cuando mejor os parezca, esta misma noche si queréis, respondió el joven capitán, recobrando su habitual sonrisa, disipada un instante por aquel relámpago de celos. A propósito, con los bagajes he traído hasta un par de docenas de botellas de champagne, verdadero champagne, restos de un regalo hecho a nuestro general de brigada, que, como sabéis es algo pariente.
     !Bravo, bravo!, exclamaron los oficiales a una voz prorrumpiendo en alegres exclamaciones.
     !Se beberá vino del país!
     !Y cantaremos una canción de Ronsard!
     Y hablaremos de mujeres, a propósito de la dama del anfitrión.
     Conque... hasta la noche.
     Hasta la noche.
 Ya hacia un largo rato que los pacíficos habitantes de Toledo habían cerrado con llave y cerrojo las pesadas puertas de sus antiguos caserones; la campana gorda de la catedral anunciaba la hora de la queda, y en lo alto del alcázar, convertido en cuartel, se oía el último toque de silencio de los clarines, cuando diez o doce oficiales que poco a poco habían ido reuniéndose en el Zacodover tomaron el camino que conduce desde aquel punto al convento en que se alojaba el capitán, animados más con la esperanza de apurar las comprometidas botellas que con el deseo de conocer la maravillosa escultura.
     La noche había cerrado sombría y amenazadora; el cielo estaba cubierto de nubes de color de plomo; el aire, que zumbaba encarcelado en las estrechas y retorcidas calles, agitaba la moribunda luz del farolillo de los retablos, o hacía girar con un chirrido agudo las veletas de hierro de las torres.
     Apenas los oficiales dieron vista a la plaza en que se hallaba situado el alojamiento de su nuevo amigo, éste que les aguardaba impaciente, salió a encontrarles, y después de cambiar algunas palabras a media voz, todos penetraron juntos en la iglesia, en cuyo lóbrego recinto la escasa claridad de una linterna luchaba trabajosamente con las oscuras y espesísimas sombras.
     !Por quien soy!, exclamó uno de los convidados tendiendo a su alrededor la vista, que el local es de lo menos a propósito del mundo para una fiesta.
     Efectivamente, dijo otro, nos traes a conocer a una dama, y apenas si con mucha dificultad se ven los dedos de la mano.
     Y con todo, hace un frío que no parece sino que estamos en la Siberia, añadió un tercero, arrebujándose en el capote.
     Calma, señores, calma, interrumpió el anfitrión; calma, que a todo se proveerá. !Eh, muchacho!, prosiguió dirigiéndose a uno de sus asistentes, busca por ahí un poco de leña, y enciéndenos una buena fogata en la capilla mayor.
     El asistente, obedeciendo las órdenes de su capitán, comenzó a descargar golpes en la sillería del coro, y después que hubo reunido una gran cantidad de leña, que fue apilando al pie de las gradas del presbiterio, tomó la linterna y se dispuso a hacer un auto de fe con aquellos fragmentos tallados de riquísimas labores, entre los que se veían ,por aquí, parte de una columnilla salomónica, por allá, la imagen de un santo abad, al torso de una mujer o la disconforme cabeza de un grifo asomado entre hojarasca.
     A los pocos minutos, una gran claridad que de improvisto se derramó por todo el ámbito de la iglesia, anunció a los oficiales que había llegado la hora de comenzar el festín.
     El capitán que hacía los honores de su alojamiento con la misma ceremonia que hubiera hecho los de su casa, exclamó, dirigiéndose a los convidados:
     Si gustáis, pasaremos al buffet.
     Sus camaradas, afectando la mayor gravedad, respondieron a la invitación con un cómico saludo, y se encaminaron a la capilla mayor precedidos del héroe de la fiesta, que al llegar a la escalinata se detuvo un instante, y extendiendo la mano en dirección al sitio que ocupaba la tumba, les dijo con la finura más exquisita:
     Tengo el placer de presentaros a la dama de mis pensamientos. Creo que convendréis conmigo en que no he exagerado su belleza.
     Los oficiales volvieron los ojos al punto que les señalaba su amigo, y una exclamación de asombro se escapó involuntariamente de todos los labios.
     En el fondo de un arco sepulcral revestido de mármoles negros, arrodillada delante de un reclinatorio con las manos juntas y la cara vuelta hacia el altar, vieron, en efecto, la imagen de una mujer tan bella que jamás salió otra igual de manos de un escultor, ni el deseo pudo pintarla en la fantasía más soberanamente hermosa.
     ! En verdad que es un ángel!, exclamó uno de ellos.
     ! Lástima que sea de mármol!, añadió otro.
     No hay duda que aunque no sea más que la ilusión de hallarse junto a una mujer de este calibre, es lo suficiente para no pegar los ojos en toda la noche.
     ¿Y no sabéis quién es ella?, preguntaron algunos de los que contemplaban la estatua al capitán, que sonreía satisfecho de su triunfo.
     Recordando un poco del latín que en mi niñez supe, he conseguido, a duras penas, descifrar la inscripción de la tumba, contestó el interpelado; a lo que he podido colegir, pertenece a un título de Castilla, famoso guerrero que hizo la campaña con el Gran Capitán. Su nombre lo he olvidado; mas su esposa, que es la que veis, se llama doña Elvira de Castañeda, y por mi fe que si la copia se parece al original, debió ser la mujer más notable de su siglo.
     Después de estas breves explicaciones, los convidados, que no perdían de vista al principal objeto de la reunión, procedieron a destapar algunas de las botellas, y sentándose alrededor de la lumbre, empezó a andar el vino a la ronda.
     A medida que las liberaciones se hacían más numerosas y frecuentes, y el calor del espumoso champagne comenzaba a trastornar las cabezas, crecían la animación, el ruido y la algazara de los jóvenes, de los cuales éstos arrojaban a los monjes de granito adosados en los pilares los cascos de las botellas vacías, y aquéllos cantaban a toda voz canciones báquicas y escandalosas, mientras los de más allá prorrumpían en carcajadas, batían las palmas en señal de aplausos o disputaban entre sí con blasfemias y juramentos.
     El capitán bebía en silencio como un desesperado y sin apartar los ojos de la estatua de doña Elvira.
     Iluminada por el rojizo resplandor de la hoguera y a través del confuso velo que la embriaguez había  puesto delante de su vista, parecíale que la marmórea imagen se transformaba a veces en una mujer real; parecíale que entreabría los labios como murmurando una oración; que se alzaba su pecho como oprimido y sollozante ; que cruzaba las manos con más fuerza; que sus mejillas se coloreaban, en fin como si se ruborizase ante aquel sacrilegio y repugnante espectáculo.
     Los oficiales que advirtieron la taciturna tristeza de su camarada, le sacaron del éxtasis en que se encontraba sumergido, y presentándole una copa, exclamaron en coro:
     !Vamos brindad vos, que sois el único que no lo ha hecho en toda la noche!
     El joven tomó la copa, y poniéndose en pie y alzándola en alto, dijo encarándose con la estatua del guerrero arrodillado junto a doña Elvira.
     !Brindo por el emperador, y brindo por la fortuna de sus armas, merced a las cuales hemos podido venir hasta el fondo de Castilla a cortejarle su mujer, en su misma tumba, a un vencedor de Ceriñola!.
     Los militares acogieron el brindis con una salva de aplausos, y el capitán, balanceándose, dio algunos pesos hacía el sepulcro.
     No ... prosiguió dirigiéndose siempre a la estatua del guerrero, y con esa sonrisa estúpida de la embriaguez, no creas que te tengo rencor alguno porque vea en ti un rival ... al contrario, te admiro como un marido paciente, ejemplo de longanimidad y mansedumbre, y a mi vez quiero también ser generoso. Tú serías bebedor a fuer de soldado ... no se ha de decir que te he dejado morir de ser, viéndonos vaciar veinte botellas ... !toma!.
     Y esto diciéndole llevóle la copa a los labios, y después de humedecérselos con el licor que contenía le arrojó el resto a la cara, prorrumpiendo en una carcajada estrepitosa al ver cómo caía el vino sobre la tumba goteando de las barbas de piedra del inmóvil guerrero.
     ! Capitán!, exclamó en aquel punto uno de sus camaradas en tono de zumba, cuidado con lo que hacéis mirad que esas bromas con la gente de piedra suelen costar caras ... Acordaos de lo que aconteció a los húsares del 5 en el monasterio de Poblet ... Los guerreros del claustro dicen que pusieron mano una noche a sus espadas de granito y dieron que hacer a los que se entretenían en pintarles bigotes con carbón.
     Los jóvenes acogieron con grandes carcajadas esta ocurrencia: pero el capitán, sin hacer caso de sus risas, continuó siempre fijo en la misma idea:
     ¿Crees que yo le hubiera dado el vino, a no saber que se tragaba al menos el que le cayese en la boca...?  !oh ...! !no! yo no creo, como vosotros, que estas estatuas son un pedazo de mármol tan inerte hoy como el día en que lo arrancaron de la cantera. Indudablemente, el artista, que es casi un dios, da a su obra un soplo de vida que no logra hacer que ande y se mueva, pero que le infunde una vida incomprensible y extraña, vida que yo no me explico bien, pero que la siento, sobre todo cuando bebo un poco.
     ! Magnifico!, exclamaron sus camaradas, bebe y prosigue.
     El oficial bebió, y fijando los ojos en la imagen de doña Elvira, prosiguió con la exaltación creciente:

     ! Miradla...!!Miradla...! ¿No veis esos cambiantes rojos de sus carnes mórbidas y transparentes...? ¿no parece que por debajo de esa ligera epidermis azuladas y suave de alabastro circula un fluido de luz color de rosa ...? ¿Queréis más realidad ...?
     !Oh!, sí, seguramente, dijo uno de los que le escuchaban, quisiéramos que fuese de carne y hueso.
     !Carne y hueso...! !Miseria, podredumbre...!, exclamó el capitán. Yo he sentido en orgía arder mis labios y mi cabeza; yo he sentido este fuego que corre por las venas hirvientes como la lava de un volcán, cuyos vapores caliginosos turban y trastornan el cerebro y hacen ver visiones extrañas. Entonces el beso de esas mujeres materiales me quemaba como un hierro candente, y las apartaba de mi con disgusto, con horror, hasta con asco; porque entonces, como ahora, necesitaba un soplo de brisa del mar para mi mente calurosa, beber hielo y besar nieve ... ; nieve teñida de suave luz, nieve coloreada por un dorado rayo de sol ... ; una mujer blanca, hermosa y fría, como esa mujer de piedra que parece incitarme con su fantástica hermosura, que parece que oscila al compás de la llama, y me provoca entreabriendo sus labios y ofreciéndome un tesoro de amor ... !Oh ...! si ...; un beso ....,sólo un beso tuyo podrá calmar el ardor que me consume.
     !Capitán...!, exclamaron algunos de los oficiales al verle dirigirse hacia la estatua como fuera de sí, extraviada la vista y con pasos inseguros, ¿qué locura vais a hacer?, !basta de bromas, y dejad en paz a los muertos!
     El joven ni oyó siquiera las palabras de sus amigos, y tambaleando y como pudo llegó a la tumba y aproximóse a la estatua, pero al tenderle los brazos resonó un grito de horror en el templo. Arrojando sangre por ojos, boca, y nariz, había caído desplomado y con la cara deshecha al pie del sepulcro.
     Los oficiales, mudos y espantados, ni se atrevían a dar un paso para prestarle socorro.
     En el momento en que su camarada intentó acerca sus labios ardientes a los de doña Elvira, habían visto al inmóvil guerrero levantar la mano y derribarle con una espantosa bofetada de su guante de piedra. 

Cuento "La Casa del Juez" de Abraham Stoker

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Hoy les traigo un magnífico cuento del maestro del terror Abraham "Bram" Stoker..." La Casa del Juez"





Abraham Stoker (1847-1912)

 (Para móvil)


Próxima la época de exámenes, Malcolm Malcolmson decidió ir a algún lugar solitario donde poder estudiar sin ser interrumpido. Temía las playas por su atractivo, y también desconfiaba del aislamiento rural, pues conocía desde hacía mucho tiempo sus encantos. Lo que buscaba era un pueblo donde nada le distrajera del estudio. Frenó sus deseos de pedir consejo, pues pensó que cada uno le recomendaría un sitio ya conocido donde, indudablemente, tendría amigos.
Malcolmson deseaba evitar las amistades así que decidió buscar por sí mismo. Hizo su equipaje, tan sólo una maleta con un poco de ropa y todos los libros que necesitaba, y compró un billete para el primer nombre desconocido que vio en los itinerarios de los trenes de cercanías. Cuando al cabo de tres horas de viaje se apeó en Benchurch, se sintió satisfecho de lo bien que había conseguido borrar sus pistas para poder disponer del tiempo y la tranquilidad necesarios para proseguir sus estudios. Acudió de inmediato a la única fonda del lugar, y tomó una habitación para la noche. Benchurch era un pueblo donde se celebraban regularmente mercados, y una semana de cada mes era invadido por una enorme muchedumbre; pero durante los restantes veintiún días no tenía más atractivos que los que pueda tener un desierto.
Al día siguiente de su llegada, Malcolmson buscó una residencia aún más aislada y apacible que una fonda tan tranquila como El Buen Viajero. Sólo encontró un lugar que satisfacía realmente sus más exageradas ideas acerca de la tranquilidad. Realmente, tranquilidad no era la palabra apropiada para aquel sitio; desolación era el único término que podía transmitir una idea de su aislamiento. Era una casa vieja, anticuada, de construcción pesada y estilo jacobino, con macizos gabletes y ventanas, más pequeñas de lo acostumbrado y situadas más alto de lo habitual en esas casas; estaba rodeada por un alto muro de ladrillos sólidamente construido. En realidad, daba más la impresión de un edificio fortificado que de una simple vivienda. Pero todo esto era lo que le gustaba a Malcolmson. He aquí —pensó— el lugar que estaba buscando, y sólo si lo consigo me sentiré feliz. Su alegría aumentó cuando se dio cuenta de que estaba sin alquilar en aquel momento.
En la oficina de correos averiguó el nombre del agente, que se sorprendió mucho al saber que alguien deseaba ocupar parte de la vieja casona. El señor Carnford, abogado local y agente inmobiliario, era un amable caballero de edad avanzada que confesó con franqueza el placer que le producía el que alguien desease alquilar la casa.
-A decir verdad -señaló- me alegraría por los dueños, naturalmente, que alguien ocupase la casa durante años, aunque fuera de forma gratuita, si con ello el pueblo pudiera acostumbrarse a verla habitada. Ha estado vacía durante tanto tiempo que se ha levantado una especie de prejuicio absurdo a su alrededor, y la mejor manera de acabar con él es ocuparla.... aunque sólo sea -añadió, alzando una astuta mirada hacia Malcolmson- por un estudiante, que desea quietud durante algún tiempo.
Malcolmson juzgó inútil pedir detalles al hombre acerca del absurdo prejuicio; sabía que sobre aquel tema podría conseguir más información otro lugar. Pagó por adelantado tres meses, se guardó el recibo y el nombre de una señora que posiblemente se comprometería a ocuparse de él, y se marchó con las llaves en el bolsillo. De ahí fue directamente a hablar con la dueña de la fonda, una mujer alegre y bondadosa a la que pidió consejo acerca de qué clase y cantidad de víveres y provisiones necesitaría. Ella alzó las manos con estupefacción cuando él le dijo dónde pensaba alojarse.
-¡En la Casa del Juez no! -exclamó, palideciendo.
Él respondió que ignoraba el nombre de la casa, pero le explicó dónde estaba situada. Cuando hubo terminado, la mujer contestó:
-¡Sí, no cabe duda..., no cabe duda de que es el mismo sitio! Es la Casa del Juez.
Entonces él le pidió que le hablase de la casa, por qué se llamaba así y qué tenía ella en contra. La mujer le contó que en el pueblo la llamaban así porque hacía muchos años (no podía decir exactamente cuántos, puesto que ella era de otra parte de la región, pero debían de ser al menos unos cien o quizá más) había sido el domicilio de cierto juez que en su tiempo inspiró gran espanto a causa del rigor de sus sentencias y de la hostilidad con la que siempre se enfrentó a los acusados en su tribunal. Acerca de lo que había en contra de la casa no podía decir nada. Ella misma lo había preguntado a menudo, pero nadie la supo informar. De todos modos, el sentimiento general era de que allí había algo, y ella por su parte no aceptaría ni todo el dinero del Banco de Drinkswater si a cambio se le pedía que permaneciera una sola hora a solas en la casa. Luego se excusó ante Malcolmson ante la posibilidad de que sus palabras pudieran preocuparle.
-Es que esas cosas, señor, no me gustan nada, y además el que usted, un caballero tan joven, se vaya, y perdone que se lo diga, a vivir allí tan solo... Si fuera hijo mío, y perdone que se lo diga, no pasaría usted allí ni una noche, aunque tuviera que ir yo misma en persona y hacer sonar la gran campana de alarma que hay en el tejado.
La pobre mujer hablaba de buena fe, y con tan buenas intenciones, que Malcolmson, además de regocijado, se sintió conmovido. Le expresó cuánto apreciaba el interés que se tomaba por él y luego, amablemente, añadió:
-Pero mi querida señora Witham, le aseguro que no es necesario que se preocupe por mí. Un hombre que, como yo, estudia matemáticas superiores, tiene demasiadas cosas en la cabeza para que pueda molestarle ninguno de esos misteriosos algos; por otra parte, mi trabajo es demasiado exacto y prosaico como para permitir que algún rincón de mi mente preste atención a misterios de cualquier tipo. ¡La progresión armónica las permutaciones, las combinaciones y las funciones elípticas son ya misterios suficientes para mí!
La señora Witham se encargó amablemente de suministrarle provisiones, y fue en busca de la vieja que le habían recomendado para «ocuparse de él». Cuando, al cabo de horas, regresó con ella a la Casa del Juez, se encontró con la señora Witham, que le esperaba en persona, junto con varios hombres y chiquillos llevando paquetes, e incluso de una cama que habían transportado en una carreta, puesto que, como dijo ella, aunque era posible que las sillas y las mesas estuvieran todas muy bien conservadas y fueran utilizables, no era bueno ni propio de huesos jóvenes descansar en una cama que no había sido oreada desde hacía por lo menos cincuenta años. La buena mujer sentía todas luces curiosidad por ver el interior de la casa, y recorrió todo el lugar, pese a manifestarse tan temerosa que al menor ruido se aferraba a Malcolmson, del cual no se separó ni un solo instante.
Tras examinar la casa, Malcolmson decidió ocupar el comedor, que era espacioso como para satisfacer sus necesidades; y la señora Witham, con ayuda de la señora Dempster, la asistenta, procedió a ordenar las cosas. Una vez desempaquetados los bultos, Malcolmson vio que, con bondadosa previsión, la mujer le había enviado de su propia cocina provisiones suficientes para varios días. Antes de marcharse, la mujer expresó toda clase de buenos deseos y, ya en la misma puerta, se volvió para decir:
-Quizá, señor, ya que la habitación es grande y con muchas corrientes de aire, puede que no le venga mal instalar uno de esos biombos grandes alrededor de la cama por la noche... Pero, la verdad sea dicha, yo me moriría de miedo si tuviera que quedarme aquí encerrada con toda esa clase de.... de cosas que asomarán sus cabezas por los lados o por encima del biombo y se pondrán a mirarme…
La imagen que acababa de evocar fue excesiva para sus nervios y huyó precipitadamente. La señora Dempster, con aires de superioridad, lanzó un despectivo resoplido cuando se hubo ido la otra mujer y afirmó categóricamente que ella por su parte no se sentía en absoluto inclinada a atemorizarse ni ante todos los duendes del mundo.
-Le diré a usted lo que pasa, señor, -dijo- Los duendes son toda clase de cosas... ¡menos duendes! Ratas, ratones y escarabajos; y puertas que crujen, y tejas caídas, y tiradores de cajones que aguantan firmes cuando usted tira de ellos y luego se caen solos en medio de la noche. ¡Observe el zócalo de la habitación! ¡Es viejo... tiene cientos de años! ¿Cree usted que no va a haber ratas y escarabajos ahí detrás? ¡Claro que sí! ¿Imagina usted que no va a verlos? ¡Claro que no! Las ratas son los duendes, se lo digo yo, y los duendes son las ratas.... ¡y no crea otra cosa!
-Señora Dempster -dijo gravemente Malcolmson con una pequeña inclinación de cabeza- ¡sabe usted más que un catedrático de matemáticas! Permítame decirle que, en señal de mi estima hacia su salud mental, cuando me vaya le daré la posesión de esta casa y le permitiré que resida aquí usted sola durante los dos últimos meses de mi alquiler, puesto que las cuatro primeras semanas bastarán para mis propósitos.
-¡Muchas gracias por su amabilidad, señor! -respondió ella- Pero no puedo dormir ni una noche fuera de mi dormitorio: vivo en la Casa de Caridad Greenhow y si pasara una sola noche fuera de mis habitaciones perdería todo los derechos de seguir viviendo allí. La reglas son muy estrictas, y hay demasiada gente esperando una vacante para que yo me decida a correr el menor riesgo. Si no fuera por esto, señor, vendría con mucho gusto a dormir aquí para atenderle durante su estancia.
-Mi buena señora, he venido aquí con el propósito de estar solo, y créame que le estoy profundamente agradecido al difunto señor Greenhow por haber organizado su casa de caridad, o lo que sea, de forma tan admirable que me vea privado por la fuerza de la oportunidad de tan terrible tentación. ¡San Antonio en persona no habría podido ser más rígido al respecto!
La vieja se rió secamente.
-¡Ah! ustedes los señoritos jóvenes se asustan de nada. Puede estar seguro de que encontrar aquí toda la soledad que desea.
Y se puso a trabajar en la limpieza y, al anochecer, cuando Malcolmson regresó de dar su paseo (siempre llevaba uno de sus libros para estudiar mientras paseaba) se encontró con la habitación barrida y aseada, un fuego ardiendo en la chimenea y la mesa servida para la cena con las excelentes provisiones de la señora Witham.
-¡Esto sí es comodidad! -dijo mientras se frotaba las manos.
Tras terminar dé cenar volvió a sus libros: echó más leña al fuego, avivó la lámpara y se sumergió en su duro trabajo. No hizo ninguna pausa hasta más o menos las once, cuando suspendió su tarea durante unos momentos para avivar el fuego y hacerse una taza de té. El descanso era un lujo para él, y lo disfrutaba con una sensación de delicioso desahogo. El fuego reavivado saltó y chisporroteó y proyectó extrañas sombras en la antigua habitación y, mientras tomaba a sorbos el té caliente, gozó con la sensación de aislamiento de sus semejantes. Fue entonces cuando notó por primera vez el ruido que hacían las ratas.
Seguro que no han hecho tanto ruido durante todo el tiempo que he estado estudiando -pensó-. ¡De lo contrario me hubiera dado cuenta! Luego, mientras el ruido iba en aumento, se tranquilizó diciéndose que aquellos rumores eran realmente nuevos.
Resultaba evidente que al principio las ratas se habían asustado por la presencia de un extraño y por la luz del fuego y la lámpara, pero a medida que pasaba el tiempo se habían vuelto más atrevidas, y ya se hallaban entretenidas de nuevo en sus ocupaciones habituales.
¡Y eran realmente activas! ¡Subían y bajaban por detrás de la pared, por encima del cielo raso, por debajo del suelo, se movían, corrían, bullían, roían y arañaban! Malcolmson sonrió al recordar las palabras de la señora Dempster: los duendes son las ratas y las ratas son los duendes. El té empezaba a hacer su efecto estimulante sobre nervios y el estudiante vio con alegría que tenía ante sí una nueva inmersión en el largo hechizo del estudio antes de que terminase la noche, cosa que le proporcionó tal sensación de comodidad que se permitió el lujo de echar una ojeada por la habitación. Tomó la lámpara en una mano y recorrió la estancia, preguntándose por qué una casa tan original y hermosa como aquélla había permanecido abandonada. Los paneles de roble que recubrían las paredes estaban finamente labrados, y el trabajo en madera de puertas y ventanas era hermoso y de raro mérito. Había algunos cuadros viejos en las paredes, pero estaban tan cubiertos de polvo y suciedad que no pudo distinguir ningún detalle. En su recorrido se topó con alguna grieta o agujero bloqueados por la cabeza de una rata, cuyos brillante ojos relucían a la luz, pero al instante la cabeza desaparecía, con un chillido y un rumor de huida. Sin embargo, lo que más intrigó fue la cuerda de la gran campana de alarma del tejado, que colgaba en un rincón de la estancia, a la derecha de la chimenea. Arrastró hasta cerca del fuego una gran silla de roble tallado y se sentó para tomar su última taza de té. Cuando hubo terminado volvió a su trabajo, sentado en la esquina de la mesa con el fuego a su izquierda. Durante un rato las ratas perturbaron su estudio con su continuo rebullir pero acabó por acostumbrarse al ruido, del mismo modo que uno se acostumbra al tic-tac de un reloj o al rumor de un torrente; y así se sumergió de tal forma en trabajo que nada en el mundo, excepto el problema q estaba intentando resolver, hubiera sido capaz de hacer mella en él.
Pero de pronto, sin haber conseguido resolverlo, levantó la cabeza: en el aire notó esa sensación tan peculiar que precede al amanecer y que tan temible resulta para los que llevan vidas dudosas. El ruido de las ratas había cesado. Desde luego, tenía la impresión de que había cesado hacía tan sólo unos instantes, y que precisamente había sido este repentino silencio lo que le había obligado a levantar la cabeza. El fuego se había ido apagando, pero todavía arrojaba un profundo y rojo resplandor. Al mirar en esa dirección, y a pesar de toda su sangre fría, sufrió un sobresalto.
Allí, sobre la silla de roble tallado y alto respaldo, a la derecha de la chimenea, había una enorme rata que le miraba fijamente con sus tristes ojillos. Hizo un gesto para ahuyentarla, pero la rata no se movió. Ante lo cual hizo ademán de arrojarle algo. Tampoco se movió, sino que le mostró encolerizada sus grandes dientes blancos; a la luz de la lámpara, sus crueles ojillos brillaban con una luz de venganza. Malcolmson se asombró, y, tomando el atizador de la chimenea, corrió hacia la rata para matarla. Pero antes de que pudiera golpearla ésta, con un chillido que parecía concentrar todo su odio, saltó al suelo y, trepando por la cuerda de la campana de alarma, desapareció en la oscuridad donde no llegaba el resplandor de la lámpara, tamizado por una pantalla verde. Al instante, y eso fue lo más extraño, el ruidoso bullicio de las ratas tras los paneles de roble se reanudó.

Esta vez no consiguió sumergirse de nuevo en el problema; pero, cuando el gallo cantó afuera se fue a la cama. Durmió tan profundamente que ni siquiera se despertó cuando llegó la señora Dempster para arreglar la habitación. Sólo lo hizo cuando la mujer, una vez barrida la estancia y preparado el desayuno, golpeó discretamente en el biombo que ocultaba la cama. Aún se sentía un poco cansado de su trabajo nocturno, pero una taza de té lo despejó pronto y, tomando un libro, salió a dar su paseo matutino. Encontró un sendero apacible entre los olmos, y allí pasó la mayor parte del día estudiando su Laplace.
A su regreso pasó a saludar a la señora Witham a darle las gracias por su amabilidad. Cuando ella le vio llegar a través de una ventana de su sanctasanctórum emplomada con rombos de vidrios de colores, salió a calle a recibirle y le pidió que pasase. Una vez dentro, miró inquisitivamente y negó con la cabeza al tiempo que decía:
-No debe trabajar tanto, señor. Esta mañana es usted más pálido que otras veces. Estar despierto hasta tan tarde y con un trabajo tan duro para el cerebro no es bueno. Pero dígame, señor, ¿cómo ha pasado la noche? Espero que bien. ¡No sabe cuánto me alegré cuando la señora Dempster me dijo esta mañana que había encontrado tan profundamente dormido cuan llegó!
-Oh, sí, todo ha sido estupendo; todavía no me han molestado los algos. Sólo las ratas. Tienen montado un auténtico un circo por todo el lugar. Había una, de aspecto diabólico, que se atrevió a subirse a mi propia silla, junto al fuego, y se habría marchado de no haberla yo amenazado con atizador; entonces trepó por la cuerda de la campana alarma y desapareció allá arriba, por encima de las paredes o el techo; no pude verlo bien debido a la oscuridad.
-¡Dios nos asista! -exclamó la señora Witham ¡Un viejo diablo, y sobre una silla junto al fuego! ¡Tenga cuidado, señor! ¡Tenga mucho cuidado! A veces hay cosas muy verdaderas que se dicen en broma.
-¿Qué quiere usted decir?
-¡Un viejo diablo! El viejo diablo, quizá. ¡Oh, señor no se ría usted! -pues Malcolmson había estallado una franca carcajada-. Ustedes, la gente joven, creen que es muy fácil reírse de cosas que hacen estremecer a los viejos. ¡Pero no importa, señor! ¡No haga caso! Quiera Dios que pueda usted continuar riendo todo el tiempo. ¡Eso es lo que le deseo!
Y la buena señora rebosó de nuevo alegre simpatía, olvidados por un momento todos sus temores.
-¡Oh, perdóneme! —dijo entonces Malcolmson—. No me juzgue descortés, es que la cosa me ha hecho gracia.... eso de que el viejo diablo en persona estaba anoche sentado en mi silla...
Y al recordarlo se rió de nuevo. Luego se fue a su casa a cenar.
Aquella noche el rumor de las ratas empezó más temprano; con toda seguridad se había iniciado ya antes de su regreso, y sólo dejó de oírse unos momentos mientras les duró el susto causado por su imprevista llegada. Después de cenar se sentó un momento junto al fuego a fumar y, tras limpiar la mesa, empezó de nuevo su trabajo como otras veces. Pero esa noche las ratas le distraían más que la anterior. ¡Cómo correteaban de arriba abajo, por detrás y por encima! ¡Cómo chillaban, roían y arañaban! ¡Y cómo, más atrevidas a cada instante, se asomaban a las bocas de sus agujeros y por todas las grietas y resquebrajaduras del zócalo, con sus ojillos brillantes como lámparas diminutas cuando se reflejaba en ellos el fulgor del fuego! Pero para el estudiante, habituado sin duda a ellos, esos ojos no tenían nada de siniestro; por el contrario, sólo veía en ellos un aire travieso y juguetón. A menudo, las más atrevidas hacían incursiones por el suelo o a lo largo de las molduras de la pared. Una y otra vez, cuando empezaban a molestarle demasiado, Malcolmson hacía un ruido para asustarlas, golpeaba la mesa con la mano o emitía un fiero «Ssssh, ssssh» para que huyesen inmediatamente a sus escondrijos.
Así transcurrió la primera mitad de la noche; luego, a pesar del ruido, Malcolmson fue sumergiéndose cada vez más en el estudio. De repente, alzó la vista, como la noche anterior, dominado por una súbita sensación de silencio. No se oía ni el más leve ruido de roer, chillar o arañar. Era un silencio de tumba. Entonces recordó el extraño suceso la noche anterior, e instintivamente miró a la silla que había junto a la chimenea. Una extraña sensación recorrió entonces todo su cuerpo.
Allá, al lado de la chimenea, en la gran silla de roble tallado de respaldo alto, estaba la misma enorme rata mirándole fijamente con unos ojos fúnebres y malignos. Instintivamente tomó el objeto que tenía más al alcance de su mano, unas tablas de logaritmos, y se la arrojó. El libro fue mal dirigido y la rata no se movió; a que tuvo que repetir la escena del atizador de la noche anterior; y de nuevo la rata, al verse estrechamente cercada, huyó trepando por la cuerda de la campana. También fue muy extraño que la fuga de esta rata fuese seguida inmediatamente por la reanudación de ruido de la comunidad. En esta ocasión, como en la precedente, Malcolmson no pudo ver por qué parte de estancia desapareció el animal, pues la pantalla de lámpara dejaba en sombras la parte superior de la habitación y el fuego brillaba mortecino.
Miró su reloj y observó que era casi medianoche, avivó el fuego y preparó una taza de té. Había trabajado perfectamente y se creyó merecedor de un cigarrillo; así pues, se sentó en la gran silla de roble tallado junto a la chimenea y fumó con delectación. Mientras lo hacía, empezó a pensar que le gusta saber por dónde lograba meterse el animal, ya que empezaba a acariciar la idea de poner en práctica al día siguiente algo relacionado con una ratonera. En previsión de ello, encendió otra lámpara y la colocó de forma que iluminase bien el rincón derecho que formaban la chimenea y la pared. Luego apiló todos los libros que tenía, colocándolos al alcance de la mano para arrojárselos al animal si llegaba el caso.
Finalmente, levantó la cuerda de la campana de alarma y colocó su extremo inferior encima de la mesa, pisándolo con la lámpara. Cuando tomó la cuerda en sus manos no pudo por menos que notar lo flexible que era, sobre todo teniendo en cuenta su grosor y el tiempo que llevaba sin usar. Se podría colgar a un hombre de ella, pensó. Terminados sus preparativos, miró a su alrededor y exclamó, satisfecho:
—¡Ahora, amiga mía, creo que vamos a vernos las caras de una vez!
Reanudó su estudio, y aunque al principio le distrajo el ruido, pronto se abandonó por completo a sus proposiciones y problemas. De nuevo fue reclamado por su alrededor. Esta vez no fue el repentino silencio lo que llamó su atención; había, además, un ligero movimiento de la cuerda, y la lámpara se tambaleaba. Sin moverse, comprobó que la pila de libros estuviese al alcance de su mano y luego deslizó su mirada a lo largo de la cuerda. Pudo observar que la gran rata se dejaba caer desde la cuerda a la silla de roble, se instalaba en ella y le contemplaba. Tomó un libro con la mano derecha y, apuntando cuidadosamente, se lo lanzó. La rata, con un rápido movimiento, saltó de costado y esquivó el proyectil. Tomó entonces un segundo y luego un tercero, y se los lanzó uno tras otro, pero sin éxito. Por fin, y en el momento en que se disponía a arrojarle un nuevo libro, la rata chilló y pareció asustada. Esto aumentó su deseo de dar en el blanco; el libro voló, y alcanzó a la rata con un golpe resonante. El animal lanzó un chillido terrorífico y, echando a su perseguidor una mirada de terrible malignidad, trepó por el respaldo de la silla, desde cuyo borde superior saltó hasta la cuerda de la campana de alarma, por la cual subió con la velocidad del rayo. La lámpara que sujetaba la cuerda se tambaleó bajo el repentino tirón, pero era pesada y no llegó a caerse. Malcolmson siguió a la rata con la mirada y la vio, gracias a la luz de la segunda lámpara, saltar a una moldura del zócalo y desaparecer por un agujero en uno de los grandes cuadros colgados de la pared, indescifrable bajo la espesa capa de polvo y suciedad.
Cogió los libros uno a uno, haciendo un comentario sobre ellos mientras iba leyendo sus títulos. Secciones cónicas ni lo rozó, ni tampoco Oscilaciones cicloideas,. ni los Principia, ni los Cuaternios, ni la Termodinámica. ¡Éste es el libro que la alcanzó! Malcolmson lo tomó del suelo y miró el título y, al hacerlo, se sobresaltó y una súbita palidez cubrió su rostro. Miró a su alrededor, inquieto, y se estremeció levemente mientras murmuraba para sí: ¡La Biblia que me dio mi madre! ¡Qué extraña coincidencia!
Volvió a sentarse y reanudó su trabajo; las ratas del zócalo volvieron a sus cabriolas. Sin embargo, ahora le molestaban; al contrario, su presencia le proporcionaba una cierta sensación de compañía. Pero no pudo concentrarse y después de intentar inútilmente dominar el tema que tenía entre manos, lo dejó con desesperación y fue a acostarse, justo cuando el primer resplandor del amanecer penetraba furtivamente por la ventana que daba al este. Durmió pesadamente pero inquieto, y soñó mucho cuando le despertó la señora Dempster, ya muy entrada la mañana, su aspecto era de haber descansado mal, durante algunos minutos no pareció darse cuenta exacta de dónde se encontraba. Su primer encargo sorprendió bastante a la criada.
-Señora Dempster, cuando me ausente hoy de casa quiero que coja la escalera, saque el polvo y limpie bien todos esos cuadros.... especialmente el tercero a partir de la chimenea. Quiero ver qué hay en ellos.
Hasta bien entrada la tarde estuvo Malcomson estudiando a la sombra de los árboles; a medida que transcurría el día notó que sus asimilaciones mejoraban progresivamente y fue volviendo al alegre optimismo del día anterior. Ya había conseguido solucionar satisfactoriamente todos los problemas que hasta entonces le habían eludido, y se encontraba en un estado tal de euforia que decidió hacer una visita a la señora Witham en El Buen Viajero. La encontró en su confortable cuarto de estar, acompañada por un desconocido que le fue presentado como el doctor Thornhill. La mujer no parecía hallarse totalmente a gusto, y esto, unido a que el hombre se lanzó de inmediato a hacerle toda una serie de preguntas, hizo pensar a Malcolmson que la presencia del doctor no era casual, así que dijo sin ambages:
-Doctor Thornhill, contestaré gustosamente cualquier pregunta que quiera hacerme, si primero me contesta usted a una que deseo hacerle yo.
El doctor pareció sorprenderse, pero sonrió y respondió al momento:
-¡De acuerdo! ¿De qué se trata?
-¿Le pidió a usted la señora Witham que viniera aquí a verme y aconsejarme?
El doctor Thornhill, se mostró por un momento desconcertado, y la señora Witham enrojeció vivamente y volvió la cara hacia otro lado; sin embargo, el doctor era un hombre sincero e inteligente y no dudó en contestar con franqueza:
-Así fue, en efecto, pero no quería que usted se enterase. Supongo que han sido mi torpeza y mi apresuramiento los que le han hecho sospechar. Pero en fin, lo que me dijo fue que no le gustaba la idea de que estuviese usted en esa casa completamente solo, y tomando tanto té y tan cargado. Deseaba que yo le aconsejase que dejara el té y no se quedara a estudiar hasta tan tarde. Yo también fui un buen estudiante en mis tiempos, y por ello espero que me permita tomarme la libertad de darle un consejo sin ánimo de ofenderle, puesto que no le hablo como un extraño, sino como un universitario puede hablarle a otro.
Malcolmson le tendió la mano con una radiante sonrisa.
-¡Choque esos cinco!, como dicen en América. Le agradezco su interés, y también a la señora Witham; y su amabilidad me obliga a pagarles en la misma moneda. Prometo no volver a tomar té cargado, ni sin cargar, hasta que usted me autorice Y esta noche me iré a la cama a la una de la madrugada lo más tarde. ¿De acuerdo?
-Estupendo. Y ahora cuénteme usted todo lo que ha visto en el viejo caserón.

Malcomson relató con todo detalle lo sucedido en las dos últimas noches. Fue interrumpido de vez en cuando por las exclamaciones de la señora Witham hasta que finalmente, al llegar al episodio de la Biblia toda la emoción reprimida de la mujer halló salida en un tremendo alarido, y hasta que no se le administró un buen vaso de coñac no se repuso. El doctor Thornhill lo escuchó todo con expresión de creciente gravedad, y cuando el relato llegó a su fin y la señora Witham quedó tranquila preguntó:
-¿La rata siempre trepa por la cuerda de la campana de alarma?
-Sí, siempre.
-Supongo que ya sabrá usted -dijo el doctor tras una pausa- qué es esa cuerda.
-¡No!
-Es la misma que utilizaba el verdugo para ahorcar a las víctimas del cruel juez.
Al llegar a este punto fue interrumpido de nuevo por otro grito de la señora Witham, y hubo que poner otra vez en juego los medios para que volviera a recobrarse. Malcolmson tras consultar su reloj, observó que ya era casi hora de cenar y se marchó a su casa tan pronto como ella se hubo recobrado. Cuando la señora Witham volvió totalmente en sí, asaetó al doctor Thornhill con coléricas preguntas acerca de qué pretendía metiendo aquellas horribles ideas en la cabeza del pobre joven.
El doctor Thornhill respondió:
-¡Mi querida señora, mi propósito es bien distinto! Lo que yo quería era atraer su atención hacia la cuerda de la campana y mantenerla fija allí. Es posible que se halle en un estado de gran sobreexcitación, por haber estudiado demasiado o por lo que sea, pero de todas formas me veo obligado a reconocer que parece un joven tan sano y fuerte mental y corporalmente como el que más. Pero luego están las ratas..., y esa sugerencia del diablo...Me habría ofrecido a ir a pasar la noche con él, pero estoy seguro de que eso le hubiera humillado. Parece que por la noche sufre algún tipo de extraño terror o alucinación, y de ser así deseo que tire de esa cuerda. Como está completamente solo, eso nos servirá de aviso y podremos llegar hasta él a tiempo aún de serle útiles. Esta noche me mantendré despierto hasta muy tarde y tendré los oídos bien abiertos. No se alarme usted, señora Witham, si Benchurch recibe una sorpresa antes de mañana.
-Oh, doctor, ¿qué quiere usted decir?
-Exactamente esto: es muy posible, o mejor dicho probable, que esta noche oigamos la gran campana de alarma de la Casa del Juez.
Y el doctor hizo un mutis tan efectista como cabía esperar.
-Ya tiene allí demasiadas preocupaciones -añadió.

Cuando Malcomson llegó a la casa descubrió que era un poco más tarde que de costumbre y que la señora Dempster ya se había marchado: las reglas de la Casa de Caridad Greenhow no eran de desdeñar. Se alegró mucho de ver que el lugar estaba limpio y reluciente, alegre fuego ardía en la chimenea y la lámpara está bien despabilada.
La tarde era muy fría para el mes abril, y soplaba un pesado viento con una violencia que crecía tan rápidamente que podía esperarse una buena tormenta para la noche. El ruido que hacían las ratas cesó durante unos pocos minutos tras su llegada, pero tan pronto como se volvieron a acostumbrar a su presencia lo reanudaron. Se alegró de oírlas, y una vez más notó que en su bullicioso rumor había algo que le hacía sentirse acompañado. Sus pensamientos retrocedieron hasta el extraño hecho de que las ratas sólo dejaban de manifestarse cuando aquella otra rata (la gran rata de ojillos fúnebres) entraba en escena.
Sólo estaba encendida la lámpara de lectura, cuya pantalla verde mantenía en sombras el techo y la parte superior de la estancia, de tal modo que la alegre y rojiza luz de la chimenea se extendía cálida y agradable por el pavimento, brillaba sobre el blanco mantel que cubría la mesa. Malcomson se sentó a cenar con buen apetito y espíritu alegre. Después de cenar y fumar un cigarrillo se entregó firmemente a su trabajo, decidido a que nada le distrajese pues recordaba la promesa hecha al doctor y quería aprovechar de la mejor manera posible el tiempo de que disponía.
Durante más de una hora trabajó sin problemas, luego sus pensamientos empezaron a desprenderse de los libros y a vagabundear por su cuenta. Las actuales circunstancias en las que se hallaba y la llamada de atención sobre su salud nerviosa no eran algo que pudiera despreciar. Por aquel entonces, el viento se había convertido ya en un vendaval, y el vendaval en una tormenta. La vieja casa, pese a su solidez, parecía estremecerse desde sus cimientos, y la tormenta rugía y bramaba a través de las múltiples chimeneas y los viejos gabletes, produciendo extraños y aterradores sonidos en los pasillos y las estancias vacías. Incluso la gran campana de alarma del tejado debía de estar sufriendo los embates del viento, pues la cuerda subía y bajaba levemente, como si la campana estuviera moviéndose un poco, y el extremo inferior de la flexible cuerda azotaba el suelo de roble con un ruido duro y hueco.
Al escucharlo, Malcomson recordó las palabras del doctor. Se acercó al rincón de la chimenea y la tomó entre sus manos para contemplarla. Parecía sentir como una especie de morboso interés por ella, y mientras la estaba observando se perdió un momento en conjeturas sobre quiénes habrían sido esas víctimas y sobre el lúgubre deseo del juez de tener siempre ante su vista una reliquia tan macabra. Mientras permanecía allí, el suave balanceo de la campana del tejado había seguido comunicando a la cuerda cierto movimiento, pero ahora, de pronto, empezó a notar una nueva sensación, una especie de temblor en la cuerda, como si algo se estuviera moviendo a lo largo de ella.
Levantó instintivamente la vista y vio a la enorme rata que, lentamente, bajaba hacia él mirándole con fijeza. Soltó la cuerda y retrocedió con brusquedad, mascullando una maldición; la rata dio la vuelta, trepó de nuevo por la cuerda y desapareció; y en ese instante Malcolmson se dio cuenta de que el ruido de las ratas, que había cesado hacía un momento, volvía a comenzar.
Todo esto le dejó pensativo; entonces recordó que no había investigado la madriguera de la rata ni mirado los cuadros como había pensado hacer. Encendió la otra lámpara, que no tenía pantalla, y levantándola se situó frente al tercer cuadro a la derecha de la chimenea, que era por donde había visto desaparecer a la rata la noche anterior.
A la primera ojeada retrocedió, tan bruscamente sobresaltado que casi dejó caer la lámpara, y una mortal palidez cubrió sus facciones. Sus rodillas entrechocaron, pesadas gotas de sudor perlaron su frente, y tembló como un álamo. Pero era joven y animoso, y consiguió armarse nuevamente de valor; tras una pausa de unos segundos avanzó lentamente unos pasos, alzó la lámpara y examinó el cuadro, que una vez desempolvado y limpio era ya claramente distinguible.
Era el retrato de un juez vestido de púrpura y armiño. Su rostro era fuerte y despiadado, maligno, vengativo y astuto, con una boca sensual y una nariz ganchuda de rojizo color y forma semejante al pico de un ave de presa. El resto de la cara era de un color cadavérico. Los ojos, de un brillo peculiar, tenían una expresión terriblemente maligna. Contemplándolos, Malcomson sintió frío, pues en ellos vio una réplica exacta a los ojos de la enorme rata. Casi se le cayó la lámpara de la mano cuando vio a ésta mirándole con sus ojillos fúnebres desde el agujero de la esquina del cuadro y notó el repentino cese del ruido de las demás. Pese a ello, volvió a reunir todo su valor y continuó examinando la pintura.
El juez estaba sentado en una gran silla de roble tallado de respaldo alto, a la derecha de una chimenea de piedra junto a la cual colgaba desde el techo una cuerda que yacía con su extremo inferior enrollado en el suelo. Con una sensación de horror, Malcomson reconoció en esa escena la habitación donde se hallaba ahora, y miró despavorido a su alrededor, como esperando hallar alguna extraña presencia a su espalda. Luego volvió a dirigir su mirada al rincón que formaba la chimenea lanzando un grito desgarrador, dejó caer la lámpara que llevaba en la mano.
Allí, en la silla del juez, con la cuerda colgando tras ella, se había instalado aquella enorme rata que tenía la misma fúnebre mirada que éste, ahora diabólicamente intensa. Excepto el ulular de la tormenta, todo mantenía un completo silencio. La lámpara caída hizo que Malcolmson volviera a la realidad. Por fortuna, era de metal y el aceite no se derramó. Sin embargo, la necesidad de recogerla de inmediato serenó sus aprensiones nerviosas. Cuando hubo apagado la lámpara se secó el sudor y meditó un momento.
-Esto no puede ser. -se dijo en voz alta- Si sigo así voy a volverme loco. ¡Basta ya! Prometí al doctor que no tomaría té. ¡Por Dios que tenía razón! Mis nervios han debido llegar a un estado terrible. Es curioso que yo no lo note. Nunca en mi vida me he encontrado mejor. Pero ahora todo vuelve a ir bien, no volveré a comportarme como un necio.
Se preparó un buen vaso de brandy y se sentó resueltamente para proseguir su estudio. Llevaba así cerca de una hora cuando levantó la vista del libro, atraído por el súbito silencio. Sin embargo, el viento ululaba y rugía más fuerte que nunca, y la lluvia golpeaba en ráfagas los cristales de las ventanas como si fuera granizo; en el interior de la casa, sin embargo, no se oía nada, excepto el eco del viento bramando por la gran chimenea como un arrullo de la tormenta. El fuego casi se había apagado; ardía ya sin llama, arrojando sólo un resplandor rojizo.
Escuchó con atención, y entonces oyó un tenue y chirriante ruido, casi inaudible. Provenía del rincón de la estancia donde colgaba la cuerda, y el estudiante pensó que debía de producirlo el roce de la cuerda contra el suelo cuando el balanceo de la campana la hacía subir y bajar. Sin embargo, al mirar hacia allí, observó sorprendido que la rata, agarrada a la cuerda, la estaba royendo. La cuerda estaba ya casi roída por entero; se podía ver un color más claro en el punto donde las hebras internas habían quedado al descubierto. Mientras observaba, la tarea quedó completada y la cuerda cayó con un chasquido sobre el piso de roble, al tiempo que, por un instante, la gran rata permanecía colgada, como una monstruosa borla o campanilla, del cabo superior, que empezó a balancearse a uno y otro lado.
Sintió por un momento otra oleada brusca de terror al darse cuenta de que la posibilidad de comunicarse con el mundo exterior y pedir auxilio había quedado cortada, pero este sentimiento fue reemplazado en seguida por una intensa cólera y, agarrando el libro que estaba leyendo, lo arrojó contra la rata. El tiro iba bien dirigido, pero antes de que el proyectil pudiera alcanzarla, la rata se dejó caer y aterrizó en el suelo con un blando ruido. MalcoImson se abalanzó al instante sobre ella, pero el animal salió disparado y desapareció en las sombras de la estancia.
Comprendió que el estudio había terminado, al menos por aquella noche, y decidió alterar la monotonía de su vida con una cacería de ratas. Retiró la pantalla de la lámpara para conseguir un mayor radio de acción de la luz. Al hacerlo, se disiparon las tinieblas de la parte superior de la estancia, y ante aquella invasión de luz, cegadora en comparación con la oscuridad anterior, los cuadros de la pared destacaron limpiamente. Desde donde estaba Malcomson pudo ver, justo frente a él, el tercero a la derecha de la chimenea. Se frotó con sorpresa los ojos, y luego un gran miedo empezó a invadirle. En el centro del cuadro había un espacio vacío, grande e irregular, en el que se veía el lienzo pardo tan limpio como cuando fue colocado en el bastidor. El fondo del cuadro estaba como antes, con la silla, el rincón de la chimenea y la cuerda, pero la figura del juez había desaparecido.
Estremecido de terror, fue girando lentamente, y entonces empezó a temblar como afectado por un ataque de parálisis. Sus fuerzas parecían haberle abandonado, dejándole incapaz de hacer el menor movimiento, incluso casi incapaz de pensar. Sólo podía ver y oír. Allí, en la gran silla de roble de alto respaldo, estaba sentado el juez, con su atuendo de púrpura y armiño, los fúnebres ojos brillando vengativos, una sonrisa de triunfo en la boca, firme y cruel, mientras sostenía en sus manos un negro birrete.
Malcomson notó que la sangre huía de su corazón, como lo que se siente en los momentos de prolongada ansiedad. Le silbaban los oídos. Sin embargo, podía oír el bramar y el aullar de la tempestad y, atravesándola, deslizándose sobre ella, le llegaron las campanadas de medianoche, en grandes repiques, desde la plaza del mercado. Durante un tiempo que se le antojó interminable permaneció inmóvil como una estatua, casi sin respiración, con los ojos desorbitados, heridos de horror.
A medida que iba sonando el reloj se intensificaba la sonrisa de triunfo en la cara del juez, y cuando hubo sonado la última campanada de medianoche se colocó el negro birrete en la cabeza. Lenta, deliberadamente, el juez se levantó de su asiento y tomó el trozo de cuerda que yacía en el suelo, lo palpó con sus manos como si su contacto le produjese placer, y luego empezó a anudar uno de sus extremos. Apretó y comprobó el nudo con el pie, tirando fuertemente de él hasta quedar satisfecho, y entonces lo transformó en un nudo corredizo, que alzó en su mano. Después empezó a moverse a lo largo de la mesa, por el lado opuesto a donde se encontraba Malcomson, con la mirada fija en él, hasta que le rebasó; entonces, con un rápido movimiento, se colocó ante la puerta.
Malcomson empezó a darse cuenta en ese momento de que había caído en una trampa, e intentó pensar qué debía hacer. Había cierta fascinación en los ojos del juez que no se apartaban de él, y cuya mirada se veía forzado a sostener. Vio que el juez se le aproximaba (sin dejar de mantenerse entre la puerta y el joven), levantaba el lazo y lo arrojaba en su dirección, como para capturarle. Con un gran esfuerzo hizo un rápido movimiento lateral y vio cómo la cuerda caía a su lado y la oyó golpear contra el suelo de roble. De nuevo levantó el nudo el juez y trató de cazarle, sin apartar sus fúnebres ojos de él, y el estudiante consiguió evitarlo haciendo un poderoso esfuerzo. Esto se repitió muchas veces, sin que el juez pareciera desanimarse por sus fracasos, sino más bien gozar con ellos, como un gato con un ratón. Por fin, en la cumbre de su desesperación, Malcomson arrojó una rápida mirada a su alrededor. La lámpara parecía reavivada y una brillante luz inundaba la estancia. En las numerosas madrigueras y en las grietas y agujeros del zócalo vio los ojos de las ratas; y esta visión, puramente física, le proporcionó un destello de bienestar. Miró y pudo darse cuenta de que la cuerda de la gran campana de alarma estaba plagada de ratas. Cada centímetro estaba cubierto de ellas, cada vez salían más a través del pequeño agujero circular del techo de donde emergían, de tal modo que, bajo su peso, la campana empezaba a oscilar.
Osciló hasta que el badajo llegó a tocarla. El sonido fue muy tenue, pero apenas había comenzado su vaivén, y poco a poco iría aumentando la potencia del tañido.

Al oírlo, el juez, que había mantenido los ojos fijos en Malcomson, los levantó, y un gesto de diabólica ira contrajo su rostro. Sus ojos relucieron como carbones encendidos y golpeó el suelo con el pie, haciendo un ruido que pareció estremecer toda la casa. El pavoroso estruendo de un trueno estalló sobre sus cabezas al mismo tiempo que el juez volvía a levantar el lazo y las ratas seguían subiendo y bajando por su cuerda, como si luchasen contra el tiempo. Pero esta vez, en lugar de arrojarlo, se fue acercando a su víctima, y fue abriendo el lazo a medida que se aproximaba. Al llegar frente al estudiante pareció irradiar algo paralizante con su sola presencia, y Malcomson, permaneció rígido como un cadáver. Sintió sobre su garganta los helados dedos del juez mientras éste le ajustaba el lazo. El nudo se apretó. Entonces el juez, tomando en sus brazos el rígido cuerpo del muchacho, lo levantó, colocándolo en pie sobre la silla de roble y, subido junto a él, alzó su mano y cogió el extremo de la oscilante cuerda de la campana de alarma. Al alzar la mano, las ratas huyeron, chillando, por el agujero del techo. Tomando el extremo del lazo que rodeaba el cuello de Malcomson, lo ató a la cuerda que colgaba de la campana y entonces, descendiendo de nuevo al suelo, quitó la silla.
Al comenzar a sonar la campana de alarma de la Casa del Juez se congregó de inmediato un gran gentío. Aparecieron luces y antorchas y, silenciosamente, la multitud se encaminó presurosa hacia allí. Golpearon fuertemente la puerta, pero nadie respondió.
Entonces la echaron abajo y penetraron en el gran comedor; el doctor iba a la cabeza de todos. El cuerpo del estudiante se balanceaba del extremo de la cuerda de la gran campana de alarma; en el cuadro, el rostro del juez mostraba una sonrisa maligna.



Cuento: "El Horror en la Playa Martin" de H.P- Lovecraft y Sonia H. Green

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Hoy les traigo un cuento de Lovecraft y Green: "El Horror en la Playa Martin"



H.P. Lovecraft y Sonia H. Green
(Para móvil)

Nunca escuché una explicación convincente y adecuada del horror de la Playa Martin. A pesar de un gran número de testigos, no hay dos que concuerden entre sí; y el testimonio tomado por autoridades locales contiene las más sorprendentes discrepancias.
Quizás esta vaguedad sea normal en vista del carácter inaudito del horror en sí, el terror más paralizante para todos aquellos que lo vieron, y de los esfuerzos hechos por la elegante posada Wavecrest para silenciar todo luego de la publicidad creada por el Prof. Ahon y su artículo "¿Están los poderes hipnóticos reservados a los Seres Humanos?"
Contra todos estos obstáculos me esfuerzo en presentar una versión coherente; he visto el espantoso hecho y creo que debería darse a conocer en vista de las aterradores posibilidades sugeridas. La Playa Martin es una vez más un lugar populoso, un balneario muy visitado, y yo tiemblo cuando pienso en ello. Sin embargo, no puedo mirar al océano sin temblar.
El destino no carece siempre de un sentido de drama y clímax. En consecuencia el terrible suceso del 8 de agosto fue seguido por un período de menor excitación en torno a la Playa Martin. Todo comenzó el 17 de mayo, cuando la tripulación de un pesquero, el "Alma de Gloucester", bajo el mando del capitán James P. Orne, mató, tras una batalla de casi cuarenta horas, a un monstruo marino cuyo tamaño y aspecto produjeron luego gran conmoción en círculos científicos y que ciertos naturalistas de Boston tomaran grandes recaudos para su preservación taxidérmica.
El animal tenía unos 50 pies de longitud y era de forma cilíndrica, de unos diez pies de diámetro. Inconfundiblemente era un pez branquiado, en su mayor afiliación; pero tenía ciertas curiosas modificaciones, tales como rudimentarias extremidades delanteras en forma de seis patas con dedos en lugar y de aletas pectorales (las que promovían las más amplias especulaciones entre los especialistas). Su extraordinaria boca, su gruesa y escamosa piel y su único y profundo ojo eran maravillas apenas menos remarcables que su colosal tamaño; y cuando los naturalistas se pronunciaron diciendo que era una criatura recién nacida, de pocos días de vida, el interés del público tomó dimensiones extraordinarias.
El capitán Orne, con astucia yanqui, obtuvo un buque lo suficientemente grande como para albergar al monstruo en su bodega, y arreglar allí la exhibición del trofeo. Aplicando una cuidada carpintería, logró montar un excelente museo marino, y zarpó hacia el sur, hacia el lujoso distrito marino de la Playa Martin. Una vez que ancló en el muelle del hotel se dedicó a recaudar onerosas cuotas de admisión.
La intrínseca prodigiosidad de la bestia y la importancia biológica para muchos turistas científicos, se combinaron para convertirse en la sensación de la temporada. Era absolutamente único, único a niveles de revolución científica, eso estaba bien comprendido. Los naturalistas habían demostrado que este ejemplar difería radicalmente de un inmenso animal pescado en las costas de la Florida; éste, siendo obviamente un habitante de profundidades increíbles, quizás de miles de pies, poseía un cerebro y unos órganos que indicaban una vasta evolución, algo totalmente fuera de lo hasta ahora relacionado con la tribu piscícola.
La mañana del 20 de julio la atención del público se centró en la pérdida del buque y su extraño tesoro. En la tormenta de la noche precedente se había librado de sus amarras y desvanecido para siempre de la vista del ser humano, llevándose consigo al único guardia que había dormido a bordo, a pesar del vendaval. El capitán Orne, respaldado por el excesivo interés científico y asistido por un gran número de barcos pesqueros desde Gloucester, emprendió una exhaustiva búsqueda, pero sin más resultados que la incitación de comentarios e interés. El 7 de agosto se perdió toda esperanza y el capitán Orne regresó a Wavecrest para resolver sus negocios en la Playa Martin y conversar con algunos de los científicos que aún permanecían allí. El horror se desató el 8 de agosto.
Fue en la penumbra, cuando las grises gaviotas sobrevolaban cerca de la costa y la luna comenzaba a resplandecer sobre las aguas. La escena es importante de recordar, puesto que cada impresión cuenta. En la playa había varias personas paseando y algunos bañistas rezagados, provenientes de las casas de campo que se elevan modestamente en las colinas del norte o de la adyacente posada, cuyas imponentes torres proclamaban su fidelidad a la riqueza y la grandeza.
A buena distancia había otro grupo de espectadores, que descansaban en las terrazas cubiertas e iluminadas de la posada, y que disfrutaban de la música del suntuoso salón. Estos testigos, incluidos el capitán Orne y su grupo de científicos, se unieron al grupo de la playa antes de que el horror progresara demasiado; lo mismo hicieron muchos de la posada. Ciertamente no hubo carencia de testigos, sino que confundieron en sus relatos (por el miedo y la duda) aquello que vieron.
No hay registro exacto de la hora en que comenzó todo, aunque la mayoría dijo que la luna estaba "a un pie" por encima del vaporoso horizonte. Mencionaron la luna porque lo que vieron pareció sutilmente conectado con ésta. Era una especie de furtiva y deliberada onda que parecía venir desde la lejana línea del horizonte a través de una trémula senda, difusa por los reflejos de la luna, y que pareció atenuarse antes de llegar a la costa.
Muchos no se dieron cuenta de esta onda hasta que la recordaron por los siguientes eventos. Pero pareció haber sido muy marcada, diferenciada en altura y movimiento de las olas contiguas. Algunos la vieron como sutil y calculada. Y, como si se extinguiera taimadamente por los remotos arrecifes negros, de pronto un grito de muerte centelló desde el agua salada; un grito de angustia y desesperanza que inmediatamente movió la piedad de todos aquellos que lo escucharon.
Los primeros en responder fueron los dos salvavidas de turno; robustos hombres en atavío de baño, con su oficio proclamado en letras rojas a través de sus pechos. Acostumbrados al trabajo de rescate y a los gritos de los que corren peligro de ahogarse, no pudieron hallar nada familiar en las ululaciones de ultratumba; pero sus sentidos del deber les hicieron ignorar este detalle y procedieron a seguir el curso usual del trabajo.
Apresuradamente tomaron un cojinete inflado con aire, aferrado a una bobina de soga. Uno de ellos corrió a través de la costa hasta la escena en donde ya se había apiñado la multitud; desde ahí lanzó el objeto, luego de girarlo varias veces para ganar velocidad, en dirección hacia donde había venido el sonido. Luego que el cojinete desapareció entre las olas, el gentío curioso aguardó para ver a aquel cuyo dolor había sido tan grande, impacientes de que el salvavidas lo condujera de nuevo a la playa.
Pero pronto quedó claro que el rescate no sería rápido; por más que los dos salvavidas tiraban de la soga, no podían mover aquel objeto que estaba al otro extremo. En cambio, notaron que algo hacía fuerza, igual y aún mayor, en la dirección opuesta. En cierto momento ambos salvavidas fueron arrastrados de sus posiciones hacia el agua por la extraña fuerza.
Uno de ellos, recobrándose al instante, clamó por ayuda a la multitud en la playa, en donde se hallaba la bobina con el remanente de la soga. Al siguiente instante los hombres más forzudos, entre los que se contaban el capitán Orne en primer lugar, comenzaron a pujar junto con los salvavidas. Más de una docena de rudas manos estaban ahora remolcando desesperadamente la gruesa cuerda.
Entre más fuerte bregaban, la extraña fuerza igualaba el esfuerzo al otro extremo; y debido a que en ningún momento se relajaba, la cuerda se volvió rígida como el acero. Los pujadores, al igual que los espectadores por su curiosidad, se vieron consumidos por la naturaleza de esta fuerza marina. La idea de un hombre ahogado había sido ya desechada e insinuaciones de ballenas, submarinos, monstruos y demonios eran libremente tenidas en cuenta. Todos seguían tirando con la sombría determinación de descubrir el misterio.
Finalmente se decidió que una ballena se habría engullido el cojinete. El capitán Orne, ya como líder natural, gritó a quienes estaban en tierra firme que sería necesario un bote como medio para acercarse, arponear y cazar al leviatán oculto. Varios hombres se dispersaron en busca de una embarcación adecuada, en tanto que otros fueron a suplantar al capitán en la tensa cuerda, ya que su lugar era lógicamente al frente de la partida que se formaría para tripular el bote. Su idea de la situación era muy clara y no se limitaba a una ballena, ya que se había entreverado con un monstruo mucho más extraño. Se preguntaba cómo podría actuar y manifestarse un adulto de esa misma especie a la que pertenecía el infante de cincuenta pies.
Entonces, con espantosa brusquedad, todos comprendieron el hecho crucial que mutó el marco de maravilla y sorpresa reinante hasta ese momento en uno de horror, y el grupo de trabajadores y testigos se vieron presa del pánico. El capitán Orne, dejando su lugar en la soga, se dio cuenta de que no podía quitar las manos de su lugar, que estaban adheridas con inenarrable fuerza; y en un segundo comprendió que era incapaz de retirarse de la cuerda. Su apuro fue adivinado instantáneamente por los demás, y cada uno probó su propia situación llegando a la conclusión de que todos estaban en una misma condición. El hecho no podía ser negado: cada uno de los hombres estaba irresistiblemente retenido a la línea de cáñamo que lenta, horrible e implacablemente los empujaba hacia el mar.
Un horror mudo se sucedió; un horror durante el cual los espectadores quedaron petrificados, sumidos en la inmovilidad y el caos mental. Su completa desmoralización se reflejó en las conflictivas narraciones que proporcionaron luego, y las pusilánimes excusas que ofrecieron por sus aparentes inacciones. Yo fui uno de ellos, lo sé.
Todos los que pujaban, luego de una serie de frenéticos gritos y fútiles quejidos, sucumbieron a la paralizante influencia y guardaron silencio frente a tan desconocidos poderes. Estaban bajo la luz de la luna, pujando ciegamente contra una espectral condenación, e inclinándose monótonamente hacia atrás y hacia adelante, a medida que el agua trepaba primero a sus rodillas, luego a sus caderas. La luna se ocultó parcialmente tras una nube, y en la penumbra la línea de hombres semejaba algún siniestro y gigantesco ciempiés, retorciéndose en garras de una muerte terrible.
La cuerda se volvía cada vez más dura, a medida que la puja entre ambos extremos se incrementaba. Las olas iban ocupando cada vez más terreno a la playa, avanzando lentamente, hasta que las arenas, pobladas tardíamente por niños risueños y amantes susurrantes, eran engullidas por la inexorable marea. La manada de espectadores, atacados por el pánico, iba retrocediendo a medida que el agua le empantanaba los pies, mientras la aterrorizada línea de contendientes seguía ondulando, con medio cuerpo sumergido, y ahora a considerable distancia de su audiencia. El silencio era completo.
La multitud, habiendo logrado una desordenada retirada más allá del alcance de la marea, observaba con muda fascinación; sin poder brindar una palabra de advertencia o de ánimo, mucho menos intentar alguna clase de auxilio. Había en el aire un pavor pesadillesco de mal inminente, algo que nunca antes se había visto.
Los minutos parecían alargarse en horas. Aún la serpiente humana de torsos ondulantes se podía ver por encima del mar. Ondulaba rítmicamente, lenta y horriblemente, con la garantía de la muerte. Espesas nubes ocultaron nuevamente la luna, y la luz que iluminaba el agua desapareció.
La línea de cabezas serpenteante ya ondulaba muy débilmente; de vez en cuando se veía algún rostro lívido fulgurando pálido en la oscuridad. Las nubes se acumularon hasta que de sus interiores surgieron afiladas lenguas de fuego. Los truenos surgieron, suaves al principio, luego incrementándose hasta llegar a una ensordecedora y demente intensidad. Entonces sobrevino uno culminante -que pareció reverberar tierra y mar-, tras el cual se desató un aguacero de tal violencia que pareció que se hubieran abierto de par en par las compuertas del cielo.

Los testigos actuaron instintivamente, a pesar de la ausencia de conciencia y pensamiento coherente, y se retiraron hacia la loma sobre la que se elevaba la terraza de la posada. Los rumores habían llegado a los turistas del interior, así que los refugiados se encontraron con que las demás personas estaban tan aterrorizadas como ellos mismos. Creo que se vociferaron algunas palabras de terror, pero no puedo asegurarlo.
Varios de los que estaban en la posada se habían retirado paranoicos a sus cuartos. Otros se quedaron para observar la línea de cabezas meneantes que aún se veía por encima de las ascendientes olas cada vez que un relámpago iluminaba la playa. Recuerdo haber pensado en esas cabezas y los desorbitados ojos que contendrían; ojos que podían reflejar bien todo el pánico, el terror y el delirio de un universo maligno; todas las culpas, pecados, miserias, esperanzas perdidas y deseos no satisfechos, miedo, repugnancia y angustia de las edades, desde el principio de los tiempos; ojos iluminados con todos los dolores espirituales de los eternamente ígneos infiernos.
Y cuando miré más allá de las cabezas, mi imaginación conjuró otro ojo; un ojo individual, igualmente encendido, aunque con un propósito tan perturbador para mi mente, que la visión pronto se desvaneció. Presas de una desconocida fuerza, la línea de condenados se sumergió; sus gritos silenciados y plegarias no elevadas sólo serán conocidos por los demonios de las olas y del nocturno viento.
El torrente que el enfurecido cielo estaba expeliendo en medio de un loco cataclismo de sonidos satánicos pareció aminorar. Entre el resplandor de los fogonazos, una voz celestial resonó contra las blasfemias del infierno, y la agonía de todos los idos reverberó en un apocalíptico y ciclópeo estrépito. Fue el fin de la tormenta, ya que el espantoso temporal cesó y la luna, una vez más, alumbró con sus pálidos rayos sobre un mar extrañamente calmo.
Ya no había línea de cabezas. El agua estaba calma y desierta, y sólo era alterada por las ondas de lo que parecía ser un remolino, en el mismo lugar de donde provino primeramente el grito. Y cuando miré hacia esa traicionera zona, con febril imaginación y sentidos agobiados, se escurrió en mis oídos, proveniente de un abismo inmensamente profundo, el débil y siniestro eco de una risa.

FIN

Cuento: "El Horror Oculto" de H.P. Lovecraft.

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H. P. LOVECRAFT
 (Para móvil)



I. La sombra en la chimenea

            Los truenos estremecían el aire la noche que fui a la mansión deshabitada, en lo alto de la Montaña de las Tempestades, a buscar el horror oculto. No iba solo, porque la temeridad no formaba parte entonces de ese amor a lo grotesco y lo terrible que ha adoptado por carrera la búsqueda de horrores extraños en la literatura y en la vida. Venían conmigo dos hombres fieles y musculosos a quienes había mandado llamar cuando llegó el momento; hombres que desde hacía mucho tiempo me acompañaban en mis horribles exploraciones por sus aptitudes singulares.
            Salimos del pueblo secretamente a fin de evitar a los periodistas que aún quedaban, después del tremendo pánico del mes anterior: la muerte solapada y pesadillesca. Más tarde, pensé, podrían ayudarme; pero en ese momento no les quería a mi alrededor. Ojalá me hubiese impulsado Dios a dejarles compartir esa búsqueda conmigo, para no haber tenido que soportar solo el secreto tanto tiempo, por temor a que el mundo me creyese loco, o enloqueciese todo él ante las demoniacas implicaciones del caso. Ahora que me he decidido a contarlo, no sea que el rumiarlo en silencio me convierta en un maníaco, quisiera no haberlo ocultado jamás. Porque yo, sólo yo, sé qué clase de horror se ocultaba en esa montaña espectral y desolada.
            Recorrimos en un pequeño automóvil millas de montes y bosques primordiales, hasta que nos detuvo la boscosa ladera. El campo tenía un aspecto más siniestro de lo habitual, de noche y sin la acostumbrada multitud de investigadores, así que a menudo nos sentíamos tentados de utilizar las lámparas de acetileno, pese a que podían llamar la atención. No resultaba un paisaje saludable a oscuras; creo que habría notado su morbosidad aun cuando hubiese ignorado el terror que allí acechaba. No había animales salvajes: son prudentes cuando la muerte anda cerca. Los viejos arboles marcados por los rayos parecían anormalmente grandes y retorcidos, y prodigiosamente espeso y febril el resto de la vegetación, mientras que unos extraños montículos y pequeñas elevaciones en tierra cubierta de maleza y fulgurita me hacían pensar en serpientes y cráneos humanos hinchados y de proporciones gigantescas.
            El horror había estado oculto en la Montaña de las Tempestades durante más de un siglo. De esto me enteré en seguida por las noticias de los periódicos sobre la catástrofe que había hecho que el mundo se fijara en esta región. Se trata de una remota y solitaria elevación de esa parte de Catskills donde la civilización holandesa penetró débil y transitoriamente en otro tiempo, dejando al retroceder unas cuantas mansiones ruinosas y una población degenerada de colonos advenedizos que crearon míseras aldeas en las aisladas laderas. Raramente era visitada esta zona por la gente normal, hasta que se constituyó la policía estatal; y aún ahora la policía montada se limita a pasar de tarde en tarde. El horror, sin embargo, goza de antigua tradición en todos los pueblos vecinos; y es el principal tema de conversación en las tertulias de los pobres mestizos que a veces abandonan sus valles para ir a cambiar sus cestos artesanales por artículos de primera necesidad, ya que no pueden cazar, criar ganado ni cultivar la tierra.
            El horror oculto moraba en la desierta y apartada mansión Martense, la cual coronaba la elevada pero gradual eminencia cuya propensión a las frecuentes tormentas le valió el nombre de Montaña de las Tempestades. Pues durante un centenar de años, la antigua casa de piedra, rodeada de árboles, había sido tema de historias increíblemente descabelladas y monstruosamente horrendas; historias sobre una muerte sigilosa, solapada, colosal que emergía al exterior en verano. Con gimoteante insistencia, los colonos advenedizos contaban historias sobre un demonio que cogía a los caminantes solitarios, después del anochecer, y se los llevaba o los abandonaba en un espantoso estado de semidevorado desmembramiento, mientras que otras veces hablaban de rastros de sangre que conducían a la lejana mansión. Algunos decían que los truenos sacaban al horror oculto de su morada, y otros que el trueno era su voz Fuera de esta apartada región, nadie creía en estas consejas contradictorias y dispares, con sus incoherentes y extravagantes descripciones de un demonio vislumbrado; sin embargo, ningún campesino  ni aldeano dudaba que la mansión Martense daba cobijo a una macabra entidad. La historia local impedía semejante duda; sin embargo, cuando corría entre los aldeanos algún rumor especialmente dramático, los que iban a inspeccionar el edificio no encontraban nunca nada. Las abuelas contaban extrañas consejas sobre el espectro Martense; consejas concernientes a la propia familia Martense, a la extraña disimilitud hereditaria de sus ojos, a sus monstruosos y antiguos anales, y al asesinato que había ocasionado su maldición.
            El terror que me había llevado a mí al lugar era la súbita y portentosa confirmación de las leyendas más delirantes de los montañeses. Una noche de verano, tras una tormenta de una violencia sin precedentes, la comarca se despertó con una desbandada de colonos advenedizos que ninguna ilusión podría haber originado. La horda miserable de nativos chillaba y contaba gimoteando que un horror indescriptible se había abatido sobre ellos, cosa que nadie puso en duda. No lo habían visto, pero habían oído tales alaridos en una de las aldeas, que inmediatamente supieron que la muerte reptante la había visitado.
            Por la mañana, los ciudadanos y la policía estatal siguieron a los sobrecogidos montañeses al lugar que, según decían, había visitado la muerte. Y en efecto, la muerte estaba allí. El terreno en el que se asentaba uno de los poblados de colonos se había hundido a consecuencia de un rayo, destruyendo varias de las chozas malolientes; pero a este daño comprensible se superponía una devastación orgánica que lo volvía insignificante. De unos setenta y cinco nativos que poblaban el lugar, no encontraron ni a uno solo con vida. La tierra revuelta estaba cubierta de sangre y de piltrafas humanas que revelaban con demasiada elocuencia los estragos de unas garras y unos dientes infernales; sin embargo, ningún rastro visible se alejaba del lugar de la carnicería. Todo el mundo convino en seguida en que había sido ocasionada por alguna bestia feroz; a nadie se le ocurrió resucitar la acusación de que tales muertes misteriosas no eran sino sórdidos asesinatos habituales en las comunidades decadentes. Sólo cuando descubrieron la ausencia entre los muertos de unas veintiocho personas renació tal acusación; y aun así, resultaba difícil explicar la matanza de cincuenta por la mitad de ese número. Pero el hecho era que, en una noche de verano, había caído un rayo de los cielos y había sembrado la muerte en la aldea, dejando los cadáveres horriblemente mutilados, mordidos y arañados.
            Los despavoridos campesinos relacionaron inmediatamente esta atrocidad con la embrujada mansión Martense, aunque los pueblos se encontraban a más de tres millas de distancia. La patrulla de la policía se mostró más escéptica: incluyó la mansión tan sólo rutinariamente en sus investigaciones, y la descartó por completo al encontrarla vacía. Las gentes del campo y de los pueblos, sin embargo, registraron el lugar con minuciosidad; volcaron cuanto encontraron en la casa, sondearon los estanques y las fuentes, registraron los matorrales, y dieron una batida por el bosque de los  alrededores. Pero todo fue inútil: la muerte no había dejado otro rastro que la misma destrucción.
Al segundo día de investigación, los periódicos comentaron el caso extensamente, después de invadir los reporteros la Montaña de las Tempestades. La describieron con mucho detalle, e incluían numerosas entrevistas que confirmaban la historia de horror que contaban las viejas de la comarca. Al principio seguí las crónicas sin mucho entusiasmo, ya que soy experto en esta clase de horrores; pero una semana después, percibí una atmósfera que despertó extrañamente mi interés; de modo que el 5 de agosto de 1921 me inscribí entre los reporteros que abarrotaban el hotel de Lefferts Corners, el pueblo más próximo a la Montaña de las Tempestades, y cuartel general reconocido de los investigadores. Tres semanas después, la deserción de los reporteros me dejaba en libertad para empezar una exhaustiva exploración de acuerdo con las pesquisas e informaciones detalladas que había ido recogiendo entretanto.
            Así que esta noche de verano, mientras retumbaba distante la tormenta, dejé el silencioso automóvil, emprendí la marcha con mis dos compañeros armados, y recorrí el último trecho sembrado de montículos, hasta la Montaña de las Tempestades, enfocando la luz de una linterna eléctrica hacia las paredes grises y espectrales que empezaban a asomar entre robles gigantescos. En esta morbosa soledad de la noche, bajo la balanceante iluminación, el enorme edificio cuadrado mostraba oscuros signos dé terror que el día no llegaba a revelar; sin embargo, no experimenté la menor vacilación, ya que me impulsaba una irrevocable decisión de comprobar cierta teoría. Estaba convencido de que los truenos hacían salir de algún lugar secreto al demonio de la muerte, e iba dispuesto a comprobar si dicho demonio era una entidad corpórea o una pestilencia vaporosa.
            Previamente, había inspeccionado a fondo las ruinas; de modo que tenía bien trazado mi plan: elegiría como puesto de observación la vieja habitación de Jan Martense, cuyo asesinato desempeña un importante papel en las leyendas rurales de la región. Intuía vagamente que el aposento de esta antigua víctima era el lugar más indicado para mis propósitos. La habitación, que mediría unos veinte pies de lado, contenía, al igual que las demás habitaciones, restos de lo que en otro tiempo había sido mobiliario. Estaba en el segundo piso, en el ángulo sudeste del edificio, y tenía un inmenso ventanal orientado hacia el este, y una ventana estrecha que daba al mediodía, ambos vanos desprovistos de cristales y contraventanas. En el lado opuesto al ventanal había una enorme chimenea holandesa -con azulejos que representaban al hijo pródigo, y frente a la ventana estrecha, una gran cama adosada a la pared.
Mientras los amortiguados truenos iban en aumento, dispuse los detalles de mi plan. Primero até en el antepecho del ventanal, una junto a otra, tres escalas de cuerda que había traído conmigo. Sabía que llegaban a una distancia conveniente respecto de la yerba, ya que las había probado. Luego, entre los tres, entramos arrastrando el armazón de una cama de otra habitación, y lo colocamos de lado contra la ventana. Echamos encima ramas de abeto, y nos dispusimos a descansar, con nuestras automáticas preparadas, descansando dos mientras vigilaba el tercero. Así teníamos asegurada la huida, fuera cual fuese la dirección por la que surgiera el demonio. Si nos atacaba desde el interior de la casa, estaban las escalas del ventanal; si venía del exterior, podíamos salir por la puerta y la escalera. Según lo que sabíamos, no nos perseguiría mucho tiempo, en el peor de los casos.
Llevaba yo vigilando de las doce de la noche a la una cuando, a pesar del ambiente siniestro de la casa, la ventana sin protección y los truenos y relámpagos cada vez más cercanos, me sentí dominado por un sueño invencible. Estaba entre mis dos compañeros: George Bennett se encontraba al lado de la ventana, y William Tobey al de la chimenea. Bennett se había dormido, vencido por la misma anómala somnolencia que sentía yo, de modo que designé a Tobey para la siguiente guardia, a pesar de que cabeceaba. Era extraña la fijeza con que observaba yo la chimenea.
            La creciente tormenta debió de influir en mis sueños, pues en el breve rato que me dormí sufrí visiones apocalípticas. Una de las veces casi me desperté, probablemente porque el hombre que dormía junto a la ventana había estirado un brazo sobre mi pecho. No me encontraba lo bastante despierto como para comprobar si Tobey cumplía su obligación como centinela, aunque sentía un claro desasosiego a este respecto. Nunca había tenido una sensación tan acusadamente opresiva de la presencia del mal. Después, debí de quedarme dormido otra vez, porque mi mente salió de un caos fantasmal, cuando la noche se volvió espantosa, traspasada de chillidos que superaban todas mis experiencias y delirios anteriores.
            En aquellos gritos, el más profundo terror y agonía humanos arañaban desesperada e insensatamente las puertas de ébano del olvido. Desperté para encontrarme ante la roja locura y la burla satánica, mientras reverberaba y se retiraba cada vez más, hacia perspectivas inconcebibles, aquella angustia fóbica y cristalina. No había luz; pero por el hueco que noté a mi derecha, comprendí que Tobey se había ido, sólo Dios sabía adónde. Sobre mi pecho, aún pesaba el brazo del durmiente de mi izquierda.
Luego se produjo un relámpago, el rayo sacudió la montaña entera, iluminó las criptas más oscuras de la añosa arboleda, y desgarró el más viejo de los árboles retorcidos. Ante el fucilazo demoníaco del rayo, el durmiente se incorporó de repente, y en ese instante la claridad que entró por la ventana proyectó su sombra vívidamente contra la chimenea, de la que yo no conseguía apartar los ojos un momento. No comprendo cómo me encuentro vivo todavía, y en mi sano juicio. No me lo explico; porque la sombra que vi en la chimenea no era la de George Bennett, ni de ninguna criatura humana, sino una blasfema anormalidad de los más profundos cráteres del infierno; una abominación indecible e informe que mi mente no llegó a captar por completo, ni hay pluma que la pueda describir. Un segundo después, me encontraba solo en la mansión maldita, temblando, balbuceando. George Bennett y William Tobey habían desaparecido sin dejar rastro, ni siquiera de lucha. Nunca más volvió a saberse de ellos.

II.        Un muerto en la tormenta

            Después de aquella espantosa experiencia en la mansión inmersa en la espesura tuve que guardar cama, agotado de los nervios, en el hotel de Lefferts Corners. No recuerdo exactamente cómo me las arreglé para llegar al automóvil, ponerlo en marcha, y regresar secretamente al pueblo; no conservo conciencia clara de nada, salvo de unos árboles de gigantescos brazos, el fragor demoníaco de los truenos, y sombras caronianas entre los bajos montículos que punteaban y rayaban la región.
Mientras temblaba y meditaba sobre lo que proyectaba aquella sombra enloquecedora, comprendí que al fin había vislumbrado o uno de los supremos horrores de la tierra, uno de esos males innominados de los vacíos exteriores cuyos débiles y demoníacos zarpazos oímos a veces en el borde más remoto del espacio, contra los que la piadosa limitación de nuestra vista finita nos tiene misericordiosamente inmunizados. No me atrevía a analizar o identificar la sombra que había percibido. Un ser había permanecido tendido entre la ventana y yo, aquella noche, y me estremecía cada vez que, irreprimiblemente, mi conciencia trataba de clasificarlo. Ojalá hubiese gruñido, ladrado o reído entre dientes... al menos eso habría aliviado mi abismal terror. Pero permaneció en silencio. Había dejado descansar un brazo —un miembro en todo caso—- pesadamente sobre mi pecho... Por supuesto, era orgánico, o lo había sido... Jan Martense, cuya habitación había invadido yo, estaba enterrado cerca de la mansión... Debía encontrar a Bennett y a Tobey, si aún vivían... ¿Por qué se los había llevado, y me había dejado a mí?... La somnolencia es invencible, y los sueños son espantosos...
            Al poco tiempo, comprendí que debía contar mi historia a alguien; de lo contrario, me desmoronaría completamente. Ya había decidido no abandonar la búsqueda del horror oculto; porque en mi atolondrada ignorancia, me parecía que esa incertidumbre era peor que el pleno conocimiento, por terrible que este pudiera ser. De modo que decidí en mi fuero interno qué camino seguir, a quién escoger para hacerle partícipe de mis confidencias, y cómo descubrir al ser que había aniquilado a dos hombres, y había proyectado una sombra pesadillesca.
A quienes conocía principalmente en Lefferts Corners era a los periodistas, algunos de los cuales aún seguían recogiendo los últimos ecos de la tragedia. Decidí escoger como compañero a uno de ellos; y cuanto más lo pensaba, más inclinado me sentía por un tal Arthur Munroe, un hombre moreno y delgado de unos treinta y cinco años, cuya formación, gustos, inteligencia y temperamento parecían distinguirle como persona que no se sujetaba a las ideas y experimentos convencionales.
            Una tarde de primeros de septiembre, Arthur Munroe escuchó mi historia. Desde el principio se mostró interesado y comprensivo; y cuando terminé, analizó y abordó la cuestión con gran agudeza y juicio. Su con-sejo, además, fue eminentemente práctico, ya que sugirió que aplazásemos nuestra visita a la mansión Mar-tense hasta haber obtenido más datos históricos y geográficos. A sugerencia suya, salimos en busca de datos sobre la terrible familia Martense, y descubrimos a un hombre que poseía un diario maravillosamente ilustrado y ancestral. Hablamos también largamente con aquellos mestizos de la montaña que no habían huido, en el terror y la confusión, a laderas más remotas, y acordamos efectuar, antes de nuestra empresa final, un registro completo y definitivo de los lugares relacionados con las distintas tragedias de las leyendas de los colonos.
            Los resultados de esta exploración no fueron al principio muy alentadores, aunque una vez clasificados, parecieron revelar un dato bastante significativo; a saber: que el número de horrores registrados era bastante más elevado en zonas relativamente próximas a la casa, o conectaban con ella mediante franjas de espesura morbosamente superdesarrollada.       Es cierto que había excepciones; en efecto, el horror que había llegado a oídos del mundo había tenido lugar en un espacio pelado, igualmente distante de la mansión y de cualquier bosque vecino a ella.
En cuanto a la naturaleza y aspecto del horror oculto, nada pudimos sacarles a los asustados y estúpidos moradores de las chozas. Lo mismo decían que era una serpiente como que se trataba de un gigante, un demonio de los truenos, un murciélago, un buitre, o un árbol que caminaba. Nos pareció fundado suponer, sin embargo, que se trataba de un organismo vivo enormemente sensible a las tormentas eléctricas; y aunque algunas de las historias hablaban de alas, concluimos que su aversión a los espacios abiertos hacía más probable que estuviese dotado de locomoción terrestre. Lo único verdaderamente incompatible con esta hipótesis era la rapidez a la que tal criatura debía desplazarse para cometer todas las fechorías que se le atribuían.
            Al tratar más a los colonos, descubrimos que eran extraordinariamente amables en muchos aspectos. Eran simples animales que descendían poco a poco en la escala de la evolución debido a su desafortunada ascendencia y a su aislamiento embrutecedor. Tenían miedo de los forasteros, pero poco a poco se fueron acostumbrando a nosotros; al final nos ayudaron muchísimo cuando talamos todos los grupos de árboles y derribamos todos los tabiques de la mansión, en nuestra búsqueda del horror oculto. Cuando les pedimos que nos ayudasen a buscar a Bennett y a Tobey, se mostraron sinceramente afligidos; porque si bien querían ayudarnos, estaban convencidos de que ambas víctimas habían desaparecido de este mundo tan completamente como las gentes que ellos habían perdido. Por supuesto, sabíamos perfectamente que había muerto o desaparecido gran número de estas gentes, así como que los animales salvajes habían sido exterminados hacía mucho tiempo; y temíamos que ocurrieran nuevas tragedias.
            A mediados de octubre nos encontrábamos perplejos debido a nuestra falta de progresos. Como las noches eran tranquilas, no se producían agresiones demoníacas de ningún género; y la total carencia de resultados en el registro de la casa y del campo casi nos inclinaba a atribuir al horror oculto una naturaleza no material. Temíamos que llegara el tiempo frío y nos interrumpiera nuestras investigaciones, ya que todos coincidían en que, en general, el demonio permanecía tranquilo durante el invierno: El caso es que nos dominaba una especie de desesperada premura en la última inspección diurna de la aldea visitada por el horror; aldea ahora deshabitada, a causa del miedo de los colonos.
            La desventurada aldea no tenía nombre siquiera, y estaba enclavada en una hondonada protegida, aunque sin árboles, entre dos elevaciones llamadas respectivamente Cone Mountain y Maple Hill. Se encontraba más cerca de Maple Hill que de Cone Mountain, y algunas de las toscas viviendas eran simples cuevas practicadas en la falda de la primera de las elevaciones. Geográficamente, se encontraba a unas dos millas al noroeste de la Montaña de las Tempestades, y a tres de la mansión rodeada de robles. El espacio entre la aldea y la mansión, unas dos millas y cuarto desde el límite de la aldea, era enteramente campo raso y consistía en una llanura casi horizontal, quitando algunos montículos de escasa elevación y aspecto sinuoso, y cuya vegetación la constituía casi exclusivamente la yerba y unos cuantos matorrales muy dispersos. Tras estudiar la topografía de esta zona, concluimos finalmente que el demonio debió de llegar por Cone Mountain, cuya prolongación hacia el sur, cubierta de bosque, llegaba a poca distancia de la estribación más occidental de la Montaña de las Tempestades. Atribuimos de manera concluyente la elevación del terreno a un corrimiento de tierra desde Maple Hill, en cuya ladera destacaba un árbol corpulento y solitario, desgarrado por el rayo que había hecho surgir al demonio.
Después de repasar minuciosamente por vigésima vez o más cada pulgada del devastado pueblo, experimentamos un desaliento unido a nuevos y vagos temores. Resultaba muy raro, aun cuando lo extraño y lo espantoso eran cosas corrientes, toparnos con un escenario tan completamente carente de huellas, después de tan sobrecogedores sucesos; y andábamos bajo un cielo cada vez más oscuro y plomizo, con ese ardor trágico y sin rumbo que es consecuencia a la vez de un sentimiento de futilidad y de necesidad de hacer algo. Íbamos atentos a los más pequeños detalles; entramos nuevamente en cada una de las casas, inspeccionamos otra vez las cuevas, registramos el pie de las laderas adyacentes, entre las zarzas, en busca de madrigueras y cuevas, pero sin resultado. Sin embargo, como digo, sentíamos en torno nuestro un temor vago y enteramente nuevo, como si unos grifos gigantescos y alados nos observaran desde los abismos transcósmicos.
            A medida que avanzaba la tarde, se hacía más difícil distinguir los objetos; y oímos el rumor de una tormenta que se estaba formando sobre la Montaña de las Tempestades. Naturalmente este rumor, producido en semejante lugar, nos animó, aunque no tanto como si hubiese sido de noche; y con esta esperanza abandonamos la búsqueda sin rumbo y nos dirigimos a la aldea habitada más próxima, a fin de reunir un grupo de colonos para que nos ayudasen en nuestros registros. Aunque tímidos, algunos de los más jóvenes se sintieron lo suficientemente inspirados por nuestra protectora dirección como para prometernos ayuda.
            Pero no habíamos hecho más que dar media vuelta, cuando empezó a caer una lluvia tan intensa y torrencial, que no tuvimos más remedio que buscar refugio. La extraña y casi nocturna oscuridad del cielo nos hacía tropezar continuamente; pero guiados por los frecuentes relámpagos y nuestro detallado conocimiento de la aldea, llegamos en seguida a la última cabaña del lugar, llena de goteras: una combinación heterogénea de troncos y tablas, cuya puerta y ventanuco asomaban hacia Maple Hill. Atrancamos la puerta, contra la furia del viento y de la lluvia, y pusimos el tosco postigo de la ventana que nuestros frecuentes registros nos habían enseñado dónde encontrar. Resultaba lúgubre estar sentados allí, sobre unos cajones desvencijados, en la más absoluta oscuridad, pero encendimos nuestras pipas y nos alumbramos a veces con las linternas de bolsillo que llevábamos. De cuando en cuando, veíamos los relámpagos a través de las grietas de la pared; la tarde se estaba volviendo tan oscura que cada relámpago resultaba tremendamente vívido.
            Esta tormentosa vigilia me recordó de forma estremecedora mi horrible noche en la Montaña de las Tempestades. Me volvió al pensamiento aquel extraño interrogante que de forma intermitente me repetía desde entonces, y una vez más me pregunté por qué el demonio, al acercarse a los tres hombres que vigilábamos desde la ventana o desde el exterior, se había llevado a los de los lados, dejando al del centro para el final, en que una gigantesca centella lo había hecho huir. ¿Por qué no había cogido a sus víctimas en un orden natural, y habría sido yo el segundo, cualquiera que fuese la dirección por la que hubiera empezado? ¿Con qué clase de tentáculos los apresó? ¿O sabía que era yo el jefe y decidió reservarme un destino peor que a mis compañeros?
            En medio de estas reflexiones, como para intensificarías dramáticamente, cayó un tremendo rayo cerca de nosotros, al que siguió un ruido de corrimiento de tierra. Al mismo tiempo, se levantó un viento furioso cuyo aullido fue aumentando de forma demoníaca. Tuvimos la seguridad de que había caído fulminado otro árbol de Maple Hill, y Munroe se levantó del cajón donde estaba sentado y se acercó al ventanuco para comprobar el destrozo. Al quitar el postigo, el viento y la lluvia penetraron aullando de forma ensordecedora, y no pude oír lo que decía; pero esperé, mientras él se asomaba tratando de abarcar el pandemónium.
            Gradualmente, la calma, el viento y la dispersión de la inusitada oscuridad nos hicieron comprender que se alejaba la tormenta. Yo había esperado que durase hasta la noche, cosa que nos ayudaría en nuestra búsqueda; pero un furtivo rayo de sol que penetró por un agujero de la madera, detrás de mí, disipó mis esperanzas. Le dije a Munroe que era mejor dejar que entrase un poco de luz, aunque cayesen más chaparrones, así que desatranqué la puerta y la abrí. El terreno, afuera, era una extraña extensión de barrizales, charcos y pequeños montículos producidos por el reciente corrimiento de tierra; pero no vi nada que justificase el interés que mantenía a mi compañero asomado a la ventana sin decir nada. Me acerqué a él y le toqué en el hombro; pero no se movió. Luego, al sacudirle en broma y volverle hacia mí, sentí los zarcillos estranguladores de un horror canceroso cuyas raíces alcanzaban pasados infinitos y abismos insondables de la noche que late más allá del tiempo.
            Arthur Munroe estaba muerto. Y en lo que quedaba de su masticada y perforada cabeza no había ya cara.

III. Qué significaba el resplandor rojo

            En la tormentosa noche del 8 de noviembre de 1921, con una linterna que proyectaba macabras sombras, cavaba yo, solo, como un idiota, en la sepultura de Jan Martense. Había empezado a cavar por la tarde porque se estaba formando una tormenta, y ahora que había oscurecido, y había estallado la tormenta sobre la lujuriante floresta, me sentía contento.
Creo que mi mente estaba algo desquiciada a causa de los acontecimientos del 5 de agosto, la sombra demoníaca de la casa, la tensión y desencanto general, y lo ocurrido en la aldea durante la tormenta de octubre. Después de aquello, tuve que cavar una sepultura para alguien cuya muerte no acababa de comprender. Sabía que los demás no la entenderían tampoco, de modo que les dejé que creyeran que Arthur Munroe se había extraviado. Le buscaron, pero no encontraron nada. Los colonos sí podían haberlo comprendido, pero no me atreví a asustarles aun más. Me sentía extrañamente insensible. La impresión sufrida en la mansión me había afectado sin duda al cerebro, y no podía pensar más que en la búsqueda del horror que ahora había alcanzado proporciones gigantescas en mi imaginación; búsqueda que el destino de Arthur Munroe me hacía emprender ahora a solas y en secreto.
            Sólo el escenario de mis excavaciones habría bastado para hacer saltar los nervios de un hombre corriente. Unos árboles siniestros y primordiales de impías proporciones y formas grotescas acechaban por encima de mí como pilares de algún infernal templo druida, al tiempo que amortiguaban los truenos, acallaban los aullidos del viento y frenaban la lluvia. Detrás de los heridos troncos del fondo, iluminados por los débiles resplandores de los filtrados relámpagos, se alzaban las piedras húmedas y cubiertas de hiedra de la deshabitada mansión, mientras que algo más cerca estaba el abandonado jardín holandés, con los paseos y arriates invadidos por una vegetación blancuzca, fungosa, fétida, hinchada, que jamás había visto yo a la luz del día. Y más cerca aun tenía el cementerio, donde unos árboles deformes agitaban sus ramas insanas, mientras sus raí-ces desplazaban las losas impías y succionaban el veneno de lo que yacía debajo. Aquí y allá, bajo una capa de hojas marrones que se pudrían y supuraban en las oscuridades del bosque antediluviano, podía distinguir el siniestro perfil de esos montículos pequeños que caracterizaban la región acribillada por los rayos.
La historia me había guiado a esta arcaica sepultura. Porque era la historia, efectivamente, el único recurso que me quedaba, tras haber terminado todo lo demás en sarcástico satanismo. Ahora estaba convencido de que el horror oculto no era un ser material, sino un espectro con fauces de lobo que cabalgaba sobre los relámpagos de la medianoche. Y creía, por los cientos de tradiciones locales que Arthur Munroe y yo habíamos desenterrado en nuestras exploraciones, que era el espectro de Jan Martense, muerto en 1762. Y por esa razón cavaba yo ahora, como un idiota en su sepultura.
            La mansión Martense había sido edificada en 1670 por Gerrit Martense, acaudalado mercader de Nueva Amsterdam a quien disgustaba el cambio del orden bajo el gobierno británico, y había construido este magnífico edificio en la cima de una boscosa elevación cuyo escenario solitario y singular era de su agrado. La única contrariedad importante con que tropezó en este paraje fueron las frecuentes tormentas de verano. Cuando eligió este monte para edificar su mansión, mynheer Martense atribuyó las numerosas perturbaciones naturales a las peculiaridades de aquel año; pero con el tiempo, se dio cuenta de que la región era especialmente propensa a tales fenómenos. Finalmente, viendo que estas tormentas le afectaban a la cabeza, acondicionó un sótano donde poder protegerse de los más violentos pandemonios.
            De los descendientes de Gerrit Martense se sabe menos que de él mismo, ya que todos fueron educados en el odio a la civilización inglesa, y se les enseñó a no tratar con los colonialistas que la aceptaban. Sus vidas fueron enormemente retiradas, y la gente afirmaba que este aislamiento les volvió torpes de palabra y comprensión. Al parecer, todos estaban marcados por una extraña y hereditaria disimilitud en los ojos: tenían uno azul y el otro castaño. Sus contactos sociales se fueron haciendo cada vez más escasos, hasta que finalmente acabaron casándose con la numerosa clase servil que vivía en sus tierras. Muchas de las familias multitudinarias degeneraron, cruzaron el valle, y fueron a mezclarse con la población mestiza que más tarde produciría a los desdichados colonos. Los demás siguieron unidos tercamente a la mansión ancestral, volviéndose cada vez más exclusivistas y taciturnos, aunque adquiriendo una sensibilidad especial respecto de las frecuentes tormentas.
            Casi toda esta información llegó al mundo exterior a través del joven Jan Martense, que movido por una especie de inquietud, se alistó en el ejército colonial, cuando llegó a la Montaña de las Tempestades la noticia de la Convención de Albany. El fue el primero de los descendientes de Gerrit que vio mundo; y al regresar en 1760, después de seis años de campaña, su padre, sus tíos y sus hermanos le odiaron como a un intruso, a pesar de sus ojos desiguales de Martense. Ya no podía compartir las rarezas y prejuicios de los Martense, ni le excitaron las tormentas de la montaña como antes. En cambio, le deprimía el entornó; y escribía a menudo a su amigo de Albany sobre sus proyectos de abandonar el techo paterno.
            En la primavera de 1763, Jonathan Gifford, el amigo de Jan Martense que vivía en Albany, se sintió preocupado por su silencio; especialmente, por la situación y las peleas que sabía que había en la mansión Martense. Dispuesto a visitar personalmente a Jan, se internó por las montañas a caballo. Su diario constata que llegó a la Montaña de las Tempestades el 20 de septiembre, encontrando la mansión en avanzado estado de decrepitud. Los sombríos Martense de extraños ojos, cuyo aspecto impuro y animal le impresionó sobremanera, le dijeron con acento torpe y gutural que Jan había muerto. Insistieron en que le había matado un rayo el otoño anterior; y ahora estaba enterrado detrás de los hundidos y abandonados jardines.    Enseñaron el lugar de la sepultura al visitante, unos palmos de tierra pelada y sin señales. Hubo algo en la actitud de los Martense que despertó en Gifford un sentimiento de repugnancia y recelo; y una semana más tarde regresó con una pala y un pico, dispuesto a abrir la fosa de nuevo. Encontró lo que se había temido: un cráneo cruelmente aplastado como por unos golpes salvajes; de modo que regresó a Albany, y denunció formalmente a los Martense de haber asesinado a un miembro de la familia.
            No había pruebas legales, pero la noticia se propagó rápidamente por toda la región; y a partir de entonces, el mundo condenó a los Martense al aislamiento. Nadie quiso tratos con ellos, y evitaron su apartada residencia como un lugar maldito. Ellos, por su parte, se las arreglaron para vivir independientemente con el producto de sus tierras, puesto que las luces que ocasionalmente se veían en la casa desde los montes lejanos atestiguaban que aún vivían. Dichas luces se estuvieron viendo hasta 4810; pero hacia el final, se hicieron muy infrecuentes.
            Entretanto, empezó a correr a propósito de la mansión de la montaña un sin fin de leyendas infernales. El lugar fue doblemente evitado, y dotado de toda clase de historias que la tradición fue capaz de proporcionar. Siguió sin ser visitada hasta 1816, en que la prolongada ausencia de luz en ella llamó la atención de los colonos. Una partida de hombres efectuó entonces un reconocimiento, encontrando la casa desierta y parcialmente en ruinas.
            No descubrieron ningún esqueleto, así que supusieron que se habían marchado. Al parecer, el clan se había ido hacia varios años, y los improvisados cobertizos revelaban lo numerosos que eran, antes de su emigración. Su nivel cultural había descendido muchísimo, como probaba el deterioro del mobiliario y la vajilla de plata esparcida, sin duda abandonada mucho antes de que sus propietarios se marcharan; Pero aunque los temidos Martense se habían ido, la encantada casa continuó causando temor; temor que se intensificó cuando nuevos y extraños rumores vinieron a inquietar a los decadentes montañeses. Allí siguió, desierta, temida, y vinculada al espectro vengativo de Jan Martense. Y allí seguía aún, la noche en que cavaba yo en la sepultura de Jan Martense.
            He calificado de idiota mi prolongado cavar, y así era, efectivamente, por su objeto y su método. No tardé en desenterrar el ataúd dejan Martense —que ahora ya sólo contenía polvo y salitre—; pero en mis ansias furiosas por exhumar su fantasma, seguí cavando terca, irracionalmente más abajo de donde había reposado. Sabe Dios qué era lo que yo esperaba encontrar... Yo sólo tenía conciencia de que cavaba en la sepultura de un hombre cuyo espectro acechaba por la noche.
            Me es imposible decir qué monstruosa profundidad había alcanzado cuando mi pala, y mis pies a continuación, hundieron el suelo que tenía debajo. Dadas las circunstancias, la impresión fue tremenda; porque la existencia de un espacio subterráneo aquí suponía una terrible confirmación de mis locas teorías. Mi ligera caída me apagó el farol; pero saqué una linterna de bolsillo y -descubrí un pequeño túnel horizontal que se internaba profundamente en ambas direcciones. Era lo bastante amplio como para poderse arrastrar por él un hombre; y aunque nadie en su sano juicio habría intentado meterse por allí en ese momento, me olvidé del peligro, la sensatez y la limpieza, en mi empeño por desenterrar el horror oculto.       Escogiendo la dirección hacia la casa, me introduje temerariamente a rastras por la estrecha madriguera, reptando a ciegas, de prisa, y alumbrándome de tarde en tarde con la linterna que enfocaba delante de mí.
            ¿Qué palabras podrían describir el espectáculo de un hombre perdido en el interior de la tierra infinitamente abismal, manoteando y retorciéndose sin aliento, avanzando insensatamente por profundas circunvoluciones de negrura inmemorial, sin una noción clara de tiempo, seguridad, dirección ni objetivo? Hay algo espantoso en todo ello, pero eso es lo que hice. Me arrastré de ese modo durante tanto tiempo que la vida llegó a parecerme un recuerdo remoto, y me identifiqué con los topos y larvas de las tenebrosas profundidades. En efecto, fue una casualidad que, tras interminables contorsiones, se encendiese mi olvidada linterna al sacudirla, iluminando espectralmente la larga madriguera de barro endurecido que describía una curva delante de mí.
            Había seguido avanzando de este modo durante un rato, y estaba la pila de la linterna casi agotada, cuando el pasadizo inició una súbita y pronunciada cuesta arriba que me obligó a modificar mis movimientos para avanzar. Y al levantar la vista, sin previo aviso, vi brillar a lo lejos dos reflejos demoníacos de mi agonizante luz; dos reflejos candentes de funesto e inequívoco resplandor que agitaron en mi memoria recuerdos brumosos y enloquecedores. Me detuve automáticamente, aunque sin voluntad para retroceder. Los ojos se acercaban, aunque sólo pude distinguir una garra del ser al que pertenecían. ¡Pero qué garra! Luego, muy arriba, sonó débilmente un estampido que reconocí. Era el trueno violento de la montaña que estallaba con histérica furia... Sin duda, llevaba un rato reptando hacia arriba, ya que ahora tenía la superficie bastante cerca. Y mientras estallaban los truenos amortiguados, aquellos ojos seguían mirando fijamente con perversidad.
            Gracias a Dios, no supe entonces lo que era; de lo contrario, no habría sobrevivido. Pero me salvó el mismo trueno que lo había invocado; porque tras una mortal espera, reventó en el cielo uno de esos frecuentes estampidos de la montaña cuyas huellas había observado yo aquí y allá, en forma de heridas de tierra removida y fulguritas de diversas dimensiones. Con furia ciclópea, se enterró, retorciéndose en la tierra, por encima de aquel detestable pozo, cegándome y ensordeciéndome, aunque no llegó a hacerme perder el conocimiento.
            Seguí arañando y avanzando desesperadamente en el caos de tierra que caía y se deslizaba, hasta que la lluvia que me mojaba la cabeza me serenó, y vi que había llegado a la superficie de un lugar familiar: una zona en pendiente y sin árboles, en la ladera sur de la montaña. Los constantes relámpagos iluminaban y sacudían el terreno revuelto y los restos del curioso montículo que descendía de la parte superior y boscosa de la ladera; sin embargo, no había nada en todo aquel caos que indicase por dónde había salido yo de la fatal catacumba. Mi cerebro era un caos tan grande como la tierra; y cuando un rojo resplandor, a lo lejos, iluminó el paisaje por el sur, apenas tuve conciencia del horror que acababa de soportar.
            Pero, cuándo dos días después los colonos me dijeron qué significaba aquel resplandor rojo, mi horror fue más grande que el que me había producido la zarpa y los ojos de la embarrada madriguera. En una aldea a veinte millas de distancia, había tenido lugar una orgía de terror a continuación del rayo que me había permitido a mí salir de la tierra, y un ser indescriptible se había precipitado desde un árbol a una choza de frágil tejado. Había cometido una atrocidad; pero los colonos habían prendido fuego a la choza frenéticamente, antes de que aquel ser pudiese escapar. Había cometido el estrago en el mismo instante en que la tierra se desplomó sobre la entidad de la garra y los ojos.

IV.       El horror en los ojos

            Nada puede haber normal en la mente del que, sabiendo lo que yo sabía sobre los horrores de la Montaña de las Tempestades, va a solas en busca del terror que se ocultaba en dicho lugar. Era muy débil garantía de seguridad física y mental, en este Aqueronte de demonismo multiforme, el hecho de que al menos dos de estas encarnaciones del terror hubiesen perecido; sin embargo, proseguí mi búsqueda con celo cada vez mayor, a medida que los sucesos y las revelaciones se hacían más monstruosos.
            Cuando, dos días después de mi espantosa exploración de la cripta de los ojos y la garra, me enteré de que un ser maligno había sobrevolado la aldea, a veinte millas de distancia, en el mismo instante en que los ojos se fijaban en mi, experimenté una auténtica convulsión de terror. Pero este terror estaba tan mezclado con una sensación grotesca y fascinada, que casi me resultó placentero. A veces, en las angustias de esas pesadillas en las que fuerzas invisibles se le llevan a uno, por encima de los tejados de extrañas ciudades muertas, hacia el abismo burlesco de Nis, es un alivio, incluso un placer, gritar salvajemente y arrojarse voluntariamente, en medio del espantoso vórtice de onírica condenación, al primer abismo sin fondo que encuentra. Y eso es lo que ocurrió, con la pesadilla ambulante de la Montaña de las Tempestades; el descubrimiento de que los monstruos habían estado ocultos en dicho lugar me produjo finalmente unas ansias locas de zambullirme en la tierra de esa región maldita, cavar con las manos desnudas y sacar a la muerte que acechaba en cada pulgada del suelo ponzoñoso.
            En cuanto pude, fui a la tumba de Jan Martense y cavé en vano donde había cavado antes. Un desprendimiento de tierra había borrado sin duda toda huella del pasadizo subterráneo, y la lluvia había cegado de tal modo la excavación que no me fue posible averiguar hasta dónde había ahondado el día anterior. Emprendí también una penosa caminata a la aldea donde había ardido la devastadora criatura, aunque encontré poca compensación a mi esfuerzo. En las cenizas de la desdichada choza descubrí varios huesos; pero evidentemente, ninguno pertenecía al monstruo. Los colonos dijeron que sólo había habido una víctima; pero esto me pareció una imprecisión, ya que además de un cráneo humano completo, encontré un fragmento óseo que parecía ser de otro cráneo en algún tiempo humano. Y aunque habían visto la rápida caída del monstruo, nadie fue capaz de describirme el aspecto de dicha criatura; quienes presenciaron el suceso decían simplemente que era un demonio. Examiné el gran árbol donde se había posado, pero no vi huellas de ninguna clase. Traté de buscar algún rastro en la espesura del bosque, pero en esta ocasión no pude soportar la visión de aquellos troncos morbosamente grandes, ni de aquellas raíces que, como serpientes gigantescas, se retorcían perversamente antes de hundirse en la tierra.
            Mi siguiente paso fue estudiar de nuevo con cuidado microscópico la aldea deshabitada que con más frecuencia había visitado la muerte, y donde Arthur Munroe había visto algo que no pudo contar. Aunque mis estériles inspecciones anteriores habían sido extraordinariamente meticulosas, ahora teñía nuevos datos que comprobar; pues la macabra excavación de la fosa me había convencido de que al menos en una de sus fases, La monstruosidad había sido una criatura del subsuelo. Esta vez, el 14 de noviembre, concentré mi búsqueda especialmente en las laderas de Cone Mountain y Maple Hill, que dominaban la desventurada aldea, prestando especial atención a la tierra desprendida del corrimiento que presentaba esta última elevación.
Durante el registro de la tarde no saqué nada en claro; y empezaba a oscurecer cuando me encontraba en lo alto de Maple Hill contemplando la aldea, y la Montaña de las Tempestades, al otro lado del valle. Había habido una espléndida puesta de sol, y ahora salía la luna, casi llena, derramando su resplandor plateado sobre el llano, la ladera distante de la montaña, y los extraños montículos que se levantaban aquí y allá. Era un paisaje pacífico y arcaico; pero consciente de lo que se ocultaba en él, lo odié. Odié la luna burlona, el llano hipócrita, la montaña supurante, y aquellos montículos siniestros. Todo me parecía corrompido por un contagio abominable, e inspirado por una alianza nociva con poderes ocultos y anormales.
            Luego, mientras contemplaba abstraído el panorama bañado por la luna, me llamaron la atención la singular disposición de determinados elementos topográficos de naturaleza. Aunque carecía de conocimientos sólidos de geología, me había sentido interesado desde el principio por las lomas y los extraños montículos de la región. Había observado que estaban diseminados por una zona bastante extensa alrededor de la Montaña de las Tempestades, aunque eran menos abundantes en la llanura que en la cumbre de dicha elevación, donde las prehistóricas glaciaciones encontraron sin duda menos resistencias a sus sorprendentes y fantásticos caprichos. Ahora, a la luz de aquella luna baja que proyectaba alargadas sombras espectrales, me di cuenta con gran sorpresa que los diversos puntos y líneas del conjunto de montículos guardaban una extraña relación con la cima de la Montaña de las Tempestades. Dicha cima era indudablemente el centro del que partían de manera indefinida e irregular las líneas o filas de puntos, como si la impía mansión Martense hubiese extendido unos tentáculos visibles de terror. La idea de semejantes tentáculos me produjo un inexplicable estremecimiento, y dejé de analizar mis motivos para creer que estos montículos fueran fenómenos glaciares.
            Cuanto más lo pensaba, menos creía que fuesen tal cosa; y ante mi mente recientemente iluminada comenzaron a surgir grotescas y horribles analogías basadas en aspectos superficiales y en mi experiencia bajo tierra. Antes de que me diese cuenta, había empezado a balbucear palabras frenéticas e incoherentes, hablando conmigo mismo: «¡Dios mío!... Son toperas... ese condenado lugar debe de ser una colmena... cuantos... aquella noche en la mansión... cogieron a Bennett y a Tobey primero.., desde cada lado de donde estábamos. . . » Luego empecé a cavar frenéticamente en el montículo que tenía más cerca; cavé con desesperación, temblando, pero casi alborozado; cavé, y por último proferí un grito con insensata emoción, al descubrir un túnel o madriguera exactamente igual al que había ex-plorado aquella noche demoníaca.

            Después, recuerdo que eché a correr con la pala en la mano; fue una carrera horrible por el campo lleno de montículos iluminados por la luna y los escarpados precipicios cubiertos de bosque de las laderas; saltaba, gritaba y jadeaba, corriendo hacia la terrible mansión Martense. Recuerdo que cavé insensatamente por todo el sótano invadido de zarzas; cavé tratando de descubrir el núcleo y el centro del maligno universo de montículos. Y recuerdo también cómo me reí al dar con el pasadizo: el agujero que había en la base de la vieja chimenea, donde crecía la espesa maleza y arrojaba extrañas sombras a la luz de la única vela que casualmente llevaba encima. No sabía aún qué se ocultaba en aquella colmena infernal, en espera de que un trueno lo despertara. Habían muerto ya dos entidades; tal vez no quedaban más. Pero aún sentía en mí la ardiente determinación de llegar hasta el más recóndito secreto del terror, que de nuevo me parecía definido, material y orgánico.
            Mi indecisión entre inspeccionar el pasadizo inmediatamente, solo, con mi linterna de bolsillo, o tratar de reunir un grupo de colonos para efectuar el registro, fue interrumpida un momento después por una súbita ráfaga de viento que me apagó la vela y me dejó completamente a oscuras. La luna había dejado de filtrar su resplandor a través de las grietas y aberturas que tema encima de mí, y con una sensación de alarma presagiosa oí que se aproximaba el rumor siniestro y significativo de una tormenta. Una confusa asociación de ideas se apoderó de mi cerebro, impulsándome a retroceder a tientas hacia el rincón más alejado del sótano. Mis ojos, sin embargo, no se apartaron un solo instante de la horrible abertura abierta en la base de la chimenea; y empecé a distinguir vagamente los ladrillos y la maleza, a medida que los lejanos relámpagos lograban traspasar la espesura exterior y filtrarse por las grietas de lo alto de las paredes. Cada segundo sentía que me consumía una mezcla de miedo y de curiosidad. ¿Qué haría surgir la tormenta... o quizá no quedaba nada ya que pudiese surgir? Guiado por el resplandor de un relámpago, me aposté tras un espeso matorral desde el que podía ver la abertura sin delatar mi presencia.
Si el cielo es misericordioso, algún día borrará de mi conciencia la escena que presencié y me dejará vivir mis últimos años en paz. Ahora ya no puedo dormir por la noche, y tengo que tomar narcóticos cuando truena. Aquello salió de pronto, inesperadamente; surgió un demonio, escabulléndose como una rata de los abismos profundos e inimaginables, un jadeo infernal y un gruñido ahogado; luego, del agujero de la chimenea irrumpió una vida multitudinaria y leprosa, un flujo nauseabundo, engendro nocturno de orgánica corrupción, más devastadoramente horrenda que los más negros conjuros de la locura y la morbosidad mortal. Bullía, hervía, se elevaba, borboteaba como una baba de serpientes, se contorsionaba al emerger del boquete, extendiéndose como un contagio séptico, manando del sótano hacia todas las salidas... desbordándose por el bosque maldito y tenebroso para derramar en él el pavor, la locura y la muerte.
            Sólo Dios sabe cuántos eran... miles quizá. Resultaba espantoso verlos brotar en esas cantidades a la luz intermitente de los relámpagos. Cuando empezaron a disminuir lo suficiente como para poderlos distinguir como organismos separados, vi que eran como demonios o simios deformes, enanos y peludos; caricaturas monstruosas y diabólicas de la tribu de los monos. Eran espantosamente mudos; apenas se oyó un chillido cuando uno de los rezagados se volvió con la habilidad de una larga práctica, sació su hambre en un compañero más débil. Los demás se abalanzaron sobre los restos y los devoraron con babeante fruición. Acto seguido, a pesar de mi aturdimiento, efecto dé mi repugnancia y mi pavor, triunfó mi morbosa curiosidad; y cuando la última de las monstruosidades surgió viscosamente de aquel mundo inferior de desconocida pesadilla, saqué mi pistola automática y disparé, camuflando el estampido con los truenos.
Estridentes, escurridizas sombras torrenciales de viscosa locura persiguiéndose por los interminables y sangrientos corredores de cielo púrpura y fulgurante... fantasmas informes y mutaciones calidoscópicas de un escenario macabro y recordado; bosques de robles monstruosos e hinchados cuyas raíces se retuercen como culebras y succionan el jugo abominable de una tierra hirviente de demonios caníbales; tentáculos que emergen a tientas de subterráneos núcleos, dotados de poliposa perversión... insanos relámpagos por encima de muros infernales cubiertos por una hiedra maligna y arcadas demoníacas ahogadas por una, vegetación fungosa... Bendito sea el cielo por haberme concedido el instinto que me guió inconsciente a lugares donde habitan los hombres: el pueblo pacífico que dormía bajo las plácidas estrellas de claros cielos.
            Al cabo de una semana me había recobrado lo bastante como para pedir de Albany una partida de hombres para que dinamitaran la mansión Martense y la Cima entera de la Montaña de las Tempestades, cegaran todas las madrigueras y talaran determinados árboles hinchados cuya mera existencia representaba un insulto a la cordura. Después de todo este trabajo, conseguí dormir un poco, aunque jamás me llegará el verdadero descanso mientras recuerde el abominable secreto del horror oculto., Me seguirá obsesionando; porque, ¿quién sabe si ha sido completa la exterminación, y si no existirán fenómenos análogos en el resto del mundo? ¿Quién, sabiendo lo que yo sé, puede pensar en las cavernas desconocidas de la tierra sin sufrir espantosas pesadillas ante las futuras posibilidades? No puedo asomarme a un pozo ni a una entrada de metro sin estremecerme... ¿por qué no me da el doctor algo que me haga dormir, o me calme de veras el cerebro cuando truena?
            Lo que vi al resplandor de los relámpagos, tras dispararle al ser indescriptible, fue tan simple que casi transcurrió un minuto, antes de darme cuenta y caer en un estado de delirio. Era un ser nauseabundo, un gorila blancuzco e inmundo, de colmillos afilados y amarillentos y pelo enmarañado; el último producto de la degeneración mamífera; el resultado espantoso del aislamiento, la multiplicación y la alimentación caníbal en la superficie y en el subsuelo; la encarnación de todo lo que gruñe, de todo lo caótico que acecha temeroso detrás de la vida. Me había mirado al morir, y vi en sus ojos la misma extraña calidad de aquellos otros ojos que me habían mirado en el subsuelo, removiendo en mi interior brumosos recuerdos. Uno de los ojos era azul, y el otro castaño. Eran los ojos disimilares que la vieja leyenda atribuía a los Martense. Y en un asfixiante cataclismo de inexpresable horror, comprendí qué había sido de la desaparecida familia; la terrible casa de los Martense, enloquecida por las tormentas.

Cuento "Espectáculo Infernal" de Clive Barker

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Hoy quiero compartir un cuento tomado de: Libros Sangrientos II : "Espectáculo Infernal" del escritor Clive Barker.






ESPECTÁCULO INFERNAL

(Tomado de Libros Sangrientos II)
Clive Barker
 (Para móvil)


Aquel septiembre el infierno ascendió a las calles y plazas de Londres, gélido porque procedía del mismo corazón del Noveno Círculo, y demasiado congelado como para que lo calentara el bochorno de un veranillo de San Martín. Lo había planeado todo tan cuidadosamente como siempre, por mucho que los planes no fueran más que eso, y, además, frágiles. Quizás esta vez se mostrara más melindroso que de costumbre, pues comprobó dos o tres veces hasta el último detalle para asegurarse de que tenía todas las posibilidades de ganar aquel juego vital.
Nunca había carecido de espíritu competitivo; su fuego compitió contra la carne en miles de millares de ocasiones a lo largo de los siglos, ganando a veces, pero perdiendo más a menudo. Después de todo, las apuestas constituían su forma de ganar terreno. Sin la necesidad humana de competir; regatear y apostar, Pandemonium podría haber enloquecido al quedar insatisfecha su avidez de ciudadanos. A los abismos les era indiferente que se tratara de bailes, carreras de galgos o de hacer trampas; todos eran juegos en que, con la suficiente astucia, podría cosechar un alma o dos. Por eso subió el infierno a Londres ese día azul y brillante: para ganar una carrera y hacerse, si triunfaba, con bastantes almas como para estar ocupado durante una era más.

Cameron conectó la radio. La voz del comentarista surgía y se desvanecía como si estuviera hablando desde el Polo en lugar de la catedral de San Pablo. Aún quedaba un cuarto de hora largo para que diera comienzo la carrera, pero quería oír los comentarios previos, sólo para enterarse de lo que decían de su chico.
–... la atmósfera es eléctrica... probablemente decenas de miles de personas a lo largo de la pista...
La voz dejó de oírse. Cameron soltó una blasfemia y buscó otra emisora hasta que volvieron a escucharse imbecilidades.
–... la han llamado la carrera del año, y ¡qué día! ¿No es cierto, Jim?
–Magnífico, Mike...
–Éste es el gran Jim Delaney, que está en lo alto de la torre Ojo del Cielo, y que seguirá la carrera durante todo el recorrido y nos la comentará a vista de pájaro, ¿verdad, Jim?
–Claro que lo haré, Mike...
–Bueno, hay mucha actividad detrás de la línea de salida; los corredores se están preparando para la competición. Ahí veo a Nick Loyer, que lleva el dorsal número tres; preciso es reconocer que parece encontrarse en plena forma. Me dijo al llegar que no le suele gustar correr los domingos pero que, claro, dada la finalidad benéfica de esta convocatoria, esta vez ha hecho una excepción. Toda la recaudación se consagrará a la investigación acerca del cáncer. Joel Jones, nuestra medalla de oro en 800 metros, también está; correrá contra su gran rival Frank McCloud, Y al lado de los grandes se encuentran las caras nuevas, que conocemos ligeramente. Con el número cinco, el sudafricano Malcolm Voight y, completando el elenco, Lester Kinderman, vencedor inesperado del maratón de Austria el año pasado. Y tengo que decir que todos parecen frescos como rosas esta magnífica tarde de septiembre. No podíamos pedir un día mejor, ¿verdad, Jim?

A Joel le habían despertado sueños angustiosos.
–Todo irá bien, deja de preocuparte –le dijo Cameron,
Pero no se sentía bien: le dolía la boca del estómago. No eran los nervios de antes de correr; estaba acostumbrado a ellos y los podía soportar. El mejor remedio que había encontrado para quitárselos expeditivamente de encima era meterse dos dedos en la garganta y vomitar. No, no eran los nervios de antes de correr ni nada parecido. Para empezar, eran más intensos, como si las tripas se le estuvieran cociendo dentro.
Cameron no se dejó conmover.
–Es una carrera benéfica, no las Olimpiadas –dijo mirando al chico por encima del hombro–. No seas niño.
Ésa era la técnica de Cameron. Su voz dulce estaba hecha para engatusar, pero él la utilizaba para intimidar. Sin sus intimidaciones no habría habido medallas de oro ni masas entusiastas, ni admiradoras. Uno de los periódicos deportivos había elegido a Joel como el negro más popular de Inglaterra. Era una satisfacción que lo saludara como amigo gente desconocida. Le gustaba la fama por efímera que pudiera ser.
–Te quieren –dijo Cameron–. Dios sabrá por qué, pero te quieren.
Después de soltar su pequeño sarcasmo se echó a reír.
–Todo irá bien, hijo –añadió–. Sal y corre como si te fuera la vida en ello.
Ahora, a plena luz, Joel miró al resto de los competidores y se sintió un poco más optimista. Kinderman era resistente, pero no tenía potencia de sprint en distancias medias. En conjunto, la técnica de maratón requería una habilidad muy distinta. Además, era tan miope que llevaba unas gafas con montura de acero que, de puro gruesas, le daban el aspecto de una rana perpleja. Ahí no había peligro. Loyer era bueno, pero aquélla tampoco era su distancia; se trataba de un corredor de vallas y un esprínter ocasional. Su límite eran los 400 metros, y ni siquiera en ellos se sentía cómodo. Voight, el sudafricano... Bueno, no tenía demasiada información acerca de él. Obviamente, a juzgar por su aspecto, estaba en forma, y sería alguien a quien controlar, no fuera a dar alguna sorpresa. Pero el verdadero problema de la carrera era McCloud. Joel había corrido contra Frank Rayo McCloud en tres ocasiones. Lo dejó dos veces en segundo lugar, y las posiciones se habían invertido (lamentablemente). Y Frankie tenía algunos desquites que tomarse: especialmente la derrota en las Olimpiadas. No le había gustado quedarse con la medalla de plata. Frank era el más peligroso. Fuera aquella una carrera benéfica o no, McCloud correría lo mejor que pudiera para dar satisfacción a la muchedumbre y a su propio orgullo. Ya estaba en la línea comprobando su posición de salida con las orejas prácticamente erguidas. Rayo era su hombre, sin ninguna duda.
Por un momento, Joel sorprendió a Voight mirándolo. Eso era inusual. Los competidores raramente se observaban antes de una carrera; era una especie de cobardía. Aquel hombre tenía la cara pálida y cada día más entradas. Aparentaba treinta y pocos años, pero su físico era más joven y delgado. Piernas largas y manos grandes. Cuando sus ojos se encontraron, Voight desvió la mirada. La bonita cadena que llevaba al cuello reflejó el sol, y el crucifijo resplandeció, dorado, al mecerse suavemente bajo su barbilla.
Joel también contaba con su amuleto. Tenía un mechón de pelo de su madre que ella le había trenzado diez años antes, con motivo de su primera carrera importante. Lo llevaba metido en la cintura de los pantalones. Ella regresó a Barbados el año siguiente, y allí murió. Le causó un dolor inmenso; su pérdida fue inolvidable. Se habría desmoronado sin Cameron.
Éste observaba los preparativos desde los escalones de la catedral; pensaba ver la salida y luego ir en bici por detrás del varadero para asistir a la llegada. Estaría allí mucho antes que los corredores, y la radio lo mantendría al corriente de la competición. Se sentía a gusto aquel día. Su chico, con náuseas o sin ellas, estaba en buena forma, y la carrera era una manera ideal de mantenerle el humor competitivo sin dejarlo agotado. De acuerdo que era una distancia muy larga: cruzar la glorieta de Ludgate, recorrer la calle Fleet y pasar por el Temple Bar hasta el varadero, atajar luego por la esquina de Trafalgar y pasar por Whitehall hasta llegar al Parlamento. Y sobre asfalto. Pero era una experiencia útil para Joel, y le exigiría un poco de esfuerzo, lo que siempre era bueno. Había un corredor de fondo en aquel chico, y Cameron lo sabía. Nunca había sido un esprínter; no se acompasaba con la suficiente precisión. Necesitaba distancia y tiempo para encontrar su ritmo, tranquilizarse y descubrir la estrategia más idónea. En los 800 metros era un fenómeno: su zancada era un modelo de economía, con su ritmo casi maquiavélico de tan perfecto. Pero lo más importante era su valor. El valor le había valido la medalla de oro, y el valor le permitiría llegar el primero a la meta una y otra vez. Eso era lo que hacía diferente a Joel. Aparecían y desaparecían muchos prodigios de técnica depurada, pero sin el coraje suficiente con el que complementarla no valían casi nada. Arriesgar cuando merecía la pena, correr hasta que el dolor le cegara a uno; eso era algo único, y Cameron lo sabía. Le gustaba creer que él también tuvo algo de eso.
Aquel día, el muchacho no parecía nada contento. Habría apostado a que se trataba de un problema de faldas. Siempre surgían problemas de mujeres, especialmente con la reputación de chico de oro que se había ganado Joel. Le intentó convencer de que ya tendría tiempo para camas y lupanares cuando su carrera tocara a su fin, pero a Joel no le interesaba mantenerse casto, y Cameron no podía desaprobarlo del todo.
Levantaron la pistola y sonó el disparo. Salió un penacho de humo blanco azulado, seguido por un sonido más de taponazo que de detonación. El disparo despertó a las palomas de la cúpula de San Pablo, que alzaron el vuelo, interrumpida su adoración, en una congregación de aleteos.
Joel salió muy bien. Limpio, elegante y rápido.
La muchedumbre empezó a aclamar inmediatamente su nombre; las voces le resonaban en la espalda y a su alrededor. Fue como una explosión de entusiasmo apasionado.
Cameron lo contempló durante los diez primeros metros, mientras los participantes maniobraban en busca de un puesto en la carrera. Loyer iba a la cabeza del pelotón, aunque Cameron no estaba seguro de si había llegado allí por decisión propia o por azar. Joel seguía a McCloud, que iba detrás de Loyer. «Sin prisas, chico», dijo Cameron, y abandonó la contemplación de la línea de salida. Tenía la bicicleta encadenada en Paternoster Row, a un minuto andando desde la plaza. Siempre odió los coches: eran artefactos descreídos, desvencijados, inhumanos, no cristianos. En una bici eras tu propio amo. ¿No era eso todo lo que podía pedir un hombre?
–... y la salida de lo que puede ser una maravillosa carrera ha sido muy buena. Van cruzando la plaza y el público está enardecido. En realidad, se parece mas a una carrera de los Juegos Europeos que a una competición benéfica. ¿Qué opinas tú, Jim?
–Bien, Mike; puedo ver aglomeraciones a lo largo de la pista en la calle Fleet. La policía me pide que aconseje al público que no trate de acercarse en coche a los corredores porque, como es natural, todas esas calles están cortadas al tráfico debido al acontecimiento, y quien intente aproximarse en coche no llegará a ninguna parte.
–¿Quién va en cabeza de momento?
–Bueno, Nick Loyer está marcando el paso en esta fase de la competición aunque, por supuesto, va a haber mucho juego estratégico en una distancia de este tipo. Es más que una distancia media y menos que un maratón, pero todos estos hombres son estrategas, e intentarán que los demás lleven al principio el peso de la carrera.
Cameron siempre decía: deja que los demás sean los héroes.
Joel descubrió que ésa era una lección difícil de aprender. Cuando se disparaba la pistola costaba trabajo no echarse a correr a pleno pulmón, como un muelle destensado de repente. Darlo todo en los primeros doscientos metros y quedarse sin reservas.
Cameron solía decir que resulta fácil ser un héroe. Pero que no es inteligente, nada en absoluto. No pierdas el tiempo exhibiéndote, deja a los superhombres su pequeño triunfo. Mantente en el pelotón y resérvate un poco. Es mejor ser aclamado al final por un triunfo que ser considerado un perdedor con buena voluntad.
Gana. Gana. Gana.
A cualquier precio. A casi cualquier precio.
Gana.
El hombre que no quiere ganar no es amigo mío, decía. Si lo quieres hacer por amor al arte, por diversión, búscate a otro. Sólo los estudiantes de colegios privados se creen esa trola del juego por el juego. No hay alegría para los perdedores, hijo. ¿Qué he dicho?
No hay alegría para los perdedores.
Sé bárbaro. Observa las reglas, pero fuérzalas hasta el límite. Mientras puedas empujar, empuja. No permitas que otro hijo de puta te diga algo distinto. Estás aquí para ganar. ¿Qué he dicho?
Ganar.
En Paternoster Row no se oían aclamaciones y las moles de los edificios ocultaban el sol. Casi hacía frío. Las palomas seguían volando, incapaces de posarse ahora que las habían espantado de sus nidos. Eran los únicos habitantes de aquellos callejones. El resto del mundo vivo parecía estar observando la carrera.
Cameron desató su bicicleta, se metió en el bolsillo la cadena y los candados y montó de un salto. «Estoy bastante ágil para ser un hombre de cincuenta años –pensó– a pesar de mi adicción a los cigarros baratos.» Encendió la radio. Las ondas, obstruidas por los edificios, llegaban mal; sólo se oían chisporroteos. Se quedó a horcajadas sobre la bici y trató de sintonizar mejor. Tuvo suerte.
–... y Nick Loyer ya se está quedando atrás...
¡Qué pronto! Cuidado, hacía dos o tres años que Loyer había perdido su plenitud física. Le había llegado la hora de tirar las zapatillas y dejar el sitio a los jóvenes. Lo tendría que hacer por muy doloroso que resultara. Cameron recordó cómo se sintió a los treinta y tres, cuando se dio cuenta de que sus mejores años de corredor se habían acabado. Era como tener un pie en la tumba, un saludable recordatorio de la rapidez con que florece y empieza a marchitarse el cuerpo.
Al salir pedaleando de las sombras y entrar en una calle más soleada, se cruzó con un Mercedes negro con chófer, que circulaba tan silenciosamente que podría haber sido impulsado por el viento. Pudo entrever a los pasajeros muy brevemente. En uno de ellos reconoció al hombre con el que Voight había estado hablando antes de la carrera, un individuo de cara delgada, de unos cuarenta años, con la boca tan apretada que parecía que le hubieran extirpado quirúrgicamente los labios.
A su lado iba sentado Voight.
Por imposible que pareciera, fue la cara de Voight la que volvió la vista a través de los cristales ahumados; aún iba vestido para la carrera.
A Cameron no le gustó nada todo aquello. Había visto echar a correr al sudafricano cinco minutos antes. Así pues, ¿quién era aquél? Un doble, obviamente. Pero algo olía a chamusquina; hedía a perro muerto.
El Mercedes ya estaba doblando la esquina. Cameron apagó la radio y se puso a pedalear atropelladamente detrás del coche. Al correr, el sol balsámico le hacía sudar.
El Mercedes se iba abriendo camino por las calles estrechas con cierta dificultad, ignorando todas las señales de prohibición. La escasa velocidad del vehículo permitió a Cameron tenerlo a la vista sin que lo descubrieran sus ocupantes, aunque el esfuerzo empezaba a crearle molestias en los pulmones.
El Mercedes se paró en una avenida pequeña y anónima al oeste del callejón Fetter, donde las sombras eran particularmente densas. Cameron, oculto en una esquina a menos de veinte metros del coche, vio al chófer abrir la portezuela y apearse al hombre sin labios y al simulacro de Voight detrás; luego entraron en un edificio indescriptible. Cuando desaparecieron los tres, Cameron apoyó su bici contra una pared y los siguió.
En la calle reinaba un silencio sepulcral. A tanta distancia del rugido de la masa, no llegaba más que un leve murmullo. La calle podría haber sido de otro mundo. Las sombras revoloteantes de los pájaros, las ventanas de los edificios tapiadas con ladrillos, la pintura desconchada, el olor a podrido de aquel aire ingrávido. Junto a la boca de una alcantarilla yacía un conejo muerto, un conejo negro con un collar blanco, la mascota que alguien habría perdido. Las moscas se levantaban y abalanzaban sobre él, alternativamente asustadas y voraces.
Cameron se acercó a la puerta abierta con todo el sigilo de que fue capaz. No tenía nada que temer. Hacía un buen rato que el trío había desaparecido por el oscuro pasillo de la casa. En el vestíbulo el aire era fresco y olía a húmedo. Haciéndose el intrépido, aunque se sentía asustado, Cameron entró en aquel edificio oculto. El papel de las paredes del pasillo era de color de mierda, igual que la pintura. Era como adentrarse en un intestino, el intestino de un hombre muerto; frío y lleno de caca. Las escaleras que tenía delante se habían hundido, impidiendo el acceso al piso superior. Luego no se habían dirigido arriba, sino que habían bajado.
La puerta que conducía al sótano estaba al lado de la escalera destrozada, y Cameron pudo oír voces procedentes de abajo.
«Cuanto antes mejor», pensó, y abrió la puerta lo suficiente como para poder deslizarse en la oscuridad que había tras ella. Estaba gélida. No fría o húmeda simplemente, sino refrigerada. Por un momento creyó que se había metido en una cámara frigorífica. Su aliento se convirtió en vaho: estuvo a punto de castañetear los dientes.
«No puedo echarme atrás ahora», pensó, y empezó a bajar por las escaleras resbaladizas de hielo. Reinaba una oscuridad inverosímil. Al final de las escaleras, muy abajo, parpadeó una pálida luz, y su brillo mortecino pareció aspirar a la luz del día. Cameron echó una mirada nostálgica a la puerta que tenía tras él. Resultaba tentadora, pero él era curioso, demasiado curioso. Lo único que podía hacer era seguir bajando.
El aroma del lugar le irritó las fosas nasales. Tenía el olfato atrofiado y el paladar aún peor, como a su mujer le gustaba recordarle. Solía decir que no era capaz de distinguir entre una rosa y un ajo, y probablemente fuera cierto. Pero el olor de aquel agujero le sugería algo, algo que le estimulaba los ácidos del estómago.
Cabras. Le habría gustado poder decírselo inmediatamente a su mujer: olía a cabras.
Ya casi había llegado al final de las escaleras; tal vez se encontrara a cinco o diez metros bajo tierra. Las voces aún se oían lejos, detrás de una segunda puerta.
Entró en una pequeña cámara cuyas paredes habían sido encaladas de mala manera y que estaban pintarrajeadas con dibujos obscenos, reproducciones en su mayoría del acto sexual. En el suelo había un candelabro con siete brazos. Sólo estaban encendidas dos velas sucias, y ardían con una llama apagada casi azul. El olor a cabra se hizo más intenso, y se mezcló con un aroma tan dulzón que parecía proceder de un burdel turco.
Dos puertas conducían fuera de la cámara, y detrás de una de ellas Cameron oyó la continuación de la conversación. Cruzó con un cuidado escrupuloso el pavimento resbaladizo que mediaba hasta la puerta, esforzándose por desentrañar el sentido de aquellos murmullos. Había urgencia en los tonos de las voces.
–... de prisa...
–... las habilidades precisas...
–Niños, niños...
Una carcajada.
–Creo que... mañana... todos nosotros...
Otra carcajada.
De repente, las voces parecieron cambiar de dirección, como si los interlocutores volvieran hacia la puerta. Cameron dio tres pasos atrás por el suelo gélido y estuvo a punto de chocar con el candelabro. Cuando pasó frente a las llamas, éstas chisporrotearon y crepitaron.
Tenía que escoger entre las escaleras o la otra puerta. Las escaleras significaban la retirada absoluta. Si las subía se encontraría a salvo, pero no habría descubierto nada. No sabría nunca la razón del frío, de las llamas azules y del olor a cabras. La puerta representaba su única posibilidad. Se volvió hacia ella con los ojos fijos en la de enfrente, y forcejeó con el pomo de cobre, de un frío cortante. Éste acabó por ceder, y Cameron se esfumó de la vista en el preciso instante en que se abría la puerta de enfrente. Los dos movimientos habían sido perfectamente sincrónicos: Dios estaba con él.
En cuanto cerró la puerta, comprendió que había cometido un error. Dios no estaba con él.
El frío le penetró en la cabeza, los dientes, los ojos, los dedos como si de agujas se tratara. Se sintió como si lo hubieran tirado desnudo en pleno corazón de un iceberg. La sangre parecía habérsele paralizado en las venas: la saliva se le cristalizó en la lengua: la agüilla que tenía al borde de la nariz le escoció al congelarse. El frío lo asaetaba de tal forma que ni siquiera podía darse la vuelta.
Moviendo lo menos posible sus articulaciones, rebuscó su mechero con unos dedos tan adormecidos que se los podrían haber cortado sin que le dolieran.
El mechero se le pegó en seguida a la mano, pues el sudor de los dedos se le había congelado. Intentó encenderlo pese a la oscuridad y el frío. Chispeó reticentemente y ardió con una llama vacilante.
La habitación era amplia: una caverna cubierta de hielo. Las paredes y el suelo lleno de costras brillaban y lanzaban destellos. Sobre su cabeza colgaban estalactitas de hielo agudas como lanzas. El suelo que pisaba, mal nivelado, se inclinaba hacia un agujero abierto en mitad del cuarto. A menos de dos metros, la pared tenía tanto hielo que parecía que un río hubiera quedado congelado al irrumpir en la oscuridad.
Pensó en Xanadú, un poema que se sabía de memoria. Visiones de otra Albión...


Donde Alph, el río sagrado, se deslizaba
por cavernas inconmensurables para el hombre
hasta un mar sin sol


Si de verdad había un mar allí abajo tenía que estar helado. Era la muerte eterna.
Fue todo lo que pudo hacer para mantenerse de pie, para evitar resbalar por la pendiente hacia lo desconocido. El mechero parpadeó cuando una ráfaga de aire frío lo apagó.
–¡Mierda! –exclamó Cameron al quedarse a oscuras.
Nunca sabría si su voz puso sobre aviso al trío que se encontraba afuera o si Dios lo abandonó por completo en ese instante e invitó al trío a abrir la puerta. Pero cuando ésta se abrió de par en par, Cameron cayó al suelo. Demasiado entumecido y helado para evitar la caída, se estrelló contra el suelo helado en cuanto entró una vaharada de olor a cabra en el cuarto.
Se dio la vuelta a medias. En la puerta estaban el doble de Voight, el chófer y el tercer hombre del Mercedes. Llevaba un abrigo hecho, a simple vista, con varias pieles de cabra. Todavía le colgaban pezuñas y cuernos por todas partes. La sangre que manchaba esas pieles era marrón y viscosa.
–¿Qué hace aquí, señor Cameron? –le preguntó el hombre del abrigo de cabra.
Cameron apenas podía hablar. La única sensación que le quedaba en la cabeza era una suerte de pinchazo de angustia en medio de la frente.
–¿Qué infiernos está pasando? –preguntó, con los labios tan helados que casi no podía moverlos.
–Precisamente eso, señor Cameron –replicó el hombre–. Los infiernos se han desencadenado.


Al pasar St. Mary-le-Strand, Loyer volvió la vista atrás y dio un traspié. Joel, a unos tres metros de la cabeza, comprendió que Loyer se estaba desfondando. Demasiado rápido; eso le venía mal. Aminoró la velocidad, dejando que lo rebasaran McCloud y Voight. No tenía prisa. Kinderman estaba a una distancia considerable; era incapaz de competir con aquellos muchachos tan rápidos. Era la tortuga de la carrera, sin ninguna duda. Loyer fue superado por McCloud, luego por Voight y finalmente por Jones y Kinderman. Se le había acabado el resuello de repente, y tenía las piernas de plomo. Peor aún, veía el asfalto crujir y agrietarse a sus pies, y emerger dedos de él para tocarlo como niños sin amor. Parecía que era el único en verlos. La muchedumbre seguía rugiendo mientras esas manos imaginarias emergían de sus tumbas bajo el pavimento y lo asían firmemente. Cayó exhausto en brazos de aquellos muertos, con la juventud truncada y la energía consumida. Los ansiosos dedos de los muertos siguieron tirando de él mucho después de que los doctores lo hubieran retirado de la pista, lo examinaran y le administraran calmantes.
Claro que sabía por qué razón le habían asaetado de esa forma mientras estaba tirado sobre el asfalto caliente. Había vuelto la vista atrás. Eso era lo que les había atraído. Había vuelto...
–Y después de la sensacional caída de Loyer, la carrera aún está por decidirse. Frank Rayo McCloud es quien marca la pauta en este momento, y se está alejando sustancialmente de Voight, el nuevo campeón. Joel Jones está aún más atrasado, no parece mantenerse entre los líderes. ¿Qué opinas, Jim?
–Bueno, o bien ya está hundido o confía en que se cansen. Recuerda que esta distancia es nueva para él...
–Sí, Jim.
–Y eso podría hacer que se descuidara. Ciertamente va a tener que trabajar mucho para mejorar su tercer puesto actual.
Joel estaba mareado. Por un momento, al ver a Loyer perder el control de la carrera, le había oído rezar en voz alta. Rogar a Dios que lo salvara. Había sido el único en oír sus palabras...


Sí, aunque atraviese
las sombras del Valle de la Muerte
no temeré mal alguno, pues Tú estás
conmigo, con tu vara y tu báculo...


Ahora el sol calentaba más, y Joel empezaba a oír las quejas familiares de los miembros al cansarse. Correr sobre asfalto era duro para los pies y para las articulaciones, pero no tanto como para obligar a rezar a un hombre. Trató de olvidar la desesperación de Loyer y de concentrarse en lo que hacía.
Aún quedaba mucha carrera por delante; no habían cubierto ni la mitad del recorrido. Tenía tiempo de sobra para alcanzar a los héroes: de sobra.
Mientras corría, repasaba perezosamente las oraciones que su madre le había enseñado por si las necesitaba, pero los años las habían ido erosionando y casi las había olvidado por completo.


–Mi nombre –dijo el hombre del abrigo de cabra– es Gregory Burgess. Miembro del Parlamento. No debería conocerme. Intento pasa inadvertido.
–¿Miembro del Parlamento? –se extrañó Cameron.
–Sí. Independiente. Muy independiente.
–¿Es ése el hermano de Voight?
Burgess echó un vistazo a la otra encarnación de Voight. Aquel frío tan intenso no le hacía temblar siquiera, a pesar de que sólo llevaba una camiseta fina y unos pantalones cortos.
–¿Hermano? –dijo Burgess–. No, no. Es mi... ¿cómo se dice? Familiar.
La palabra le sonaba a algo, pero Cameron no había leído demasiado. ¿Qué era un familiar?
–Enséñaselo –concedió magnánimamente Burgess.
La cara de Voight se agitó, su piel pareció encogerse, los labios se enrollaron sobre los dientes, los dientes se deshicieron en una cera blanca que cayó en un esófago que a su vez se estaba transformando en una columna de plata brillante. Aquella cara ya no era humana; ni siquiera la de un mamífero. Se había convertido en un abanico de cuchillos cuyas láminas resplandecían a la luz de las velas que había tras la puerta. En cuanto se formó ese espantajo, empezó a cambiar de nuevo; los cuchillos se deshacían y oscurecían, volvía a brotar piel, reaparecían los ojos y se hinchaban como globos. De esta nueva cabeza surgieron antenas, la masa en transfiguración expulsó sus mandíbulas, y una cabeza de abeja, grande y perfectamente compleja, quedó asentada sobre el cuello de Voight.
A Burgess la demostración le encantó y aplaudió con las manos enguantadas.
–Los dos son familiares –dijo, señalando al chófer, que se había quitado la gorra, dejando que un remolino de pelo castaño le cayera sobre los hombros.
Era arrebatadoramente hermosa, una cara por la que merecía la pena morir. Pero, como el otro, tan sólo una ilusión. Capaz sin duda de encarnar infinidad de personas.
–Los dos son míos, por supuesto –aclaró Burgess con orgullo.
–¿Qué? –fue todo lo que pudo responder Cameron, y esperó que eso resumiera todas las preguntas que tenía en la cabeza.
–Sirvo al infierno, señor Cameron. Y el infierno a su vez me sirve a mí.
–¿Infierno?
–Detrás de usted se encuentra una de las entradas al Noveno Círculo. Conoce a Dante, supongo.


¡Aquí Dis! Éste es el lugar
en que debes armar tu corazón con poder.


–¿Por qué está aquí?
–Para ganar esta carrera. Mejor dicho, mi tercer familiar ya está participando en ella. Esta vez no le vencerán. Esta vez se trata de un espectáculo infernal, señor Cameron, y no nos arrebatarán el premio.
–Infierno... –repitió Cameron.
–¿Cree en Dios, no es verdad? Es un buen practicante. Todavía reza antes de comer, como cualquier alma temerosa de Dios. Tiene miedo de que se le atragante la cena.
–¿Cómo sabe que rezo?
–Me lo dijo su mujer. Sí, su mujer me dio mucha información acerca de usted, señor Cameron; se abrió realmente a mí. Era muy acomodaticia. Y una analista consumada gracias a mis consejos. Me dio tanta... información... Es un buen socialista, ¿no? Como su padre.
–Ahora política...
–Oh, la política es el eje de todo, señor Cameron. Sin política estaríamos expuestos a la barbarie, ¿no es cierto? Hasta el infierno necesita orden. Nueve grandes círculos: una ordenación implacable de los castigos. Mire hacia abajo: véalo usted mismo.
Cameron podía sentir el agujero detrás: no necesitaba mirar.
–Defendemos el orden, ¿sabe? No el caos. Eso es mera propaganda celestial. ¿Y sabe qué vamos a ganar?
–Es una carrera benéfica.
–La caridad es lo de menos. No participamos en esta carrera para salvar al mundo del cáncer. Corremos por el gobierno.
Cameron captó a medias la idea.
–Gobierno –dijo.
–Una vez por siglo se celebra esta carrera entre San Pablo y el palacio de Westminster. Antes se corría sin pancartas y sin aplausos. Hoy se hace a pleno sol, con miles de espectadores. Pero sean cuales sean sus circunstancias, siempre se trata de la misma carrera. Sus atletas contra uno de los nuestros. Si ganan ustedes, cien años más de democracia. Si ganamos nosotros..., como ocurrirá..., el fin del mundo tal como lo conocen.
Cameron Sintió una vibración a su espalda. La expresión del rostro de Burgess cambió bruscamente; desapareció su seguridad, y aquel aire de suficiencia se convirtió en pura excitación nerviosa.
–Bueno, bueno –dijo, agitando las manos como si de pájaros se tratara–. Parece que tenemos visita de los poderes superiores. Cuánto honor...
Cameron se dio la vuelta y se asomó al borde del agujero. Su curiosidad ya no podía empeorar las cosas. Lo tenían en sus manos; así que mejor ver todo lo que había por ver.
De ese círculo sin sol ascendió una ráfaga de aire gélido, a través de la cual pudo ver a una figura asomarse por entre la oscuridad del pozo. Avanzaba con pie firme, y tenía la cabeza inclinada hacia atrás para ver mejor el mundo.
Cameron lo oyó respirar, le vio abrir y cerrar los rasgos magullados, y vio cómo sus huesos aceitosos boqueaban como un cangrejo en el lóbrego agujero.
Burgess estaba arrodillado, flanqueado por los familiares, que yacían en el suelo, con las caras pegadas como lapas al pavimento.
Cameron comprendió que era su última oportunidad. Se levantó tambaleando y avanzó a ciegas hacia Burgess, cuyos ojos estaban cerrados en una súplica reverente. Al pasar, más por accidente que con intención, su rodilla alcanzó a Burgess debajo de la mandíbula, y éste cayó cuan largo era. Las plantas de Cameron se deslizaron por el suelo en dirección a la salida de la caverna de hielo, hasta que entró en la cámara iluminada por el candelabro.
A su espalda el cuarto se estaba llenando de humo y de gemidos. Cameron, como la mujer de Lot cuando escapaba de la destrucción de Sodoma, echó una sola mirada atrás para contemplar la imagen prohibida.
Estaba emergiendo del pozo, tapando el agujero con su masa gris, iluminado por algún resplandor subterráneo. Sus ojos, enterrados en el hueso visible de su cabeza elefantina, se encontraron con los de Cameron. Parecieron tocarlo con la suavidad de un beso, penetrando directamente en sus pensamientos.
No lo habían convertido en sal. Desviando la mirada de aquel rostro, patinó por la antecámara y empezó a trepar las escaleras de dos en dos y de tres en tres, cayéndose y volviendo a subir una y otra vez. La puerta aún estaba entornada. Detrás de ella se encontraba la luz del día, el mundo.
Abrió la puerta de golpe y cayó en el pasillo, sintiendo que el calor empezaba a despertar sus nervios congelados. En los escalones que había dejado detrás no se oía ningún ruido: estaban manifiestamente demasiado aterrados por la visita de aquel ser incorpóreo como para lanzarse en su persecución. Se arrastró a lo largo de la pared del pasillo con el cuerpo sacudido de temblores y castañeteos.
Todavía no lo seguía nadie.
Afuera el día tenía un brillo cegador, y se dejó contagiar por la hilaridad posterior a la fuga. Era la primera vez que sentía algo parecido. Haber estado tan cerca... y sobrevivir, sin embargo. Dios había estado con él, después de todo.
Se tambaleó por la calle en dirección a su bicicleta, determinado a detener la carrera, a contarle al mundo...
Nadie le había tocado la bici, que tenía el manillar cálido como los brazos de su mujer.
Al pasarle la pierna por encima, sus ojos, que habían intercambiado una mirada con el infierno, se incendiaron. El cuerpo, ignorante de que su cerebro ardía, siguió funcionando un rato. Colocó los pies sobre los pedales y empezó a alejarse.
Cameron sintió que se le incendiaba la cabeza y comprendió que estaba muerto.
Por haber vuelto la vista atrás, por una sola ojeada.
La mujer de Lot.
Como la estúpida mujer de Lot...
Un rayo más certero que el pensamiento le estalló entre las orejas.
Su cráneo se rajó, y el rayo candente salió disparado del horno que era su cerebro. Los ojos se le quedaron en las órbitas como si fueran nueces secas. Su boca y su nariz despedían luz. La combustión lo redujo a una columna de carne negra en cuestión de segundos, sin una sola llama o voluta de humo.
El cuerpo de Cameron estaba incinerado por completo cuando la bicicleta se salió de la calzada y se estrelló contra el escaparate de una sastrería, donde quedó tirada como una marioneta volcada entre los trajes polvorientos. Él también había vuelto la vista atrás.


La muchedumbre apiñada en la plaza Trafalgar era una masa vibrante de entusiasmo. Aclamaciones, lágrimas y banderas. Era como si esa carrera se hubiera convertido en algo especial para toda aquella gente: un ritual cuyo significado no podían conocer. Y, sin embargo, sentían de una manera confusa que el día estaba cargado de azufre, presentían que sus vidas pendían de un hilo. Especialmente los niños. Corrían a lo largo de la pista chillando plegarias incoherentes, con la cara tensa de miedo. Algunos pronunciaban su nombre.
–¡Joel! ¡Joel!
¿O se lo estaba imaginando? ¿Había imaginado también que Loyer rezaba oraciones? ¿Los presagios grabados en las caras radiantes de los bebés, izados para que contemplaran a los corredores, también eran imaginarios?
Al entrar en Whitehall, Frank McCloud echó una mirada confiada por encima del hombro, y el infierno se apoderó de él.
Fue sencillo, instantáneo.
Se tambaleó: una mano gélida le aplastó el cuello y le arrebató la vida. Joel aminoró el paso al acercarse a su enemigo. Tenía la cara púrpura y los labios llenos de espuma.
–McCloud –dijo, parándose para ver el rostro de su gran rival.
McCloud levantó la vista y lo miró a través de un velo de humo que había vuelto ocres sus ojos grises. Joel se agachó para ayudarlo.
–No me toques –refunfuñó McCloud.
Las venas y filamentos de sus ojos estaban hinchados y sangraban.
–¿Calambre? –preguntó Joel–. ¿Es un calambre?
–Corre, bastardo, corre –le decía McCloud, mientras aquellas manos le arrancaban la vida de las entrañas. De los poros de la cara le empezó a rezumar sangre; lloraba lágrimas rojas–. Corre y no mires atrás. Por el amor de Dios, no vuelvas la vista atrás.
–¿Qué ocurre?
–¡Corre, por tu vida!
No se lo pedía, se lo ordenaba.
Corre.
Ni por el oro ni por la gloria. Sólo por la vida.
Joel echó un vistazo arriba. Se acababa de dar cuenta de que tenía una inmensa cabeza detrás echándole un aliento frío en el cuello.
Levantó los talones y corrió.
–Bueno, las cosas no les van demasiado bien a los corredores, Jim. Después de la caída tan sensacional de Loyer, acaba de tropezar Frank McCloud. Nunca había visto algo semejante. Pero parece que ha intercambiado unas palabras con Joel Jones cuando éste pasaba a su lado. Así que debe estar bien.
McCloud ya estaba muerto cuando lo metieron en la ambulancia, y putrefacto a la mañana siguiente.
Joel corrió. ¡Cristo, cómo corrió! El sol le golpeaba ferozmente la cara, emborronando la mancha de color que eran las masas excitadas, las caras, las banderas. Todo le parecía una cortina de ruidos desprovista de cualquier rasgo humano.
Conocía la sensación que se estaba apoderando de él, esa sensación de tener el cuerpo dislocado que acompaña el exceso de oxígeno y el cansancio. Estaba corriendo metido en la burbuja que su propia conciencia creaba, pensando, sudando, sufriendo por sí mismo, para sí mismo, en nombre de sí mismo.
Y esa soledad no era tan terrible. La cabeza se le empezó a llenar de canciones: retazos de himnos, dulces frases de canciones de amor, rimas obscenas. Su personalidad consciente se relajó, y el inconsciente, innominado y temerario, salió a la superficie.
Delante de él, difuminado por la luz blanquecina, entreveía a Voight. Ése era el enemigo, el hombre que había que batir. Voight, con su reluciente crucifijo meciéndose al sol. Lo podía conseguir siempre que no volviera, que no volviera...
La vista atrás...

Burgess abrió la portezuela del Mercedes y montó en él. Habían perdido un tiempo precioso. Ya debería estar en el Parlamento, en la línea de meta, preparado para dar la bienvenida a los corredores. Tenía que representar una pantomima en la que se pondría la máscara dulce y sonriente de la democracia. ¿Y mañana? Ya no sería tan dulce.
Le sudaban las manos de emoción, y su traje a rayas olía a la piel de cabra que estaba obligado a llevar en el cuarto. Con todo, nadie se daría cuenta de ello; y aunque así fuera, ¿qué ciudadano inglés iba a incurrir en la descortesía de mencionar que olía a cabras?
Odiaba la Cámara de los Comunes, aquel agujero de bostezos que presentía confusamente su inutilidad, con su atmósfera siempre gélida. Pero ya había acabado todo aquello. Había realizado sus oblaciones, había mostrado su infinita adoración del pozo; ahora llegaba el momento de recoger la recompensa.
Según avanzaba el coche, pensó en los muchos sacrificios que le había ofrecido a su ambición. Al principio fueron cosas de poca monta: gatitos y pollos. Más tarde descubriría lo ridículas que les parecían tales hazañas. Pero al principio obró con inocencia: no sabía qué ofrecer ni cómo hacerlo. Con el pasar de los años empezaron a formular sus exigencias de una manera clara y él, con el tiempo, aprendió las formalidades requeridas para poder vender su alma. Planeaba cuidadosamente y representaba a la perfección sus mortificaciones, aunque le habían dejado sin pezones y sin la posibilidad de tener hijos. Pero el sacrificio mereció la pena: cada día tenía más poder. Un sobresaliente triple en Oxford, una mujer que superaba los sueños de un priapista, un asiento en el Parlamento y pronto, muy pronto, todo el país.
Le empezaron a doler los muñones de sus pulgares, como solía ocurrirle cuando estaba nervioso. Distraídamente, se chupó uno.

–Bueno, ya estamos asistiendo a los últimos momentos de lo que ha sido una carrera verdaderamente infernal, ¿eh, Jim?
–Sí, ha sido toda una revelación, ¿no? Voight parece el vencedor contra pronóstico; ahí está, desmarcándose de sus competidores sin demasiado esfuerzo. Por descontado que Jones tuvo el generoso gesto de comprobar si McCloud se encontraba bien, y eso lo retrasó.
–Eso le ha hecho perder la carrera a Jones, ¿no es cierto?
–Creo que sí. Creo que le ha hecho perder la carrera...
–Claro que se trata de una carrera benéfica.
–Efectivamente. Y en una situación semejante no se trata de ganar o perder...
–Sino de jugar limpio.
–Cierto.
–Cierto.
–Bueno, ya tenemos el Parlamento a la vista; están doblando la esquina de Whitehall. Y el gentío anima a su favorito, aunque creo sinceramente que se trata de una causa perdida...
–No te precipites. Te recuerdo que en Suecia se sacó un as de la manga.
–Desde luego. Tienes razón.
–A lo mejor lo vuelve a conseguir.

Joel seguía corriendo, y la distancia que lo separaba de Voight empezaba a reducirse. Se concentró en su espalda, le atravesó la camisa con los ojos, estudiando su ritmo, buscando sus debilidades.
Estaba aminorando su velocidad. El hombre no iba tan rápido como antes. Su zancada se había desequilibrado; era un indicio inequívoco de cansancio.
Podía alcanzarlo. Si demostraba su valor lo podía alcanzar.
¿Y Kinderman? Había olvidado a Kinderman. Sin pensar en lo que hacía, Joel echó un vistazo por encima del hombro y miró atrás.
Kinderman estaba muy atrasado; mantenía el mismo paso regular. Era la zancada sempiterna del corredor de maratón. Pero detrás de Joel había otra cosa: otro corredor, pisándole casi los talones; fantasmagórico, gigante.
Apartó los ojos y miró adelante, maldiciendo su estupidez.
Cada paso le acercaba más a Voight. Era evidente que se estaba quedando sin resuello. Joel sabía que si se esforzaba podría adelantarlo. Tenía que olvidar a su perseguidor, fuera quien fuera; olvidarse de todo menos de adelantar a Voight...
Pero la visión que tenía detrás no se le iba de la cabeza.
No vuelvas la vista atrás: ésas fueron las palabras de McCloud. Demasiado tarde; ya lo había hecho. Puestas así las cosas, mejor saber quién era aquel fantasma.
Volvió la vista.
Al principio no vio nada; sólo a Kinderman avanzando poco a poco. Y entonces el corredor fantasma reapareció, y él supo que había acabado con Loyer y McCloud.
No era un corredor, ni vivo ni muerto. Ni siquiera era humano. Era un cuerpo humeante que abría las tinieblas ante él; era el propio infierno el que lo azuzaba.
No vuelvas la vista atrás.
Tenía la boca, si es que aquello era una boca, abierta. Su aliento era tan frío que hizo que a Joel se le atragantara su propio jadeo. Por eso había murmurado Loyer sus oraciones mientras corría. De poco le habían servido; a fin de cuentas había muerto.
Joel apartó la vista; ya no le interesaba ver el infierno tan de cerca. Trató de ignorar la súbita debilidad de sus rodillas.
Voight también echaba vistazos por encima del hombro. El aspecto de su cara era sombrío y desasosegado; y Joel, sin saber muy bien por qué, comprendió que formaba parte del infierno, que la sombra a su espalda era el amo de Voight.
–Voight. Voight. Voight. Voight –Joel pronunciaba su nombre a cada zancada.
Voight oyó que lo nombraban.
–¡Bastardo negro! –dijo en voz alta.
La zancada de Joel se alargó un poco. Estaba a menos de dos metros del corredor venido del infierno.
–Mira... detrás... de ti –dijo Voight.
–Ya lo veo.
–Ha... venido... a... buscarte.
Era evidente que pretendía engañarlo. Él era el amo de su propio cuerpo, ¿no? Y no temía la oscuridad porque también él era negro. ¿No era eso lo que le hacía menos humano en su trato con muchísima gente? O más, más que humano: con más sangre, más sudor y más carne. Más brazo, más pierna, más cabeza. Más fuerza, más apetito. ¿Qué podía hacer el infierno? ¿Comérselo? Habría tenido mal sabor. ¿Congelarlo? Tenía la sangre demasiado caliente, era demasiado rápido, estaba demasiado vivo.
Nadie lo atraparla: era un bárbaro con modales de caballero.
En realidad, ni una cosa ni otra.
Voight estaba sufriendo: había dolor en su aliento entrecortado, en los prolongados titubeos de su zancada. Sólo quedaban cincuenta metros entre las gradas y la línea de meta, pero la ventaja de Voight se reducía constantemente; cada paso acercaba más a los corredores.
Entonces empezaron las ofertas.
–Escúcha... me.
–¿Qué eres?
–Poder... Te daré poder... Basta con que... nos... dejes... ganar.
Joel ya estaba casi a su lado.
–Demasiado tarde.
Se le alegraron las piernas: la cabeza le daba vueltas de placer. Tenía el infierno delante, el infierno al lado, pero ¿qué más daba? Aún podía correr.
Adelantó a Voight con las articulaciones distendidas: era una máquina perfecta.
–Bastardo. Bastardo. Bastardo... –le decía el familiar con el rostro contraído por la angustia y el cansancio.
¿No parpadeó su cara cuando Joel lo rebasó? ¿No pareció que sus rasgos perdían por un momento la apariencia de humanidad?
Voight quedó detrás: las masas rugieron y el mundo se volvió a inundar de colores. Tenía la victoria delante. No sabía qué causa estaba defendiendo, pero tenía la victoria al alcance de la mano.
Por fin vio a Cameron en las gradas, de pie al lado de un hombre al que no conocía, un hombre con un traje a rayas. Cameron sonreía y chillaba con un entusiasmo poco característico de él, le hacía señas.
En todo caso, corrió más de prisa hacia la línea de meta; Cameron le había infundido renovadas fuerzas.
Entonces pareció que le cambiaba la cara. ¿Era la calima solar lo que hacía que su pelo brillara? No; también le burbujeaba la carne de las mejillas, y tenía manchas oscuras en el cuello y en la frente que cada vez se oscurecían más. El pelo se le puso de punta y su cráneo lanzó destellos intermitentes de luz cegadora. Cameron estaba ardiendo. Cameron ardía, pero aún le sonreía y lo señalaba con la mano.
Joel sintió una desesperación súbita.
El infierno detrás. El infierno delante.
Ése no era Cameron. A Cameron no se le veía por ninguna parte, luego Cameron estaba muerto.
Lo comprendió como si hubiera tenido una revelación. Cameron había muerto, y esa parodia negra que le sonreía y le daba la bienvenida eran sus postreros momentos, representados por última vez para solaz de sus admiradores.
El paso de Joel se hizo vacilante, perdió el ritmo de zancada. Detrás oyó el aliento de Voight, horriblemente denso, cercano, cada vez más cercano.
De repente, todo su cuerpo se encrespó. Su estómago quería expulsar lo que llevaba dentro, su cabeza se negaba a pensar, las piernas empezaron a flaquearle; sólo tenía miedo.
–Corre –se dijo–. Corre. Corre. Corre.
Pero tenía el infierno delante. ¿Cómo podía correr a lanzarse en brazos de tamaña infamia?
Voight había reducido el intervalo que los separaba y estaba a la altura de su hombro. Le dio un empellón al adelantarlo. A Joel le estaban robando la victoria con la misma facilidad con que se le quitan los caramelos a un bebé.
La meta estaba a doce pasos y Voight iba de nuevo en cabeza. Sin darse cuenta cabal de lo que hacía, Joel agarró y golpeó a Voight, cogiéndolo por la camiseta. Fue una trampa que advirtieron todos los espectadores. Pero ¡qué diantre!
Tiró fuerte de Voight y los dos tropezaron. La muchedumbre les abrió paso cuando salieron haciendo eses de la pista y cayeron pesadamente al suelo, Voight encima de Joel.
El brazo de éste, estirado para impedir que la caída fuera demasiado brusca, quedó aplastado por el peso de los dos cuerpos. Cogido en mala posición, se le rompió el hueso del antebrazo. Joel lo oyó partirse antes de sentir el espasmo; el dolor le arrancó un grito de los labios.
En las gradas, Burgess chillaba como un loco. Toda una exhibición. Las cámaras fotográficas se disparaban, los locutores hacían comentarios.
–¡Levántate! ¡Levántate! –gritaba el hombre.
Pero Joel había agarrado a Voight con su brazo sano y no lo iba a soltar por nada del mundo.
Los dos rodaron por la grava, y cada vuelta aplastaba el brazo de Joel y le provocaba accesos de náusea en las entrañas.
El familiar que hacía el papel de Voight estaba exhausto. Nunca se había sentido tan cansado: no estaba preparado para la carrera que su amo le había obligado a correr. Tenía poca resistencia; estaba casi a punto de perder el control. Joel podía oler su aliento: era el olor de una cabra.
–Muéstrate –le dijo.
Los ojos de esa cosa habían perdido las pupilas: estaban completamente blancos. Joel amasó un coágulo de flema en el fondo de su boca llena de saliva y se lo escupió al familiar.
Éste perdió los estribos.
Su cara se disolvió. Lo que había parecido carne adoptó una nueva apariencia; era como una trampa devoradora, sin ojos, nariz, orejas ni pelo.
En torno a ellos la multitud se echó atrás. La gente chillaba y se desmayaba. Joel no vio nada de eso, pero oyó con satisfacción los gritos. Esta transformación no se realizaba sólo para él: era de conocimiento público. Todos estaban contemplando la verdad, la asquerosa y despiadada verdad.
Tenía la boca inmensa, llena de dientes en fila como la mandíbula de algún pez abisal. Era ridículamente grande. Joel sujetaba con su brazo sano la mandíbula inferior de su enemigo, consiguiendo mantenerla a raya a duras penas, mientras pedía socorro.
Nadie dio un paso adelante.
El gentío se mantuvo a una prudente distancia, observando y chillando, pero sin intención de entrometerse. Era una especie de deporte-espectáculo: la lucha contra el demonio. Los presentes no se sentían involucrados.
Joel sintió que se quedaba sin fuerzas, y su brazo dejó de contener la mandíbula. Desesperado, sintió cómo los dientes se le clavaban en la frente y en la barbilla, cómo atravesaban su carne y sus huesos y, por último, sintió cómo le invadía la blanca noche cuando aquella boca le arrancaba la cara de un mordisco.
El familiar se levantó del suelo donde yacía el cadáver, con jirones de la cabeza de Joel colgándole de los dientes. Le había despojado de sus rasgos como si fuera una máscara, dejando tan sólo un revoltijo de sangre y músculo desgarrado. En lo que fue la boca de Joel, la raíz de su lengua se agitaba espasmódicamente y echaba borbotones de sangre, incapaz de lamentarse.
A Burgess no le preocupaba que el mundo lo conociera. La carrera lo era todo: había que ganarla como fuera, costara lo que costara. A fin de cuentas, Joel también había hecho trampas.
–¡Aquí! –le chilló al familiar–. ¡Date prisa!
Éste volvió la cara ensangrentada hacia él.
–Ven aquí –le ordenó Burgess.
Los separaban unos cuantos metros: unas pocas zancadas en dirección a la meta y la carrera estaba ganada.
–¡Corre hacia mí! –gritaba Burgess–. ¡Corre! ¡Corre! ¡Corre!
El familiar estaba cansado, pero reconoció la voz de su amo. Dio unos pasos largos en dirección a la meta, siguiendo a ciegas las llamadas de Burgess.
Cuatro pasos. Tres...
YKinderman lo superó y cruzó la línea de meta. El miope Kinderman ganó la carrera un paso por delante de Voight sin saber qué victoria había alcanzado, sin ver siquiera los horrores que yacían a sus pies.
No hubo aclamaciones ni felicitaciones cuando cruzó la línea de llegada.
Alrededor de las gradas el aire pareció oscurecerse, y el ambiente se llenó de un frío que no correspondía a aquella estación.
Agitando la cabeza como si pidiera perdón, Burgess cayó de rodillas.
–Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre... Era un truco demasiado viejo. Una reacción demasiado ingenua. La multitud empezó a retirarse. Algunos habían empezado a correr. Los niños, conociendo la naturaleza de la oscuridad por acabar de salir de ella, fueron los menos afectados. Tomaron a sus padres de la mano y los sacaron del lugar como si fueran corderos, diciéndoles que no volvieran la vista atrás, y sus padres recordaron a medias el útero, el primer túnel, la primera salida dolorosa de un paradero hechizado, la primera tentación terrible de volver la vista atrás y morir. Y, mientras lo iban recordando, desaparecían con sus hijos.
Sólo Kinderman parecía indiferente a todo. Se sentó en las gradas y se limpió las gafas, sonriente por su triunfo e impertérrito ante el frío.
Burgess, sabiendo que sus plegarias eran inútiles, puso pies en polvorosa y desapareció dentro del palacio de Westminster.
El familiar, desamparado, renunció a toda pretensión de apariencia humana y se convirtió en sí mismo. Etéreo, insípido, escupió la carne repelente de Joel. La cara del corredor, mascada a medias, cayó sobre la grava, al lado de su cuerpo. El familiar se adentró en el aire y volvió al Círculo que llamaba su casa.


El aire de los pasillos del poder estaba viciado: no había en él vida ni esperanza de socorro.
Burgess no estaba en forma, y su carrera se convirtió pronto en paseo. Anduvo tranquilamente por los pasillos revestidos de penumbra; la mullida alfombra amortiguaba sus pasos.
No sabía exactamente qué hacer. Estaba claro que le echarían en cara no haber previsto todas las eventualidades, pero confiaba en que podría justificarse. Les daría todo lo que pidieran como castigo por su falta de previsión. Una oreja, un pie; sólo tenía carne y sangre que perder.
Pero debía preparar cuidadosamente su defensa, porque ellos odiaban la lógica defectuosa. Si iba a su encuentro con excusas a medio tramar se jugaba más que la vida.
Detrás hacía un frío espantoso; él sabía cuál era su causa. El infierno le había seguido por esos pasillos silenciosos hasta llegar a las mismas entrañas de la democracia. A pesar de ello sobreviviría, siempre que no se diera la vuelta: mientras tuviera los ojos fijos en el suelo, o en sus manos sin pulgares, no le harían daño. Negociar con los abismos era una de las primeras lecciones que se aprendían.
El aire estaba lleno de escarcha. Burgess veía su aliento, le dolía la cabeza de frío.
–Lo siento –le dijo sinceramente a su perseguidor.
La voz que le contestó era más suave de lo que había esperado.
–No fue culpa tuya.
–No –le contradijo Burgess, tranquilizado por un tono tan conciliador–. Fue un error y estoy contrito. Pasé por alto a Kinderman.
–Eso fue una equivocación. Todos las cometemos –le disculpó el infierno–. Con todo, dentro de cien años lo volveremos a intentar. La democracia todavía es una religión reciente; aún no ha perdido su brillo superficial. Le concederemos otro siglo y entonces acabaremos con ella.
–Sí.
–Pero tú...
–Ya lo sé.
–No tendrás poder, Gregory.
–No.
–No es el fin del mundo. Mírame.
–De momento no, si no le importa.
Burgess reemprendió la marcha, dando un paso cauteloso detrás de otro. Conservemos la calma, seamos racionales.
–Mírame, por favor –rogó el infierno en un arrullo.
–Más tarde, señor.
–Sólo te pido que me mires. Se apreciaría un poco de respeto por tu parte.
–Lo haré. De verdad que lo haré. Más tarde.
El camino se dividía en dos. Burgess tomó la desviación a la izquierda, creyendo que el simbolismo podría resultar halagador. Era un callejón sin salida.
Se quedó mirando la pared. Tenía el aire frío metido en la médula y lo que quedaba de sus pulgares le estaba desgarrando. Se quitó los guantes y se chupó los muñones detenidamente.
–Mírame. Date la vuelta y mírame –le dijo con voz cortés.
¿Qué iba a hacer ahora? Presumiblemente, darse la vuelta, salir del pasillo y encontrar un camino mejor. Sólo tendría que andar en círculos y más círculos hasta que hubiera defendido lo bastante su causa para que su perseguidor lo dejara en paz.
Mientras estaba de pie considerando qué alternativa escoger sintió una ligera presión en el cuello.
–Mírame –repitió la voz.
Y le apretaron la garganta. Hubo un extraño ruido de trituración en su cabeza, el ruido de un hueso frotándose contra otro. Parecía que le estuvieran introduciendo un cuchillo en la base del cráneo.
–Mírame –dijo por última vez el infierno, y la cabeza de Burgess se dio la vuelta.
Pero su cuerpo no. Éste se quedó tal como estaba, de pie ante la pared lisa del callejón sin salida.
Su cabeza se dio la vuelta como una manivela sobre su eje, contraviniendo las leyes de la razón y de la anatomía. Burgess se asfixió cuando su cuello giró sobre sí mismo como una cuerda de carne, sus vértebras se redujeron a polvo, sus cartílagos a un montón de fibras desvencijadas. Le sangraron los ojos, le estallaron los oídos, y murió mirando aquella cara apagada y nonata.
–Te dije que me miraras –dijo el infierno, y siguió por su camino lleno de amarguras, dejándolo allí de pie, para que los demócratas encontraran una curiosa paradoja cuando llegaran, en plena cháchara, al palacio de Westminster.

Cuento: "El Barril de Amontillado" de Edgar Allan Poe

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Hoy le toca el turno a un maestro del terror: Edgar Allan Poe con su gran clásico : "El Barril de Amontillado"





Edgar Allan Poe
( Para móvil )


Lo mejor que pude había soportado las mil injurias de Fortunato. Pero cuando llegó el insulto, juré vengarme. Ustedes, que conocen tan bien la naturaleza de mi carácter, no llegarán a suponer, no obstante, que pronunciara la menor palabra con respecto a mi propósito. A la larga, yo sería vengado. Este era ya un punto establecido definitivamente. Pero la misma decisión con que lo había resuelto excluía toda idea de peligro por mi parte. No solamente tenía que castigar, sino castigar impunemente. Una injuria queda sin reparar cuando su justo castigo perjudica al vengador. Igualmente queda sin reparación cuando ésta deja de dar a entender a quien le ha agraviado que es él quien se venga.
Es preciso entender bien que ni de palabra, ni de obra, di a Fortunato motivo para que sospechara de mi buena voluntad hacia él. Continué, como de costumbre, sonriendo en su presencia, y él no podía advertir que mi sonrisa, entonces, tenía como origen en mí la de arrebatarle la vida.
Aquel Fortunato tenía un punto débil, aunque, en otros aspectos, era un hombre digno de toda consideración, y aun de ser temido. Se enorgullecía siempre de ser un entendido en vinos. Pocos italianos tienen el verdadero talento de los catadores. En la mayoría, su entusiasmo se adapta con frecuencia a lo que el tiempo y la ocasión requieren, con objeto de dedicarse a engañar a los millionaires ingleses y austríacos. En pintura y piedras preciosas, Fortunato, como todos sus compatriotas, era un verdadero charlatán; pero en cuanto a vinos añejos, era sincero. Con respecto a esto, yo no difería extraordinariamente de él. También yo era muy experto en lo que se refiere a vinos italianos, y siempre que se me presentaba ocasión compraba gran cantidad de éstos.
Una tarde, casi al anochecer, en plena locura del Carnaval, encontré a mi amigo. Me acogió con excesiva cordialidad, porque había bebido mucho. El buen hombre estaba disfrazado de payaso. Llevaba un traje muy ceñido, un vestido con listas de colores, y coronaba su cabeza con un sombrerillo cónico adornado con cascabeles. Me alegré tanto de verle, que creí no haber estrechado jamás su mano como en aquel momento.
-Querido Fortunato -le dije en tono jovial-, éste es un encuentro afortunado. Pero ¡qué buen aspecto tiene usted hoy! El caso es que he recibido un barril de algo que llaman amontillado, y tengo mis dudas.
-¿Cómo? -dijo él-. ¿Amontillado? ¿Un barril? ¡Imposible! ¡Y en pleno Carnaval!
-Por eso mismo le digo que tengo mis dudas -contesté-, e iba a cometer la tontería de pagarlo como si se tratara de un exquisito amontillado, sin consultarle. No había modo de encontrarle a usted, y temía perder la ocasión.
-¡Amontillado!
-Tengo mis dudas.
-¡Amontillado!
-Y he de pagarlo.
-¡Amontillado!
-Pero como supuse que estaba usted muy ocupado, iba ahora a buscar a Luchesi. Él es un buen entendido. Él me dirá...
-Luchesi es incapaz de distinguir el amontillado del jerez.
-Y, no obstante, hay imbéciles que creen que su paladar puede competir con el de usted.
-Vamos, vamos allá.
-¿Adónde?
-A sus bodegas.
-No mi querido amigo. No quiero abusar de su amabilidad. Preveo que tiene usted algún compromiso. Luchesi...
-No tengo ningún compromiso. Vamos.
-No, amigo mío. Aunque usted no tenga compromiso alguno, veo que tiene usted mucho frío. Las bodegas son terriblemente húmedas; están materialmente cubiertas de salitre.
-A pesar de todo, vamos. No importa el frío. ¡Amontillado! Le han engañado a usted, y Luchesi no sabe distinguir el jerez del amontillado.
Diciendo esto, Fortunato me cogió del brazo. Me puse un antifaz de seda negra y, ciñéndome bien al cuerpo mi roquelaire, me dejé conducir por él hasta mi palazzo. Los criados no estaban en la casa. Habían escapado para celebrar la festividad del Carnaval. Ya antes les había dicho que yo no volvería hasta la mañana siguiente, dándoles órdenes concretas para que no estorbaran por la casa. Estas órdenes eran suficientes, de sobra lo sabía yo, para asegurarme la inmediata desaparición de ellos en cuanto volviera las espaldas.
Cogí dos antorchas de sus hacheros, entregué a Fortunato una de ellas y le guié, haciéndole encorvarse a través de distintos aposentos por el abovedado pasaje que conducía a la bodega. Bajé delante de él una larga y tortuosa escalera, recomendándole que adoptara precauciones al seguirme. Llegamos, por fin, a los últimos peldaños, y nos encontramos, uno frente a otro, sobre el suelo húmedo de las catacumbas de los Montresors.
El andar de mi amigo era vacilante, y los cascabeles de su gorro cónico resonaban a cada una de sus zancadas.
-¿Y el barril? -preguntó.
-Está más allá -le contesté-. Pero observe usted esos blancos festones que brillan en las paredes de la cueva.
Se volvió hacia mí y me miró con sus nubladas pupilas, que destilaban las lágrimas de la embriaguez.
-¿Salitre? -me preguntó, por fin.
-Salitre -le contesté-. ¿Hace mucho tiempo que tiene usted esa tos?
-¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem!...!
A mi pobre amigo le fue imposible contestar hasta pasados unos minutos.
-No es nada -dijo por último.
-Venga -le dije enérgicamente-. Volvámonos. Su salud es preciosa, amigo mío. Es usted rico, respetado, admirado, querido. Es usted feliz, como yo lo he sido en otro tiempo. No debe usted malograrse. Por lo que mí respecta, es distinto. Volvámonos. Podría usted enfermarse y no quiero cargar con esa responsabilidad. Además, cerca de aquí vive Luchesi...
-Basta -me dijo-. Esta tos carece de importancia. No me matará. No me moriré de tos.
-Verdad, verdad -le contesté-. Realmente, no era mi intención alarmarle sin motivo, pero debe tomar precauciones. Un trago de este medoc le defenderá de la humedad.
Y diciendo esto, rompí el cuello de una botella que se hallaba en una larga fila de otras análogas, tumbadas en el húmedo suelo.
-Beba -le dije, ofreciéndole el vino.
Llevóse la botella a los labios, mirándome de soslayo. Hizo una pausa y me saludó con familiaridad. Los cascabeles sonaron.
-Bebo -dijo- a la salud de los enterrados que descansan en torno nuestro.
-Y yo, por la larga vida de usted.
De nuevo me cogió de mi brazo y continuamos nuestro camino.
-Esas cuevas -me dijo- son muy vastas.
-Los Montresors -le contesté- era una grande y numerosa familia.
-He olvidado cuáles eran sus armas.
-Un gran pie de oro en campo de azur. El pie aplasta a una serpiente rampante, cuyos dientes se clavan en el talón.
-¡Muy bien! -dijo.
Brillaba el vino en sus ojos y retiñían los cascabeles. También se caldeó mi fantasía a causa del medoc. Por entre las murallas formadas por montones de esqueletos, mezclados con barriles y toneles, llegamos a los más profundos recintos de las catacumbas. Me detuve de nuevo, esta vez me atreví a coger a Fortunato de un brazo, más arriba del codo.
-El salitre -le dije-. Vea usted cómo va aumentando. Como si fuera musgo, cuelga de las bóvedas. Ahora estamos bajo el lecho del río. Las gotas de humedad se filtran por entre los huesos. Venga usted. Volvamos antes de que sea muy tarde. Esa tos...
-No es nada -dijo-. Continuemos. Pero primero echemos otro traguito de medoc.
Rompí un frasco de vino de De Grave y se lo ofrecí. Lo vació de un trago. Sus ojos llamearon con ardiente fuego. Se echó a reír y tiró la botella al aire con un ademán que no pude comprender.
Le miré sorprendido. El repitió el movimiento, un movimiento grotesco.
-¿No comprende usted? -preguntó.
-No -le contesté.
-Entonces, ¿no es usted de la hermandad?
-¿Cómo?
-¿No pertenece usted a la masonería?
-Sí, sí -dije-; sí, sí.
-¿Usted? ¡Imposible! ¿Un masón?
-Un masón -repliqué.
-A ver, un signo -dijo.
-Éste -le contesté, sacando de debajo de mi roquelaire una paleta de albañil.
-Usted bromea -dijo, retrocediendo unos pasos-. Pero, en fin, vamos por el amontillado.
-Bien -dije, guardando la herramienta bajo la capa y ofreciéndole de nuevo mi brazo.
Apoyóse pesadamente en él y seguimos nuestro camino en busca del amontillado. Pasamos por debajo de una serie de bajísimas bóvedas, bajamos, avanzamos luego, descendimos después y llegamos a una profunda cripta, donde la impureza del aire hacía enrojecer más que brillar nuestras antorchas. En lo más apartado de la cripta descubríase otra menos espaciosa. En sus paredes habían sido alineados restos humanos de los que se amontonaban en la cueva de encima de nosotros, tal como en las grandes catacumbas de París.
Tres lados de aquella cripta interior estaban también adornados del mismo modo. Del cuarto habían sido retirados los huesos y yacían esparcidos por el suelo, formando en un rincón un montón de cierta altura. Dentro de la pared, que había quedado así descubierta por el desprendimiento de los huesos, veíase todavía otro recinto interior, de unos cuatro pies de profundidad y tres de anchura, y con una altura de seis o siete. No parecía haber sido construido para un uso determinado, sino que formaba sencillamente un hueco entre dos de los enormes pilares que servían de apoyo a la bóveda de las catacumbas, y se apoyaba en una de las paredes de granito macizo que las circundaban.
En vano, Fortunato, levantando su antorcha casi consumida, trataba de penetrar la profundidad de aquel recinto. La débil luz nos impedía distinguir el fondo.
-Adelántese -le dije-. Ahí está el amontillado. Si aquí estuviera Luchesi...
-Es un ignorante -interrumpió mi amigo, avanzando con inseguro paso y seguido inmediatamente por mí.
En un momento llegó al fondo del nicho, y, al hallar interrumpido su paso por la roca, se detuvo atónito y perplejo. Un momento después había yo conseguido encadenarlo al granito. Había en su superficie dos argollas de hierro, separadas horizontalmente una de otra por unos dos pies. Rodear su cintura con los eslabones, para sujetarlo, fue cuestión de pocos segundos. Estaba demasiado aturdido para ofrecerme resistencia. Saqué la llave y retrocedí, saliendo del recinto.
-Pase usted la mano por la pared -le dije-, y no podrá menos que sentir el salitre. Está, en efecto, muy húmeda. Permítame que le ruegue que regrese. ¿No? Entonces, no me queda más remedio que abandonarlo; pero debo antes prestarle algunos cuidados que están en mi mano.
-¡El amontillado! -exclamó mi amigo, que no había salido aún de su asombro.
-Cierto -repliqué-, el amontillado.
Y diciendo estas palabras, me atareé en aquel montón de huesos a que antes he aludido. Apartándolos a un lado no tardé en dejar al descubierto cierta cantidad de piedra de construcción y mortero. Con estos materiales y la ayuda de mi paleta, empecé activamente a tapar la entrada del nicho. Apenas había colocado al primer trozo de mi obra de albañilería, cuando me di cuenta de que la embriaguez de Fortunato se había disipado en gran parte. El primer indicio que tuve de ello fue un gemido apagado que salió de la profundidad del recinto. No era ya el grito de un hombre embriagado. Se produjo luego un largo y obstinado silencio. Encima de la primera hilada coloqué la segunda, la tercera y la cuarta. Y oí entonces las furiosas sacudidas de la cadena. El ruido se prolongó unos minutos, durante los cuales, para deleitarme con él, interrumpí mi tarea y me senté en cuclillas sobre los huesos. Cuando se apaciguó, por fin, aquel rechinamiento, cogí de nuevo la paleta y acabé sin interrupción las quinta, sexta y séptima hiladas. La pared se hallaba entonces a la altura de mi pecho. De nuevo me detuve, y, levantando la antorcha por encima de la obra que había ejecutado, dirigí la luz sobre la figura que se hallaba en el interior.
Una serie de fuertes y agudos gritos salió de repente de la garganta del hombre encadenado, como si quisiera rechazarme con violencia hacia atrás.
Durante un momento vacilé y me estremecí. Saqué mi espada y empecé a tirar estocadas por el interior del nicho. Pero un momento de reflexión bastó para tranquilizarme. Puse la mano sobre la maciza pared de piedra y respiré satisfecho. Volví a acercarme a la pared, y contesté entonces a los gritos de quien clamaba. Los repetí, los acompañé y los vencí en extensión y fuerza. Así lo hice, y el que gritaba acabó por callarse.
Ya era medianoche, y llegaba a su término mi trabajo. Había dado fin a las octava, novena y décima hiladas. Había terminado casi la totalidad de la oncena, y quedaba tan sólo una piedra que colocar y revocar. Tenía que luchar con su peso. Sólo parcialmente se colocaba en la posición necesaria. Pero entonces salió del nicho una risa ahogada, que me puso los pelos de punta. Se emitía con una voz tan triste, que con dificultad la identifiqué con la del noble Fortunato. La voz decía:
-¡Ja, ja, ja! ¡Je, je, je! ¡Buena broma, amigo, buena broma! ¡Lo que nos reiremos luego en el palazzo, ¡je, je, je!, a propósito de nuestro vino! ¡Je, je, je!
-El amontillado -dije.
-¡Je, je, je! Sí, el amontillado. Pero, ¿no se nos hace tarde? ¿No estarán esperándonos en el palazzo Lady Fortunato y los demás? Vámonos.
-Sí -dije-; vámonos ya.
-¡Por el amor de Dios, Montresor!
-Sí -dije-; por el amor de Dios.
En vano me esforcé en obtener respuesta a aquellas palabras. Me impacienté y llamé en alta voz:
-¡Fortunato!
No hubo respuesta, y volví a llamar.
-¡Fortunato!
Tampoco me contestaron. Introduje una antorcha por el orificio que quedaba y la dejé caer en el interior. Me contestó sólo un cascabeleo. Sentía una presión en el corazón, sin duda causada por la humedad de las catacumbas. Me apresuré a terminar mi trabajo. Con muchos esfuerzos coloqué en su sitio la última piedra y la cubrí con argamasa. Volví a levantar la antigua muralla de huesos contra la nueva pared. Durante medio siglo, nadie los ha tocado. In pace requiescat!

"Cabalgando la Bala" de Stephen King

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Hoy es el turno de Stephen King con su relato: "Cabalgando la Bala"



Stephen King

(Para móvil)
- PRIMERA PARTE -
No he contado antes esta historia, y nunca pensé que lo haría –no exactamente porque tuviera miedo a no ser creído, sino porque sentía vergüenza… y porque la historia era mía.
Siempre he creído que al contarla, me devaluaría tanto a mí como a la historia en sí misma, la haría pequeña y más mundana, no mucho mejor que una historia amateur de fantasmas contada antes de apagar las luces. Creo que también tenía miedo de que si la contaba, escucharla en mis oídos me haría dejar de creerla a mí también. Pero desde que murió mi madre no he podido dormir muy bien. Permanezco en un ligero sopor y despierto de golpe otra vez, totalmente lúcido y temblando. Dejar la lamparilla de noche encendida funciona, pero no tanto como podrías pensarlo. Hay muchas más sombras en la noche, lo has notado? Aún con luz hay tantas sombras.
Las largas pueden ser sombras de cualquier cosa que se te ocurra. Cualquier cosa.
Yo era un muchacho en la Universidad de Maine cuando la Sra. McCurdy llamó para contarme sobre mami. Mi padre murió cuando yo era aún muy joven para recordarlo y fui hijo único, así que solo éramos Alan y Jean Parker contra el mundo. La señora McCurdy, quien vivía calle arriba, llamó al apartamento que yo compartía con otros tres muchachos. Había conseguido el número telefónico de la pizarra-magneto recordatorio que má tenía adherida en la nevera. “Fue un infarto”, dijo ella con ese acento Yankee largo y cansado suyo. “Ocurrió en el restaurante, pero no seas tan imprudente de volar hasta acá. El doctor dice que no ’stá muy grave. Está despierta y ‘abla”.
“Si, pero es coherente?” Pregunté. Intentaba sonar calmado, incluso sorprendido, pero mi corazón latía rápidamente y repentinamente la sala de estar se tornó muy cálida. Tenía el apartamento para mí solo, era miércoles y mis dos compañeros tenían clases todo el día.
“Oh, si. Lo primero que me dijo fue que te llamase pero que no te asustara. Muy considerado de su parte, no lo crees?”
 “Si”. Pero desde luego estaba asustado. Cuando alguien llama y te dice que tu madre ha sido llevada del trabajo al hospital en ambulancia, cómo se supone que debes sentirte?
“Dijo que permanecieras allá y te ocuparas del colegio hasta el fin de semana. Y dijo que podrías venir entonces si no tenías demasiado que-studiar”.
Seguro, pensé. Sarcástico. Me quedaré aquí en este mugriento apartamento pestilente a cerveza mientras mi madre está tendida en una cama de hospital a casi 170 kilómetros al sur muriendo.
“Tu má es todavía una mujer joven,” Dijo la Sra. McCurdy. “Es solo que se ha dejado engordar tremendamente estos años, y tiene la hipertensión. Además de los cigarrillos. Tendrá que dejar los cigarrillos”.
Yo dudaba que lo hiciera, con infarto o sin él, y sobre eso tenía razón –mi madre amaba sus cigarrillos. Agradecí a la Sra. McCurdy por haber llamado.
“Fue lo primero que hice al llegar a casa”, dijo. “Y… cuándo piensas venir, Alan, el sabadito?” Había un ligero tono en su voz que sugería que lo adivinaba.
Mire por la ventana la perfecta tarde de Octubre. El brillante cielo azul de New England sobre los árboles que se mecían sobre sus amarillas hojas en Mill Street. Entonces eche un vistazo al reloj. Las tres y veinte. Estaba por salir hacia mi seminario de filosofía de las cuatro en punto cuando sonó el teléfono.
“Bromea?” Pregunté. “Estaré ahí esta noche.” Su risa era seca y algo sofocada al final –La Sra. McCurdy era excelente para hablar sobre quién debía dejar el tabaco, ella y sus Winston. “Buen chico! Irás directo al hospital y después conducirás hasta la casa, cierto?
“Eso creo, si” Dije. No tenía sentido decirle a la Sra. McCurdy que había algún fallo en la transmisión de mi viejo auto, y que no iría a ningún otro lugar que al sendero del futuro predecible.
Haría autostop hasta Lewiston, y después hasta nuestra pequeña casa en Harlow si aún no era muy tarde. Si lo fuese, haría una siestecilla en algún sofá del hospital. No sería la primera vez que mi pulgar me llevase fuera de la escuela. O dormiría sentado con mi cabeza sobre una máquina de Coca-Cola, según el caso. “Me aseguraré que la llave se encuentre bajo la carretilla,” dijo ella. “Sabes a lo que me refiero, verdad?”
 “Claro.” Mi madre conservaba una vieja carretilla junto a la puerta del cobertizo trasero que se llenaba de flores en el verano.
Pensar en ello, por alguna razón hizo que las noticias de casa que la Sra McCurdy me diera me golpeasen como un hecho auténtico: mi madre estaba en el hospital, la pequeña casa en Harlow donde crecí estaría oscura esta noche –no habría quién encendiera las luces después del ocaso. La Sra. McCurdy podía decir que mi madre era joven pero, cuando se tienen veintiún años, cuarenta y ocho suenan a ancianidad.
“Ten cuidado, Alan. No conduzcas deprisa”.
Mi velocidad, desde luego, dependería de quienquiera que me llevase y, personalmente esperaba que quien fuese condujera como el diablo. En cuanto a mí correspondía, no llegaría al Central Main Medical Center lo suficientemente rápido. Aun así, no tenía sentido preocupar a la Sra. McCurdy.
“No lo haré, gracias”.
“Por nada,” dijo ella. “Tu má estará bien, y vaya si estará feliz de verte.”
Colgué el teléfono y garabateé una nota diciendo lo que había ocurrido y hacia dónde me dirigía. Le pedí a Hector Passmore, el más responsable de mis colegas, que llamara a mi asesor y le pidiera que informara a mis instructores lo que pasaba para que no me fastidiaran por ausencias –Dos o tres de mis profesores eran verdaderamente intolerantes a ese respecto. Después empaque un cambio de ropa en mi mochila, añadí mi copia de Introducción a la filosofía que había marcado doblando el borde de una hoja y me dirigí a la salida. Abandoné el curso la siguiente semana, aunque me estaba yendo bastante bien. Mi forma de ver el mundo cambió esa noche, cambió bastante y nada en mi libro de filosofía parecía ajustarse a dichos cambios.
Llegué a comprender que hay cosas debajo, tú sabes – debajo- y ningún libro puede explicar lo que son. Yo creo que a veces es mejor olvidar lo que son esas cosas. Si puedes, claro está. Hay 193. kilómetros de la Universidad de Maine en Orono hasta Lewiston en el condado de Androscoggin, y la forma más rápida de llegar ahí es por la ruta I-95. El camino de peaje no es un muy buen lugar para hacer autostop, puesto que la policía estatal está dispuesta a echar a cualquiera se baje por ahí –incluso si solo te encuentras de pie sobre la rampa, aun así te echan –y si el mismo policía te pesca dos veces, puede incluso darte una multa. Así que tomé la Ruta 68, que enfila al sudoeste de Bangor. Es un camino bastante transitado y si no luces como un completo psicótico, usualmente te las arreglas bien. Los polis también te dejan en paz, la mayor parte del trayecto.
El primer tramo me llevó un adusto vendedor de seguros y me llevó hasta Newport. Permanecí de pie en la intersección de la Ruta 68 y la Ruta 2 por casi veinte minutos, y entonces conseguí que me llevase un caballero algo mayor que iba en camino a Bowdoinham. Constantemente se tocaba la entrepierna mientras manejaba. Como si intentara atrapar algo que anduviese correteando por ahí.
“Mi mujer sienpre me dijo que ‘stuviera preparado y guardase un cuchillo en la espalda si pretendía llevar a un autostopista,” dijo “pero cuando veo a un tipo joven parado a un la’o del caminio, yo sienpre recuerdo mis días de juventud. Mi pulgar me llevo bastante lejos y yo también hice autostop. Cabalgué los caminios también, y mira esto, ella muerta hace cuatro años y yo vivito y coleando, conduciendo el mismo y viejo Dodge. La echo tierriblemente de menos”. Se volvió a tocar la entrepierna “Hacia dónde te diriges, hijo?”
Le conté a dónde iba y por qué.
“Eso es tierrible,” dijo él. “Tu má! Lo siento mucho!”.
Su comprensión era tan fuerte y espontánea que logró que sintiera un escozor en las comisuras de los ojos. Parpadeé para ahuyentar las lágrimas. Lo último en el mundo que se me antojaba era soltarme a llorar en el auto de este viejo, el cual cascabeleaba y se bamboleaba, además de que lo impregnaba un fuerte olor a orín.
“La Sra. McCurdy –la dama que me telefoneó –dijo que no era muy grave. Mi madre es aún joven, solamente cuarenta y ocho años”.
“Aun así, es un infarto!” El hombre parecía verdaderamente consternado. Manoseó la entrepierna de sus pantalones verdes una vez más, tirando de ella con una mano de enormes proporciones que asemejaba una garra.
“Un infarto sienpre’s serio! Hijo, te llevaría yo mismo al CMMC –te dejaría justo ante la puerta principal –si no hubiese prometido a mi hermano Ralph que lo llevaría al sanatorio particular de Gates. Su esposa se encuentra ahí, tiene esa enfermedad del olvido, no me puedo acordar cómo demonios se llama, Anderson’s o Alvarez o algo por el estilo -“
“Alzheimer’s,” dije yo.
“Ajá, tal vez la haya pillado yo también. Diablos, estoy tentado a llevarte de cualquier forma.”
“No es necesario que lo haga,” Dije. “Puedo conseguir fácilmente quien me lleve desde Gates”
“Aún así,” dijo. “Tu madre! Un infarto! Solamente cuarenta y ocho años!” Volvió a manosear su entrepierna. “Jodido calzoncillo!” chilló, y después rió –el sonido era tanto estridente como sorprendido. “Jodida ruptura! Si logras subsistir hijo, todo tu mundo comienza a desmoronarse. Al final, Dios te patea el culo, déjame decirte. Pero eres un buen chico al dejarlo todo e ir a por tu madre como lo ‘stás haciendo.”
“Es una buena madre,” Dije, y una vez más sentí el escozor de las lágrimas. Nunca sentí demasiada nostalgia por casa cuando me mudé al colegio –solo un poco la primera semana, eso fue todo –pero, sentí nostalgia entonces. Solo éramos ella y yo sin ningún otro familiar cercano. No podía imaginarme la vida sin ella. La Sra. McCurdy había dicho que no era muy grave, un infarto si, pero no muy grave. Más valía que la condenada vieja no mintiera, pensé, más le valía.
Continuamos en silencio durante un rato. No era todo lo rápido que yo deseaba –el viejo mantenía una velocidad constante de 72 kms./hr. y a veces se desviaba sobre la línea blanca hacia el carril contrario- pero era un tramo largo, y no podía pedirse más.
La Carretera 68 se desenrolló ante nosotros, doblando su curso a través de kilómetros de bosque y salpicada de pequeños pueblos que comenzaban y terminaban en un parpadeo, cada uno con su propio bar, y su propia estación de servicio. New Sharon, Ophelia, West Ophelia, Ganistan (que alguna vez fue Afganistán, aunque parezca increíble), Mechanic Falls, Castle View, Castle Rock. El azul brillante del cielo se desvanecía a medida que el día terminaba, el viejo encendió primero sus indicadores de posición y después los indicadores laterales y finalmente las luces frontales. Había encendido las luces largas pero no parecía haberlo notado, incluso cuando los autos que venían en sentido opuesto le mostraban sus propias luces largas.
“Mi cuñada no puede ni recordar su propio nombre,” Dijo él. “No sabe ni decir ni sí, ni no, ni tal vez. Eso es lo que hace contigo la enfermedad de Anderson, hijo. Tiene algo en sus ojos… que parece decir ‘sáquenme de aquí’ … o lo diría, si pudiera recordar las palabras. Sabes a lo que me refiero?”
“Si,” Repliqué. Inspiré profundamente y me pregunté si el olor a orines pertenecía al viejo o tal vez tuviera un perro que lo acompañase en ocasiones. Me pregunté si le ofendería que bajase un poco la ventanilla. Finalmente lo hice. Él pareció no darse cuenta como tampoco parecía percatarse de las protestas de los autos que venían en sentido opuesto.
Alrededor de las siete, flanqueamos una colina en West Gates y mi conductor chilló. “Mírala hijo! La luna! No es maravillosa?”
“En verdad era maravillosa –una enorme bola anaranjada elevándose sobre el horizonte. Y sin embargo, pensé que había algo terrible en ella. Parecía tanto preñada como infectada. Al mirar a la creciente luna de pronto me acometió un pensamiento horrible. Qué pasaría si llegaba al hospital y mamá no me reconocía? Qué tal si su memoria se había esfumado, completamente, cero, y no pudiera ni decir ni sí, ni no, ni tal vez? Que tal si el doctor me decía que necesitaba de alguien que la cuidase por el resto de sus días? Ese alguien tendría que ser yo, desde luego, no había nadie más. Adiós colegio. Que hay de eso amigos y vecinos?
“Pídele un deseo niñio!” Espetó el viejo. En su excitación, su voz se tornó más aguda y desagradable –era como si fragmentos de vidrio te chasqueasen en los oídos. Le dio a su entrepierna un fuerte apretón. Algo ahí dentro emitió un chasquido. No me cabía en la cabeza cómo podías oprimirte la entrepierna tan fuerte sin agarrarte las bolas desde la raíz, con calzoncillo o sin él. “El deseo que le pidas a la luna canpestre sienpre se realiza, eso es lo que mi padre decía.”
Pedí que mi madre me reconociese cuando entrara a su habitación, que sus ojos se iluminaran y que dijese mi nombre. Pedí el deseo e inmediatamente deseé no haber deseado, pensé que ningún deseo hecho a una enfermiza luz anaranjada pudiera traer nada bueno.
“Ah, hijo! Exclamó el viejo. “Desearía que mi mujer estuviera aquí! Le pediría de rodillas perdón por todas las sandeces e insultos que le dije!” Veinte minutos más tarde, con la última luz del día aún en el aire y la luna aun despuntando en el cielo llegamos a Gates Falls. Hay un semáforo intermitente amarillo en la intersección de la Ruta 68 y Pleasant Street. Justo antes de llegar a ella, el viejo viró abruptamente hacia el arroyo lateral y provocando que la rueda delantera derecha se golpeara contra el bordillo del camino y después retrocediera, haciendo castañetear mis dientes.
El viejo me miró entonces con una mirada entre salvaje y desafiante –todo en él era salvaje, y aunque no lo había notado en un principio, todo en ese hombre daba la impresión de vidrios rotos. Y todo cuanto decía parecía ser una exclamación.
“Te llevaré hasta ahí! Lo haré si señor! Qué importa Ralph! Al demonio con él! Tú solo pídelo”.
Quería llegar pronto con mamá, pero la idea de otros 32 kilómetros con ese olor a meados en el aire y los autos protestando por las luces largas no era muy agradable. Tampoco era agradable la imagen del tipo conduciendo en eses e invadiendo el carril contrario de Lisbon Street. Pero sobre todo era por él. No podría soportar otros 32 kilómetros de rasquiña de entrepierna ni de esa voz de vidrio roto.
“Hey, no,” Dije, “No hay problema. Siga su camino y ocúpese de su hermano.” Abrí la puerta del copiloto y lo que temía ocurrió –se inclinó y tomó mi brazo con su torcida y larga mano de anciano. Era la misma mano con la que se había manoseado la entrepierna.
“Tú solo pídelo!” Me respondió. Su voz era ronca, confidencial.
Sus dedos oprimían fuertemente la carne justo debajo de mi axila. “Te llevaré justo hasta la entrada del hospital! Ajá! No importa que nunca te haya visto en mi vida o tú a mí! No importa ni sí, ni no ni tal vez! Te llevare justo… ahí!”
“No hay problema,” repetí, y repentinamente sentí la urgente necesidad de salir de aquel auto, dejando la camisa en su puño si era necesario para librarme de él. Sentía que me ahogaba. Pensé que cuando me moviese, el apretón de su puño se cerraría aún más o incluso podría pillarme por el vello del cuello, pero no lo hizo. Sus dedos se aflojaron y me pude deslizar hacia fuera, y me pregunté cómo hacemos siempre que nos acomete un momento de pánico irracional, a qué tuve miedo exactamente.
Él solo era un viejo carcamal cuya subsistencia tal vez dependiese del carbón, con un ecosistema Dodge pestilente a orines que parecía desilusionado por haber rechazado su oferta.
Era solo un viejo que no estaba cómodo con sus calzoncillos.
¿Qué en el nombre de Dios había yo temido?. “Le agradezco haberme llevado y agradezco aún más su oferta,” Dije. “Pero puedo seguir por ahí” –señalé hacia Pleasant ¨Street “-y conseguiré autostop en cualquier momento”.
Él permaneció en silencio un momento, luego suspiró y afirmó con la cabeza.
“Ajá, ése es el mejor lugar del que partir.” Dijo. “Manténte en los límites del pueblo, nadie querría llevar a un tipo en el pueblo, nadie querría aminorar la marcha y que le apresuren a bocinazos.”
El hombre tenía razón en eso, hacer autostop en un pueblo, aún en uno pequeño como Gates Falls era en vano. Adiviné que realmente el pulgar había llevado al viejo muy lejos en otro tiempo.
“Pero, hijo, estás seguro? Ya sabes lo que dicen sobre tener pájaro en mano”.
Titubeé una vez más. Él tenía razón sobre lo del pájaro en mano también. Pleasant Street se volvía Ridge Road a poco más de kilómetro y medio hacia el oeste del intermitente amarillo y transcurría sobre 24 kilómetros de bosque antes de llegar a la Ruta 196 en los linderos de Lewiston. Ya estaba casi oscuro y es siempre más difícil conseguir autostop por la noche –cuando los faros de un auto te encuentran en medio de un camino rural, parecerás un fugitivo del Wyndham Boy’s Correctional aún con el cabello bien peinado y la camisa dentro del pantalón. Pero yo no quería viajar más con el viejo. Aún ahora que me encontraba a salvo fuera de su vehículo, pensaba que había algo atemorizante en él -tal vez fuese solo la forma en que su voz parecía llena de puntos exclamativos. Además siempre he tenido suerte para conseguir autostop.
“Estoy seguro,” dije. “Y gracias otra vez, de verdad”.
“Cuando quieras, hijo. Cuando quieras. Mi mujer… ” Se interrumpió, y vi que había lágrimas corriendo por las comisuras de sus ojos. Le agradecí una vez más, y cerré de un portazo la puerta antes que pudiera decir algo más.
Me apresuré a cruzar la calle, mi sombra aparecía y desaparecía con la luz del intermitente. En la parte alejada de la calle me volví y miré hacia atrás. El Dodge seguía ahí, aparcado a un costado de Frank’s Fountain & Fruit. A la luz del intermitente y con el semáforo a unos seiscientos metros más o menos adelante, lo pude ver sentado recargado sobre el volante. Me acometió la idea de que estaba muerto, que yo lo había matado al rehusar su ofrecimiento de ayuda. Entonces se aproximó un auto por la esquina y el conductor echo sus luces largas al Dodge, esta vez el viejo reaccionó con sus propias luces, y entonces me di cuenta que todavía estaba vivo. Tras un momento, volvió hacia el camino y condujo el Dogde lentamente hacia la esquina. Le observé hasta que se perdió de vista, y entonces levanté la vista hacia la luna.
Comenzaba a perder su brillo anaranjado, pero aun así, había algo siniestro en ella. Se me ocurrió entonces que nunca antes había oído hablar sobre pedir deseos a la luna –al lucero del ocaso sí, pero no a la luna. Una vez más deseé que pudiese retractar mi deseo, mientras la oscuridad se cernía sobre mí y yo permanecía de pie ante los cruces, era muy fácil recordar aquella historia sobre la garra del mono.
Caminé sobre Pleasant Street, mostrando el pulgar a los autos que pasaban sin siquiera aminorar la marcha. Al principio, había tiendas y casas a ambos lados del camino, entonces se terminaba la acera y los árboles silenciosamente cerraban el paso obstruyendo la tierra. En ocasiones, el camino se inundaba con luz, proyectando mi sombra hacia delante, me volvía, mostrando el pulgar e intentaba poner lo que suponía era una reconfortante sonrisa en mi rostro. Y cada ocasión el auto que se aproximaba pasaba como una exhalación. Uno de ellos me gritó “Consigue un empleo, pedazo de animal!” y hubo risas.
No temo a la oscuridad –o no temía entonces, -pero comenzaba a temer que me había equivocado al no aceptar la oferta de aquel viejo de llevarme directamente al hospital. Pude haber diseñado algún cartel que rezara ‘NECESITO AUTOSTOP, MADRE ENFERMA’ antes de iniciar la travesía, pero dudaba que ello fuese de alguna ayuda. Cualquier psicótico podía hacer un cartel, después de todo. Continué la marcha, las zapatillas deportivas se desgastaban con el terreno arcilloso del sendero, escuchando los sonidos de la inminente noche: un perro, a lo lejos; un búho, mucho más cerca; el ronroneo del creciente viento. El cielo era brillante a la luz de la luna, pero no se la podía ver en aquél preciso instante – había árboles altos en este tramo y lo cubrían todo por el momento. Al dejar atrás Gates, unos pocos autos pasaron cerca. Mi decisión de no aceptar la oferta del viejo me parecía más tonta a cada minuto. Comencé a imaginar a mi madre en su cama de hospital, su boca torcida hacia abajo en un congelado gesto de desprecio, perdiendo su conexión con la vida pero tratando de retenerla en un creciente ladrido llamándome, sin saber que no podría llegar simplemente porque no me había gustado la escalofriante voz del viejo o el apestoso olor de su automóvil. Flanqueé una colina pendiente y de nuevo me encontré ante la luz de la luna en la cima. No había árboles a mi derecha, los reemplazaba un pequeño cementerio rural. Las lápidas destellaban a la pálida luz. Algo pequeño y negro se agazapaba junto a una de ellas, observándome. Caminé un paso hacia delante, con curiosidad. La cosa negra se movió y resultó ser una marmota. Me dirigió una única mirada de reproche con un ojo rojo y se perdió entre la hierba alta. En un instante, tomé conciencia de lo cansado que estaba, de hecho estaba exhausto.
Había estado destilando adrenalina desde que la Sra. McCurdy llamara cinco horas antes, pero ahora eso quedaba atrás. Eso era la peor parte. La parte buena era que aquella sensación de franca urgencia se había ido, al menos de momento. Había tomado una decisión, me decidí continuar por Ridge Road en lugar de la Ruta 68, y no tenía sentido acosarme con lo mismo – Lo divertido es divertido y lo hecho, hecho está, solía decir mi madre. Tenía cantidad de frases por el estilo como aforismos Zen que casi tenían sentido. Con sentido o sin él, éste en particular me reconfortaba en estos momentos. Si ella estaba muerta cuando yo llegase al hospital, entonces eso era todo. Probablemente no lo estuviese. El médico dijo que no era grave, de acuerdo a la Sra. McCurdy, y la Sra. McCurdy también había dicho que mi madre aún era una mujer joven. Un poco en el bando pesado, cierto, y una fumadora al por mayor, pero aún joven.
Mientras tanto, yo me encontraba sumamente nervioso y súbitamente exhausto –parecía que mis pies hubiesen sido enterrados en cemento.
Había un muro bajo de rocas que discurría a lo largo un sendero que bordeaba el cementerio, con una abertura por la cual corrían un par de ratas. Me senté en él con los pies plantados a los lados de una de estas hendiduras. Desde esta posición, podría ver una buena parte de Ridge Road en ambas direcciones. Cuando veía luces aproximándose desde el oeste, en dirección a Lewiston, podría caminar de vuelta hacia el límite del camino y sacar el pulgar. Entretanto, me sentaría aquí con mi mochila en el regazo y esperaría a que me volviese la fuerza a las piernas.
Una baja neblina, fina y resplandeciente se elevaba del césped. Los árboles que rodeaban el cementerio por tres costados susurraban al movimiento de la creciente brisa. Desde más allá del campo santo llegó el sonido de agua corriente, un arroyo y el ocasional chapoteo de una rana. El lugar era hermoso y extrañamente confortable. Como la fotografía en un libro de poemas románticos.
Miré hacia ambos lados del camino. Nada se aproximaba, no había más que resplandor en el horizonte. Bajé mi mochila a la hendidura entre mis pies, me puse de pie y caminé hacia el cementerio. Un mechón de cabello cayó sobre mi frente y el viento lo apartó. La extraña neblina se arremolinaba perezosamente alrededor de mis pies. Las rocas de la parte trasera eran viejas, y más de una se había caído. Las del frente eran mucho más recientes. Uní las manos y me arrodille, para mirar una lápida que estaba rodeada de flores casi frescas. A la luz de la luna el nombre era fácil de leer: GEORGE STAUB. Debajo de éste se encontraban las fechas que marcaban la breve existencia de George Staub: ENERO 19, 1977 decía la primera y la otra rezaba OCTUBRE 12, 1998. Eso explicaba por qué las flores apenas comenzaban a secarse; Octubre 12 había sido hace dos días y 1998 era justo hacía dos años. Los amigos y parientes de George debieron pasar a presentar sus respetos. Bajo el nombre y las fechas había algo más, una breve inscripción. Me agaché un poco más para poder leerla- -E inmediatamente me proyecté haca atrás, aterrado y demasiado consciente de que me encontraba solo, visitando un cementerio a la luz de la luna.
La inscripción decía
“LO DIVERTIDO ES DIVERTIDO Y LO HECHO, HECHO ESTA”
Mi madre estaba muerta, había muerto quizá en ese preciso instante y algo me había enviado un mensaje. Algo con un sentido del humor absolutamente desagradable. Comencé a retroceder lentamente hacia el camino, escuchando el viento pasar entre los árboles, escuchando el arroyo, escuchando a la rana, súbitamente temeroso de escuchar algo más, el sonido de tierra deslizándose y de raíces arrancadas por algo que, sin estar del todo muerto, pugnara por salir, buscando asir una de mis zapatillas deportivas-
Mis pies se enredaron y caí, golpeándome el codo con una lápida, apenas fallando que otra me golpease la nuca. Caí con un golpe seco, mirando hacia la luna que apenas se traslucía entre los árboles. Ahora era blanca en vez de anaranjada, y tan brillante como un hueso pulido. La caída me produjo más lucidez que pánico. No sabía lo que había visto, pero no podía ser lo que yo creí haber visto, esa clase de cosas podían ocurrir en las películas de John Carpenter y Wes Craven, pero no ocurrirían en la vida real.
Si, de acuerdo, bien, murmuró una voz en mi cabeza. Y si te alejases de aquí caminando continuarás creyéndote eso. Podrás continuar creyéndolo por el resto de tu vida.
“A la mierda,” protesté y me puse de pie. El trasero de mis tejanos estaba húmedo, y tiré de él para separarlo de la piel. No era precisamente fácil reprochar a la lápida que era la última morada de George Staub pero tampoco fue tan duro como pensé que sería. El viento susurraba entre los árboles todavía en aumento, marcando un cambio en el clima. Las sombras bailaban inquietas a mí alrededor. Las ramas crujían y entrechocaban, un sonido crujiente en el bosque. Me incliné sobre la lápida y leí.
“GEORGE STAUB
ENERO 19, 1977-OCTUBRE 12, 1998”
Me quedé ahí de pie, inclinado con mis manos colgando sobre las rodillas, sin advertir lo rápido que latía mi corazón hasta que comenzó a calmarse. Una pequeña y desagradable coincidencia, eso era todo, y cabría la posibilidad de que hubiese leído mal la inscripción que había bajo el nombre y las fechas? Aún sin estar cansado y bajo el efecto del estrés, pude haber leído mal –la luz de la luna era una obvia disuasión. Caso cerrado. Excepto que, sabía lo que había leído: Lo divertido es divertido y lo hecho, hecho está.
Mi má estaba muerta.
“A la mierda,” Repetí, y me alejé. Al hacerlo me di cuenta de que la neblina que se arremolinaba sobre la hierba y mis tobillos comenzaba a resplandecer. Pude oír el murmullo de un motor aproximándose. Se acercaba un auto. Corrí de vuelta hacia la entrada del muro de rocas colgándome la mochila en el trayecto. Las luces del auto que venía iban a medio camino de la colina. Saqué el pulgar en el instante en que me deslumbraron y momentáneamente cegaron mi vista. Sabíaque el tipo se detendría aún antes de que aminorara la marcha.
(1) La confusión se da por la similar pronunciación en Inglés de las frases “Fun is fun and done is done” “lo divertido es divertido y lo hecho hecho está” y la inscripción de la lápida que en Inglés rezaría “Well begun, too soon done” “Un buen comienzo, y un prematuro final” N. De la T.
Es curioso como puedes solo saber en ocasiones, pero cualquiera que haya pasado mucho tiempo haciendo autostop te podrá decir que así ocurre. El auto me adelantó, las luces del freno encendieron y lentamente se acercó al bordillo de tierra suave muy cerca del borde del muro de rocas que dividía el cementerio de Ridge Road. Corrí hacia él con la mochila bamboleándose contra mi rodilla. El auto era un Mustang, uno de esos fenomenales autos de fines de los sesenta o principios de los setenta. El motor rugía ruidosamente, el notorio sonido de un silenciador que seguramente no pasaría la próxima inspección cuando venciera el plazo… pero ése no era mi problema.
Abrí la puerta y me deslicé al interior. Mientras ponía mi mochila entre mis pies, un odor me azotó, algo casi familiar y un tanto desagradable. “Gracias,” dije. “Muchas gracias.”
El tipo detrás del volante llevaba unos tejanos desvaídos y una remera negra con las mangas cortadas. Su piel era bronceada, sus músculos voluminosos, y a su bíceps derecho lo coronaba un tatuaje que semejaba una alambrada azul. Llevaba una gorra de John Deere puesta al revés. Había un fistol de botón pegado al cuello de su remera, pero no podía leer qué decía desde mi ángulo. “No hay problema.” Dijo él. “Te diriges a la ciudad?”
“Si,” respondí. En esta parte del mundo “a la ciudad” significaba Lewiston, la única ciudad de cualquier tamaño al norte de Portland. Mientras cerraba la puerta, vi uno de esos aromatizantes con figura de pino colgando del espejo retrovisor. Eso era lo que había olido. De seguro ésa no era mi noche en cuanto a olores se refería, primero orines y ahora pino artificial. Aun así me estaban llevando. Debería sentirme aliviado. Y mientras el tipo aceleraba de vuelta sobre Ridge Road, el gran motor del Mustang de colección rugía. Intenté convencerme de que estaba aliviado.
“Qué te espera en la ciudad?” Preguntó el conductor. Consideré que tendría mi edad aproximadamente, un pueblerino que tal vez asistiese a la vocacional técnica en Auburn o tal vez trabajase en uno de los pocos talleres textiles que aún quedaban en el área. Probablemente habría arreglado él mismo este Mustang en su tiempo libre, porque eso era lo que los pueblerinos hacían: bebían cerveza, fumaban algo de hierba, arreglaban sus autos. O sus motocicletas.
“Mi hermano está por casarse. Seré su padrino.” Dije esta mentira sin premeditación alguna. No quería que supiera sobre mi madre, aunque, tampoco sabía por qué. Algo iba mal aquí.
No podía saber lo que era o por qué pensé eso en primer lugar, pero lo sabía. Estaba seguro. “El ensayo es mañana. Además de la despedida de soltero por la noche.
“Sí? De verdad?” Se volvió a mirarme con los ojos muy abiertos y una rostro bien parecido, labios llenos y una discreta sonrisa, los ojos desconfiaban.
“Si” repliqué.
Sentía miedo. Así como así, volvía a sentir miedo. Algo estaba mal, y tal vez había estado mal desde que el viejo carcamal del Dodge me incitara a pedir un deseo ante la enfermiza luna en lugar de una estrella. O tal vez desde el momento en que descolgué el teléfono y escuché a la Sra. McCurdy decir que tenía malas noticias para mí, pero no era todo lo malo que podría ser.
 “Bueno, eso está bien” dijo el joven hombre con su gorra al revés. “Un hermano que se casa, hombre, eso está bien. ¿Cómo te llamas?”
No solo sentía miedo, estaba aterrorizado. Todo iba mal, todo. Y no podía explicar por qué o como era posible que ocurriese tan deprisa. Pero sobre todo, sabía una cosa. Quería tanto que el tipo que conducía el Mustang supiera mi nombre como querer que supiera mis motivos para ir a Lewiston. En caso de llegar a Lewiston. Súbitamente tuve la certeza de que nunca vería Lewiston nuevamente. Fue como saber que el auto se iba a detener. Y también estaba ese olor, sabía algo sobre eso también, no se trataba del aromatizante, había algo debajo del aromatizante.
“Héctor,” dije dando el nombre de mi compañero de habitación. “Hector Passmore, ese soy yo” salió de mi boca seca con total calma, y estaba bien. Algo dentro de mí insistía que no debería hacer notar al conductor del Mustang que sentía que algo iba mal.
Era mi única oportunidad.
Se volvió hacia mí un poco, y pude leer el botón que llevaba prendido: CABALGUÉ LA BALA EN TRHILL VILLAGE, LACONIA. Yo conocía el lugar, había estado ahí, aunque no por mucho tiempo. También me percaté de una gruesa línea negra que circulaba su garganta justo como el tatuaje que asemejaba alambrada circulaba su brazo, solo que la línea alrededor de la garganta del conductor no era un tatuaje. Tenía docenas de marcas negras que la atravesaban verticalmente. Eran los puntos que cosería quienquiera que le hubiese unido la cabeza de nuevo sobre el cuerpo.
“Gusto en conocerte, Héctor,” dijo él. “Yo soy George Staub”.

- SEGUNDA PARTE -
Mi mano pareció flotar ahí como la mano de un sueño. Deseé que aquello hubiese sido un sueño, pero no lo era, tenía todos los visos agudos de la realidad. El olor por encima era de pino.
El olor debajo era algún tipo de químico, probablemente formaldehído. Me encontraba cabalgando con un hombre muerto.
El Mustang apresuró la marcha sobre Ridge Road a noventa y siete kilómetros por hora, persiguiendo sus propias luces largas bajo la luz de botón de la luna. En todas direcciones los árboles que se apiñaban a lo largo del camino danzaban y se mecían al viento. George Staub me sonrió con ojos vacíos, entonces soltó mi mano y volvió la atención al camino. En la escuela secundaria había leído Drácula, y ahora una frase del libro recurría a mí, resonando en mi cabeza como una campana rota: Los muertos conducen deprisa.
No puedo hacerle saber que sé. Este pensamiento también resonaba en mi cabeza. No era mucho, pero era todo lo que tenía. No puedo hacerle saber, no puedo, no. Me pregunté dónde se encontraría ahora el viejo carcamal. Estaría a salvo con su hermano? O sería que el viejo estaba metido en esto desde un principio? Era posible que se encontrase justo detrás de nosotros, conduciendo su viejo Dodge, encorvado sobre el volante y manoseándose la entrepierna? Estaría él muerto también? Probablemente no. Los muertos conducen deprisa, según Bram Stoker, pero el viejo nunca rebasó la línea de los 72.
Sentí una risa demente subir por mi garganta y la contuve. Si me reía, él sabría. Y no debía saber, porque esa era mi única esperanza.
“No hay nada como una boda,” dijo él.
“Ajá,” añadí, “todo el mundo debería hacerlo al menos dos veces”.
Mis manos se hallaban entrelazadas y oprimiéndose. Podía sentir las uñas hundirse en los dorsos a la altura de los nudillos, pero la sensación era distante, como noticias de otro país. No podía hacerle saber, esa era la cuestión. El bosque nos rodeaba, la única luz era el desalentador brillo óseo de la luna, y no podía hacerle saber que sabía que estaba muerto. Porque él no era un fantasma, no, nada tan inofensivo. Uno puede ver un fantasma, pero, qué clase de cosa se detendría para llevarte? Qué clase de criatura sería esa? Zombie? Chupasangre? Vampiro? Ninguno de estos?
George Staub rió. “Hacerlo dos veces! Sí, colega, así es mi familia entera!
“La mía también,” añadí. Mi voz sonaba calmada, tal como la voz de un autostopista pasando la tarde –o la noche, en este caso- sosteniendo una coherente conversación como una pequeña retribución por el viaje. “Realmente no hay nada como un funeral.”
“Boda” dijo él suavemente. A la luz del tablero de instrumentos, su rostro parecía de cera, el rostro de un cadáver justo antes de que se le corra el maquillaje. Esa gorra al revés era particularmente horrible. Te hacía preguntarte cuánto quedaría debajo de ella. Había leído en alguna parte que los embalsamadores abrían el cráneo y sacaban el cerebro e insertaban una especie de algodón impregnado en químicos.
Para evitar que la cara se hundiese hacia dentro, tal vez.
“Boda,” dije yo con labios entumecidos, e incluso reí un poco – una risilla ahogada. “Boda es lo que pretendía decir.”
“Siempre decimos lo que pretendemos decir, eso es lo que yo creo” dijo el conductor. Todavía sonreía.
Sí, Freud habría creído eso también. Lo había leído en Psych 101. Yo dudaba que este tipo supiera mucho sobre Freud, y no creía que muchos estudiantes Freudianos llevasen remeras sin mangas y gorras de béisbol al revés, pero él sabía lo suficiente. Yo había dicho ‘funeral’. Dios Santo, había dicho funeral. Se me ocurrió que el tipo jugaba conmigo. Yo no quería hacerle saber que sabía que estaba muerto. Él no quería hacerme saber que él sabía que yo sabía que estaba muerto. Y por lo tanto, yo no podía hacerle saber que yo sabía que él sabía que…
El mundo comenzó a oscilar ante mis ojos. En un momento, comenzó a girar, después a rodar, y estaba por perderlo. Cerré los ojos por un momento. En la oscuridad detrás de mis párpados veía la imagen en negativo de la luna, se había tornado verde.
 “Te encuentras bien camarada?” Preguntó. El matiz de su voz era horrible.
“Sí,” respondí abriendo los ojos. El mundo se había estabilizado de nuevo. El dolor en los dorsos de mis manos, donde mis uñas se habían hundido en la piel era fuerte y real. Y el olor. No solo el pino del aromatizante, no solo los químicos. Había además un olor a tierra.
“Estás seguro?” Inquirió.
“Sólo un poco cansado. He estado viajando en autostop por un buen rato. Y a veces me mareo un poco.” La inspiración súbitamente me invadió. “Sabes una cosa, creo que sería mejor que me permitas salir. Con un poco de aire fresco mi estómago se calmará. Pasará alguien más y -”
“No podría hacer eso,” dijo él. “¿Dejarte aquí? De ningún modo. Podría pasar una hora antes que alguien llegase hasta aquí y tal vez ni siquiera se detuviesen a llevarte. Debo ocuparme de ti.
¿Cómo dice aquella canción? Llévame a la iglesia a tiempo, cierto? De ningún modo te dejaré aquí. Baja un poco la ventanilla, eso servirá. Ya sé que no huele precisamente bien aquí dentro. Colgué ese aromatizante, pero esas cosas no funcionan una mierda. Desde luego, algunos olores son más difíciles de ahuyentar que otros.”
Quería alcanzar la ventanilla y bajarla un poco, permitir que entrase algo de aire fresco, pero los músculos de mi brazo no parecían tener fuerza. Todo lo que podía hacer era permanecer ahí sentado con las manos enganchadas y las uñas clavándose en los dorsos. Un juego de músculos no funcionaba y el otro no paraba de funcionar. Vaya broma.
“Es como esa historia,” dijo él. “Aquella sobre el chico que compra un Cadillac semi nuevo por setecientos cincuenta dólares. Conoces esa historia, verdad?”
“Sí,” respondí a través de mis entorpecidos labios. No conocía la historia, pero sabía perfectamente bien que no quería escucharla, no quería escuchar ninguna historia que pudiera contar este hombre.
“Esa es famosa.”
Delante de nosotros, el camino se extendía como aquellas carreteras de las viejas películas en blanco y negro.
“Sí, es jodidamente famosa. Así que el chico está buscando un auto y ve este Cadillac semi nuevo en el patio de un tipo.”
 “Dije que ya la ”
“Sí, y tiene un anuncio que dice PROPIETARIO LO VENDE en la ventanilla.”
El hombre tenía un cigarrillo detrás de la oreja. Lo tomó, y cuando lo hizo, su remera se estiró por el frente. Pude ver otra línea negra ahí, más puntos. Después se inclinó hacia delante para activar el mechero del auto y su remera volvió a la posición anterior.
“El chico sabe que no puede costear un Cadillac, no puede siquiera remotamente pensar en algo como un Caddy, pero tiene curiosidad, sabes? Entonces se acerca al tipo y le dice, ‘Cuánto cuesta algo como eso?’ Y el tipo se vuelve y cierra la manguera que lleva en la mano –porque estaba lavando el auto, ya sabes- y le dice, ‘Chico, este es tu día de suerte. Setecientos cincuenta pavos y te lo llevas conduciendo.’ ”
El mechero del auto se activó con un chasquido. Staub lo tomó y encendió el cigarrillo. Le dio una calada y pude ver hilillos de humo escapando por entre los puntos que unían su cuello.
“El chico, - que solo cuenta diecisiete años - va y mira hacia el interior por la ventanilla del conductor y ve cuentakilómetros del auto. Y le dice al tipo, ‘Si, claro, es tan curioso como la mirilla en la puerta de un submarino’. El tipo le dice. ‘Sin bromas, chico, muéstrame la pasta en efectivo y es tuyo. Diablos, incluso aceptaría un cheque, tienes cara de ser honesto.’ Y el chico dice… ”
Miré por la ventanilla. Ya había escuchado antes esa historia, hacía años, probablemente cuando aún estaba en la escuela secundaria. En la versión que había escuchado, el auto era un Thunderbird en vez de un Caddy, pero por lo demás, era exactamente igual. El chico dice puede que solo tenga diecisiete años, pero no soy ningún idiota, nadie vende un auto como este, especialmente uno con poco kilometraje, por sólo setecientos cincuenta pavos. Y el tipo le dice que lo está vendiendo porque el carro hiede, y no puede deshacerse del olor aunque lo intenta una y otra vez sin que nada lo elimine. Verás, el tipo había salido en un viaje de negocios, uno bastante largo, se fue por al menos…
“… Un par de semanas,” estaba diciendo el conductor. Sonreía como lo hace la gente al contar un chiste particularmente bueno. “Y cuando el tipo regresa, se encuentra el auto en la cochera y a su mujer dentro del auto, llevaba muerta prácticamente el mismo tiempo que el tipo había estado fuera. No sé si fuese suicidio o un infarto o qué, pero estaba completamente hinchada y el auto, estaba impregnado de ese olor y todo lo que el tipo quería era venderlo, ya sabes.” Él rió. “Vaya historia eh?” “Por qué no habría llamado a casa?” Mi boca parecía hablar por sí misma. Mi cerebro se había congelado. “Se va por dos semanas en viaje de negocios y no llama siquiera una sola vez para saber cómo está su mujer?”
“Bueno,” dijo el conductor, “eso es, por decirlo así, lo menos importante, no crees? Quiero decir, que Vaya ganga! –Esa es la cuestión. ¿Quién no estaría tentado? Después de todo, siempre se puede conducir con las jodidas ventanillas abiertas, cierto? Y es básicamente, solo una historia. Ficción. Pensé en ella por el olor de este auto. El cual es de hecho..”  Silencio. Y yo pensé: Está esperando que diga algo, quiere que
yo lo termine. Y lo quise hacer. Lo hice. Excepto que… qué ocurría después? ¿Qué haría él después? El conductor frotó su pulgar sobre el botón de su remera, el que decía CABALGUE LA BALA EN THRILL VILLAGE, LACONIA. Pude ver la suciedad en sus uñas. “Aquí estuve hoy,” dijo. “Thrill Village. Hice algunos trabajos para un tipo y me dio el día libre. Mi novia iba a acompañarme, pero llamó para decir que estaba enferma, tiene esos períodos que a veces son realmente dolorosos, la enferman como a un perro. Eso es muy malo, pero yo siempre pienso, hey, cuál es la alternativa?
Sin enfado alguno, y entonces me meto en problemas, ambos lo hacemos”. Soltó un ladrido que asemejaba una risa carente de humor. “Así que me fui solo. No tiene sentido desperdiciar un día libre. Has ido antes a Thrill Village?”
“Sí” Dije. “Una vez, cuando tenía doce años.”
“Con quién fuiste?” Preguntó “Porque no fuiste tú solo, cierto? No si solamente tenías doce años.”
No le había contado esa parte, o sí? No. Él estaba jugando conmigo, eso era todo, golpeando salvajemente una y otra vez.
Pensé en abrir la puerta del auto y saltar hacia la oscuridad, tratando de cubrir mi cabeza con los brazos para no golpearla, solo que él podría alcanzarme y tirar de mí antes que pudiese salir. Y de cualquier forma, no podía ni siquiera levantar los brazos, así que lo que me quedaba por hacer era permanecer con las manos entrelazadas.
“No,” dije “Fui con papá. Papá me llevó.”
“Cabalgaste la bala? Yo cabalgué la jodida cosa cuatro veces.
¡Caramba! ¡Cómo sube y baja!” Él me miró y profirió otra suerte de risa. La luz de la luna inundó sus ojos, convirtiéndolos en círculos blancos, haciéndolos parecer los ojos de una estatua.
Y comprendí que estaba algo más que muerto, estaba loco.
“La cabalgaste, Alan?”
Pensé en decirle que se equivocaba de nombre, mi nombre era Hector, pero qué sentido tenía? Estabamos llegando al final.
“Sí,” susurré. No había una sola luz ahí fuera excepto la luna. Los árboles pasaban deprisa, moviéndose como espontáneos bailarines en una representación de feria. Devorábamos el camino bajo nosotros. Me fijé en el cuentakilómetros y vi que había aumentado a 130 kilómetros por hora. Estábamos cabalgando la bala justo ahora, él y yo, los muertos conducen deprisa.
“Sí, la Bala. La cabalgué.”
“Nah,” gruñó. Le dio otra calada al cigarrillo, y nuevamente observé hilillos de humo escapar de las suturas en su cuello. “No lo hiciste. Sobre todo, no con tu padre. Llegaste al principio de la fila, sí, pero fuiste con tu má. La fila era larga, la fila para la Bala siempre lo es, y ella no quería permanecer ahí de pie bajo el sol. Era gorda aún entonces, y el calor le molestaba. Pero tú la fastidiaste todo el día, fastidiaste y fastidiaste y fastidiaste, y he ahí la broma, camarada –cuando finalmente quedaste primero en la fila, te acobardaste, verdad?”
No dije nada. Mi lengua se había pegado al paladar. Su mano dejó el volante, la piel se veía amarillenta a la luz del tablero del Mustang, las uñas sucias, y aferró mis manos entrelazadas. La fuerza las abandonó cuando lo hizo y cayeron hacia los costados como un nudo que mágicamente se suelta cuando lo ha tocado la varita mágica del prestidigitador. Su pielera fría y curiosamente viperina.
“No fue así?”
“Sí,” respondí. No podía articular algo más allá de un susurro. “Cuando llegó mi turno y vi cuán alto estaba… cómo se volteaba al llegar a la cima y cómo gritaban ahí dentro cuando eso ocurría… me acobardé. Ella me dio un manotazo, y no me habló en todo el camino de vuelta a casa. Nunca cabalgué la
Bala.” Hasta ahora, al menos.
“Debiste hacerlo, camarada. Es la mejor. Es la que hay que cabalgar. No hay nada tan bueno, al menos ahí no. Me detuve camino a casa y conseguí algo de cerveza en esa tienda que queda cerca del límite estatal. Iba a pasar por casa de mi novia para darle el botón a modo de broma.”
Tocó el botón sobre su pecho, después bajó su ventanilla y arrojo el filtro del cigarrillo hacia el viento nocturno. “Solo que, probablemente ya sabes lo que ocurrió.”
Desde luego, lo sabía. Era como todas esas historias de fantasmas que has oído, o no? Estrelló su Mustang y cuando llegó la policía lo hallaron sentado y muerto entre los restos con el cuerpo sobre el volante y su cabeza en el asiento trasero, su gorra volteada al revés y sus ojos muertos mirando al techo, y puesto que lo viste en Ridge Road con la luna llena y el viento soplando, ta-ráaaan. Regresaremos después de unos anuncios de nuestro patrocinador. Ahora sabía algo que no sabía antes –las peores historias son las que has oído toda tu vida. Esas son las verdaderas pesadillas.
“Nada como un funeral,” dijo él, y rió. “No fue eso lo que dijiste? Tropezaste ahí, Al. Sin duda. Tropezaste, resbalaste, y caíste.”
“Déjame salir,” murmuré. “Por favor.”
“Pues,” dijo volviéndose hacia mí, “eso tenemos que discutirlo, o no? ¿Sabes quién soy yo Alan?.”
“Eres un fantasma,” dije.
Emitió un bufido de impaciencia y, al ligero resplandor del cuentakilómetros, las comisuras de su boca se curvaron hacia abajo. “Vamos, hombre, puedes hacerlo mejor. El jodido Casper es un fantasma. ¿Acaso yo floto en el aire? ¿Puedes ver a través de mí?” Elevó una de sus manos frente a mí, la abrió y la cerró.
Pude escuchar el sonido seco y crujiente de los tendones. Intenté decir algo. No sabía qué, y realmente no importaba, puesto que nada salía de mi boca.
“Soy una especie de mensajero,” dijo Staub. “El jodido FedEx del más allá, te agrada eso? Los tipos como yo salimos bastante a menudo cuando las circunstancias son adecuadas. ¿Sabes lo que creo? Creo que a quienquiera que dirija las cosas –Dios o lo que sea- debe gustarle entretenerse. Siempre quiere ver si te conformarás con lo que tienes o si pudiese enseñarte lo que hay tras bambalinas. Sin embargo, las circunstancias tienen que ser las adecuadas. Y esta noche lo eran. Tu ahí solo… la madre enferma… haciendo autostop… ”
“Si me hubiese quedado con el viejo, nada de esto habría pasado,” dije. “O sí?” Ahora podía oler a Staub claramente, el penetrante olor de los químicos y el opaco y tosco olor de la carne en descomposición y me pregunté como pude haberlo dejado ir, o equivocarme por otra cosa.
“Es difícil decirlo,” replicó Staub. “Tal vez ese viejo del que hablas también estuviese muerto.”
Pensé en la escalofriante voz de vidrios rotos del anciano, los manoseos al calzoncillo. No, él no estaba muerto, y yo había cambiado el olor a meados de su viejo Dodge por algo pero que mucho peor.
“De cualquier manera, colega, no tenemos tiempo para hablar de eso ya. Ocho kilómetros más y estaremos viendo casas de nuevo. Otros once kilómetros y habremos llegado al límite de la ciudad de Lewiston. Lo que significa que ahora tienes que tomar una decisión.”
“Decidir qué? Pregunté, solo que ya sabía la respuesta.
“Quién cabalga la Bala y quién se queda en tierra firme. Tú o tu madre.” Se volvió y me miró con sus ojos inundados de luz de luna. Sonrió más ampliamente y me percaté de que le faltaban casi todos los dientes, perdidos en el accidente. Palmeó la circunferencia del volante. “Te llevaré conmigo, colega. Y puesto que estás aquí, te toca elegir. ¿Qué eliges?”
No puedes estar hablando en serio, me vino a los labios, pero qué caso tendría decir aquello, o cualquier otra cosa?
Por supuesto, él hablaba en serio. Mortalmente en serio. Pensé en todos los años que ella y yo habíamos pasado juntos, Alan y Jean Parker contra el mundo. Muchos ratos buenos y más que unos cuantos realmente malos. Los remiendos en mis pantalones y los trastos con comida. La mayoría de los niños llevaban 25 centavos por semana para conseguirse un almuerzo caliente, y yo siempre llevaba un emparedado de mantequilla de maní o un trozo de bologna en un pan del día anterior como un chico de esas tontas historias de-mendigo-a-millonario. Dios sabía en cuántos restaurantes y estanquillos diferentes ella había trabajado para sostenernos. Las veces que había tomado el día en el trabajo para ver al representante de AND, vestida con su mejor traje de pantalón, y él sentado en la mecedora de nuestra cocina vistiendo su propio traje que incluso un niño de nueve años como yo podía decir que era mucho más fino que el de ella.
Con una pizarra en su regazo y un rollizo y reluciente bolígrafo entre los dedos. Las respuestas de ella, las insultantes y embarazosas preguntas que él hacía y ella con una falsa sonrisa en los labios, ofreciéndole incluso más café porque si él entregaba el reporte adecuado, entonces ella podría ganar cincuenta dólares extra al mes. Cincuenta miserables pavos. Verla recostada en su cama una vez que el tipo salía, llorando, y cuando yo llegaba a sentarme a su lado intentaba sonreír y decía que el AND no era apto para ofrecer Ayuda a Niños Dependientes sino solamente a cabezas huecas. Me había reído y ella se había reído también, porque tenías que reír, eso ya lo sabíamos. Cuando solo eras tú y tu obesa madre fumadora contra el mundo, la risa era a menudo la única forma en la que podías sobrellevar las cosas sin volverte loco y destrozarte los puños contra las paredes.
Pero era más que eso, sabes. Para la gente como nosotros, gente pequeña que se escurría por el mundo como ratones de caricatura, algunas veces reírse de los imbéciles era la única forma de vengarte de alguna manera. Ella en todos esos empleos y trabajando dobles jornadas y curando sus tobillos cuando se lastimaba y guardando sus propinas en un jarrón que rezaba FONDO PARA EL COLEGIO DE ALAN –justo como una de esas tontas historias de-mendigo-a-millonario, sí, sí –y diciéndome una y otra vez que debía trabajar duro, que otros chicos tal vez pudiesen darse el lujo de jugar a Freddy el mamoncete en el colegio, pero yo no podía porque ella sí que podía separar sus propinas hasta que llegara el día del juicio y aún entonces no sería suficiente, al final, todo se reducía a becas y préstamos si es que yo iba a ir a la universidad, y tenía que hacerlo pues esa era la única salida para mí… y para ella.
Así que trabajé duro, si quieres pensar que lo hice, porque no era ciego –veía cuánto había engordado, cuánto fumaba (eso era su único placer personal… su único vicio si lo ves por ese lado), y yo sabía que algún día nuestros roles se intercambiarían y sería yo quien viese por ella. Con una educación universitaria y un buen empleo, tal vez pudiese hacerlo. Quería hacerlo. La amaba. Ella tenía un fiero temperamento y una lengua muy afilada-
Aquel día que hacíamos fila esperando la Bala, cuando me acobardé, no fue la única ocasión en que ella me diese un manotazo o me gritase- pero yo la amaba a pesar de eso. En parte la amaba incluso por eso. La amaba igualmente cuando me golpeaba como cuando me besaba. ¿Entiendes eso? Yo también. Y eso es bueno. No creo que puedas resumir vidas, o exponer a las familias, y nosotros éramos una familia, ella y yo, la más pequeña de las familias, una pequeña familia de dos, un secreto compartido. Si lo hubieses preguntado, te hubiese dicho que lo daba todo por ella. Y ahora eso era exactamente lo que se me pedía. Se me pedía que muriese por ella, morir en su lugar, aun cuando ella había vivido ya la mitad de su vida, probablemente mucho más. Yo apenas comenzaba a vivir la mía.
“¿Que dices, Al?” Preguntó George Staub. “El tiempo corre”.
“No puedo decidir algo así,” Dije roncamente. La luna navegaba sobre el camino, ligera y brillante.
“No es justo que me lo pidas”.
“Lo sé, y créeme, eso es lo que todos dicen.” Entonces, bajó su tono de voz. “Pero déjame decirte algo - si no te has decidido para cuando lleguemos a ver las primeras luces de las casas, tendré que llevaros a ambos.” Frunció el ceño, después se iluminó su rostro, como si recordase que también había buenas noticias. “Podríais cabalgar juntos en el asiento trasero, hablar de los viejos tiempos, eso es.”
“¿Cabalgar hacia dónde?”
No respondió. Quizá no sabía.
Los árboles impregnaban la vista como tinta negra. Los faros del auto se apresuraban delante al recorrer la carretera. Yo tenía veintiún años. No era virgen pero solamente había estado una vez con una chica y estaba borracho y no podía recordar claramente cómo se había sentido aquello. Habían como mil lugares que quería visitar –Los Ángeles, Tahití, tal vez Luchenbach, Texas- y mil cosas que quería hacer. Mi madre tenía cuarenta y ocho años y eso era ser vieja, maldición. La Sra. McCurdy no lo decía porque ella misma era vieja. Mi madre había hecho lo correcto por mí, trabajar todas esas horas y cuidarme, pero, ¿acaso yo le había escogido su vida? ¿Había pedido nacer y demandado que viviera para mí? Ella tenía cuarenta y ocho. Yo tenía veintiuno. Tenía, como dicen, toda la vida por delante. ¿Pero era esa la forma en que debías juzgar? ¿Cómo decidías algo así? ¿Cómo podrías decidir algo así?
El bosque pasaba deprisa, la luna parecía mirar hacia abajo como un ojo brillante y mortal.
“Más vale que te apresures, hombre,” dijo George Staub. “Se nos termina la naturaleza.”
Abrí la boca e intenté hablar. Nada salió salvo un árido susurro.
“Mira, hay una cosa,” dijo él, rebuscando en la parte posterior del auto. Su remera se jaló hacia atrás nuevamente y tuve otra visión de la línea negra de su vientre suturado (hubiese preferido pasar de ella). Habría aún entrañas ahí dentro o solamente relleno humedecido en químicos.
Entonces echó la mano nuevamente hacia delante, había una lata de cerveza en ella –una de esas que había comprado en la tienda del límite estatal, presumiblemente.
“Yo sé cómo es esto,” dijo- “El estrés te seca la garganta. Aquí tienes.”
Me dio la lata. La tomé, tiré del tapón de argolla y bebí profundamente. El sabor de la cerveza al bajar por mi garganta era frío y amargo. Nunca antes había bebido cerveza. No la tolero. Apenas puedo soportar los anuncios de televisión. Delante de nosotros, en la tempestuosa noche, apareció ante nosotros una luz amarillenta.
“Date prisa, Al –debo acelerar. Aquella es la primera casa, justo en la cima de esa colina. Si tienes algo que decirme, más vale que me lo digas ahora.”
La luz desapareció y después reapareció, solo que ahora eran varias luces. Eran ventanas, detrás de ellas habría gente ordinaria haciendo cosas ordinarias –mirando televisión, alimentando al gato, tal vez golpeándose en el baño.
Pensé en nosotros de pie en la fila en Thrill  Village, Jean y Alan Parker, una mujer grande con manchones oscuros de sudor bajo las axilas de su vestido de verano y su pequeño hijo. Ella no quería hacer fila, Staub tenía razón en ello… pero yo había fastidiado, fastidiado, fastidiado. También tenía razón sobre eso.
Ella me había dado un manotazo, pero también había esperado de pie ahí conmigo. Había esperado junto a mí en muchas filas, y podría repasar todo eso de nuevo, todos los argumentos, los pros y los contras, pero no había tiempo.
“Llévala,” dije cuando las luces de la primera casa se deslizaron hacia el Mustang. Mi voz era ronca, rancia y fuerte. “Llévala, llévate a mi má, no me lleves a mí.”
Arrojé la lata de cerveza al suelo del auto y me llevé las manos al rostro. Entonces él me tocó, tomando el frente de mi remera, sus dedos buscando a tientas, y pensé –con una súbita claridad – que todo había sido una prueba. Había fallado y ahora él me iba a sacar el corazón desbocado del pecho, como un malvado djiin en uno de esos crueles cuentos de hadas Árabes. Grité. Entonces sus dedos se soltaron –fue como si hubiese cambiado de opinión en el último segundo- y se inclinó más allá de mí. Por un momento mi nariz y pulmones estuvieron tan llenos de su olor a muerte, que estuve seguro que me había muerto. Entonces escuché el chasquido de la puerta al abrirse y el frío y fresco aire entrando, llevándose el olor a muerte.
“Dulces sueños, Al,” gruñó en mi oído y entonces me empujó.
Salí rodando hacia la oscuridad y el viento de la noche de Octubre con los ojos cerrados y mis manos levantadas, y mi cuerpo tensando por cualquier posibilidad de fracturarme en la caída. Posiblemente grité. No puedo recordarlo con certeza. La caída no llegó y tras un momento que se me antojó interminable, me di cuenta que de hecho me encontraba ya en el suelo – podía sentirlo bajo mi cuerpo. Abrí los ojos, y los apreté fuertemente cerrándolos de nuevo. El resplandor de la luna era cegador. Sentí una punzada de dolor en mi cabeza, que se centraba detrás de mis ojos, ahí donde sientes dolor cuando repentinamente ves una luz muy brillante, pero algo más abajo hacia la nuca. Me di cuenta que mis piernas y ahí abajo estaban húmedos. Pero no me importó. Estaba en el suelo, y eso era lo que me importaba.
Me apoyé en los codos y abrí una vez más los ojos, más cuidadosamente en esta ocasión. Creía saber ya dónde me encontraba, y un vistazo alrededor fue suficiente para confirmarlo: me encontraba yaciendo de espaldas en el pequeño cementerio en la cima de Ridge Road.


- TERCERA PARTE -
La luna se hallaba ahora casi directamente encima de mí, con un intenso brillo pero mucho más pequeña de lo que había estado momentos antes. La niebla era también más densa, esparciéndose sobre el cementerio como un manto. Algunos epitafios se elevaban sobre ella como islas de piedra. Intenté ponerme de pie y otra punzada de dolor me atenazó la nuca. Me llevé la mano hasta ahí y sentí un bulto. También noté humedad pegajosa. Miré mi mano. A la luz de la luna, la sangre que escurría entre mis dedos parecía negra.
Al segundo intento conseguí ponerme en pie, y permanecí así tambaleándome entre las lápidas y hasta las rodillas de niebla. No podía ver mi mochila pues la niebla la había ocultado, pero sabía dónde estaba. Si caminaba por el sendero hacia la hendidura a la izquierda del terreno la encontraría. Demonios, incluso era posible que tropezase con ella. Así pues esta era mi historia, pulcramente empacada y atada con un listón: Me había detenido para tomar un descanso en la cima de esta colina, me había internado en el cementerio para echar un vistazo por ahí, y al volver de visitar la lápida de un tal George Staub había tropezado con mis enormes y torpes pies.
Caí, me golpeé la cabeza en una de las lápidas. ¿Cuánto tiempo había pasado inconsciente? No era lo suficientemente sabio como para adivinarlo con el movimiento de la luna y precisión de minutos, pero debió ser por lo menos una hora. Tiempo suficiente para tener aquel sueño que había tenido sobre haber cabalgado con un muerto. ¿Qué muerto? George Staub, desde luego, el nombre que había leído en el epitafio de la lápida justo antes de que apagaran las luces. Era el final típico, o no? Cielos vaya- sueño-que-he-tenido. Y cuando llegase a Lewiston y me encontrase con que mi madre había muerto? Solo una ligera sensación de premonición en la noche, dejémoslo así. Era la clase de historia que podrías contar años después, casi al final de alguna reunión, y la gente asentiría con la cabeza pensativamente y se pondría solemne y algún imbécil con remiendos de piel en los codos de su chaqueta de pana diría que hay más cosas sobre el cielo y la tierra de las que se pudiera soñar en nuestra filosofía y entonces-
“Entonces una mierda,” Grazné. La parte alta de la niebla se movía lentamente, como en un espejo empañado. “Nunca hablaré sobre esto. Nunca, en toda mi vida, ni siquiera en mi lecho de muerte.”
Pero había ocurrido todo como yo lo recordaba, eso era un hecho. George Staub se había aparecido y me había llevado en su Mustang. El viejo colega de Ichabod Crane con la cabeza suturada en vez de bajo su brazo, exigiendo que tomara una decisión. Y yo había elegido –enfrentado a las cercanas luces de la primer casa había traficado con la vida de mi madre sin apenas una pausa. Podía ser comprensible, pero eso no evitaba que la culpa disminuyera en absoluto. Su muerte parecería natural –demonios, debía ser natural – y así era como yo pretendía dejarlo.
Me dirigí hacia fuera del cementerio por el sendero izquierdo y entonces mis pies se toparon con mi mochila. La levanté y la colgué de nuevo sobre mis hombros. Aparecieron unos faros al pie de la colina casi de manera espontánea. Saqué el pulgar, extrañamente seguro de que se trataba del viejo del Dodge – había regresado a buscarme, por supuesto que sí, le daba a la historia el redondeo final.
Solo que no se trataba del viejo. Era un granjero que mascaba tabaco en una ranchera Ford llena de cestos de manzanas, un tipo perfectamente ordinario: ni viejo ni muerto.
“Hacia dónde vas, hijo?” Me preguntó, y cuando le respondí, añadió, “Eso nos irá bien a ambos”.
Menos de cuarenta minutos más tarde, a las nueve y veinte, me dejo frente al Central Maine Medical Center. “Buena suerte. Espero que tu má se recupere.”
“Gracias,” dije y abrí la puerta.
“Me di cuenta de que estabas muy nervioso al respecto, pero es más probable que se encuentre bien. Debes conseguir algo de desinfectante para esas, dijo” Señaló a mis manos.
Bajé la vista y vi las profundas marcas amoratadas en los dorsos. Recuerdo haberlas entrelazado fuertemente, clavándome las uñas, sintiendo pero incapaz de detenerme. Y recordaba los ojos de Staub, llenos de luz de luna como agua radiante. Cabalgaste la Bala? Yo cabalgué la jodida cosa cuatro veces.
“Hijo?” Preguntó el conductor de la ranchera. “Estas bien?”
“Eh?”
“Estas temblando.”
“Estoy bien,” dije. “Gracias otra vez.” Cerré la puerta de la ranchera y me dirigí hacia la amplia entrada tras la línea de sillas de ruedas aparcadas que brillaban con la luz de la luna.
Caminé hacia el módulo de información, recordándome que debía parecer sorprendido cuando me dijesen que ella había muerto, debía parecer sorprendido, ellos lo verían curioso si no lo pareciese… o quizá pensarían que me encontraba en shock… o que no nos llevábamos bien… o …
Cavilaba tan profundamente en estos pensamientos que al principio no comprendí lo que la mujer tras el escritorio de información me dijo. Tuve que pedir que lo repitiese.
“Decía que ella está en la habitación 487, pero no puede subir ahora. Las horas de visita terminan a las nueve.”
“Pero… ” Repentinamente me sentí muy confundido. Me aferré al borde del escritorio. La estancia estaba iluminada con tubos fluorescentes, y al brillo de la luz, los cortes en los dorsos de mis manos resaltaban claramente – ocho pequeñas curvas amoratadas, justo sobre los nudillos. El hombre de la ranchera tenía razón, debía conseguir algo de desinfectante.
La mujer tras el escritorio me miraba pacientemente. La placa frente a ella, decía que su nombre era IVONNE EDERLE.
“Pero, ella está bien?”
Miró en su ordenador. “Lo que dice aquí es S. Significa satisfactorio. Y el cuarto piso es la sala general. Si su madre hubiese tenido algún cambio a peor, se encontraría en la UCI.
Que está en el tercer piso. Estoy segura que si vuelve usted mañana, la encontrará muy bien. Las horas de visita comienzan a las - ”
“Ella es mi má,” Dije. “He venido en autostop desde la Universidad de Maine para verla. ¿No cree usted que podría subir al menos unos minutos?”
“Algunas veces hacemos excepciones para los familiares más cercanos,” dijo ella sonriéndome. “Aguarde un momento. Veré qué puedo hacer.” Levantó el teléfono y pulsó un par de botones, sin duda para llamar a la estación de enfermeras del cuarto piso, y pude ver el curso de los siguientes minutos como si realmente tuviese una segunda visión. Yvonne, la dama de Información preguntaría si el hijo de la Sra. Parker, en la habitación 487 podría subir por un par de minutos – lo suficiente para dar a su madre un beso y alguna palabra de aliento – y la enfermera diría oh Dios, la Sra. Parker murió hace menos de quince minutos, apenas la enviamos a la morgue, no hemos tenido oportunidad de actualizar los datos en el ordenador, esto es terrible.
La mujer del escritorio dijo, “Muriel? Habla Yvonne. Hay un joven aquí conmigo, su nombre es -” Ella me miró con las cejas enarcadas y le di mi nombre. “- Alan Parker. Su madre es Jean Parker que está en la 487, Me pregunta si podría… ”
Se detuvo. Escuchando. En la otra línea, la enfermera del cuarto piso sin duda le comunicaba que Jean Parker estaba muerta.
“Está bien,” Dijo Yvonne. “Sí, entiendo”. Permaneció en silencio un momento, con la mirada perdida, entonces colocó el auricular sobre su hombro y dijo, “Está enviando a Anne Corrigan a que le eche un vistazo. Solo tomará un segundo.”
“Yvonne frunció el entrecejo “Disculpa?”
“Nada,” Dije. “Ha sido una larga noche y - ”
“-Y está usted preocupado por su madre. Desde luego. Creo que es usted un buen hijo en dejar todo como lo hizo y venir hasta acá.”
Yo sospechaba que la opinión que tenía Yvonne Ederle sobre mí daría un abrupto giro si hubiese escuchado mi conversación con el joven tras el volante del Mustang, pero por supuesto, no había ocurrido. Eso era un pequeño secreto, sólo entre George y yo.
Parecía que habían transcurrido horas desde que me encontrara de pie bajo los tubos fluorescentes, esperando a que la enfermera del cuarto piso volviese a ponerse en la línea. Yvonne tenía unos papeles frente a ella. Bajó su bolígrafo hacia uno de ellos, marcando claras líneas al lado de algunos de los nombres, y se me ocurrió que si realmente existiese un Angel de la Muerte, él o ella sería probablemente como esta mujer, un funcionario ligeramente sobrecargado de trabajo con un escritorio, un ordenador y mucho papeleo. Yvonne mantuvo el auricular entre su oído y un hombro levantado. El altavoz decía que se solicitaba al Dr. Farquahr en radiología, Dr. Farquahr. En el cuarto piso, una enfermera llamada Anne Corrigan estaría ahora viendo a mi madre, yaciendo muerta en su cama con los ojos abiertos, el rictus de su boca inducido por el infarto, finalmente relajado.
Yvonne se enderezó al recibir respuesta por la otra línea.
Escuchó, entonces dijo: “De acuerdo, si, entiendo. Lo haré. Por supuesto, lo haré. Gracias, Muriel.” Colgó el teléfono y me miró solemnemente. “Muriel dice que puede usted subir, pero solamente podrá quedarse cinco minutos. Le han dado a su madre píldoras para dormir, y se encuentra algo sedada.”
Me quedé ahí boquiabierto.
Su sonrisa se desvaneció un poco. “Seguro se encuentra bien Sr. Parker?”
“Sí,” respondí. “Supongo que había pensado -”
Volvió a sonreír. Esta vez era una sonrisa de simpatía.
“Mucha gente piensa eso,” dijo. “Es comprensible. Usted recibe de la nada una llamada, se apresura a llegar aquí… es comprensible que piense lo peor. Pero Muriel no le permitiría subir a su piso si su madre no se encontrase bien. Créame.”
“Gracias,” dije. “Muchas gracias de verdad.”
Mientras me alejaba, ella me dijo: “Sr. Parker? Si usted viene de la Universidad de Maine al norte, podría preguntarle por qué lleva puesto ese botón? Thrill Village está en New Hampshire, o
no?”
Bajé la vista a mi remera y vi el botón prendido al bolsillo del pecho: CABALGUÉ LA BALA EN THRILL VILLAGE, LACONIA. Recordé haber creído que él intentaba arrancarme el corazón. Ahora lo comprendía: él lo había prendido a mi remera justo antes de arrojarme hacia la noche. Era su forma de marcarme, de hacer nuestro encuentro imposible de negar. Los cortes en los dorsos de mis manos así lo demostraban, el botón en mi remera, también. Él me había pedido que eligiese y yo lo había hecho.
Entonces, cómo podía mi madre seguir con vida?
“Esto?” Toqué el botón con la punta de mi pulgar, e incluso lo lustré un poco. “Es mi amuleto de la buena suerte.”
La mentira era tan horrible que tenía una suerte de esplendor.
 “Lo obtuve cuando estuve ahí con mi madre, hace mucho tiempo. Ella me llevó a la Bala.”
Yvonne, la dama de Información sonrió como si fuese lo más dulce que jamás hubiese oído. “Dele un abrazo y un beso.” Dijo.
“El verle a usted le hará dormir mejor que cualquier píldora que tengan los doctores.” Señaló. “Los ascensores están por ahí, doblando la esquina.”
Concluidas las horas de visita, yo era la única persona esperando ascensor. Había un basurero a la izquierda de un quiosco, que se encontraba cerrado y a oscuras. Me quité el botón de la remera y lo arrojé en el basurero. Después me froté la mano contra el pantalón. Todavía la estaba frotando cuando la puerta de un ascensor se abrió. Entré y pulsé el número cuatro. La cabina comenzó a subir.
Arriba de los botones que indicaban los pisos, había un cartel que anunciaba una campaña de donación de sangre para la siguiente semana. Al leerlo, una idea me acometió… excepto que no era tanto una idea sino una certeza. Mi madre estaba muriendo ahora, en este preciso instante, mientras subía hacia ella en este lento ascensor industrial. Yo había elegido, por lo tanto yo la hallaría muerta. Tenía sentido.
La puerta del ascensor se abrió y mostró otro cartel. Este mostraba un dedo de caricatura presionando unos grandes labios rojos de caricatura. Bajo ellos había una leyenda en letras rojas NUESTROS PACIENTES AGRADECEN SU SILENCIO! Más allá de la estancia, había un corredor que iba hacia derecha e izquierda. Los números nones se encontraban a la izquierda. Caminé por ese corredor, mis zapatillas parecían ganar peso a cada paso. Aminoré la marcha en los cuatrocientos setenta, y me detuve completamente entre el 481 y el 483. No podía hacer esto. Un sudor frío y pegajoso como jarabe a medio helar me resbalaba por la cabeza en pequeños ríos. Mi estómago estaba hecho nudo como un lustroso guante. No, no podía hacerlo.
Mejor era dar marcha atrás como todo el cobarde gallina que yo era. Haría autostop hasta Harlow y llamaría a la Sra. McCurdy por la mañana. Sería más fácil encarar las cosas por la mañana.
Comencé a girarme, y entonces una enfermera asomó la cabeza dos habitaciones más allá… en la habitación de mi madre.
 “Sr. Parker?” Preguntó en voz queda.
Por un loco instante, casi lo niego. Entonces asentí.
“Venga. Deprisa. Se va.”
Eran las palabras que yo esperaba, pero aun así sentí un estremecimiento de terror y doblé las rodillas. La enfermera lo vio y caminó deprisa hacia mí, su falda ondeando y su rostro alarmado. El pequeño fistol dorado en su pecho rezaba ANNE CORRIGAN. “No, no, me refiero al sedante… se va a dormir, eso es todo. No irá usted a desmayarse verdad?” Me tomó por el brazo.
“No,” Dije yo, sin saber si me desmayaría o no. El mundo ondulaba y mis oídos zumbaban. Pensé en cómo transcurrió el camino en el auto, un filme en blanco y negro y toda esa luz de luna plateada. Cabalgaste la bala? Hombre, yo cabalgué la jodida cosa cuatro veces.
Anne Corrigan me llevó hacia la habitación y vi a mi madre.
Siempre había sido una mujer grande, y la cama de hospital parecía pequeña y angosta, pero casi parecía perderse en ella. Su cabello, ahora más gris que negro, estaba desparramado sobre la almohada. Sus manos yacían en el borde de las sábanas como las manos de un niño, o de una muñeca.
No había rictus congelado como el que yo había imaginado en su rostro, pero su complexión era amarillenta.
Sus ojos estaban cerrados, pero cuando la enfermera a mi lado murmuró su nombre, se abrieron. Tenían un color azul profundo e iridiscente, su parte más joven, perfectamente viva. Por un momento miraron al vacío, y entonces me hallaron. Sonrió e intentó levantar los brazos. Uno se levantó, el otro tembló, se elevó un poco y cayó. “Al,” murmuró.
Fui hacia ella, comenzando a llorar. Había una silla junto a la pared, pero no me molesté en tomarla. Me arrodillé en el suelo y puse mis brazos alrededor de ella. Su olor era cálido y limpio.
Besé su sien, su mejilla, la comisura de su boca. Levantó su mano sana y deslizó sus dedos bajo uno de mis ojos.
“No llores,” murmuró. “No es necesario.”
 “Vine tan pronto me enteré,” dije. “Betsy McCurdy me llamó.”
“Le dije… fin de semana,” dijo ella. “Dije que el fin de semana estaría bien.”
“Sí, y al diablo con eso,” repliqué y la abracé.
“Arreglaste el auto?”
“No,” dije. “Hice autostop.”
“Oh cielos,” dijo ella. Cada palabra representaba claramente un esfuerzo para ella, pero no se saltaba letras y no sentí aturdimiento o desorientación en ella. Sabía quién era ella, quién era yo, dónde nos encontrábamos y por qué estábamos ahí. La única señal de que algo andaba mal era su débil brazo izquierdo.
Y tuve una gran sensación de alivio. Todo había sido una cruel y práctica broma de Staub… o tal vez no existía un Staub, tal vez todo había sido un sueño después de todo, tan vulgar como podría ser. Ahora que me encontraba aquí, arrodillado junto a su cama, con los brazos a su alrededor, oliendo la remanente fragancia de su perfume de Lavanda, la idea de un sueño se me antojaba mucho más plausible.
“Al? Hay sangre en el cuello de tu remera.” Sus ojos se cerraron, y después se abrieron lentamente otra vez. Imaginé que debía sentir los tan párpados pesados como yo había sentido mis zapatillas afuera, en el corredor.
“Me golpeé la cabeza má, no es nada.”
“Bien. Tienes que… cuidarte.” Los párpados se cerraron una vez más, se abrieron mucho más lentamente.
“Sr. Parker, creo que es mejor que la dejemos dormir ahora,”
“Probablemente, sí” Dije, rindiéndome. “Está casi en el mismo sitio donde tú me lo diste.”
“No debí hacerlo,” dijo ella. “Hacía calor y estaba cansada, pero aun así… no debí hacerlo. Quería decirte que lo siento.”
Mis ojos comenzaron a gotear de nuevo. “Está bien, má. Eso sucedió hace mucho tiempo.”
“Nunca pudiste cabalgar,” murmuró ella.
“Sí, lo hice” dije. “Al final, lo hice.”
Ella me sonrió. Se veía pequeña y débil, a kilómetros aquella enfadada, sudorosa y musculosa mujer que me había gritado cuando finalmente habíamos llegado al inicio de la fila, que me había gritado y golpeado en la nuca. Debió haber visto algo en la cara de alguien –alguna de las otras personas que esperaban para cabalgar la Bala- porque recuerdo que dijo algo como Qué estás mirando encanto? Mientras me llevaba de la mano, yo lloriqueando bajo el cálido sol de verano, frotándome la nuca… solo que realmente no dolía, no me había manoteado tan fuerte, principalmente recuerdo cuán agradecido me sentía de librarme de aquella alta y ondeante estructura con las cápsulas a cada lado, aquella revolvente máquina de gritos.
“Sr. Parker, realmente tiene que irse,” dijo la enfermera. Levanté la mano de mi madre y besé sus nudillos.
“Te veré mañana,” dije “Te amo má.”
“Yo también a ti, Alan… lamento las veces que te golpeé. No debí hacerlo así.”
Pero lo había hecho, había sido su forma de hacerlo. No sabía cómo decirle que lo sabía y que lo aceptaba. Era parte de nuestro secreto familiar, algo que se susurra a través de las terminaciones nerviosas.
“Te veré mañana, má, de acuerdo?”
No respondió. Sus ojos se habían cerrado de nuevo, y esta vez no los abrió. Su pecho subía y bajaba lenta y regularmente. Me alejé de la cama, sin apartar la vista de ella.
En la estancia, le dije a la enfermera, “Realmente estará bien? Realmente bien?”
“Nadie puede saberlo con certeza, Sr. Parker. Ella es paciente del Dr. Nunnally. Él es muy bueno. Estará en el piso mañana por la tarde y podrá preguntarle -”
“Dígame lo que usted cree.”
“Yo creo que estará bien,” dijo la enfermera, guiándome de vuelta hacia la estancia del ascensor.
“Sus signos vitales son fuertes, y los efectos residuales sugieren un infarto muy leve.” Frunció un poco el ceño.
“Tendrá que hacer algunos cambios, desde luego. En su dieta… su estilo de vida… ”
“El cigarrillo quiere decir.”
“Oh sí. Eso tendrá que terminar.” Lo decía como si el hecho de que mi madre dejase el hábito de toda su vida fuese tan fácil como mover un jarrón de una mesa en la sala de estar y llevarlo al recibidor. Pulsé el botón de los ascensores, y la puerta de la cabina en que había subido se abrió al instante. Las cosas claramente se movían más despacio en el CMMC cuando las horas de visita habían concluido.
“Gracias por todo” dije.
“No hay de qué. Lamento haberlo asustado. Lo que dije fue realmente estúpido.”
“De ninguna manera,” Dije, aunque estaba de acuerdo. “Ni lo mencione.”
Entré en el ascensor y pulsé el botón del recibidor. La enfermera levantó la mano y ondeó los dedos. Yo le devolví el gesto y entonces la puerta se deslizó entre nosotros. La cabina comenzó su descenso. Miré las marcas de uñas en los dorsos de mis manos y pensé que era una criatura abominable, lo más bajo entre lo bajo. Aun cuando todo hubiese sido un sueño, yo era lo más bajo entre lo más malditamente bajo. Llévala, había dicho.
Era mi madre pero me había dado igual. Llévate a mi má, no me lleves a mí. Ella me había criado, había trabajado horas extra por mí, había esperado en la fila conmigo bajo el ardiente sol del verano en el parque de diversiones de un polvoriento pueblucho de New Hampshire, y al final, yo apenas había dudado. Llévala, no me lleves a mí. Gallina, gallina, jodido gallina de mierda.
Cuando se abrió la puerta del ascensor salí, tomé el borde del basurero, y ahí estaba, yaciendo en el fondo de un vaso de papel con café a medio terminar de alguien: CABALGUÉ LA BALA EN THRILL VILLAGE, LACONIA.
Me incliné, saqué el botón de los fríos restos de café donde se encontraba, lo sequé con mis pantalones y lo metí en mi bolsillo.
Arrojarlo a la basura había sido una mala idea. Era mi botón ahora – amuleto de buena o mala suerte, era mío. Salí del hospital, despidiéndome brevemente de Yvonne. Afuera, la luna cabalgaba el umbral del cielo, inundando el mundo con su luz extraña y perfectamente soñadora. Nunca me había sentido tan cansado ni tan alicaído en toda mi vida. Deseé poder elegir de nuevo. Habría hecho una elección distinta. Lo que resultaba cómico –si la hubiese encontrado muerta como suponía que sería, creo que hubiese podido vivir con ello. Después de todo no era así como se suponía debían terminar esta clase de historias?
Nadie querría llevar a un tipo en el pueblo, había dicho el viejo de los calzoncillos, y cuán cierto era. Caminé atravesando todo Lewiston –tres docenas de calles de Lisbon Street y nueve calles de Canal Street, pasando por los clubes nocturnos con las gramolas tocando viejas canciones de Foreigner, y Led Zeppelin y AC/DC en Francés –sin mostrar mi pulgar una sola vez. No habría dado resultado. Ya pasaban de las once antes que llegara a DeMuth Bridge. Una vez en el lado de Harlow, el primer auto al que mostré el pulgar se detuvo. Cuarenta minutos más tarde estaba buscando la llave bajo la carretilla roja junto a la puerta del cobertizo trasero, y diez minutos después, estaba en la cama.
Mientras me tumbaba en ella, se me ocurrió que era la primera vez en mi vida que dormía solo en aquella casa.
Fue el teléfono el que me despertó a las doce y cuarto del medio día. Pensé que sería del hospital, alguien del hospital me diría que mi madre había tenido un abrupto cambio a peor y había muerto hacía solo unos minutos, que pena. Pero era solamente la Sra. McCurdy, queriendo asegurarse que  había llegado bien a casa, queriendo saber todos los detalles de mi visita la noche anterior (me hizo contárselo tres veces, y hacia el final de la tercer recitación, me comenzaba a sentir como un criminal al que se interroga por cargos de asesinato), también quería saber si podría ir con ella al hospital esa tarde.
Le dije que eso sería estupendo. Cuando colgué crucé la habitación hacia la puerta: Aquí había un espejo de cuerpo completo. En él se reflejaba un joven alto sin afeitar, con una pequeña barriga, vestido únicamente con ondeantes calzoncillos largos. “Debes encargarte de eso grandullón”, le dije a mi reflejo. No puedes continuar viviendo y pensando que cada vez que suene el teléfono será alguien diciéndote que tu madre ha muerto. No es que lo pensara. El tiempo borraría el recuerdo, siempre lo hacía… pero era sorprendente cuán real e inmediata me parecía la noche anterior. Cada filo y vértice era agudo y claro. Todavía podía ver el joven y bien parecido rostro de Staub bajo su gorra volteada al revés, y el cigarrillo detrás de su oreja y la forma en la que el humo escapaba de la incisión en su cuello al inhalar.
Todavía podía oírlo contando la historia del Cadillac que se vendía barato. El tiempo desvanecería los filos y redondearía los bordes pero, tomaría tiempo.
Después de todo, conservaba el botón, lo había dejado sobre el buró junto a la puerta del baño. El botón era mi recuerdo. Algo que probaba que en realidad todo había sucedido. Había un equipo modular anticuado en el rincón de la habitación y rebusqué entre mis viejas cintas, buscando algo que escuchar mientras me afeitaba. Encontré una marcada FOLK MIX y la puse en el toca cintas. La había hecho en la escuela secundaria y apenas podía recordar lo que había en ella. Bob Dylan cantaba sobre la triste muerte de Hattie Caroll, Tom Paxton cantaba sobre su colega trotamundos y después, Dave Van Roak comenzó a cantar el Blues de la Cocaína.
A mitad del tercer verso me detuve con la navaja de afeitar sobre la mejilla. Got a handful of whiskey and a bellyful of gin(1), Dave cantaba con su áspera voz. Doctor say it kill me but he don’t say when(2). Y esa era la respuesta, claro.
Una conciencia culpable me había llevado a asumir que mi madre moriría inmediatamente y Staub no había corregido esa asunción –cómo podía, cuando ni siquiera había yo preguntado?- pero obviamente era falso.
Doctor say it kill me but he don´t say when.
(1) Tengo la barriga llena de whisky y la cabeza de ginebra.
(2) El doctor dice que me matará pero no me dice cuándo.
Sobre qué en el nombre de Dios me estaba atormentando? No había sido mi elección más susceptible al orden natural de las cosas? Acaso no sobrevivían los hijos a sus padres?
El hijo de puta había intentado asustarme –hacerme sentir culpable- pero no tuve que comprar lo que él vendía, o sí? Acaso no cabalgábamos todos la Bala al final?
Estás sólo intentando quitártelo de encima. Tratando de hacerlo parecer correcto. Tal vez lo que piensas es cierto… pero, cuando él te pidió elegir, la elegiste a ella. No hay manera de cambiar eso, amigo – la elegiste a ella.
Abrí los ojos y miré mi rostro en el espejo. “Hice lo que tenía que hacer” Dije. Realmente no lo creía pero suponía que lo haría con el tiempo. La Sra. McCurdy y yo fuimos a ver a mi madre y se encontraba un poco mejor. Le pregunté si recordaba su sueño sobre Thrill Village, en Laconia, ella negó con la cabeza. “Apenas recuerdo que veniste anoche,” dijo “estaba terriblemente somnolienta.
Importa eso?”
“Nop,” dije y besé su sien. “En absoluto”.
Mi má salió del hospital cinco días después. Tuvo una leve cojera durante un tiempo, pero al cabo de un mes había vuelto al trabajo – al principio media jornada y después tiempo completo, como si nada hubiera ocurrido. Yo volví al colegio y obtuve un empleo en Pat’s Pizza en el centro de Orono. La paga no era sensacional, pero fue suficiente para reparar mi auto.
Eso estaba bien. Perdí el poco gusto que me había quedado por hacer autostop. Mi madre intentó dejar de fumar y lo logró durante un tiempo. Después volví del colegio en Abril por las vacaciones con un día de anticipación y encontré nuestra cocina tan humeante como de costumbre. Ella me miró con ojos que parecían tanto avergonzados como desafiantes. “No puedo” Dijo. “Sé que quieres que lo deje, y sé que debo hacerlo, pero hay un vacío tan grande en mi vida sin él. Nada lo llena. Lo mejor que puedo hacer es desear nunca haber comenzado.”
Dos semanas después de graduarme en la universidad, mi má sufrió otro infarto – solo uno pequeño. Intentó nuevamente dejar de fumar cuando el doctor la reprendió y después aumentó 25 kilos y volvió al tabaco. “Como el perro se voltea hacia el propio vómito” dice la Biblia, siempre me había gustado aquello. Obtuve un empleo bastante bueno en Portland en mi primer intento –afortunado, supongo, y comencé la labor de convencerla de dejar su empleo. Fue un verdadero estira y afloja al principio.
Tal vez el disgusto me hizo abandonar idea, pero yo conservaba un recuerdo que me mantenía alejándome de sus defensas Yankees.
“Debes ahorrar para tu propia vida y no cuidar de mí,” dijo ella.
“Querrás casarte algún día, Al, y lo que gastes en mí no te servirá para ello. Para tu verdadera vida.”
“Tú eres mi verdadera vida,” le dije y la besé. “Podrá o no gustarte, pero así son las cosas.”
Y finalmente, arrojó la toalla.
Tuvimos unos años bastante buenos después de eso –siete en total. No vivía con ella, pero la visitaba casi a diario. Jugábamos mucho gin rummy y veíamos muchas películas en la video grabadora que le había comprado. Tenía un balde cargado de risas, como solía decir ella. Yo no sabía si le debí esos años a George Staub o no, pero fueron buenos años. Y mi recuerdo de la noche en que conocí a George Staub nunca se desvaneció y se transformó en algo como un sueño, como siempre esperé que sucediera, cada incidente, desde el viejo diciéndome que pidiera un deseo a la luna campestre, a los dedos buscando a tientas sobre mi remera mientras Staub me prendía el botón permanecían perfectamente claros. Sabía que aún lo tenía cuando me había mudado a mi pequeño apartamento en Falmouth- lo guardé en el primer cajón de mi mesilla de noche, junto con un par de peines, mi juego de gemelos(1), y un viejo botón político que decía BILL CLINTON, EL PRESIDENTE DEL SAXO SEGURO- pero después lo había perdido. Y cuando el teléfono sonó un día o dos más tarde, sabía por qué estaba llorando la Sra. McCurdy. Eran las malas noticias que realmente nuca dejé de esperar; lo divertido es divertido, y lo hecho, hecho está.
Cuando terminó el funeral, y el velatorio, y las aparentemente interminables filas de dolientes,
(1) Gemelos: Mancuernas, yugos, yuntas.
Me mudé de nuevo a la pequeña casa en Harlow donde mi madre había pasado sus últimos años, fumando y comiendo rosquillas azucaradas. Habíamos sido Alan y Jean Parker contra el mundo, ahora sólo quedaba yo.
Busqué entre sus efectos personales, separando los papeles con los que tendría que lidiar más tarde, empacando en un rincón de la habitación, las cosas que quería conservar y en otro, las cosas que quería regalar a la Beneficencia. Casi al terminar la faena, me arrodillé y miré bajo su cama y ahí estaba, lo que había buscado por todas partes sin realmente aceptarlo: un polvoriento botón que rezaba CABALGUÉ LA BALA EN THRILL VILLAGE, LACONIA. Curvé la mano alrededor de él. El fistol se clavó en mi carne y lo apreté aún más, sintiendo un placer amargo en el dolor. Cuando abrí nuevamente los dedos, tenía los ojos llenos de lágrimas y las palabras del botón parecían duplicarse, sobreponiéndose unas con otras en la trémula luz.
Era como ver una película en tercera dimensión sin usar las gafas.
“Estás satisfecho?” Pregunté al cuarto vacío. “Es suficiente?”
No hubo respuesta, desde luego. “Para qué te molestaste? ¿Cuál es la maldita cuestión?”
Aún no había respuesta, y por qué debía haberla? Esperas en la fila, eso es todo. Esperas en la fila bajo la luna y pides tú deseo a la infecta luz. Esperas en la fila y los escuchas gritar – pagan Para ser asustados, y en la Bala siempre hacen valer su dinero.
Tal vez cuando llegue tu turno, cabalgues, tal vez corras. De cualquier forma todo acaba igual, eso creo. Debería haber más que eso, pero en realidad no lo hay – lo divertido es divertido y lo hecho, hecho está.
Toma tu botón y vete de aquí…


FIN

Entrevista realizada por la editora del blog: Desde mi Caldero: Jonaira Campagnuolo

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Hoy quisiera compartir con ustedes, una entrevista que tuvo la amabilidad de efecturme la editora del blog:  "Desde mi Caldero" Jonaira Campagnuolo, desde Venezuela. Desde aquí le envío un abrazo y mis felicitaciones por el primer aniversario de su blog. Muchos éxitos.

HÁBLANOS UN POCO DE TI ¿CUÁLES SON TUS GUSTOS Y AFICIONES?
¿Qué te puedo decir acerca de mí? Bueno, tengo 48 años y vivo desde  hace 20 en Venezuela. Soy un oficial retirado de la Policía de Investigaciones del Perú y especialista en seguridad integral. Me gusta mucho el deporte (voy al gimnasio y troto todos los días) Juego al fútbol y me gusta mucho la lectura (principalmente de suspenso, terror y política ficción) mis autores favoritos son: Frederick Forstyh, Tom Clancy, Graham Greene, algunas obras de Stephen King y Clive Barker. Pero en general trato de leer de todo (menos romance, ni vampiros adolescentes ya que para mi gusto son insufribles) por cultura general.

¿POR QUÉ EL GÉNERO DE TERROR? ¿QUÉ LICIENCIAS TE PERMITE ESE GÉNERO?
El género de terror siempre me ha llamado la atención. La primera película que vi de este tipo cuando era niño (hace ya bastantes años) fue Drácula y me impacto sobremanera. Luego al leer la novela me gustó mucho más. Pienso en ese momento nació mi afición por este tipo de literatura. Creo que permite al escritor tener un campo de trabajo mucho más amplio que en otros géneros, debido a que puede dejar volar la imaginación sin tener el límite de la realidad o la razón (ejemplo H. P. Lovecraft, Clive Barker o Edgar Allan Poe). No tienes que ajustarte estrictamente a lo que se supone debería suceder en un argumento para poder concretarlo. Caso muy distinto en otros tipos literarios en los cuales se antepone la lógica para que la obra tenga sentido real. En una obra de terror, puedes plasmar en el libro tus peores pesadillas y darles el significado que quieres transmitir al lector. Tanto si es una obra de horror sobrenatural como una que podría ser de terror real (asesinatos, secuestros, etc…)

¿QUÉ ELEMENTOS NO PUEDEN DEJARSE DE LADO A LA HORA DE AMBIENTAR UNA NOVELA DE TERROR O SUSPENSO?
En mi criterio, para crear una obra de terror es fundamental la elaboración del ambiente que haga al lector sentir que se encuentra en el lugar que el autor describe en la obra. Crear un aura inicialmente  de suspenso, pasando por el misterio, angustia, temor y llegando al horror que se manifiesta en las situaciones de la trama. Por ejemplo si en una parte se está hablando del tema de un cementerio, es necesario describir en detalle el entorno y hacer sentir a la persona que está frente a tu libro que se encuentra allí: ¿Qué es lo que está sucediendo en ese instante? ¿Cómo está el viento? Si es de noche describir la luna, los sonidos del lugar, la disposición de las criptas, las tumbas, las lápidas. El estado de ánimo del protagonista, sus pensamientos, sus temores, entre otras muchas cosas más. En mi modesta opinión, hay que preparar al lector con la finalidad de hacer que viva el momento de ansiedad y ¿Por qué no? De  pánico que se vive en determinado momento de la novela.   En el caso de mi novela: “El Visitante Maligno” me trasladé a varios cementerios con la finalidad de “familiarizarme” con ellos. A fin de poder hacer entender al lector cómo se siente estar en ese lugar. Inclusive me acosté sobre un par de tumbas y cerré los ojos concentrándome en lo que escuchaba. Esto también me ayudó para poder confeccionar la portada. De igual forma me desplacé a un bosque, a un lago, iglesias y demás para poder reflejarlos con fidelidad en mi obra.

¿CÓMO DESARROLLAS LAS EMOCIONES FUERTES EN LA HISTORIA (MIEDO, ANGUSTIA, ESPANTO, ETC.)?
Como es lógico e inherente al ser humano tenemos emociones de diverso tipo. No todos las manifestamos de la misma manera, pero en líneas generales nos parecemos mucho en como las exteriorizamos. Por ejemplo: El temor (un rostro algo desencajado mirando a todos lados), es diferente al pánico (temblor en el cuerpo, erizamiento de vellos, la piel de gallina). El abatimiento es diferente a la depresión. Al igual que la melancolía es diferente al dolor, la tristeza. Se trata de observar a las personas y en algunos casos mezclar los gestos y conductas entre determinadas emociones a fin de poder hacer entender al lector, la turbación que está viviendo uno de sus protagonistas. 

¿QUÉ DESARROLLAS EN TUS TRAMAS: MIEDO PSICOLÓGICO (PRODUCIDO EN LA MENTE), NATURAL O FANTASIOSO (ALGO DEL AMBIENTE COMO MONSTRUOS), O SOCIAL (GENTE HORRIBLEMENTE MALA)? 
Creo que es una mezcla de todos. A pesar de que el terror de mi novela es sobrenatural, he intentado (al menos eso pretendí) hacer una combinación de ellos pero haciendo énfasis en el miedo psicológico (principalmente) y en menor medida el fantasioso. Trato de mantener el ritmo en mi trabajo de manera de no hacerlo tedioso. Me gusta la narración directa. En el caso del terror que plasmo en mi obra es crudo, duro y despiadado; sin hipocresías  y a la vez honesto.

¿ESTÁS DESARROLLANDO ALGÚN OTRO PROYECTO LITERARIO?
En estos momentos estoy culminando la segunda parte de mi novela que (por el momento) tiene como título: “El Visitante Maligno II. Daños Colaterales” que espero poder publicar muy pronto.
Quiero dar la gracias a Jonaira por esta entrevista y por permitirme llegar a los lectores de su blog. Saludos desde Maracaibo

Cuento:"El Ser en el Umbral" de H.P. Lovecraft

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Hoy quiero compartir con ustedes una intrigante historia de Lovecraft: "El Ser en el Umbral" 


H. P. LOVECRAFT
(Para móvil)

Admito que he disparado seis balas la cabeza de mi mejor amigo. Ahora bien, pese a esta confesión, me propongo demostrar que no puedo considerarme un asesino. Muchos dirán que estoy loco tal vez bastante más loco que el hombre a quien di muerte en una de las celdas del manicomio de Arkham. Confió en que mis lectores juzguen los elementos que iré relatando, los contrapongan con las evidencias conocidas y lleguen a preguntarse si alguien podría haber tenido una conducta distinta a la mía frente a un horror como el que debí experimentar, ante aquel ser en el umbral.
Hasta cierto momento, muy al comienzo, no alcancé a ver más que locura en las singulares historias que paulatinamente me fueron envolviendo. Aún hoy me pregunto si mi percepción era la correcta o si a pesar de mi convicción, también yo no estaré extraviado en la demencia. No puedo saberlo a ciencia cierta; sin embargo existen otros que pueden contar, sí quieren, cosas muy extrañas acerca de Edward y Asenath Derby. Ni siquiera los  pragmáticos policías saben cómo explicar aquella visita final cuya  memoria tratan de abandonar. Rutinariamente han elaborado la endeble teoría de un terrible escarnio o venganza de unos criados despedidos, pero aun ellos saben en su fuero íntimo que la verdad es más más vasta, terrible y casi increíble. Como decía, afirmo que no soy el asesino de Edward Derby. Por el contrario: he sido un vengador y con mi acto ahorré al mundo un horror que, si sobreviviera, podría haber causado una insospechable devastación en toda la humanidad. Junto a nuestros rutinarios senderos cotidianos existen regiones de sombras; de tanto en tanto algún alma maligna avanza desde ellos hacia nosotros. Si alguien advierte esa incursión tiene la obligación moral de aniquilarla sin piedad sí no quiere exponerse a pagar un inmenso y terrible precio. Edward Pickman Derby era alguien a quien conocía de toda la vida. Si bien ocho años menor que yo, lo cierto era que cuando yo tenía dieciséis, ya manteníamos muchos intereses en común. Nunca he conocido a un estudiante más genial que él: a los siete era ya un consumado poeta de versos lóbregos, fantásticos, morbosos, que causaban el asombro de sus preceptores. Tal vez la razón de su precocidad deba buscarse en la esmerada educación privada que recibió desde muy temprano y en los excesivos mimos que colmaron su existencia. Fue hijo único, con fragilidades físicas que fueron desvelo de sus amantísimos padres, quienes no dejaban que en ningún momento estuviera fuera del alcance de la vista y de sus excedidos cuidados. Nunca nadie lo vio fuera de su casa sin estar flanqueado por su niñera y podría decirse que jamás llegó a jugar libremente con los demás niños. Todos estos factores operaron sin duda alguna forjando en el joven Derby una vida interior peculiar, reservada, reprimida, con una sola vía de escape: la imaginación.
Consecuentemente, sus estudios lo revelaron como un joven sorprendente, de noble capacidad, y su pasión por escribir me maravilló desde un comienzo, pese a que lo aventajaba en casi diez años. Por esa época yo mismo estaba atraído por singulares inclinaciones artísticas hacía lo grotesco, característica que me hizo encontrar en aquel joven un espíritu gemelo. Compartíamos un mismo entusiasmo por lo tenebroso y lo fantástico, pasión que descargábamos inicialmente en la antigua, decrépita y ciertamente amenazante ciudad en la que ambos vivíamos: la encantada y mágica Arkham, cuyos arracimados y desvencijados tejados de tipo holandés y desbastadas balaustradas georgianas desgranaban el paso del tiempo junto a las márgenes de las sibilantes y negras aguas del río Miskatonic.
Con el correr del tiempo, terminé por decidirme a seguir estudios de arquitectura y archivé el proyecto de ilustrar un libro con los siniestros poemas de Edward, sin que ese renunciamiento significara la menor mella para nuestra amistad. El exuberante talento del joven Derby continuó manifestándose con el mismo brillo de sus primeros tiempos y apenas cumplidos los dieciocho años, una recopilación de sus oníricos poemas, titulada Azathoth and Others Horrors, provocó una encrespada reacción entre la crítica. Por entonces mantenía una estrecha correspondencia con el famoso poeta baudelairiano Justín Geoffrey. El autor de The People of the Monolith, el mismo que murió en medio de alaridos en 1926 en un manicomio, tras visitar un ominoso poblado de Hungría cuya memoria es mejor no conservar.
Sin embargo, en materia de autoestima y resolución de cuestiones prácticas, la mimada existencia a que había sido acostumbrado convertía a Edward en un verdadero desastre. Al cabo del tiempo, su salud fue mejorando; todo lo contrario ocurrió con sus costumbres de dependencia infantil inculcadas por padres extraordinariamente sobreprotectores. Era natural entonces que de mayor mostrara una exasperante incapacidad para cuestiones tales como viajar solo, tomar decisiones o asumir responsabilidades. Rápidamente advirtió que sin duda su futuro no estaba en el campo de los negocios o en el profesional. Pero ni él ni la familia se preocuparon demasiado puesto que el patrimonio familiar era lo suficientemente cuantioso como para demorarse siquiera en estas preocupaciones. En plena madurez conservaba el mismo aspecto de rozagante y engañosa juventud de sus tiempos de estudiante. Rubio, de ojos azules, con el cutis de un niño; sólo después de muchos sacrificios lograba que los demás reparasen en sus intentos de dejarse el bigote. Su voz era suave y nítida; la tranquila vida que llevaba le permitía conservar un saludable y estilizado aspecto juvenil desestimando ‘la proverbial panza que delataba casisiempre una madurez prematura. Tenía una estatura conveniente y sus hermosas facciones le habrían permitido ser un cotizado galán sí su timidez no hubiese representado una infranqueable barrera para tales frivolidades que en él siempre eran conjuradas con una prudente reclusión en el mundo de los libros.
Sus padres lo llevaban a Europa todos los veranos, por lo que no demoró demasiado en captar con perspicacia los rasgos más nítidos del pensamiento y la expresión artística del viejo continente. Paralelamente, su talento, de extracción claramente asociable a Poe, fue degradándose mientras Otros fantasmas e inclinaciones artísticas iban naciendo en él. Era el tiempo en que nos sumíamos en interminables discusiones. Por entonces yo ya había conseguido licenciarme en Harvard, había trabajado en un estudio de arquitecto en Boston, había contraído enlace y había regresado a Arkham a ejercer la profesión. Me había instalado en la casa familiar de Saltonstalí Street, ya que mi padre decidió trasladarse a Florida debido a su salud. Todas las tardes recibía la visita de Edward, con lo que en poco tiempo fue considerado como un familiar más de la casa. Era inconfundible su manera de tocar el timbre o de golpear en el llamador, características que con el tiempo acabaron convirtiéndose en contraseña. Así, todos nos preparábamos después de la cena para escuchar los tres golpes secos que, luego de una pausa, eran acompañados de otros igualmente secos. La frecuencia con que yo iba a su casa era mucho menor, donde me entretenía en admirar los antiguos volúmenes que con ritmo sostenido acrecentaba su biblioteca.
Derby obtuvo su licenciatura en la Universidad de Miskatonic; era natural que así fuese ya que sus padres no le habrían dejado vivir por nada del mundo fuera del alcance de sus cuidados personales. Llegó a la Universidad a los dieciséis años y tres años después ya era licenciado en literatura francesa e inglesa, con las mejores notas en todas las materias, excepto en matemáticas y ciencias. Hizo escasas y nulas amistades con los demás estudiantes, por más que fue perceptible una cierta admiración por ese grupo de jóvenes a los que cabría denominar “audaces”, “bohemios”, “vanguardistas”, cuyas costumbres iconoclastas, lenguaje ingenioso y poses irritantes le habría gustado imitar.
El tránsito por esas regiones literarias lo empujó hacia los rincones esotéricos y mágicos, saberes sobre los que la biblioteca de Miskatoníc contaba, y aún cuenta, con volúmenes de una riqueza que la han hecho justamente famosa. Se convirtió en un voraz especialista en estos temas. A espaldas de sus padres, se entregaba a consumir cosas tales como el horrible, Book of Echínoderm, el Unaussprechlichen Kulten de von Junzt y el ancestral Necronomicón del enajenado árabe Abdul Alhazred. Edward contaba con veinte años cuando nació mi primer y único hijo, y pareció muy complacido al saber que le pondría de nombre Edward Derby Upton como homenaje a él.
Cumplidos los veinticinco años, Edward era hombre afamado por su inmensa cultura, poeta y narrador de relatos muy conocidos entre el público, pero no obstante en su obra aparecía con claridad la carencia de relaciones humanas y el exceso de formación puramente libresca que aquejaba a su autor. Sin duda, yo era su amigo más cercano. El me proporcionaba una cantera inagotable de tópicos teóricos. Por su parte, él buscaba mí opinión sobre los temas que no quería consultar con sus padres. Continuaba soltero, aunque cabe señalar que más por timidez, negligencia y sobreprotección paterna que por genuina opción al celibato. Al desatarse la guerra, su mala salud y los rasgos más ostensibles de su personalidad determinaron que se quedara en casa. Mi destino inicial fue Plattsburg, aunque en los hechos nunca llegué a cruzar el Atlántico.
Así transcurrió el tiempo. Cuando Edward tenía treinta y cuatro años, falleció su madre, hecho que lo sumió en una suerte de bloqueo psicológico que le produjo una inactividad total. Su padre se lo llevó de nuevo a Europa, donde logró reponerse de la enfermedad en forma aparentemente total. Poco después se sintió asaltado por una extraña euforia, como si se hubiera liberado de un opresivo cautiverio. Fueron los tiempos en que se le veía siempre junto al grupo de estudiantes a los que se consideraba “vanguardistas” y tomó parte en ciertos actos de gran turbulencia.
Cierta vez fue objeto de un chantaje y debió pagar -con dinero que le presté yo- una crecida suma para que alguien no contara al padre su intervención en un asunto por cierto turbio. Los rumores que circulaban sobre la violenta banda de Miskatonic eran realmente alarmantes. Se llegó a hablar de magia negra y de ejecución de actos que estaban más allá de todo lo sensatamente creíble.
II
Asenath Waite apareció en la vida de Edward cuando éste tenía treinta y ocho años. Por entonces ella debía tener unos veintitrés y tomaba curso especial sobre la metafísica de la Edad Media en la Universidad de Miskatonic. La hija de un buen amigo mío era amiga de la infancia de la muchacha -habían cursado juntas la escuela Hall de Kingsport-, pero últimamente se veía obligada a rehuirla a causa de la mala fama de la joven. Esta era morena, pequeña y muy atractiva pese a sus ojos saltones; sin embargo, algo indefinible en su expresión hacía que la gente sensible evitara su trato. A los demás, los ahuyentaba el origen de la joven y los temas que excluyentemente monopolizaban su conversación. Era descendiente de la rama de los Waite de Innsmouth; generación tras generación, se habían urdido docenas de tétricas leyendas sobre la devastada y semiabandonada población de lnnsmouth y sus habitantes. Aún hoy se oye hablar de horrendos pactos firmados alrededor de 1850 y de un abominable ser “no del todo humano” que se imbricó en las más antiguas familias del hoy casi inexistente puerto de pescadores, historias todas que sólo un yanqui de antigua prosapia puede lucubrar y difundir con el debido sentimiento de horror.
Volviendo a Asenath, su situación genealógica se complicaba por ser hija de Ephraim White y por representar el fruto de sórdidas relaciones que éste había mantenido en plena senectud con una desconocida a la que nunca nadie consiguió ver. Ephraím vivía en una arruinada mansión de Washington Street. Los conocedores del lugar -hay que establecer que la gente de Arkham hace lo posible para evitar el paso por Innsmouth- contaban que las ventanas de la buhardilla siempre permanecían tapiadas con gruesos tablones burdamente clavados y que al caer la noche se oían extrañas voces en el interior de la destartalada casa. El viejo Waite tenía fama de haber sido en sus tiempos mozos un gran conocedor de los temas de magia y se dice que por entonces podía causar o sofocar temporales en el mar. Por mi parte, de joven lo había visto una o dos veces, cuando había venido a Arkham a consultar unos antiquísimos volúmenes dedicados a saberes arcanos que enriquecían la biblioteca de la Universidad. Recuerdo que me resultaron insoportables el patibulario y melancólico mirar y las completamente descuidadas matas de barba que colgaban de la cara. Murió loco en circunstancias nunca debidamente aclaradas, poco antes de que la hija llegara a la escuela Hall. La muchacha tenía rasgos del padre, en especial su a veces diabólica mirada.
Mi amigo, el padre de la muchacha que había sido compañera de Asenath, me recordó muchos episodios curiosos cuando empezó a divulgarse la relación entre ella y Edward. Según esos datos. Asenath se hacia pasar por maga en la escuela y, en efecto, asombraba a sus compañeros con algunos prodigios en verdad inexplicables. Sostenía que podía desencadenar tormentas, pero su habilidad más notoria era la capacidad de predecir con exactitud cuanto se proponía o le proponían. Los animales rehuían su presencia y, a distancia, con unos casi imperceptibles movimientos de una mano derecha hacia aullar a cualquier perro. Otras veces demostraba conocimientos prodigiosos y hablaba lenguas absolutamente inusuales para una adolescente.
Mucho más alarmantes eran los casos completamente verificados de su influencia sobre otras personas. Manejaba el hipnotismo como si fuera un juego de niños. La compañera que era mirada fijamente a los ojos por Asenath tenía la sensación de estar en proceso de transmutación de la personalidad, como si quien estuviera bajo hipnosis pasara a habitar el cuerpo de la hechicera y consiguiera mirar desde otro punto a su verdadero cuerpo, en el que resaltaban unos ojos siempre resplandecientes .con una expresión de enajenación. Famosas eran las afirmaciones de Asenath acerca de la naturaleza de la conciencia y de su independencia de la estructura física. La única insatisfacción que revelaba la joven era la de no haber nacido varón, pues. Según ella, el cerebro del hombre poseía unas facultades cósmicas singulares, de alcance infinito. Sí tuviera el cerebro de un hombre, decía, estaría en condiciones no sólo de igualar sino hasta de sobrepasar al padre en el manejo de las fuerzas cósmicas.
Edward conoció a Asenath en una de las reuniones que celebraba la “vanguardia” universitaria. Al día siguiente, cuando vino a yerme, no era capaz de hablar otra cosa que no fuera la joven Waite. Según él, compartían los mismos intereses e inclinaciones intelectuales y, además, estaba encantado con su aspecto físico. Por mi parte, nunca había visto a Asenath, pero tenía referencias de ella. Y ellas me hacían parecer lamentable que Edward estuviera tan locamente enamorado de semejante mujer, pero me cuidé mucho de decirle nada, pues bien sé que las criticas suelen hacer más vigorosas estos encaprichamientos. Por su parte, el joven Derby parecía dispuesto a no hablar del asunto a su padre.
Las semanas siguientes, Derby las dedicó a hablarme sólo de Asenath. Por entonces ya eran de dominio público los amores otoñales de Edward, a pesar de que él distaba mucho de representar la edad que tenía y no hacía mal papel junto a tan peculiar belleza. No importaba demasiado un incipiente abdomen producto de su descuido físico y en el rostro no había asomos de arrugas. Por su parte, Asenath tenía a ambos lados de los ojos las características patas de gallo que suelen verse en las personalidades férreas como consecuencia de las tensiones constantes a que están expuestas.
Finalmente, un día Edward vino a verme en compañía de la muchacha y entonces pude comprobar que la corriente de afecto entre ellos no era unilateral. Ella permanecía casi comiéndoselo con la mirada y supe que la relación de ambos sabría vencer cualquier obstáculo que se le opusiera. Pocos días después de aquella ocasión llegó hasta mí casa el anciano señor Derby, hombre que me inspiraba el mayor de los respetos y admiración. Enterado de la nueva amistad de su hijo, había logrado sonsacarle toda la verdad al joven. Edward pensaba en matrimonio y ya se había puesto la búsqueda de casa en el barrio residencial de la ciudad. Perfectamente al tanto de la influencia que solía ejercer sobre el joven Derby, el padre había acudido a mi para rogarme que hiciera algo con el fin de evitar tal destino, pero, decidido a ser honesto antes que caritativo, le transmití mis serias dudas de un logro en aquel sentido. El punto no era esta vez el carácter poco firme de Edward, sino el extraordinariamente fuerte de la mujer. El sempiterno niño que era Edward había transferido la dependencia de la imagen paterna a otra imagen mucho más poderosa y sobre eso nada se podía hacer.
Un mes después se celebró la boda ante el juez de paz, según deseo de la novia. Convencí al señor Derby para que no se opusiera y así él, mi mujer yo asistimos a la ceremonia. Los demás invitados eran unos cuantos estudiantes universitarios más que "vanguardistas” francamente exaltados. Asenath compró la vieja finca de Crowninshield, ubicada en campo abierto al final de High Street, donde pensaba instalarse la pareja de recién casados, luego de un corto viaje a Inssmouth. de donde traerían tres criados, algunos libros y unos pocos utensilios para el nuevo hogar. Daba la impresión de que lo que volcó a Asenath hacia Arkham no fue tanto una consideración hacia Edward y su padre, sino más bien la satisfacción de su deseo de estar cerca de la Universidad, de la biblioteca y de su grupo de jóvenes universitarios.
Al volver a ver a Edward tras su luna de miel, lo noté algo cambiado. Por complacer a su esposa se había afeitado el incipiente bigote, pero eran perceptibles Otros cambios. Se mostraba más reservado, más pensativo, más triste. En un comienzo no pude establecer si me gustaba o no el cambio operado en mi amigo, pero era evidente, que parecía haber madurado. Tal vez el matrimonio fuese algo que lo ayudara. Me contó que Asenath se había quedado en casa pues estaba muy atareada con el imponente montón de libros y objetos que habían traído desde Innsmouth -pronunció este nombre y se estremeció-y, además, se ocupaba personalmente de arreglar la casa y la finca de Crowninshield.
Esa casa -que era la de Asenath- tenía un aspecto bastante desagradable, pero allí la joven había aprendido cosas sorprendentes a partir de ciertos objetos que se encontraban en ella. Con la ayuda de Asenath. Edward hacía grandes progresos en materia de conocimientos esotéricos. Algunos experimentos que le enseñaba la joven eran ciertamente drásticos -tanto que Edward nunca se animó a detallármelos-, pero no tenía dudas sobre las intenciones de su esposa. Los tres criados eran muy extraños. Dos de ellos eran incalculablemente ancianos y habían trabajado para el viejo Ephrairn; de tanto en tanto se referían a él y la madre de Asenath de un modo inexplicable. La tercera era una joven trigueña de rasgos deformes y que constantemente despedía olor a pescado.


III

A partir de entonces fui viendo a Edward cada vez menos. Al principio pasaban hasta tres semanas sin que sonaran en mi puerta los tres golpes familiares seguidos de los otros dos. Cuando me visitaba -o cuando muy excepcionalmente iba yo a su casa- era notorio su desinterés por conversar de los temas que hasta en entonces nos habían sido comunes. Se mostraba muy reservado para referirse a los estudios esotéricos que antes tan animadamente solía describir y discutir, y nunca mencionaba a su mujer. Esta se veía terriblemente envejecida desde el momento de la boda hasta el extremo que parecía ser la mayor de la pareja. La decisión se había tornado mucho más marcada en su rostro y una serie de detalles de por sí indescriptibles confluían para darle un aspecto decididamente repulsivo. Esa impresión caló tanto en mí mujer como en mí hijo, por lo que al cabo de poco tiempo dejamos de visitarlos, circunstancia que, según Edward -con su proverbial falta de tacto-, provocaba gran alivio en Asenath. De tanto en tanto, los Derby emprendían algún viaje; por lo general comunicaban que el destino era Europa, pero a veces Edward sugería lugares bastante más lóbregos.
Un año después del matrimonio, la gente rumoreaba acerca de los cambios experimentados por Edward. Sí bien la variación advertida era de orden fundamentalmente psicológicos, las habladurías no pasaban por alto ciertos otros datos de interés. Se decía que en algunas ocasiones Edward adoptaba conductas en absoluto compatibles con su naturaleza para nada robusta. Se decía, por ejemplo que, por más que antes de casarse no sabía conducir, ahora se le veía constantemente entrar y salir de Crowninshield manejando el poderoso Packard de Asenath e introducirse con una envidiable habilidad en el enmarañado tránsito ciudadano. En esos momentos, dejaba la impresión de estar regresando de algún sitio o de disponerse a emprender algún viaje, aunque nadie podía establecer ni el sitio de partida ni el de llegada; la gente sólo podía asegurar que la mayor parte de las veces se le veía transitar por el camino que lleva a lnnsmouth.
Estos cambios no cayeron bien. Para la gente, ahora Edward se parecía mucho a su mujer y al viejo Ephraim, al menos en ciertas ocasiones. Otras veces lo veían regresar, muchas horas después de haber salido; con un aspecto ausente y negligentemente tirado sobre el asiento trasero del coche, que era conducido por un chofer especialmente contratado para tal efecto. Quienes le conocían de vieja data reparaban el acentuamiento de la pusilanimidad que desde siempre lo había acompañado. En tanto el rostro de Asenath mostraba un aceleradísimo envejecimiento, el de Edward denotaba una mayor inmadurez, excepto en los pocos momentos en que se teñía con esporádicas manchas de tristeza. Era difícil entenderlo. A esa altura, los Derby prácticamente no frecuentaban los ambientes de universitarios desprejuiciados, no tanto porque tales formas de vida los hubiesen hastiados, sino más bien debido a que los estudios e inclinaciones que absorbían su tiempo espantaban incluso a los más osados de aquellos estudiantes.
Durante el tercer año de su matrimonio, Edward comenzó a confiarme muy esporádicamente que sentía temor e insatisfacción. De vez en cuando dejaba caer la enigmática observación de que las cosas habían llegado demasiado lejos” y más a menudo se refería a una cierta necesidad de “recobrar la identidad”. Inicialmente no hice caso de tales manifestaciones, pero como él insistiera, con mucho tacto, me animé a hacerle preguntas, sobre todo porque no podía apartar de la memoria lo que había oído a la hija de mi amigo sobre la capacidad de Asenath para dominar por hipnosis a sus compañeras de estudios, quienes sostenían que durante los trances sentían que habitaban otro cuerpo desde el que miraban al suyo propio en otro lugar de la habitación. Edward recibía mis inquisiciones con una mezcla de alarma y tranquilidad, pero llegado hasta cierto punto de la confesión, la cerraba prometiéndome que ya más adelante hablaríamos sin ninguna clase de obstáculos.
Poco después falleció el padre del joven Derby y entonces no supe que llegaría el momento en que  me alegraría de que hubiese abandonado este mundo en aquel momento. Edward se sintió lógicamente afectado por la pérdida, pero dentro de una modalidad que sólo cabría dominar normal. Desde su boda, sólo había visto a su padre unas pocas veces. Asenath se las había ingeniado para que concentrara en ella toda la necesidad de Edward de volcar en alguien los vínculos familiares. La gente comentaba que en realidad poco le había importado la muerte del padre y asociaban la pérdida del afecto filial al aumento de la petulancia que ostentaba sentado ante el volante del auto. Mi amigo sintió una profunda necesidad de mudarse a la vieja casa familiar, pero no pudo convencer a Asenath; quien manifestó obstinadamente sentirse muy a gusto donde estaba.
Los Derby conservaban apenas una amistad, una mujer que también era amiga de mi esposa. Cierta vez le confió que en ocasión de llegar hasta más allá del final de High Street para hacer una visita a los Derby, fue sorprendida al llegar por una de aquellas raudas y ostentas salidas de Edward frente al volante. Se acercó a la puerta tocó el timbre y acudió la horrible criada para anunciarle que Asenath tampoco se encontraba en la casa. Mientras se retiraba, pudo ver el interior de la casa y junto a la biblioteca de Edward alcanzó a divisar fugazmente un rostro con una indecible expresión de dolor y desesperanza. En principio lo confundió con el de Asenath, pese a lo que habitualmente mostraban los rasgos de la mujer de Edward, pero más tarde la amiga de mi esposa no tuvo dudas de que los ojos de aquel rostro eran sin duda alguna los tristes y melancólicos del propio Edward.
Mi amigo aumentó la frecuencia de las visitas y ciertas veces consiguió explayarse sobre algunas de sus enigmáticas afirmaciones. Lo que dijo en esas raras ocasiones no es de fácil credibilidad ni siquiera en Arkham pero la lógica con que volcó entonces las cuestiones esotéricas que lo preocupaban, amenazaban con perturbar el equilibrio mental del espectador más sensato. Se refería a siniestras reuniones en lugares apartados, a fantásticas ruinas en el corazón de Maine, bajo las que se encontraban infinitas escaleras que conducían a abismos indescriptibles, a peculiares ángulos que permitían ingresar a otras dimensiones del tiempo y el espacio, a transmutaciones de la personalidad, a otros mundos, a otros espacios y otros tiempos.
Para afirmar su discurso, de tanto en tanto me aportaba objetos que me producían una total perplejidad. Eran objetos de extraños colores y texturas, con curvas o planos que escandalizarían a cualquier geometría conocida Ante mi curiosidad, sólo se limitaba a informarme que procedían del exterior y que Asenath era quien sabía cómo conseguirlos. Con voz cargada de temor, - solía mencionar al viejo Ephraim Waite, a quien sólo había visto un par de veces en la biblioteca de la Universidad; su miedo giraba en torno a la duda sobre si el viejo se encontraba realmente muerto, en sentido físico y también espiritual.
En determinados momentos interrumpía abruptamente su relato quedando todo él como suspendido en el vacío. Entonces no podía dejar de pensar que la interrupción era obra de Asenath, quien molesta por lo que mi amigo me confesaba, desde la distancia, por algún procedimiento, extraordinario, lo - dejaba sin habla. Y, efectivamente, algo debió haber sospechado,puesto que poco después sus palabras y miradas hacia mí estaban inequívocamente cargadas de una terrible ferocidad Derby también comenzó a tener enormes dificultades para llegar hasta mi casa: aunque declarase ir a otro lugar, al encaminarse hacia casa, una fuerza inexplicable lo paralizaba o su mente quedaba en blanco sin poder discernir ya adonde se dirigía. Sólo llegaba hasta mi casa cuando Asenath se hallaba lejos, “lejos dentro de su propio cuerpo”, como llegó a decir cierta vez. Pero ella siempre terminaba enterándose de los movimientos de Edward, porque para eso tenía a los criados que vigilaban celosamente los desplazamientos de su marido. Lo cual demuestra que nunca consideró necesario adoptar medidas más contundentes para cortar de cuajo nuestra relación.

IV

Un día de agosto, recibí un telegrama desde Maine. Hacía unos dos meses que no veía a Edward y sólo sabía de él que se encontraba afuera por cuestiones de negocios. Creía que Asenath  lo acompañaba, pero la gente rumoreaba que en la casa, tras las cortinas de las ventanas del primer piso, se entreveía a alguien. Se hablaba también de las compras que realizaban los criados. En el telegrama, el alguacil de Chesuncook me hablaba de un loco con la ropa totalmente destrozada que había salido del bosque, delirando y mencionando mi nombre para pedirme ayuda. Chesuncook es una zona boscosa y abrupta que rodea a Maine. Estuve todo un día traqueteando sobre el lomo de impresionantes barrancos antes de llegar en coche al lugar citado por el alguacil. Encontré a Edward encerrado en una pieza de la granja que hacía las veces de cárcel; estaba mitad delirante, mitad apático. Enseguida me reconoció y me propinó un torrente de palabras cuyo sentido se me escapaba.
-¡Por amor de Dios! ¡El infierno de los shaggoths! Hay que descender de los seis mil escalones...allí está lo abominable... ¡Ia!...¡Shub-Niggurath!... La figura en el altar... el aullido de quinientos.., el encapuchado decía “Kamog, Kamog”... es el nombre secreto de Ephraim en el aquelarre... y yo estaba allí... Asenath prometió que nunca me llevaría... Un instante antes estaba encerrado bajo llave en la biblioteca.., y de pronto estaba ella allí con mi cuerpo... el más atroz de los infiernos.., el reino de las tinieblas.., el cancerbero custodia la puerta... apareció un shaggoth... vi cómo cambiaba de forma... no lo pude aguantar... la mataré si vuelve a enviarme a ese lugar... lo mataré a él... mataré lo que sea... lo haré con mis propias manos...
Más de una hora pasé tratando de tranquilizarlo. Finalmente lo conseguí. Le compré ropa en el pueblo y al día siguiente volvimos a Arkham. El furioso delirio había dado paso a un reconcentrado silencio, pero cuando pasamos por Augusta se puso a mascullar como si la simple vista de una ciudad le despertara recuerdos odiosos. Era evidente que no deseaba volver a su casa y tomando en consideración los delirios que le inspiraba su mujer -estados que atribuí a alguna experiencia hipnótica a que ella lo habría sometido- decidí que lo más conveniente sería no llevarlo a su hogar. Por lo tanto, lo albergué en mi casa por algún tiempo, consciente de los problemas que semejante decisión podría acarrearme con Asenath. Con el tiempo lo ayudaría en los trámites para lograr el divorcio, ya que resultaba indudable que seguir con aquella mujer significaría el suicidio para Edward. Mientras cavilaba acerca de estos temas, mi acompañante dormitaba en el asiento junto a mí mientras yo conducía.
Ya de noche, cuando pasábamos por Portland, Derby volvió a mascullar una violenta ristra de insultos destinados a Asenath. Era innegable que la mujer había quebrado el equilibrio nervioso de mi amigo y ahora no conseguía escapar de una red de alucinaciones que tejía en torno a ella. En voz baja, con toda claridad, me confió que la circunstancia por la que entonces atravesaba no era más que una dentro de una larga serie. Se lamentaba que llegaría el día en que ya no podría escapar de las redes tendidas por la mujer. Sí ahora lo soltaba, sin duda que se debía a que no le era posible otra cosa, ya que aún era incapaz de apresarlo por demasiado tiempo. Casi constantemente se apoderaba de su cuerpo, luego se iba cualquier parte para participar en singulares ritos, mientras lo dejaba a él encerrado en el piso superior dentro de su cuerpo de mujer. Algunas veces no lograba someterlo por demasiado tiempo y así, de pronto, Edward se reencontraba con su cuerpo en cualquier lugar, por lo general horrible. Fue lo que sucedió cuando lo encontró el alguacil a la vera del denso bosque. Supe que no era la primera vez que se veía obligado a regresar a casa desde tremendas distancias, suplicándole a alguien de buena voluntad que se ocupara de manejar el coche.
Con el transcurso del tiempo, los lapsos por los que se apoderaba de su cuerpo eran mayores. Asenath procuraba ser hombre y esto era lo que explicaba sus intentos con el pobre Edward.  El joven Derby tenía características ideales para sus proyectos: una esclarecida inteligencia en una débil voluntad. Tal vez no estuviese lejano el día en que se apropiaría definitivamente de su cuerpo para transformarse en un gran hechicero, como su padre, mientras que Edward quedaría confinado dentro de aquella carcasa femenina que ni siquiera cabía pensar como humana.
Derby hablaba y mascullaba en el asiento contiguo al mío. En un momento determinado giré la cabeza y lo contemplé: pude verificar entonces una impresión previa que había recibido. Aunque parezca un contrasentido, daba la impresión de encontrarse en mejores condiciones físicas que nunca, lucía más robusto y no se notaba en su cuerpo las flaccideces propias de su indolencia para el cuidado físico. Era como si por primera vez en su holgada existencia estuviese obligado a a1guna actividad física sostenida, circunstancia que me llevó a inferir que Asenath era la responsable de aquel nuevo dinamismo corporal y mental en mi amigo. Sin embargo, en aquellos precisos instantes las manifestaciones de su mente eran más bien deplorables, puesto que de su boca sólo escapaban incoherencias acerca de su mujer, de la magia negra, del viejo Ephraim y de otros dislates. A veces reconocía algunos de los nombres que pronunciaba por la memoria que conservaba de inconsistentes y esporádicas frecuentaciones de volúmenes dedicados a saberes esotéricos. El hilo de la conversación, monólogo mejor dicho, de Edward era discontinuo; cada poco se detenía y parecía como si estuviera tornando aliento para emprender una revelación final y agobiante.
-Dan, Dan, ¿recuerdas sus Ojos feroces, la descuidada barba que nunca encaneció? Una vez me asestó su mirada terrible. Nunca lo olvidaré. Ahora esa mirada está en los ojos de ella. Sé por qué. El viejo encontró en el Necronomicón la fórmula. No sé bien en qué página está, pero cuando lo averigüe podrás leerlo y enterarte. Enterarte de por qué me encuentro en este estado lamentable. Paso de... de... de un cuerpo a Otro y luego a otro... Así nunca morirá... El fuego de la vida... él sabe cómo apagarlo.., sabe cómo hacerlo brillar incluso una vez que el cuerpo ha muerto... Si te doy algunas pistas, podrás adivinar... Escúchame Dan... ¿Tienes idea de por qué mi mujer evita escribir con una inclinación de las letras hacia la izquierda? ¿Viste alguna vez algún texto escrito por el viejo Ephraim? ¿Sabes por qué sentí morirme cuando vi el modo en que escribía Asenath? Asenath... ¿existe realmente una persona con ese nombre?... ¿Por qué se dijo que se había encontrado veneno en las vísceras del viejo Ephraim? Nunca oíste los rumores de los Gilman acerca del modo en que gritaba el viejo cuando se volvió loco y Asenath lo recluyó en el acolchado cuarto de la buhardilla, el mismo donde había estado el otro?... Tal vez allí sólo se encontraba encerrada el alma del viejo... ¿Se puede determinar quién encerró a quién? ¿Recuerdas que el viejo buscó durante muchísimo  tiempo alguien que tuviese una gran inteligencia y muy poca voluntad? ¿Recuerdas cómo maldecía a su hija por no ser varón? ¿Puedes decirme, Daniel Upton, qué siniestro cambio ocurrió en aquella  pesadillesca casa en la que el monstruo implacable manejaba a aquella confiada, pusilánime y no del todo humana criatura su antojo’ ¿No se produjo acaso un cambio como el que ahora está ocurriendo conmigo? ¿Sabes por qué ese ser llamado Asenath escribe de manera peculiar cuando nadie la ve, de una manera en que no es posible diferenciar su escritura de la de...?
En ese preciso instante sucedió aquello. La voz de Derby venía haciéndose cada vez más estridente a medida que avanzaba en su monólogo hasta lindar eón el inminente grito histérico, cuando súbitamente se apagó tras un chasquido en apariencia metálica. Recordé que en mi casa otras veces también se había interrumpido intempestivamente, como obedeciendo Órdenes; no tuve dudas de que alguna poderosa onda mental de Asenath le ordenaba callar. Sin embargo, esta vez la situación se tomaba mucho más horrible. Los rasgos de la cara de Edward se retorcieron hasta volverla prácticamente irreconocible; en tanto su cuerpo era presa de espantosas convulsiones. Era como si todos sus huesos y músculos y nervios se vieran obligados a adoptar violentamente una posición, una tensión, una personalidad diferente.
Me ganó el horror. Sentí un indecible malestar, una aguda repugnancia y mis manos dejaron de sujetar el volante. El ser que tenía junto a mí en el asiento ya no era la del amigo de toda la vida; era una monstruosa criatura que parecía provenir de los espacios siderales e irradiaba desconocidas y malsanas fuerzas.
Durante mi indecisión horrorizada, mi nuevo compañero de viaje me arrebató el volante y me obligó a cambiar de asiento con él. Era noche sin luna y las luces de Portland resplandecían tenuemente a nuestras espaldas, por lo que casi no pude verle el rostro. Percibí el fulgor que se desprendía de sus ojos y comprobé que la gente tenía toda la razón cuando afirmaba que a veces se convertía en un arrogante desatado al mando del volante. No podía creer que el indolente y apocado. Edward Derby estuviera dándome órdenes y demostrando tal petulante soberbia como conductor, precisamente él, quien nunca se atrevía a entablar una discusión y que siempre se mostraba orgulloso de no saber conducir. Pero entonces esa era la situación y en medio de mí desasosiego lo único que me aliviaba era que - toda la escena transcurriese sin que él se decidiera a abrir la boca.
Al pasar por Biddeford y Saco, las luces me permitieron comprobar que mantenía la boca apretada con fuerza y renové mí estremecido horror al reencontrar el fulgor de sus ojos. Pude verificar también algo que había oído; durante esos trances se parecía mucho a su esposa y al viejo Ephraim. Eran desagradables sus actitudes, sus gestos no parecían naturales, Pero lo más perturbador era la clara conciencia de que aquel hombre, a quien toda la vida había conocido como Edward Pickman Derby, no era más que un extraño, una endemoniada presencia proveniente de algún averno sideral.
Al retomar un tramo oscuro de la carretera volvió a hablar con una voz que casi no pude reconocer corno, la de mi amigo. Era mucho más áspera, más cortante y tanto su acento como el énfasis de la pronunciación diferían radicalmente - de los que yo podía recordar. En el fondo de aquella voz subyacía una yeta de -ironía agresiva, también en las antípodas de la pseudoironía desenfadada y algo torpe que Edward solía manejar; ahora se había cargado de algo siniestro, maligno, corrosivo.
-Espero que no te preocupes por el acceso que tuve hace un rato, mi querido Upton -me dijo mi acompañante-. Sabes muy bien como son mis nervios. Te pido disculpas por las molestias que te causo y te agradezco mucho qué me lleves a casa. Te pido que olvides todas la majaderías que haya podido decir acerca de mi mujer y, en general, todos los demás dislates con que te haya abrumado. Son las consecuencias de dedicarme excesivamente a una materia como la mía. Mi filosofía se asienta sobre conceptos y nociones muy extrañas, y cuando la mente no resiste comienza a imaginar toda clase de delirios. Voy a tomarme un prolongado descanso. Es posible que no nos veamos durante algún tiempo. Pero no vayas a pensar que es culpa de Asenath. Tal vez este viaje te resulte incomprensible en muchos de sus aspectos, pero en realidad tiene una explicación sencilla. En los bosques del norte existen unas ruinas pertenecientes a los indios, por lo general piedras, de gran valor para el folklore; Asenath y yo nos hemos dedicado intensivamente a  su estudio. Ha sido un trabajo extenuante que bien puede hacer que uno pierda momentáneamente la lucidez. Cuando llegue a casa mandaré a alguien para que busque el coche. Y, como te decía, me tomaré al menos un mes de vacaciones.
Ignoro si por mi parte llegué a pronunciar palabra alguna, pues la transmutación de mi amigo me tenía paralizado. Experimentaba una creciente sensación de enfrentar un inexplicable horror cósmico y lo único que me obsesionaba era que aquel viaje terminara de una vez por todas. Derby insistía en no abandonar el volante y con cierto alivio noté la velocidad con que dejábamos atrás Portsmouth y Newburyport.
Cuando llegamos al cruce donde la carretera principal se desvía para evitar el paso por Innsmouth, tuve miedo de que el conductor optara por aquel lugar infausto. Afortunadamente no lo hizo, con lo que pasamos rápidamente por Rowley y por Ipswich hasta que al fin llegamos a nuestro destino. Era poco antes de la medianoche cuando llegamos a Arkham y vimos cómo la luz en la vieja casa de Crowninshield seguía encendida. Derby se bajó; apresuradamente me volví a mi casa Con una eufórica sensación de alivio. Alivio también me causaba la advertencia de Derby de que pasaría algún tiempo antes de que volviésemos a vemos.
El tiempo que siguió a aquel viaje terrible fue una época de desbocados rumores. La gente decía que ahora se veía a Edward cada vez más en su versión dinámica y petulante y que, por el contrario, casi no se veía nunca a Asenath; Derby sólo me visitó una vez; llegó fugazmente en el coche de Asenath para llevarse unos libros que me había prestado. Me dirigió unas pocas palabras de cortesía, ya que cuando se encontraba en su impostación dinámica y arrogante no tenía qué decirme. En esos momentos tampoco aparecía la característica de los tres golpes en la puerta seguidos por los otros dos. Volvió a ocurrirme lo mismo que la noche en que lo dejé frente a su casa: cuando se retiró sentí un profundo alivio.        
Promediado setiembre, Edward se ausentó por una semana; uno de los más activos integrantes del grupo “vanguardista” de estudiantes dejó caer la hipótesis de que habría ido hasta Nueva York a reunirse con el cabecilla de culto prohibido en Inglaterra. Por mi parte, no podía dejar de pensar en el horrible viaje que hicimos desde Maine. La transmutación que tuve ocasión de presenciar me afectó mucho y no cejaba en el intento de darle una explicación a aquel horrible enigma. -
La gente de los alrededores comenzó a hablar acerca de los lastimeros sollozos que provenían de la vieja casa de Crowninshield. Parecían de mujer y, según algunos, pertenecían a Asenath, quien las escasas veces en que podía vérsela  daba la impresión de estar bajo una fuerte represión. Llegó a pensarse en dar cuenta a la policía para que abriera una investigación de los hechos, pero la idea fue abandonada cuando sorpresivamente apareció Asenath en la calle conversando animadamente con un grupo de conocidos a los que pedía disculpas por las molestias que podría haber causado el reciente ataque de histeria que había afectado a un visitante en cuestión, pero la rotunda y convincente presencia de la mujer fue más que suficiente como para aventar todas las suposiciones.
A mediados de octubre, una tarde en mi puerta la sucesión de los tres golpes seguidos por los otros dos. Abri y me encontré con Edward de los viejos tiempos, al que no veía desde el preciso momento en que experimentó el cambio durante el viaje a Maine. Se le veía tenso, presa de emociones encontradas y mientras yo cerraba la puerta tras él noté como echaba una temerosa mirada a sus espaldas.     
Fuimos hasta mi estudio y me pidió un trago para tranquilizarse. Preferí no preguntarle nada y dejé que fuese él quien estableciera los hilos de la conversación. Pasó un rato antes de empezar a monologar con voz sobresaltada.
-Asenath se fue.- Anoche, mientras los criados estaban ausentes, hablé con ella y le arranqué la promesa de que dejaría de acosarme. Por supuesto que tengo algunas garantías de las que aún no te he hablado. La obligué a que me dejara tranquilo. Se puso furiosa, pero no tuvo más remedio que hacerlo. Puso unas pocas ropas en las maletas y salió para Nueva York. Apenas pudo tomar el expreso de las ocho y veinte para Boston. Ahora todos volverán a murmurar, como siempre, pero me tiene bien sin cuidado. No cuentes a nadie que tuvimos una disputa; será bueno que digas tan sólo que Asenath ha emprendido un largo viaje de estudios. Es probable que se quede a vivir con esos fanáticos. ¡Cómo me gustaría que se quedara en la costa oeste y pidiera el divorcio! Al menos, me prometió que se mantendría alejada dc mí y que no me molestaría. No sabes lo horrible que era, Dan... Me robaba el cuerpo... estaba tomando mi lugar... me había convertido en un prisionero. Opté por la pasividad, dejándole llevar la delantera, pero tenía que estar constantemente en guardia. Con mucho cuidado podía lograrlo, ya que ella no es capaz de leer mis pensamientos en detalle. Apenas podía saber que yo estaba elaborando alguna rebelión, pero me salvaba el hecho de que ella creyese que yo era más pusilánime de lo que en realidad soy. Nunca imaginé que podría dominarla... pero me había reservado uno o dos conjuros que afortunadamente funcionaron.
Derby repitió el gesto de la mirada atemorizada por encima del hombro y apuró un generoso trago de Whisky.
-Hoy de mañana eché a esos endemoniados criados. Fue al regresar y protestaron con energía, pero al fin se fueron. Son de Innsmouth y responden incondicionalmente a Asenath. Voy a buscar a los antiguos criados de mi padre, ya que he decidido mudarme a casa de inmediato. Sé que debo parecerte loco, Dan, pero piensa en las historias de Arkham y convendrás conmigo que en ella hay elementos suficientes como para respaldar lo que te he contado... y lo que te contaré, Tú mismo fuiste testigo de una de esas mutaciones. ¿Lo recuerdas? Fue en tu propio coche. En un determinado momento Asenath se apoderó de mí... me expulsó de mi cuerpo. Recuerdo que fue en el preciso instante en que me disponía a contarte qué clase de ser es Asenath. Ahí fue cuando se apoderó de mí y yo me vi súbitamente instalado en mi biblioteca, que los malditos criados cerraban bajo llave y en aquel diabólico cuerpo que ni siquiera es humano. Se trataba de ella, y no de mí, quien te acompañó durante el resto del viaje, ella, como un lobo feroz dentro de mi cuerpo. No pudo escapársete la diferencia.
Un escalofrío recorrió mi cuerpo mientras proseguía. Por supuesto que había notado el cambio. ¿Cómo no hacerlo? Pero, ¿era verosímil semejante explicación? El monólogo de Edward era incontenible.
-Salvarme, Dan, salvarme era mi único objetivo. Debía hacerlo. El designio de Asenath era apoderarse de mí para siempre en ocasión del día de ‘Todos los Santos. Ese día oficiaban un aquelarre pasando Chesuncook y con el sacrificio ritual yo ya no tendría escapatoria. Quedaría para siempre en manos de ella... ella habría sido para siempre yo y yo habría sido ella. Para el resto de los tiempos. Habría cumplido entonces su sueño de ser un hombre de carne y hueso. Supongo que luego trataría de deshacerse de mí, dando muerte a su ex cuerpo conmigo adentro, tal como lo hizo antes.
Llegado a este punto de su relato, el rostro de Edward fue presa de una descomunal tensión; se inclinó más hacia mí y bajando la voz, casi en un susurro, continuó:
-En el coche se me ocurrió que ella ‘no es Asenath sino el mismísimo viejo Ephraim. En verdad ya antes lo había sospechado, pero en aquel momento tuve la evidencia. Es posible comprobarlo en su caligrafía cuando está desprevenida. A veces escribe largos textos con la misma letra del viejo. Este se refugió en el cuerpo de su hija cuando sintió que iba a morir. Ella fue la única persona a mano con el cerebro adecuado y una personalidad apocada. Se apoderó de su cuerpo dc manera permanente, igual que lo que ella pretendió hacer conmigo. Luego envenenó el anciano cuerpo donde había alojado a su hija. ¿Acaso no has visto relucir docenas de veces en los ojos de Asenath los diabólicos ojos del viejo? ¿No has reparado que esa misma mirada aparece en mis ojos cuando ella se apodera de mí?
Derby debió detenerse para retomar aliento. No me atrevía a decir nada. Al cabo de un momento el tonó de su voz volvió a ser normal. Para mí, Edward estaba loco rematado, pero por cierto que no sería yo quien lo empujara a un manicomio. Tal vez todo volviese a la normalidad con el paso del tiempo y la ausencia de Asenath. Era evidente que mi amigo estaba lo suficientemente escaldado como para volver a sus prácticas de ocultismo.
-Con el tiempo te contaré otras cosas que ignoras. Ahora me siento muy cansado. Ya te hablaré sobre los horrores en que me involucré por causa de Asenath, horrores que aún alientan entre nosotros por causa de unos cuantos fanáticos que se encargan de mantenerlos vivos. Hay gente capaz de hacer ciertas cosas que nadie debería hacer. He sido uno de ellos, pero todo eso ya acabó para mí. Si estuviese a mi cargo la biblioteca de Miskatonic, yo mismo reduciría a cenizas el maldito Necronomicón y todos los libros de su estirpe. Pero ahora Asenath ya no podrá apoderarse de mí. Pronto abandonaré esa casa y volveré a mi hogar. Sé que puedo contar contigo. Te he hablado de esos diabólicos criados... en especial de lo que son capaces si la gente insiste en preguntarse acerca del paradero de Asenath. ¿Te das cuenta de que no puedo dar la dirección de ella? Quien quiera indagar podría malinterpretar nuestra separación y sé muy bien que algunos de esos fanáticos tienen ideas y métodos contundentes. Sé que estarás de mi parte si llega a ocurrir algo... incluso si me veo obligado a decirte cosas que te provocarán una gran perturbación....
Casi naturalmente, Edward se quedó en casa aquella noche, alojado en una de las habitaciones de huéspedes; por la mañana parecía mucho más tranquilo. Examinamos sus planes para el regreso al hogar familiar; por mi parte sentía la necesidad de que no perdiera tiempo alguno en la implementación del proyecto. Durante las siguientes semanas nos encontramos muy frecuentemente. En nuestras reuniones no se mencionó casi ninguna cosa extraña; la conversación se concentraba exclusivamente en las tareas de restauración que se practicaban sobre la vieja casa de los Derby y sobre los viajes que planeábamos realizar el próximo verano.
Asenath había desaparecido completamente de nuestras conversaciones; por cierto que el tema desagradaba profundamente a Edward. Mientras tanto, en la ciudad corrían rumores acerca de la singular pareja que vivía en Crowninshield aunque a esa altura esto no significaba novedad alguna. Sin embargo, no me gustó lo que una vez oí decir al banquero de Derby en el club de Miskatonic: que Edward remitía frecuentemente cheques a algunos vecinos de Innsmouth llamados Moses y Abigail Sargent y Eunice Babson. Temí que mi amigo estuviese siendo víctima de un chantaje por parte de los malditos criados. Edward nunca me comunicó nada al respecto.
Yo esperaba con ansiedad la llegada del verano y de las vacaciones para realizar los viajes que habíamos planeado con Edward. Sin embargo, la salud de mi amigo no progresaba con la rapidez deseable. Aun en sus escasos momentos de alegría, subyacían matices de histeria y la sucesión de estados de depresión y aprensión ocupaban buena parte de su día. En diciembre, la casa de los Derby quedó en condiciones de habitarse, pero inexplicablemente Edward demoraba la mudanza.’ Detestaba y temía a la casa de Crowninshield, pero algo misterioso lo retenía a ella. Todos los días recurría a un nuevo pretexto para demorar el traslado de sus cosas a la casa familiar. Cierta vez se lo hice notar y entonces pareció más asustado que de costumbre. El viejo mayordomo de su padre -a quien había ubicado y contratado- llegó a confiarme acerca de los extraños merodeos de Edward por la casa, especialmente por el sótano, de sus malos presentimientos al respecto. Le pregunté si había recibido alguna correspondencia de Asenath, pero el anciano me confirmó que no había visto carta alguna en el correo.
Sería hacia la Navidad cuando una tarde Derby sufrió un ataque mientras se encontraba de visita en mi casa. Yo dirigía la conversación hacia el viaje que proyectábamos hacer durante el verano cuando, de repente, Derby lanzó un grito y saltó de la silla en que estaba sentado, adquiriendo su rostro un aire de espantoso e irrefrenable temor; su expresión reflejaba un pánico y aversión tales como sólo las más infernales pesadillas pueden producir en una mente sana.
« ¡Mi cerebro! ¡Mi cerebro! ¡Dios mio, Dan! ... tira con fuerza... desde la lejanía... golpea... desgarra... esa bruja... ahora mismo... Ephraim... ¡Kamog! ¡Kamog!
El averno de los shaggoths! ... ¡ Iä! ¡ Shub-Niggurath!
¡El Chivo con las Mil Crías! ... La llama... la llama... más allá del cuerpo, más allá de la vida... en las profundidades de la tierra... ¡Oh, Dios mio! . . . »
Volví a sentarle en la silla y le obligué a beber un vaso de vino, mientras su agitación daba paso a una mortecina apatía. No opuso la menor resistencia, pero sus labios no cesaban de moverse como si estuviera hablándose a sí mismo. Al instante advertí que era a mí a quien trataba de hablar, y pegué el oído a su boca en un intento de captar sus débiles palabras.
«Otra vez, otra vez.., trata de volver a hacerlo.., debía suponerlo.., nada puede detener esa fuerza, ni la lejanía, ni los conjuros, ni la muerte... se abalanza una y otra vez, sobre todo por la noche... no puedo escapar... es horrible... ¡ Oh, Dios mío! Dan, si te hicieras una mínima idea de lo horrible que es todo esto... »
Luego cayó en una especie de sopor, le coloqué unos almohadones debajo del cuerpo y dejé que el sueño se apoderase de él. No llamé al médico, pues sabía muy bien lo que iba a decir sobre su estado mental y quería dejar obrar a la naturaleza.., si es que aún podía albergarse alguna esperanza. Edward se despertó a medianoche y entonces le acosté en el piso de arriba, pero al despertarme a la mañana siguiente se había ido ya. Había salido sin hacer mido, y cuando le llamé por teléfono en su casa el mayordomo me dijo que se encontraba dando vueltas por la biblioteca.
La salud de Edward se agravó mucho a partir de aquella noche. Ya no venía a visitarme, si bien ahora yo iba a verle todos los días. Siempre me lo encontraba sentado en la biblioteca, con la mirada perdida en el vacío como si estuviese escuchando algo fuera de lo normal. A veces hablaba razonando, pero siempre sobre temas intrascendentes. La menor mención de su enfermedad, de futuros planes o de Asenath le hacía montar en cólera. Su mayordomo dijo que sufría espantosos ataques por la noche, en el curso de los cuales llegaba a producirse lesiones.
Tras consultar detenidamente con su médico de cabecera, su banquero y su abogado, me decidí finalmente a que fuera a verle su médico junto con dos especialistas. A las primeras preguntas que le formularon Edward sufrió unos violentos espasmos que le hicieron digno de la mayor compasión, y aquella misma tarde se lo llevaron forcejeando, en un coche cubierto, al sanatorio de Arkham. Hube de hacerme cargo de su curatela y le visitaba dos veces por semana. Sus gritos estridentes, sus pavorosos murmullos y su terrible e insaciable repetición de frases como « Tenía que hacerlo.., tenía que hacerlo... se apoderará de mí... se apoderará de mí... allá abajo... allá abajo en las tinieblas... ¡Madre! ¡Madre! ¡Dan! ¡Salvadme! ... ¡Salvadme! », Casi me hacían saltar las lágrimas.
Si había posibilidades de que se recuperase es algo que nadie se atrevía a vaticinar, pero en todo caso me esforcé por no perder el optimismo. Si lograba salir de aquélla, Edward iba a necesitar una casa, por lo que mandé trasladar a toda su servidumbre a la mansión de los Derby que, a no dudar, sería el lugar elegido por él de conservar el sano juicio. No supe qué hacer con la finca de Crowninshield, con su ingente mobiliario y todas aquellas colecciones de las más inexplicables cosas. Así que, de momento, opté por no hacer nada en ella, limitándome a decirles a los criados de Derby que fuesen por allí una vez por semana a limpiar el polvo de las habitaciones principales y a ordenar al encargado de la calefacción que encendiera la caldera en tales días.
La contrariedad definitiva tuvo lugar unas fechas antes de la Candelaria y, para cruel ironía, vino precedida de un falso destello de esperanza. A últimas horas de una mañana de enero, telefonearon del sanatorio para decir que Edward había recobrado repentinamente la razón. Según decían, su memoria se había resentido mucho, pero no cabía duda de que se hallaba en su sano juicio. Naturalmente, durante algún tiempo debía seguir en observación, pero apenas podían albergarse dudas sobre cuál sería el desenlace. Si todo iba bien, en una semana le darían de alta.
Loco de contento por la noticia que acababan de darme,  me dirigí rápidamente al hospital, pero me quedé anonadado al entrar tras una enfermera en la habitación de Edward. El paciente se levantó para saludarme, alargándome la mano con una cordial sonrisa, mas al instante advertí que se encontraba en aquel estado extrañamente sobreexcitado tan opuesto a su natural forma de ser, tenía aquella engreída personalidad que tan indeciblemente horrible me había parecido y de la que el mismo Edward dijo en cierta ocasión que no era sino el alma intrusa de su mujer. Era exactamente la misma mirada abrasadora —la misma de Asenath y del viejo Ephraim— y la misma expresión firme de la boca, y cuando hablaba pude notar la misma lúgubre y aguda ironía en su voz, aquella profunda ironía que tanto hacía pensar en la inminencia de un mal. De nuevo me encontraba ante la persona que había conducido mi coche aquella noche cinco meses atrás, la persona que no había vuelto a ver desde aquella breve visita en que olvidó la vieja señal del timbre y suscitó temores harto difusos en mí, y ahora me producía la misma tenebrosa sensación de espantosa demencia e inefable horror cósmico.
Me estuvo hablando en tono afable de los trámites que debía hacer para salir de allí, ante lo cual sólo me quedó asentir a pesar de sus fallos de memoria sobre hechos bien recientes. Pero me dio la impresión de que le sucedía algo terrible, inexplicable, erróneo y anormal. Aquella criatura encerraba horrores que no podía discernir. Sin duda, estaba en su sano juicio, pero ¿era el mismo Edward Derby que había conocido? De lo contrario, ¿quién o qué era, y dónde estaba el verdadero Edward? ¿Estaría en libertad o confinado en algún lugar? ¿O quizás habría desaparecido de la faz de la tierra? Se percibía una sensación de abominable sarcasmo en todo cuanto aquella criatura decía; sus ojos, muy parecidos a los de Asenath, reflejaban una ironía harto desconcertante al aludir a ciertas palabras sobre la libertad ganada años atrás gracias a un confinamiento de lo más estricto. Debí comportarme con suma torpeza, pero lo cierto es que me alegré al salir de allí.
Aquel día y el siguiente no cesé de devanarme los sesos reflexionando sobre el problema. ¿Qué había sucedido? ¿Qué inteligencia miraba a través de aquellos ojos ajenos a la cara de Edward? Apenas podía pensar en otra cosa que en tan terrible y complejo enigma, hasta el punto de que hube de dejar a un lado mi trabajo cotidiano. Al día siguiente por la mañana llamaron del hospital para decir que el estado del paciente seguía igual, y ya avanzada la tarde estuve a punto de sufrir una crisis nerviosa —un estado pasajero que admito, aunque otros dirán que tiñó de color la visión que tuve después. No tengo nada que decir al respecto, salvo que ninguna locura mía puede llegar a explicar toda la evidencia.

V
Fue por la noche —tras aquella segunda tarde— cuando el más espantoso horror se abatió sobre mí, sumiéndome en un pánico atroz y atenazador del que jamás lograré yerme libre. Todo comenzó por una llamada de teléfono al filo de la medianoche. Yo era la única persona levantada en toda la casa y, somnoliento, descolgué el auricular que había en la biblioteca. No parecía haber nadie al aparato, y ya estaba a punto ‘de colgar e irme a la cama cuando mi oído creyó captar un tenue sonido al otro extremo de la línea. ¿Sería acaso alguien que tenía grandes dificultades para hablar? Escuché atentamente y me pareció oír una especie de chapoteo semiliquido —un «glub... glub....... glub....... »— que daba extrañamente la impresión de evocar una palabra inarticulada e ininteligible o una sucesión de sílabas entrecortadas. Seguidamente, pregunté « ¿Quién es? », pero por toda respuesta volví a oír aquel «glub... glub....... glub....... glub». No me quedó más remedio que suponer se trataba de un ruido automático; pero imaginando que quizá se debiese a que el aparato estaba estropeado y sólo podía escucharse desde él pero no hablar, añadí «No puedo oírle. Cuelgue, por favor, y llame a información». Al instante oí cómo colgaban el auricular al otro extremo del hilo.
Esto, como decía, sería sobre la medianoche poco más o menos. Cuando más tarde se investigó la procedencia de la llamada pudo averiguarse que fue hecha desde la vieja casa de Crowninshield, pese a que aún faltaba media semana hasta el día en- que le correspondía a la criada ir por allí. Me limitaré a dar una idea aproximada de lo que se encontró al entrar en la casa: una barahúnda en el trastero más recóndito del sótano, huellas, tierra, un armario desvalijado apresuradamente, huellas enigmáticas en el teléfono, papel de escribir desmañadamente utilizado y un detestable hedor que impregnaba todos los rincones de la casa. Estos idiotas de policías se han forjado sus harto manidas teorías y andan tras los criados despedidos, los cuales han desaparecido de la vista ante el actual estado de cosas. La policía habla de una horrible venganza por lo que se les hizo, y dicen que me incluyeron a mí en ella por ser el mejor amigo y consejero de Edward.
¡Serán majaderos! ¿Cómo pueden pensar que esos mamarrachos supieron imitar aquella escritura? ¿Acaso se figuran que fueron ellos los culpables de lo que más tarde sucedería? ¿Pero tan ciegos están que no ven los cambios operados en el cuerpo que fue de Edward? Por lo que a mí se refiere, ahora creo cuanto Edward Derby me dijo. Hay horrores que rebasan los confines mismos de la vida y que ni siquiera sospechamos, y sólo de vez en cuando la maligna curiosidad humana pone a nuestro alcance. Ephraim... Asenath... el diablo los atrapé en sus redes, y ellos acabaron con Edward y ahora tratan de hacer otro tanto conmigo.
¿Acaso tengo garantías de estar a salvo? Esos poderes sobreviven a la vida corpórea. Al día siguiente —por la tarde, tras recuperarme del estado de postración en que me encontraba y lograr ponerme en pie y articular algunas palabras coherentemente— fui al manicomio y le maté de varios tiros por el bien de Edward y de la humanidad entera, pero ¿cómo estar seguro hasta tanto no le incineren? Conservan el cuerpo para que varios médicos efectúen en él una absurda autopsia, pero sostengo que deben incinerarlo. Deben incinerar a aquel que no era Edward Derby cuando le disparé. Me volveré loco si no lo hacen, pues es muy probable que yo sea la siguiente víctima. Pero no me falta coraje, y no dejaré que se apoderen de mi los monstruosos terrores que están continuamente al acecho. Ephraim, Asenath, Edward, ¿quién de los tres vive? Pero a mí no me arrebatarán mi cuerpo... ¡No dejaré que me cambien por ese cadáver acribillado a balazos que hay en el manicomio!
Pero trataré de contar coherentemente el horror final y definitivo. No hablaré de lo que la policía se empeña en ignorar, de las historias que corren sobre ese ser raquítico, grotesco y maloliente con el que al menos tres transeúntes que pasaban por High Street se tropezaron al filo de las dos de la madrugada y de las huellas que se han encontrado en ciertos lugares. Sólo diré que serían las dos cuando el timbre y la aldaba me despertaron; timbre y aldaba, los dos, uno detrás de otro y con un repique vacilante, como una sofocada desesperación, y en ambos casos tratando de imitar la antigua señal de Edward de tres llamadas seguidas de otras dos.
Tras despertar de un profundo sueño mi mente se vio sumida en un mar de confusión. Derby en la puerta... ¡y recordaba la vieja contraseña! En su nueva personalidad no parecía recordarla... ¿Habría vuelto Edward a su estado normal? ¿Le habrían soltado antes de lo previsto o se habría escapado? Posiblemente, pensé mientras me enfundaba en una bata y bajaba aprisa las escaleras, el hecho de recobrar su identidad le habría producido irritación y delirio, tras lo que le habrían anulado el alta forzándole a emprender una desesperada huida en pos de la libertad. Fuese lo que fuese, volvía a ser mi buen y viejo amigo Edward, ¡claro que podía contar con mi ayuda!
Al abrir la puerta a aquellas tinieblas arqueadas por la sombra de los olmos, una corriente de viento insoportablemente fétido casi me hizo rodar por los suelos. Sofocado por la náusea que invadió todo mi cuerpo, pude ver en el umbral una figura raquítica y jorobada. Los golpes en la puerta eran sin duda de Edward, pero ¿quién era aquel pestilente y canijo mamarracho? ¿Dónde podría haberse metido Edward en tan escaso tiempo? El último timbrazo que dio apenas había sonado un segundo antes de abrir yo la puerta.
Quien llamaba al timbre llevaba encima un abrigo de Edward, los bajos rozaban el suelo, y las mangas, si bien estaban vueltas, le cubrían por completo las manos. Sobre la cabeza llevaba un sombrero de ala plegada y una bufanda de seda negra le ocultaba el rostro. Al dirigirme hacia él con paso vacilante, aquella figura emitió un sonido semilíquido semejante al que había oído por teléfono
—«glub... glub....... »— y, espetado en la punta de un largo lápiz, me alargó un papel grande, escrito con apretujada letra. Aún bajo los efectos de aquel repugnante y extraño hedor, cogí el papel y traté de leerlo bajo la luz de la puerta.
No había la menor duda, aquella era la letra de Edward. Pero ¿por qué habría escrito la nota cuando podía perfectamente llamar al timbre? ¿y por qué era tan torpe, fea y temblorosa su escritura? Apenas podía descifrar nada en aquella semipenumbra, así que retrocedí unos pasos hacia el vestíbulo mientras el raquítico mensajero me seguía maquinalmente a duras penas, deteniéndose una vez traspuesto el umbral. El olor que despedía aquel extraño personaje era verdaderamente insoportable y rogué (no en vano, a Dios gracias) para que mi mujer no se despertara y se viese frente a semejante criatura.
Luego, a medida que leía el papel, sentí que mis piernas comenzaban a flaquear y mi vista se nublaba por completo. Cuando recobré el sentido me hallaba tendido en el suelo, todavía con aquella endiablada hoja de papel entre las manos, crispadas por el espanto que se había apoderado de mí. He aquí lo que decía:
«Dan, vé al sanatorio y mátalo. ¡Aniquilalo! Ya no es Edward Derby. Asenath se apoderó de mí, pero hace tres meses y medio que está muerta. Mentí al decirte que se había ido. La maté. Me vi obligado a hacerlo. Ocurrió en un abrir y cerrar de ojos, pero en aquel momento estábamos solos y me encontraba en mi auténtico cuerpo. Vi un candelabro y le descargué un fuerte golpe con él en la cabeza. De haber seguido con vida se habría apoderado definitivamente de mí el día de Todos los Santos.
La enterré en el trastero más recóndito del sótano, bajo unas viejas cajas, y borré todas las huellas. A la mañana siguiente, los criados sospecharon lo que había sucedido, pero son tantos los secretos que esa gente oculta en sus entrañas que no se atrevieron a ir a contárselo a la policía. Los despedí, pero sólo Dios sabe qué intentarán hacer, al igual que otros sectarios de su culto.
Por unos instantes pensé que todo iba bien, pero al cabo de un rato sentí como si me desgarrasen el cerebro. Sabía perfectamente de qué se trataba, debía haberlo recordado. Un alma como la de Asenath —o la de Ephraim— se separan a medias pero sigue con vida hasta después de la muerte, en tanto dura el cuerpo. Asenath estaba apoderándose de mí —intercambiaba su cuerpo con el mío—, estaba usurpando mi cuerpo al tiempo que me introducía en su cadáver enterrado allá en el sótano.
Sabía muy bien lo que me esperaba, por eso perdí el control y tuvieron que encerrarme en el manicomio. Luego lo que me temía sucedió. Me encontré asfixiado por las tinieblas dentro del cadáver putrefacto de Asenath y enterrado en el sótano bajo unas cajas. Ella debía estar ocupando mi cuerpo en el sanatorio para siempre, pues ya había pasado Todos los Santos y el sacrificio valdría aun cuando ella no estuviese presente... Ella estaría sana, recuperada y lista para cerner su amenaza sobre el mundo. Estaba desesperado, y pese a todo me las arreglé para escapar de allí.
Me encuentro demasiado débil para intentar hablar —ni siquiera pude hablar por teléfono—, pero aún me quedan fuerzas para escribir. Confío en que me recuperaré y en que sean escuchadas las siguientes palabras y recomendación que te hago: mata a ese taimado demonio si valoras en algo la paz y el bienestar del mundo. Y asegárate de que se incinera el cadáver. Si no lo haces, seguirá viviendo, irá pasando de un cuerpo a otro eternamente, y huelga todo comentario sobre qué pueda hacer. No te dejes atrapar por la magia negra, Dan, es algo verdaderamente diabólico. Hasta siempre, has sido un excelente amigo. Cuenta a la policía cualquier patraña que creas que puedan tragarse. No sabes cuánto siento haberte metido en todo esto. A no tardar, espero disfrutar de paz, pues la vida de este monstruo que me atenaza no puede prolongarse mucho más. Espero que esta nota llegue a tus manos. ¡Y mata a ese monstruo! ¡Mátalo!
Tuyo, Ed.»
Sólo al cabo de un buen rato acabé de leer la segunda mitad de tan desconcertante carta, .pues al final del tercer  párrafo caí desmayado al suelo. Volví a perder el sentido al ver y oler aquello que obstruía el umbral, por donde se filtraba el aire caliente. El mensajero no volverá a moverse ni a recobrar la conciencia.
El mayordomo, hombre bastante más duro que yo, no desfalleció ante el espectáculo que se ofreció a su vista en el vestíbulo a la mañana siguiente, sino que llamó a la policía. Cuando llegaron los agentes ya me habían metido en la cama, en la habitación de arriba; pero aquello otro, aquella informe masa, seguía yaciendo allí donde se había desplomado por la noche. Era tal el hedor que despedía que los policías hubieron de taparse la nariz con un pañuelo.
Lo que encontraron a la postre dentro de la extraña y variopinta indumentaria de Edward fue esencialmente, una monstruosidad licuada. Encontraron también unos cuantos huesos... y un cráneo aplastado. Posteriormente y por una prótesis dental que llevaba, pudo identificarse aquel cráneo como el de Asenath.












Cuento : "Los Muertos Tienen Autopistas" tomado de "Libros Sangrientos I" de Clive Barker

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Hoy es el turno del escritor británico Clive Barker con su cuento: "Los Muertos Tienen Autpistas", tomado de sus: Libros Sangrientos I.



Tomado de Libros Sangrientos I
Clive Barker

 (Para Móvil)

Discurren –vías infalibles de trenes fantasmas, de vagones de sueños– a través del erial que está más allá de nuestras vidas, acarreando un tráfico sin fin de almas que han muerto. Puede oírse su traqueteo y zumbido en los lugares quebrados del mundo, a través de grietas abiertas por actos de crueldad, violencia y depravación. Su cargamento –los muertos errantes– puede entreverse cuando el corazón está a punto de estallar y se vuelvan claramente visibles visiones que deberían permanecer ocultas.
Estas autopistas tienen señales indicadoras, y puentes, y zonas de aparcamiento. Tienen peajes e intersecciones.
En estas intersecciones, donde las masas de muertos se mezclan y cruzan, es más probable que esta autopista prohibida irrumpa en nuestro mundo. El tráfico es intenso en los cruces y las voces de los muertos alcanzan su mayor estridencia. Aquí las barreras que separan una realidad de la siguiente las desgasta el paso de innumerables pies.
Una intersección parecida a la autopista de los muertos se encontraba en el número 65 de la plaza Tollington. Tan sólo una casa independiente, con la fachada de ladrillos, imitación del estilo georgiano, el número 65 no destacaba por nada más. Era una casa vieja, anodina, olvidable, despojada de la grandeza barata a la que una vez aspiró, y que había permanecido vacía durante una década o tal vez más.
No era la humedad lo que mantenía alejados a los inquilinos del número 65. No era la podredumbre de los sótanos, o el hundimiento que había abierto en la fachada de la casa una grieta que iba desde el umbral hasta los aleros; era el ruido de sus huéspedes. En el piso de arriba el estrépito de ese trajín no cesaba nunca. Rajaba el yeso de las paredes y cuarteaba las vigas. Hacía temblar las ventanas. También hacía temblar la mente. El número 65 de la plaza Tollington era una casa encantada, y nadie podía ser el propietario mucho tiempo sin conocer la locura.
En algún momento de su historia se había cometido un horror en ella. Nadie sabía cuándo o cuál. Pero incluso al observador no experimentado le resultaba inconfundible la atmósfera opresiva de la casa, especialmente del piso de arriba. Había un recuerdo y una promesa de sangre en la atmósfera del número 65, un aroma que flotaba en los recodos y revolvía el estómago más resistente. Los bichos, los pájaros, hasta las moscas rehuían el edificio y sus alrededores. Ninguna cochinilla se arrastraba por la cocina, ningún estornino había construido su nido en el ático. Fuera cual fuese el acto violento cometido allí, había hendido la casa con la misma firmeza con que un cuchillo rasga la tripa de un pez; y por ese corte, esa herida en el mundo, los muertos se asomaban y tomaban la palabra.
Eso se decía, en cualquier caso...


Era la tercera semana de investigaciones en la plaza Tollington, 65. Tres semanas de éxito sin precedentes en el reino de lo paranormal. Utilizando como médium a un recién llegado al oficio, un hombre de veinte años llamado Simon Mc Neal, el departamento de Parapsicología de la Universidad de Essex había recogido pruebas casi indiscutibles de vida después de la muerte.
En la habitación superior de la casa, un pasillo claustrofóbico de una habitación, el joven Mc Neal había conjurado aparentemente a los muertos, que ante su demanda habían dejado pruebas abundantes de su visita, escribiendo con centenares de manos diferentes sobre las paredes ocre pálido. Escribían, al parecer, lo primero que se les ocurría. Sus nombres, naturalmente, y sus fechas de nacimiento y de muerte. Retazos de recuerdos y buenos deseos para sus descendientes vivos, extrañas frases elípticas que insinuaban sus tormentos actuales y añoraban sus alegrías pasadas. Algunos de los trazos eran recios y feos, otros, delicados y femeninos. Había dibujos obscenos y chistes a medio acabar, junto a versos de poesía romántica. Una rosa mal dibujada. Un juego de tres en raya. Una lista de compras.
Los famosos habían visitado este muro de las lamentaciones –ahí estaban Mussolini, Lennon y Janis Joplin– y también los don nadies, gente olvidada, habían firmado al lado de los grandes. Era una lista de muertos, y crecía día a día, como si la palabra se extendiera entre las tribus perdidas y las sedujera para que rompieran el silencio y sellaran esa habitación desnuda con su presencia sagrada.


Después de trabajar toda su vida en el campo de la investigación psíquica, la doctora Florescu estaba acostumbrada a los desengaños del fracaso. Casi le había resultado cómodo hacerse a la idea de que no volvería a haber pruebas. Y ahora, al verse ante un éxito súbito y espectacular, se sintió al mismo tiempo satisfecha y confusa.
Se sentó, como se había sentado durante tres increíbles semanas, en el salón del piso de en medio, un tramo de escalera por debajo del despacho, y escuchó el clamor de ruidos procedente de arriba con una especie de temor reverente, osando apenas creer que se le permitiera presenciar ese milagro. Antes habían oído mordisqueos, aterradores indicios de voces de otro mundo, pero ésta era la primera vez que esa región había insistido en ser escuchada.
Arriba cesaron los ruidos.
Mary miró su reloj: eran las seis y diecisiete de la tarde.
Por alguna razón que los visitantes conocían mejor, el contacto no se prolongaba demasiado después de las seis. Ella solía esperar hasta la media y luego se iba. ¿Qué ocurriría hoy? ¿Quién habría venido a ese sórdido cuchitril y dejado su huella?
–¿Preparo las cámaras? –preguntó Reg Fuller, su ayudante.
–Por favor –murmuró, distraída por la espera.
–¿Te imaginas qué pasará hoy?
–Le concederemos diez minutos.
–De acuerdo.
Arriba, Mc Neal se había desplomado en una esquina de la habitación y observaba el sol de otoño a través de la pequeña ventana. Se sintió un poco encerrado, solo en ese maldito lugar, pero no por ello dejó de sonreírse con esa sonrisa triste, beatífica, que deshacía hasta el corazón más académico. En especial, el de la doctora Florescu: sí, la mujer estaba locamente enamorada de su sonrisa, sus ojos, la mirada perdida que ponía para ella...
Era un juego magnífico.
Efectivamente, al principio no fue más que eso: un juego. Ahora Simon sabía que estaban en juego premios más importantes; lo que había empezado como una especie de ensayo de detección de mentiras se había convertido en una contienda muy seria: Mc Neal contra la Verdad. La verdad era sencilla: era un tramposo. Escribía todos esos «mensajes de fantasmas» en la pared con pequeñas tiras de plomo que ocultaba bajo su lengua: daba portazos, golpetazos y chillidos sin más motivo que la pura travesura: y los nombres desconocidos que escribía –se reía al pensarlo– eran los que encontraba en los listines telefónicos.
Sí, era ciertamente un juego magnífico.
Ella le había prometido tanto... Lo tentó con la fama, alentando todas las mentiras que inventaba. Promesas de riqueza, de apariciones en programas de televisión, de una adulación que nunca había conocido antes. Siempre que creara los fantasmas.
Sonrió de nuevo con aquella sonrisa. Ella lo llamaba su Intermediario: un inocente transportista de mensajes. Estaría pronto arriba de las escaleras con los ojos sobre su cuerpo y la voz de él a punto de romperse por la excitación patética que sentiría ella ante una nueva sarta de palabras garabateadas y absurdas.
Le gustaba que ella mirara su desnudez, o casi desnudez. Efectuaba todas sus sesiones vestido sólo con unos calzoncillos para impedir cualquier ayuda oculta. Una precaución ridícula. Todo lo que necesitaba eran los plomos debajo de la lengua y la suficiente energía para agitarse durante media hora, bramando a voz en grito.
Estaba sudando. El canal de su esternón estaba empapado de sudor y tenía el cabello pegado a la pálida frente. El trabajo de hoy había sido duro: estaba deseando salir de la habitación, lavarse con agua y dejarse admirar un rato. El Intermediario llevó su mano a los calzoncillos y jugueteó, distraído. En alguna parte de la habitación estaba encerrada una mosca, o tal vez varias. La estación estaba demasiado avanzada para que hubiera moscas, pero las podía oír cerca, en alguna parte. Zumbaban y pasaban rozando la ventana, o alrededor de la bombilla. Oía sus pequeñas voces de mosca pero no le extrañaban, absorto como estaba pensando en el juego o en el simple placer de acariciarse.
Cómo zumbaban las voces de esos insectos inofensivos, zumbaban y cantaban y se lamentaban. ¡Cómo se lamentaban!
Mary Florescu tabaleó la mesa con sus dedos. Su anillo de casada estaba suelto, lo notaba moverse al ritmo de su tamborileo. Unas veces estaba apretado y otras suelto: uno de esos pequeños misterios que nunca había analizado debidamente, sencillamente, lo aceptaba. De hecho hoy estaba muy suelto: casi a punto de caerse. Pensó en la cara de Alan. En la querida cara de Alan. Pensó en ella a través de un agujero hecho en su anillo de casada, como del otro lado de un túnel. ¿Se había parecido a eso su muerte: fue arrastrado cada vez más lejos por un túnel hacia las tinieblas? Se caló más firmemente el anillo. Con las yemas del índice y el pulgar creía apreciar el sabor agrio del metal al tocarlo. Era una sensación curiosa, una ilusión indefinible.
Para disipar la amargura pensó en el muchacho. Su cara se le hacía presente con facilidad, con mucha facilidad, irrumpiendo en su conciencia con aquella sonrisa y aquel físico corriente, aún no viril. Era realmente como una chica, con su redondez, la dulce claridad de su piel, la inocencia.
Sus dedos todavía estaban posados sobre el anillo, y la amargura que había experimentado creció. Miró hacia arriba. Fuller estaba organizando el equipo. Alrededor de su calva cabeza brillaba y zigzagueaba una aureola de luz verde pálido.
De repente se sintió mareada.
Fuller no vio ni oyó nada. Su mente estaba inmersa en los preparativos, absorta. Mary se quedó mirándolo, observando el halo que tenía a su alrededor, sintiendo nuevas sensaciones despertarse en ella, correr por su interior. El aire pareció súbitamente vivo: las moléculas de oxigeno, hidrógeno y nitrógeno se apretaban contra ella en un abrazo íntimo. La aureola crecía alrededor de la cabeza de Fuller, encontrando un brillo homólogo en cada objeto de la habitación. La sensación antinatural de sus yemas también crecía. Podía ver el color de su aliento al exhalarlo: era como un resplandor naranja rosado en el aire burbujeante. Podía oír con toda claridad la voz de la mesa de despacho en que estaba sentada: el sordo quejido de su sólida presencia.
El mundo se estaba resquebrajando: llevaba sus sentidos al éxtasis y, al halagarlos, provocaba una tremenda confusión de sus funciones. Era capaz, de repente, de comprender el mundo como un sistema, no político o religioso, sino como un sistema de los sentidos, un sistema que abarcaba desde la carne viva a la madera inerte de la mesa de despacho, al oro rancio de su anillo de bodas.
Y que iba más lejos. Más allá de la madera, más allá del oro. Se había abierto la grieta que conducía a la autopista. Oyó voces dentro de su cabeza que no procedían de ninguna boca viviente.
Miró hacia arriba, o más bien una fuerza le empujó violentamente la cabeza hacia atrás y se encontró mirando el techo. Estaba lleno de gusanos. No. ¡Era absurdo! Y sin embargo parecía estar vivo, hormigueando de vida, vibrando, bailando.
Podía ver al muchacho a través del techo. Estaba sentado en el suelo, con el miembro prominente en la mano. Tenía la cabeza echada hacia atrás, como la suya. Estaba tan perdido en su éxtasis como ella. En su siguiente visión observó cómo la luz palpitante, dentro y alrededor del cuerpo de Simon, indicaba que la pasión se había asentado en sus entrañas y que su cabeza estaba deshecha por el placer.
Vio también otra cosa, la mentira en él, la ausencia de ese poder en el que ella pensó que había algo maravilloso. No tenía talento para comunicarse con los fantasmas ni lo había tenido nunca, lo comprendió claramente. Era un pequeño mentiroso, un niño mentiroso, un dulce, blanco mentiroso, sin compasión o sabiduría para comprender lo que se había atrevido a hacer.
Ahora ya estaba hecho. Se habían contado las mentiras, hecho las trampas, y la gente de la autopista, hartos más allá de la muerte de que se burlaran de ellos y los desvirtuaran, zumbaban en la grieta de la pared, exigiendo satisfacción.
Esa grieta que ella había abierto: en la que ella había metido los dedos y hurgado sin saberlo, abriéndola poco a poco. Su deseo del muchacho lo había conseguido: el que no dejara de pensar en él, su frustración, su acaloramiento –y su disgusto ante ese acaloramiento– habían agrandado la grieta. Entre los poderes que hacían manifestarse al sistema, el amor y su compañera, la pasión, y la compañera de ambos, la pérdida, eran los más fuertes. Y ahí estaba ella, como un encarnamiento de los tres. Queriendo, deseando y dándose cuenta cabal de la imposibilidad de conseguir ambas cosas. Llena de angustia por los sentimientos que se había negado a sí misma, creyendo que sólo quería al muchacho como Intermediario.
¡No era cierto! ¡No era cierto! Lo deseaba, lo deseaba ahora, quería sentirlo dentro de ella. Sólo que ahora era demasiado tarde. No se podía aplazar el tráfico por más tiempo: exigía, sí, exigía tener acceso al pequeño embustero.
Era incapaz de evitarlo. Todo lo que pudo hacer fue emitir un débil grito de horror al ver abrirse ante ella la autopista, y comprendió que la intersección en la que se encontraban no era corriente.
Fuller oyó el ruido.
–¿Doctor?
Levantó su mirada de los preparativos y su cara –teñida de una luz azul que ella podía ver con el rabillo del ojo– adoptó una expresión interrogativa.
–¿Dijo usted algo? –preguntó.
Pensó con un retortijón de estómago cómo tenía que acabar todo aquello.
Las caras etéreas de los fantasmas se dibujaban con claridad ante ella. Podía ver la profundidad de sus sufrimientos y entender que su dolor se hiciera oír.
Comprendió claramente que las autopistas que se cruzaban en la plaza Tollington no eran vulgares calles. No estaba contemplando el tráfico alegre y despreocupado de los muertos ordinarios. No, esta casa daba a un camino sólo hollado por las víctimas y los perpetradores de violencias. Los hombres, mujeres y niños que habían muerto soportando todo tipo de dolores nerviosos tuvieron la agudeza de reunirse, con las circunstancias de sus muertes grabadas en sus espíritus. Elocuentes sin palabras, sus ojos narraban sus angustias, sus cuerpos fantasmales aún llevaban las heridas que los habían matado. También podía ver, mezclados libremente con los inocentes, a sus asesinos y torturadores. Estos monstruos frenéticos, enloquecidos mensajeros sangrientos, miraban el mundo a hurtadillas: criaturas sin par, inefables, milagros olvidados de nuestra especie, parloteaban y aullaban su algarabía.
El muchacho que estaba encima de ella se dio cuenta de su presencia. Lo vio moverse un poco por la habitación silenciosa, sabiendo que las voces que oía no eran voces de moscas, que los lamentos no eran lamentos de insecto. Comprendió de repente que había vivido en un pequeño rincón del mundo y que el resto, los mundos tercero, cuarto y quinto, lo acosaban, hambrientos e irrevocables, mientras estaba tumbado. La visión de su pánico fue también para ella un sabor y un olor. Sí, gozó de él como siempre había deseado, pero no fue un beso lo que unió sus sentidos, sino su creciente pánico. La colmó: su empatía era absoluta. Los dos tenían la mirada espantada; sus secas gargantas emitieron con voz áspera la misma petición:
–Por favor...
Que el niño aprenda.
–Por favor...
Que reciba atenciones y regalos.
–Por favor...
Que hasta los muertos, ¡por supuesto!, que los muertos sepan y obedezcan.
–Por favor...
Esta vez no se concederían esos favores, lo sabía con seguridad. Estos fantasmas se habían sumido en una desesperación afligida durante una eternidad en la autopista, arrastrando las heridas por las que habían muerto y las locuras por las que habían asesinado. Habían soportado su levedad o insolencia, sus estupideces, las maquinaciones que habían trivializado sus sufrimientos. Querían decir la verdad.
Fuller, cuya cara flotaba ahora en un mar de luz naranja palpitante, la estaba observando más de cerca. Notó que le ponía las manos sobre la piel. Sabían a vinagre.
–¿Estás bien? –le preguntó, con un aliento de hierro.
Ella agitó la cabeza.
No, no estaba bien, nada estaba bien.
La grieta se abría por segundos: a través de ella podía ver otro cielo, el cielo pizarroso que encapotaba la autopista. Aplastaba la pequeña realidad de la casa.
–Por favor –dijo, dirigiendo sus ojos a la materia evanescente del techo.
Más profunda. Más profunda.
El frágil mundo que habitaba estaba tenso, a punto de romperse.
Súbitamente se rompió como un dique, y negras aguas irrumpieron inundando la habitación.
Fuller sabía que algo no iba bien (el miedo repentino se le reflejaba en el color de su aureola), pero no comprendía qué estaba pasando. Ella sintió erizarse su espina dorsal; podía ver cómo daba vueltas el cerebro del hombre.
–¿Qué está ocurriendo? –dijo.
Lo patético de su pregunta hizo sonreír a Mary.
Arriba se destrozó el aguamanil del despacho.
Fuller la dejó tal cual y corrió hacia la puerta. Al acercarse a ella empezó a traquetear y agitarse, como si todos los habitantes del infierno la estuvieran golpeando desde el otro lado. El pomo daba vueltas y vueltas y más vueltas. La pintura se llenó de ampollas. La llave brillaba, al rojo vivo.
Fuller miró de nuevo a la doctora, que todavía conservaba aquella grotesca postura, la cabeza atrás y los ojos como platos.
Fue a coger el pomo, pero la puerta se abrió antes de que pudiera tocarlo. El vestíbulo que se encontraba detrás también había desaparecido. Donde solía haber un interior familiar la perspectiva de la autopista se extendía hasta el horizonte. Esta visión mató instantáneamente a Fuller. Su mente no fue capaz de asimilar el panorama –no pudo controlar la sobrecarga que se acumuló en cada uno de sus nervios–. Su corazón se detuvo; una revolución trastornó el orden de su sistema; su vejiga falló, su intestino falló, sus miembros se contrajeron y se desplomó. Según caía al suelo, su cara empezó a cubrirse de ampollas, como la puerta, y su cadáver traqueteó como el pomo. Ya era materia inerte: tan apropiada para ese ultraje como la madera o el acero.
Su alma se unió a la autopista de los lacerados en alguna parte del Este, camino de la intersección donde había muerto un momento antes.
Mary Florescu supo que estaba sola. Por encima de ella, el maravilloso muchacho, su hermoso, tramposo niño se retorcía y chillaba mientras los muertos ponían sus manos vengadoras sobre la piel fresca. Ella sabía su intención: la podía ver en sus ojos –no había nada nuevo en ella–. Cada historia tenía en su tradición este tormento particular. Iba a ser utilizado para grabar sus testamentos. Iba a ser su página, el receptáculo de sus autobiografías. Un libro de sangre. Un libro hecho con sangre. Un libro escrito con sangre. Pensó en los libros mágicos que se habían fabricado con piel de hombre muerto: los había visto, los había tocado. Pensó en los tatuajes que había visto: algunos de ellos exhibían monstruos, otros los llevaban simples trabajadores descamisados en la calle, con un mensaje para sus madres grabado en la espalda. El hecho de escribir un libro de sangre no le era desconocido.
Pero hacerlo sobre una piel parecida, una piel tan reluciente, ¡Dios mío, ése era el crimen! Gritaba mientras los afilados trozos de cristal de la jarra rota lo torturaban, rebotaban en su carne, abriendo surcos en ella. Sentía los sufrimientos del muchacho en su propia carne, y no eran tan terribles...
Sin embargo, gritaba. Y luchaba, y lanzaba obscenidades a sus atacantes. Éstos no le hacían caso. Hormigueaban a su alrededor, sordos a cualquier súplica o ruego, y trabajaban sobre él con el entusiasmo de criaturas forzadas demasiado tiempo al silencio. Mary oyó cómo iban remitiendo los lamentos de Simon y luchó contra el peso del miedo sobre sus miembros. Por alguna razón sentía que debía subir a la habitación. No importaba qué hubiera detrás de la puerta o en la escalera; él la necesitaba y eso era suficiente.
Se levantó y notó cómo le caía el pelo en remolinos, desgranándose como la pelambrera de serpientes de la medusa Gorgona. Se dio cuenta de la situación: apenas podía ver el piso que había debajo de ella. Los tablones eran de madera fantasmal y por detrás de ellos se extendía ante su vista una tiniebla en ebullición que rugía. Miró a la puerta, sintiendo un continuo letargo muy difícil de combatir.
Estaba claro que no la querían allá arriba. «A lo mejor –pensó– me tienen un poco de miedo.» La idea le infundió resolución; ¿por qué se iban a molestar en intimidarla si su mera presencia, una vez abierta esa brecha en el mundo, no era una amenaza para ellos?
La puerta llena de ampollas estaba abierta. Detrás de ella la realidad de la casa había sucumbido por completo al caos estruendoso de la autopista. La atravesó concentrándose en la forma en que sus pies aún tocaban terreno sólido, aunque sus ojos ya no pudieran verlo. Por encima de ella, el cielo era azul prusia; la autopista, ancha y ventosa, y los muertos se apelotonaban a ambos lados. Se abrió camino entre ellos como a través de una masa de hombres vivos, mientras sus rostros boquiabiertos e idiotas la miraban maldiciendo su invasión.
El «por favor» había desaparecido. Ahora no decía nada; sólo rechinaba los dientes y fijaba los ojos en la autopista, avanzando a paso firme para encontrarse con la escalera que, lo sabía, se encontraba ahí. Tropezó al tocarla y se alzó un aullido de la multitud. No pudo distinguir si se reían de su torpeza o la advertían de que había ido demasiado lejos.
Primer escalón. Segundo. Tercero.
Aunque la atacaban por todas partes, estaba venciendo a la muchedumbre. Enfrente suyo podía ver a través de la puerta de la habitación donde su pequeño mentiroso estaba tumbado, rodeado de agresores. Los calzoncillos le colgaban de los tobillos: la escena se parecía a una especie de violación. Ya no gritaba, pero sus ojos estaban desorbitados a causa del dolor y del terror. Por lo menos todavía estaba vivo. Su joven cerebro, a pesar de su resistencia natural, había aceptado a medias el espectáculo que se había desencadenado ante él.
De pronto sacudió la cabeza y la miró directamente a través de la puerta. En esa parte del cuerpo había desarrollado un verdadero talento, una habilidad que era una fracción de la de Mary, pero suficiente para ponerle en contacto con ella. Sus miradas se encontraron. En un océano de oscuridad azul, rodeados por todas partes por una civilización que no comprendían ni conocían, sus corazones llenos de vida se encontraron y se unieron.
–Lo siento –dijo en silencio. Daba una lástima infinita–. Lo siento, lo siento. –Miró a otra parte, arrancó su mirada de la de ella.
Estaba segura de que tenía que estar en lo alto de la escalera, con los pies sobre el aire, por lo que le decían sus ojos, y las caras de los viajeros encima, debajo y a cada lado de ella. Pero podía ver, muy vagamente, el contorno de la puerta y los tablones y vigas de la habitación donde yacía Simon. Ya era una masa de sangre, de la cabeza a los pies. Podía ver las marcas, los jeroglíficos de la angustia en cada pulgada de su pecho, su cara, sus miembros. Por un momento pareció brillar en una especie de epicentro, y pudo verlo en la habitación vacía, con el sol en la ventana y la jarra rota a su lado. Entonces vacilaba su concentración y, en lugar de eso, veía al mundo invisible vuelto visible; él colgaba en el aire mientras le escribían por todas partes, arrancándole el pelo de la cabeza y el cuerpo para limpiar la página, escribían en sus axilas, en sus párpados, en sus genitales, en los pliegues de sus nalgas, en las plantas de sus pies.
Sólo las heridas coincidían en las dos visiones. Lo viera rodeado de torturadores o solo en la habitación, sangraba y sangraba.
Ya había llegado a la puerta. Alargó una mano temblorosa para tocar la sólida realidad del pomo, pero por mucho que se concentrara no podía conseguir que se volviera nítido; aunque fue suficiente que se fijara en una mera imagen fantasmal. Agarró el pomo, le dio la vuelta y abrió la puerta del despacho.
Ahí estaba, frente a ella. No los separaban más que dos o tres yardas de aire poseído. Sus ojos se volvieron a encontrar e intercambiaron una elocuente mirada, común al mundo de los vivos y de los muertos. Había compasión en esa mirada, y amor. Las ficciones desaparecieron, las mentiras quedaron reducidas a cenizas. En lugar de las sonrisas manipuladoras del chico había una auténtica dulzura, que tenía réplica en la cara de Mary.
Y los muertos, temerosos de esa mirada, apartaron la vista. Sus rostros se endurecieron, como si les estuvieran tensando la piel sobre los huesos, su carne se volvió negra como una magulladura, sus voces tristes ante la previsión de la derrota. Intentó tocarlo, pues ya no tenía que luchar contra las huestes de los muertos; se estaban cayendo de cada lado de su presa, como moscas muertas que se despegaron de una ventana.
Le tocó ligeramente la cara. Su caricia fue una bendición. Los ojos se le llenaron de lágrimas, que cayeron por su mejilla desollada, mezclándose con la sangre.
Los muertos ya no tenían voz, ni siquiera boca. Estaban perdidos en la autopista; su maldad había sido contenida.
Plano a plano, la habitación empezó a restaurarse. Las planchas del suelo, todos los clavos, todos los tablones manchados, se hicieron visibles bajo su cuerpo sollozante. Reaparecieron las ventanas –y, fuera, la calle crepuscular repitió el eco del clamor de los niños–. La autopista había desaparecido por completo de la vista de los vivos. Los viajeros hablan vuelto la mirada hacia la oscuridad y se habían sumergido en el olvido, dejando sólo sus signos y talismanes en el mundo tangible. En mitad del rellano del número 65, sus pies, al pasar por la intersección, tropezaron casualmente con el cuerpo humeante y lleno de ampollas de Reg Fuller. Por fin, el alma de Fuller pasó entre la muchedumbre y echó una ojeada a la carne que había ocupado una vez, antes de que la multitud le empujara hacia el tribunal donde sería juzgado.
Arriba, en la habitación que se ensombrecía, Mary Florescu se arrodilló al lado del joven Mc Neal y acarició su cabeza pegajosa de sangre. No quería abandonar la casa en busca de ayuda hasta que estuviera segura de que los torturadores no volverían. Ya no había más ruido que el zumbido de un reactor buscando su camino por la estratosfera hacia la mañana. Hasta la respiración del muchacho era silenciosa y regular. Ningún halo de luz lo rodeaba. Todos los sentidos estaban indemnes. Vista. Oído. Tacto.
Tacto.
Lo tocó ahora como nunca se había atrevido a hacerlo antes, rozando ligerísimamente su cuerpo con las yemas, haciendo correr los dedos por su piel levantada como una mujer ciega que leyera Braille. Había palabras diminutas en cada milímetro de su cuerpo, escritas por una multitud de manos. Incluso a través de la sangre podía distinguir con cuánta meticulosidad lo habían desgarrado las palabras. Incluso podía leer, bajo la luz mortecina, alguna frase ocasional. Era una prueba que estaba más allá de toda duda, y deseó, ¡oh, Dios, cuánto lo deseó!, no haberla conseguido jamás. Y, sin embargo, después de esperarla toda una vida, ahí estaba: la revelación de una vida más allá de la carne, escrita sobre la propia carne.
El muchacho sobreviviría, eso estaba claro. La sangre ya se iba secando y la miríada de heridas sanaban. Después de todo, era sano y fuerte: no tendría ninguna lesión física grave. Su belleza había desaparecido para siempre, por supuesto. A partir de ahora sería, en el mejor de los casos, objeto de curiosidad y, en el peor, de repugnancia y horror. Pero lo protegería y, con el tiempo, él aprendería a conocerla y confiar en ella. Sus corazones estaban inextricablemente unidos.
Después de cierto tiempo, cuando las palabras de su cuerpo fueran costras y cicatrices, ella lo leería. Seguiría, con amor y paciencia infinitos, las historias que los muertos habían contado encima de él.
El cuento, escrito en su abdomen en un estilo agradable, fluido. El testimonio, impreso con exquisitez y elegancia, que cubría su rostro y su cráneo. La historia en su espalda, en su espinilla, en sus manos.
Las leería todas, las explicaría todas, hasta la última sílaba que reluciera y se deslizara bajo sus dedos adoradores, para que el mundo conociera las historias que cuentan los muertos.
Él era un Libro de Sangre, y ella su única traductora.
Al caer la oscuridad, abandonó la vigilia y lo guió, desnudo, hacia la noche reparadora.
He aquí, pues, las historias escritas en el Libro de Sangre. Léalas, si le gustan, y aprenda.
Son un mapa de esa oscura autopista que conduce más allá de la vida, a destinos desconocidos. Pocos deberán seguirla. Los más andarán pacíficamente por calles iluminadas, acompañados en su tránsito por rezos y caricias. Pero a unos pocos, los elegidos, les llegarán los horrores, brincando para llevárselos a la autopista de los condenados.
Así que lea. Lea y aprenda.
Después de todo, es bueno estar preparado para lo peor y sabio aprender a andar antes de perder el aliento.

Cuento:"Las Ratas De Las Paredes" de H.P. Lovecraft.

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Hoy es el turno del gran H.P. Lovecraft con su cuento: "Las Ratas De Las Paredes" espero que les agrade...





H.P. Lovecraft
(Para Móvil

El 16 de julio de 1923 me mudé a Exham Priory, después de que el último obrero acabara su tarea. Los trabajos de restauración habían constituido una imponente tarea, pues de la abandonada construcción apenas si quedaba un montón de ruinas, pero por tratarse del lar de mis antepasados no escatimé en gastos. Nadie habitaba la finca desde el reinado de Jacobo I, en que una tragedia de caracteres terriblemente dramáticos, aunque en gran medida incomprensibles, se cernió sobre el cabeza de la familia, cinco de sus hijos y varios criados, y obligó a marcharse de allí, en medio de sombras de sospecha y terror, al tercer hijo, mi progenitor por línea paterna y único superviviente del infortunado baje.
Con el único heredero denunciado por asesinato, la propiedad volvió a manos de la corona, sin que el acusado hiciera el menor intento por excusarse o recuperar la heredad. Trastornado por un horror mayor que el de la conciencia o la ley, y expresando sólo el rabioso deseo de borrar aquella antigua mansión de su vista y memoria, Walter de la Poer, undécimo barón de Exhain, marchó a Virginia, en donde se estableció y fundó la familia que, en el siglo siguiente, era conocida por el nombre de Delapore.
Exham Priory quedó abandonado, aunque con el tiempo pasó a formar parte de las propiedades de la familia Norrys y fue objeto de numerosos estudios como consecuencia de su singular arquitectura, consistente en unas torres góticas levantadas sobre una infraestructura sajona o románica, cuyos cimientos a su vez eran de un estilo o mezcla de estilos de época anterior: romano y hasta druida o el címbrico originario, si es cierto lo que cuentan las leyendas. Los cimientos eran de aspecto muy singular, pues se confundían por uno de sus lados con la sólida caliza del precipicio desde cuyo borde el priorato dominaba un desolado valle que se extendía tres millas al oeste del pueblo de Anchester.
A los arquitectos y anticuarios les encantaba estudiar esta extraña reliquia de épocas remotas, pero los naturales del lugar la detestaban con todas sus fuerzas. La detestaban desde hacía siglos, cuando aún vivían allí mis antepasados, y la seguían detestando ahora en que, debido a su estado de abandono, la cubría una capa de musgo y mantillo. No llevaba siquiera un día en Anchester cuando me enteré de que descendía de una familia maldita. Pero ya esta semana los obreros han volado por los aires lo que quedaba de Exham Priory, y están atareados en borrar las huellas de sus cimientos. De siempre he conocido la historia, sin aditamentos, de mi linaje familiar, y sé perfectamente que mi primer antepasado americano se trasladó a las colonias envuelto en las sombras de extrañas sospechas. De los detalles, con todo, jamás he sabido nada debido a la reticencia mantenida por generaciones entre los Delapore. Al contrario que los colonos de nuestra vecindad, rara vez nos jactamos de antepasados que batallaron en las Cruzadas o de contar en nuestro linaje con héroes medievales o renacentistas, ni se nos transmitieron otras tradiciones que las que pudieran encerrarse en el sobre lacrado que todo hacendado latifundista dejó a su primogénito antes de estallar la Guerra Civil para su apertura póstuma. Las únicas glorias de las que nos jactábamos en la familia eran las alcanzadas tras la emigración, las glorias de un orgulloso y honorable, si bien un tanto retraído e insociable, linaje de Virginia.
En el curso de la guerra toda nuestra fortuna se perdió y nuestra existencia entera se vio alterada por el incendio de Carfax, residencia de la familia a orillas del río James. Mi abuelo, de edad ya avanzada, pereció entre las llamas del voraz incendio, y con él se quemó el sobre que nos ligaba al pasado. Todavía hoy puedo recordar aquel incendio que presencié con mis propios ojos a la edad de siete años, mientras los soldados federales vociferaban, las mujeres chillaban y los negros daban alaridos y rezaban. Mi padre se había alistado en el ejército y participaba en la defensa de Richmond, y, tras múltiples formalidades, mi madre y yo logramos atravesar las líneas enemigas para unirnos a él.
Cuando terminó la guerra, nos trasladamos al norte, de donde provenía mi madre, y allí crecí, me hice un hombre y, en última instancia, acumulé riquezas como corresponde a todo yanqui emprendedor. Ni mi padre ni yo supimos jamás qué contenía el sobre testamentario destinado a nosotros; además, una vez sumido en el monótono curso de la vida mercantil de Massachusetts, perdí todo interés por desvelar los misterios que, sin duda, se ocultaban en el remoto pasado de mi árbol genealógico. ¡Con qué alegría habría dejado Exham Priory a la suerte de sus murciélagos, telarañas y mantillo si hubiera mínimamente intuido lo que escondía tras sus muros!
Mi padre murió en 1904, pero sin ningún mensaje que dejar para mí ni para mi único hijo, Alfred, un muchacho de diez años huérfano de madre. Fue precisamente Alfred quien alteró el orden en que venía transmitiéndole la información familiar, pues, si bien sólo pude hacerle conjeturas en tono burlón sobre el pasado familiar, me escribió contándome algunas leyendas ancestrales del mayor interés cuando, con ocasión de la pasada guerra, fue enviado a Inglaterra en 1917 en calidad de oficial de aviación. Al parecer, sobre los Delapore circulaba una pintoresca y un tanto siniestra historia. Un amigo de mi hijo, el capitán Edward Norrys, del Royal Flying Corps, residía en las proximidades de nuestro solar familiar en Anchester y contaba unas supersticiones campesinas que pocos novelistas podrían llegar a igualar por lo increíbles y demenciales que eran. Norrys, por supuesto, no las tomaba en serio, pero a mi hijo lo divertían y le sirvieron de tema para llenar muchas de las cartas que me escribió. Fueron estas leyendas las que finalmente atrajeron mi atención hacia mi heredad trasatlántica, y me decidieron a comprar y restaurar el solar familiar que Norrys mostró a Alfred en todo su pintoresco abandono, al mismo tiempo que se ofrecía a conseguírselo por una suma harto razonable, dado que el actual propietario era tío suyo.
Compré Exham Priory en 1918, pero casi al punto me olvidé de los planes de restauración en que había estado pensando ante el regreso de mi hijo inválido de las piernas. Durante los dos años que aún vivió me dediqué por entero a su cuidado, dejando incluso la dirección del negocio en manos de mis socios.
En 1921, sumido en la mayor desolación y sin saber qué hacer, apartado de toda actividad laboral y notando ya que la vejez se me venía encima, resolví distraer el resto de mis años ocupado en la nueva posesión. Llegué a Anchester un día de diciembre, hospedándome en casa del capitán Norrys, un joven algo gordo y afable que estimaba mucho a mi hijo, y me ofreció su colaboración en la tarea de acopiar planos y anécdotas en los que inspirarse al emprender las obras de restauración. No sentía la menor emoción en presencia de Exham Priory, un revoltijo de abandonadas ruinas medievales cubiertas de líquenes y acribilladas de nidos de grajos, balanceándose amenazadoramente al borde de un enorme precipicio y sin el menor rastro de suelos o cualquier otro resto de interiores, salvo los muros de piedra de las separadas torres.
Tras formarme poco a poco una idea de cómo debió ser el edificio cuando lo abandonaron mis antepasados tres siglos atrás, me puse a contratar obreros para iniciar las tareas de reconstrucción. En todos los casos me vi obligado a buscarlos fuera de la localidad más próxima, pues los naturales de Anchester profesaban un miedo y una aversión decididamente increíbles hacia aquel lugar. La magnitud del sentimiento era tal que a veces llegaba a contagiar a los trabajadores que venían de otros lugares, siendo esta la causa de numerosas deserciones. Por lo demás, su alcance se extendía tanto al priorato como a la antigua familia propietaria del mismo.
Ya me había adelantado mi hijo que durante sus visitas al pueblo la gente se mostró un tanto reacia con él por ser un De la Poer, y ahora, por idéntica razón, yo me sentía también sutilmente rechazado hasta que logré convencerlos de que apenas sabía nada de mis antepasados. Y aun así los vecinos del lugar se mostraban huraños conmigo, por cuanto me vi obligado a recurrir a Norrys para recopilar la mayoría de las tradiciones populares que aún seguían circulando sobre el lugar. Lo que aquellas gentes no podían perdonar era, al menos eso creía entender yo, que había venido a restaurar un símbolo que aborrecían con todas sus fuerzas; pues, racionalmente o no, para ellos Exham Priory no era otra cosa que un nido de arpías y hombres lobo.
Reuniendo todas las historias que Norrys recogió para mí y completándolas con lo que habían dicho varios estudiosos que en su día examinaron las ruinas, deduje que Exham Priory se levantaba sobre el lugar ocupado en otro tiempo por un templo prehistórico: una construcción druida, o incluso anterior a dicho período, que debió ser contemporánea de Stonehenge. Casi nadie duda de que allí se habían celebrado abominables ritos, y circulaban toda clase de espeluznantes historias sobre el paso de tales ritos al culto de Cibeles posteriormente introducido por los romanos.
En el sótano podían aún verse inscripciones con letras tan inconfundibles como «DIV... OPS... MAGNA. MAT...», signo de la Magna Mater cuyo tenebroso culto fue en vano prohibido a los ciudadanos romanos. Anchester había sido campamento de la tercera legión Augusta, tal como atestiguaban numerosos restos, y, según todos los indicios, el templo de Cibeles debió ser una imponente construcción abarrotada de fieles que concelebraban multitud de ceremonias presididos por un sacerdote frigio. Las historias añadían que la caída de la antigua religión no puso fin a las orgías que tenían lugar en el templo, sino que, muy al contrario, los sacerdotes se convirtieron a la nueva fe sin cambiar en lo fundamental sus creencias. Asimismo, se decía que los ritos no desaparecieron con la llegada de los romanos y que algunos sajones se sumaron a lo que quedaba del templo, dándole el perfil característico que habría de distinguirle con el tiempo a la vez que hacían de él el centro de irradiación de un culto temido en la mitad del territorio al que se extendía la heptarquía. Hacia el año 1000 d.c. el lugar aparece mencionado en una crónica como un priorato, esencialmente construido a base de piedra, en el que se albergaba una poderosa y extraña orden monástica, y rodeado de grandes jardines que no precisaban de murallas para mantener alejado al atemorizado populacho. Jamás llegaron a destruirlo los daneses, si bien su suerte debió declinar radicalmente tras la conquista normanda, pues no hubo el menor impedimento para que Enrique III confiriera su propiedad a mi antepasado Gilbert de la Poer, primer barón de Exham, en 1261.
De mi familia no se conservan testimonios adversos antes de esa fecha, pero algo raro debió acontecer por entonces. Ya en una crónica de 1307 hay una referencia a un De la Poer al que se califica de «renegado de Dios», mientras que en las leyendas populares se aprecia un miedo cerval a decir nada del castillo que se erigió sobre los cimientos del antiguo templo y priorato. Los cuentos de viejas que corrían sobre el lugar eran de lo más espeluznantes, más terroríficos si cabe por la tenebrosa reticencia y sombrías evasivas de que hacían gala. En ellos se representaba a mis antepasados como un linaje de demonios junto a los que personajes de la talla de un Gilles de Retz o un Marqués de Sade no pasaban de meros aprendices, y se dejaba intuir veladamente su responsabilidad por las ocasionales desapariciones de aldeanos en el transcurso de varias generaciones.
Los peores de toda la parentela, a tenor de lo que dice la tradición, fueron los barones y sus herederos directos. Al menos, la mayoría de las historias que circulaban se referían a ellos. Si un heredero mostraba inclinaciones más saludables, se decía en ellas, fallecía con toda seguridad en edad temprana y misteriosamente para dejar paso a otro descendiente más en consonancia con el apellido. Los De la Poer parecían profesar un culto propio, presidido por el cabeza de familia y a veces restringido a unos cuantos miembros de la misma. El temperamento más que el linaje era el fundamento de dicho culto, pues en él participaban también quienes ingresaban en la familia por razón de matrimonio. Lady Margaret Trevor de Cornualles, mujer de Godfrey, el hijo segundo del quinto barón, acabó por convertirse en uno de los fantasmas predilectos de los niños de todo el país y en diabólica heroína de un horripilante y antiguo romance que aún se oye en las proximidades de la frontera galesa. Conservada también en los romances, aunque no tan ilustrativa al respecto, merece citarse la espeluznante historia de Lady Mary de la Poer, que al poco de casarse con el barón de Shrewsfield murió asesinada a manos de éste y de su madre, siendo posteriormente absueltos y bendecidos ambos criminales por el sacerdote al que confesaron aquello que no se atreverían a decir en público.
Estos mitos y romances, característicos de la más descarnada superstición, me repelían en extremo. Su persistencia y su asociación a tan larga descendencia de mis antepasados, resultaban especialmente irritantes; en tanto que las acusaciones de hábitos monstruosos recordaban, de manera harto desagradable, el único escándalo conocido de mis inmediatos antepasados: me refiero al caso de mi primo, el joven Randolph Delapore de Carfax, que se fue a vivir con los negros y se hizo oficiante del rito vudú a su regreso de la guerra de México.
Bastante menos me inquietaban las historias que corrían sobre lamentos y aullidos en el valle desolado y barrido por el viento que se abría al pie del precipicio de caliza; así como otras sobre los fétidos hedores que emanaban de las tumbas tras las primaverales lluvias, sobre el torpón y aullador objeto Manco que el caballo de sir John Clave pisó una noche en medio de un solitario campo, o sobre el criado que se había vuelto loco a causa de algo indefinible que vio en el priorato a plena luz del día. Todo ello no eran sino retazos de historias fantásticas que habían arraigado en el vulgo, y por aquel entonces yo era un escéptico a carta cabal. Los relatos sobre aldeanos desaparecidos no debían desecharse del todo, aun cuando no eran especialmente significativos a la vista de las prácticas medievales. La voraz curiosidad significaba la muerte, y más de una cercenada cabeza se había mostrado en público en los bastiones -de los que, afortunadamente, ya no quedaba huella- que se levantaban en los aledaños de Exham Priory.
Algunas de las historias que corrían eran sumamente pintorescas, hasta el punto de hacerme sentir no haber estudiado más mitología comparada en mi juventud. Así, por ejemplo, aún subsistía la creencia de que una legión de diablos con alas de vampiro se reunía todas las noches en el priorato para celebrar sus rituales aquelarres, legión cuyo mantenimiento alimenticio podía hallar explicación en la desproporcionada abundancia de verduras ordinarias cultivadas en aquellos enormes huertos. La más gráfica de todas las historias que circulaban sobre el lugar era una que relataba la dramática epopeya de las ratas -un insaciable ejército de obscenas alimañas que había surgido en tropel del interior del castillo tres meses después de la tragedia que lo condenó al más absoluto abandono-, una cenceña, nauseabunda y famélica soldadesca que había barrido todo a su paso, devorando aves, gatos, perros, cerdos, ovejas y hasta dos desventurados seres humanos antes de ver acallado su furor. En torno a tan inolvidable plaga de roedores gira todo un ciclo independiente de mitos, pues las alimañas se dispersaron por entre las casas del pueblo suscitando toda clase de imprecaciones y horrores a su paso.
Tales eran las historias que se cernían sobre mí cuando me dispuse a acometer, con la obstinación propia de un anciano, las obras de restauración de mi ancestral solar. No debe creerse, ni siquiera por un momento, que tales historias constituían lo esencial del entorno sicológico en que me desenvolvía. Por otro lado, contaba con el apoyo decidido y constante del capitán Norrys y de los arqueólogos que me rodeaban y asistían en mi tarea. Una vez terminada la obra, algo más de dos años después de iniciada, pude contemplar aquel conjunto de amplias habitaciones, revestidos muros, abovedados techos, ventanas con parteluces y anchas escaleras, con un orgullo que compensaba con creces los cuantiosos gastos que supuso la restauración.
No había detalle medieval que no estuviera diestramente reproducido, y las partes nuevas armonizaban a la perfección con los muros y cimientos originales. El solar de mis antepasados estaba de nuevo en pie, y ahora sólo me quedaba redimir la fama local de la línea familiar que terminaba en mí. Me quedaría a vivir allí permanentemente y demostraría a todos que un De la Poer (pues había adoptado de nuevo la grafía original del apellido) no tenía por qué ser un ser diabólico. Mi confort se vio en parte aumentado por el hecho de que, aunque Exham Priory estaba construido según los cánones medievales, su interior era absolutamente nuevo y se hallaba libre de vetustos fantasmas y nocivas alimañas.
Como ya he dicho, me mudé a Exham Priory el 16 de julio de 1923. Me hacían compañía en mi nueva residencia siete criados y nueve gatos, animal éste por el que siento una especial atracción. Mi gato más viejo, «Negrito», tenía siete años y vino conmigo desde Bolton, en Massachusetts; el resto de los gatos los había ido reuniendo mientras vivía con la familia del capitán Norrys, en el curso de las obras de restauración del priorato.
Durante cinco días nuestra rutina prosiguió en medio de la más absoluta calma, empleando la mayor parte del tiempo en la clasificación de antiguos documentos relativos a la familia. Disponía ya de unas cuantas descripciones muy detalladas de la tragedia final y la huida de Walter de la Poer, que supuse sería lo que encerraba el legajo hereditario perdido en el incendio de Carfax. Al parecer, a mi antepasado se le acusó, con sobrada razón, de matar al resto de los moradores de la casa -salvo cuatro criados cómplices suyos- mientras dormían, unas dos semanas después de un sorprendente descubrimiento que habría de alterar toda su forma de ser, pero que no debió desvelar más que a los criados que colaboraron con él en el asesinato y, seguidamente, huyeron lejos del alcance de la justicia.
Esta degollina premeditada -en total, un padre, tres hermanos y dos hermanas-, fue en gran medida condonada por los aldeanos y con tal negligencia dictaminada por la justicia que su instigador pudo huir -con todos los honores, sin sufrir el menor daño ni tener que disfrazarse- a Virginia. El sentir general que circulaba por el pueblo era que había librado aquellas tierras de la maldición inmemorial que sobre ellas pesaba. Ni siquiera puedo conjeturar cuál fue el descubrimiento que llevó a mi antepasado a cometer tan abominable acción. Walter de la Poer debía conocer desde hacía tiempo las siniestras historias que se contaban sobre su familia, por lo que no creo que el motivo que desató todo proviniera de dicha fuente. ¿Presenciaría acaso algún antiguo y espeluznante rito o se daría de bruces con algún tenebroso símbolo revelador en el priorato o en sus aledaños? En Inglaterra se le tenía por un joven tímido y de buenos modales. En Virginia, parecía más un ser de carácter atormentado y aprensivo que un tipo duro o amargado. De él se decía en el diario de otro aventurero de rancio abolengo, Francis Harley de Bellview, que era un hombre sin par en lo tocante al sentido de la justicia, el honor y la discreción.
El 22 de julio tuvo lugar el primer incidente, el cual, aunque apenas se le prestó atención en aquel momento, adquiere un significado premonitorio en relación con ulteriores acontecimientos. Fue tan poca cosa que casi no se le dio importancia, y apenas pudo advertirse en las circunstancias reinantes; pues debe recordarse que al ser el edificio prácticamente nuevo en su totalidad, salvo los muros, y hallarse atendido por una avezada servidumbre, toda aprensión habría sido absurda no obstante las historias que corrían sobre el lugar.
A poco más que esto se reduce lo que pude recordar a posteriori: mi viejo gato negro, cuyo humor tan bien conozco, estaba indudablemente alerta e inquieto en una medida que no concordaba en nada con su habitual modo de ser. Iba de una habitación a otra, dando la impresión de estar intranquilo y preocupado por algo, y olisqueaba constantemente los muros que formaban parte de la estructura gótica. Comprendo perfectamente cuán trillado suena todo esto -algo así como el inevitable perro del cuento de fantasmas, que no cesa de gruñir hasta que su amo ve finalmente la figura envuelta en sábanas-, pero en este caso concreto creo que tiene su importancia.
Al día siguiente, un criado vino a darme cuenta de la inquietud reinante entre los gatos de la casa. Yo me encontraba en mi estudio, una habitación de techo alto y orientada al occidente que había en el segundo piso, con arcos de aristas artesonado de roble oscuro y una triple ventana gótica que daba al precipicio de roca caliza y desde la que se divisaba el inhóspito valle. Mientras me hablaba el criado, pude ver cómo la forma de azabache de Negrito se arrastraba a lo largo del muro oeste y arañaba el nuevo artesonado que cubría la antigua piedra.
Le dije al criado que debía tratarse de algún extraño olor o emanación procedente de la antigua mampostería, y que, si bien era imperceptible al olfato humano, debía afectar a los sensibles órganos de los felinos a pesar del artesonado que lo recubría. Así lo creía sinceramente, y cuando aquel hombre aludió a la posible presencia de roedores, le dije que en aquel lugar no había habido ratas durante trescientos años, y que difícilmente podrían encontrarse los ratones de la campiña que lo circundaba en tan altos muros, pues nunca se los había visto merodeando por allí. Aquella misma tarde llamé al capitán Norrys, quien me aseguró que le parecía bastante increíble que los ratones del campo infestaran de repente el priorato pues, que él supiera, no había precedentes de nada semejante.
Aquella noche, prescindiendo como de costumbre de la ayuda del mayordomo, me retiré a la cámara de la torre orientada al occidente que me había reservado; a ella se llegaba desde el estudio tras subir por una escalinata de piedra y atravesar una pequeña galería; la primera antigua en parte, la segunda enteramente restaurada. La estancia era circular, de techo muy alto y sin revestimiento alguno, si bien de la pared colgaban unos tapices que había comprado en Londres.
Tras comprobar que Negrito se hallaba conmigo, cerré la pesada puerta gótica y me recogí a la luz de aquellas bombillas eléctricas que tanto se asemejaban a bujías; al cabo de un rato, apagué la luz y me dejé hundir en la taraceada y endoselada cama coronada por cuatro baldaquines, con el venerable gato en su habitual lugar a mis pies. No eché las cortinas, quedando mi mirada fija en la angosta ventana que daba al norte y tenía justo frente a mí. Un esbozo de aurora se dibujaba en el cielo destacando la siempre grata silueta de las primorosas tracerías de la ventana.
En un momento dado debí quedarme apaciblemente dormido, pues recuerdo claramente una sensación de despertar de extraños sueños, cuando el gato dio un brusco respingo abandonando la serena posición en que se encontraba. Pude verlo gracias al tenue resplandor de la aurora; tenía la cabeza enhiesta hacia delante, las patas delanteras clavadas en mis tobillos y las traseras estiradas cuan largas eran. Miraba fijamente a un punto de la pared situado algo al oeste de la ventana, un punto en el que mi vista no encontraba nada digno de resaltar, pero en el que se concentraban ahora mis cinco sentidos.
Mientras observaba, comprendí el motivo de la excitación de Negrito. Si se movieron o no los tapices es algo que no sabría decir. A mí me pareció que sí, aunque muy ligeramente. Pero lo que sí puedo jurar es que detrás de los tapices oí un ruido, leve pero nítido, como de ratas o ratones escabulléndose precipitadamente. No había transcurrido un segundo cuando ya el gato se había arrojado materialmente sobre el tapiz de matizados colores, haciendo caer al suelo, debido a su peso, la parte a la que se agarró y dejando al descubierto un antiguo y húmedo muro de piedra, retocado aquí y allá por los restauradores, y sin la menor traza de roedores merodeando por sus inmediaciones.
Negrito recorrió de arriba abajo el suelo de aquella parte del muro, desgarrando el tapiz caído e intentando en ocasiones introducir sus garras entre el muro y la tarima del suelo. Pero no encontró nada, y al cabo de un rato volvió muy fatigado a su habitual posición a mis pies. Yo no me había levantado de la cama, pero no volví a conciliar el sueño en toda la noche.
A la mañana siguiente indagué entre la servidumbre pero nadie había advertido nada anormal, excepto la cocinera, que recordaba el anómalo comportamiento de un gato que dormitaba en el alféizar de su ventana. El gato en cuestión se puso a maullar a cierta hora de la noche, despertando a la cocinera justo a tiempo de verlo lanzarse a toda velocidad por la puerta abierta escaleras abajo. Al mediodía me quedé un rato amodorrado y al despertarme fui a visitar de nuevo al capitán Norrys, que mostró especial interés en lo que le conté. Los incidentes extraños -tan raros a la vez que tan curiosos- despertaban en él el sentido de lo pintoresco, y le trajeron a la memoria multitud de recuerdos de historias locales sobre fantasmas. No conseguíamos salir de nuestro estupor ante la presencia de las ratas, y lo único que se le ocurrió a Norrys fue dejarme unos cepos y unos polvos de verde de París que, de vuelta a casa, mandé a los criados colocar en lugares estratégicos.
Me fui pronto a la cama pues tenía mucho sueño, pero mientras dormía me asaltaron atroces pesadillas. En ellas miraba hacia abajo desde una impresionante altura a una gruta débilmente iluminada cuyo suelo estaba cubierto por una gruesa capa de estiércol; en el interior de dicha gruta había un demonio porquerizo de canosa barba que dirigía con su cayado un rebaño de bestias fungiformes y fláccidas cuya sola vista me produjo una indescriptible repugnancia. Luego, mientras el porquero se detenía un instante y se inclinaba para divisar su rebaño, un impresionante enjambre de ratas llovió del cielo sobre el hediondo abismo y se puso a devorar a animales y hombre.
Tras tan terrorífica visión me desperté bruscamente a causa de los bruscos movimientos de Negrito, que como de costumbre dormía a mis pies. Esta vez no tuve que inquirir por el origen de sus gruñidos y resoplidos ni por el miedo que le impulsaba a hundir sus garras en mis tobillos, inconsciente de su efecto, pues las cuatro paredes de la estancia bullían de un sonido nauseabundo: el repugnante deslizarse de gigantescas ratas famélicas. En esta ocasión no había aurora que permitiera ver en qué estado se encontraba el tapiz -cuya sección caída había sido reemplazada-, pero no vacilé ni un instante en encender la luz.
Al resplandor de ésta pude ver cómo todo el tapiz era presa de una espantosa sacudida, hasta el punto de que los dibujos, de por sí ya un tanto originales, se pusieron a ejecutar una singular danza de la muerte. La agitación desapareció casi al instante, y con ella los ruidos. Saltando del lecho, hurgué en el tapiz con el largo mango del calentador de cama que había en la habitación, y levanté una parte del mismo para ver qué habla debajo Pero allí no había sino el restaurado muro de piedra, y para entonces ya había remitido el estado de tensión en que se encontraba el gato debido al olfateo de algo anómalo. Cuando examiné el cepo circular que había colocado en la habitación, pude ver que todos los orificios se encontraban forzados, aunque no quedase rastro de lo que debió escaparse tras caer en la trampa.
Naturalmente, ni se me pasó por la cabeza volver a la cama, así que encendí una vela, abrí la puerta y salí a la galería al final de la cual estaban las escaleras que conducían a mi estudio, con Negrito siempre pegado a mis talones. Antes de llegar a la escalinata de piedra, empero, el gato salió disparado delante de mí y desapareció tras el antiguo tramo. Mientras bajaba las escaleras, llegaron de repente hasta mí unos sonidos producidos en la gran estancia que quedaba debajo, unos sonidos de tal naturaleza que no podían inducir a equivoco.
Los muros de artesonado de roble bullían de ratas que se deslizaban y se arremolinaban en un inusitado frenesí, mientras Negrito corría de un lado para otro con la irritación propia del cazador burlado. Al llegar abajo, encendí la luz, pero no por ello remitió el ruido esta vez. Las ratas seguían alborotadas, dispersándose en baraúnda con tal estrépito y nitidez que finalmente no me fue difícil asignar una dirección precisa a sus movimientos. Aquellas criaturas, en número al parecer incalculable, estaban embarcadas en un impresionante movimiento migratorio desde inimaginables alturas hasta una profundidad desconocida.
Seguidamente, oí un ruido de pasos en el corredor, y unos instantes después dos criados abrían de golpe la maciza puerta. Rastreaban toda la casa en busca del origen de aquel revuelo que llevó a todos los gatos de la casa a lanzar estridentes maullidos y a saltar precipitadamente varios tramos de escalera hasta llegar ante la puerta cerrada del sótano, donde se agazaparon sin dejar de maullar. Les pregunté a los criados si habían visto las ratas, pero su respuesta fue negativa. Y cuando me volteé para llamar su atención a los sonidos que se oían en el interior del artesonado, pude advertir que el ruido había cesado.
Junto con aquellos dos hombres bajé hasta la puerta del sótano, pero para entonces ya se habían dispersado los gatos. Luego, decidí explorar la cripta que había debajo, pero de momento me limité a inspeccionar los cepos. Todos habían saltado, pero no tenían ni un solo ocupante. Contento porque excepto los felinos y yo nadie más había oído las ratas, me senté en mi estudio hasta que alboreó el día, reflexionando intensamente sobre cuál pudiera ser la causa de todo ello y tratando de recordar todo fragmento de leyenda desenterrado por mí que hiciera referencia al edificio en que habitaba.
Dormí un poco por la mañana, reclinado en el único sillón confortable del gabinete que mi medieval diseño del mobiliario no logró proscribir. Al despertarme llamé por teléfono al capitán Norrys, quien se presentó al cabo de un rato y me acompañó en la exploración del sótano.
No encontramos absolutamente nada que nos llamase la atención, aunque no pudimos reprimir un escalofrío al enterarnos de que la cripta databa de tiempos de los romanos. Todos los arcos bajos y macizos pilares eran de estilo romano; no del estilo degradado de los chapuceros sajones, sino del severo y armónico clasicismo de la era de los césares. Como cabía esperar, las paredes abundaban en inscripciones familiares a los arqueólogos que habían explorado en repetidas ocasiones el lugar; podían leerse cosas del estilo de «P. GETAE. PROP... TEMP... DONA...» y «L. PRAEC... VS... PONTIFI... ATYS...», y otras más.
La referencia a Atys me produjo un estremecimiento, pues había leído a Catulo y sabía algo de los abominables ritos dedicados al dios oriental, cuyo culto tanto se confundía con el de Cibeles. Norrys y yo, a la luz de unos faroles, tratamos de interpretar los extraños y descoloridos dibujos que se veían en unos bloques de piedra irregularmente rectangulares que debieron ser altares en otro tiempo, pero no pudimos sacar nada en claro. Recordamos que uno de aquellos dibujos, una especie de sol del que salían unos rayos en todas las direcciones, fue escogido por los estudiantes para mostrar que no era de origen romano, sugiriendo que los sacerdotes romanos se habían limitado a adoptar aquellos altares que provendrían de un templo más antiguo y probablemente aborigen levantado sobre aquel mismo suelo. En uno de aquellos bloques se advertían unas manchas marrones que me dieron que pensar. El mayor de todos ellos, un bloque que se encontraba en el centro de la estancia, tenía ciertos detalles en la cara superior que indicaban que había estado en contacto con el fuego; probablemente se trataba de ofrendas incineradas.
Tales eran las cosas que se veían en aquella cripta ante cuya puerta los gatos habían estado maullando, y donde Norrys y yo habíamos decidido pasar la noche. Los criados, a quienes se les advirtió que no se preocuparan por los movimientos de los gatos durante la noche, bajaron sendos sofás, y Negrito fue admitido en calidad de ayuda a la vez que de compañía. Juzgamos oportuno cerrar herméticamente la gran puerta de roble -una réplica moderna con rendijas para la ventilación- y, seguidamente, nos retiramos con los faroles aún encendidos a aguardar cuanto pudiera depararnos la noche.
La cripta estaba en la parte inferior de los cimientos del priorato y al fondo de la cara del prominente precipicio que dominaba el desolado valle. No dudaba que aquel había sido el objetivo de las infatigables e inexplicables ratas, aun cuando no sabría decir el motivo. Mientras aguardábamos expectantes, mi vigilia se entremezclaba ocasionalmente con sueños a medio formar de los que me despertaban los inquietos movimientos del gato que, como de costumbre, se encontraba a mis pies.
Pero aquella noche mis sueños no tuvieron nada de agradable; al contrario, fueron tan espeluznantes como los de la noche anterior. De nuevo aparecían ante mí la siniestra gruta en penumbra y el porquero con sus innombrables y fungiformes bestias revolcándose en el cieno, y al mirar a aquellos seres me parecían más cerca y con perfiles más precisos, tan precisos que casi podía ver sus rasgos físicos. Luego, pude ver la fláccida fisonomía de uno de ellos..., cuando, de repente, desperté profiriendo tal grito que Negrito dio un violento respingo, mientras el capitán Norrys, que no había pegado el ojo en toda la noche, se echó a reír a carcajadas. Y aún más -o quién sabe si menos- habría reído Norrys de haber sabido el motivo de mi estruendoso grito. Pero ni yo mismo lo recordé hasta pasado un rato: el horror descarnado tiene la virtud de paralizar a menudo la memoria.
Norrys me despertó al empezar a manifestarse el fenómeno. En el curso del referido y espantoso sueño me desveló con una ligera sacudida instándome a que escuchara el ruido de los gatos. ¡Y bien que podía escucharse!, pues al otro lado de la cerrada puerta, al pie de la escalinata de piedra, había una verdadera baraúnda de felinos aullando y arañando en la madera, mientras Negrito, absorto por completo de cuanto pudieran estar haciendo sus congéneres, corría alocadamente a lo largo de los desnudos muros de piedra, en los que pude percibir claramente el mismo ajetreo de ratas deslizándose que tanto me había atribulado la noche anterior.

Un indescriptible terror se apoderó de mí, pues aquellas anomalías no podían explicarse por procedimientos normales. Aquellas ratas, de no ser las criaturas procedentes de un estado febril que sólo yo compartía con los gatos, debían escabullirse y tener su madriguera entre los muros romanos que creí estaban formados por bloques de caliza sólida. A menos, se me ocurrió pensar, que la acción del agua en el curso de más de diecisiete siglos hubiera horadado sinuosos túneles que los roedores habrían posteriormente despejado y ensanchado. Pero aun así, el horror espectral que experimentaba no era menor; pues, en el supuesto de que se tratase de alimañas de carne y hueso, ¿por qué Norrys no oía su repugnante alboroto? ¿Por qué me instó a que observara a Negrito y escuchara los maullidos de los gatos afuera? ¿Y por qué intuía difusamente y sin fundamento los motivos que les llevaban a armar aquel revuelo?
Para cuando conseguí decirle, de la forma más racional que pude, lo que creía estar oyendo, hasta mis oídos llegó el último tenue sonido de aquel incansable revuelo. Ahora daba la impresión de que el ruido se alejaba, se oía aún más abajo, muy por debajo del nivel del sótano, hasta el punto de que todo el precipicio parecía acribillado de ratas en continuo ajetreo. Norrys no se mostraba tan escéptico como yo había anticipado, sino que parecía profundamente agitado. Me indicó por señas que ya había cesado el estrépito de los gatos, los cuales parecían dar a las ratas por perdidas. Entre tanto, Negrito era presa de nuevo desasosiego y se ponía a arañar frenéticamente la base del gran altar de piedra levantado en el centro de la habitación, si bien se encontraba más próximo del sofá de Norrys que del mío.
Llegado a este punto, mi temor hacia lo desconocido había alcanzado proporciones inconmensurables. Entonces ocurrió algo sorprendente, y pude ver cómo el capitán Norrys, un hombre más joven, corpulento y, presumiblemente, de ideas más materialistas que las mías, se hallaba tan inquieto como yo... probablemente porque conocía harto bien y de toda la vida la leyenda local. De momento no podíamos hacer sino limitarnos a observar cómo Negrito hundía sus garras, cada vez con menos fervor, en la base del altar, levantando de vez en cuando la cabeza y maullando en dirección mía de aquella manera tan persuasiva con que acostumbraba hacerlo cuando quería algo de mí.
Norrys acercó un farol al altar y examinó de cerca el lugar donde Negrito estaba arañando. Se arrodilló en silencio y desbrozó los líquenes que estaban allí desde hacía siglos y unían el macizo bloque prerromano al teselado suelo. Pero tras mucho escarbar no encontró nada de particular, y ya estaba a punto de cejar en sus esfuerzos cuando advertí una circunstancia trivial que me hizo estremecer, aun cuando no podía decirse que me cogiera totalmente de improviso.
Hice partícipe de mi descubrimiento a Norrys, y ambos nos pusimos a examinar aquella casi imperceptible manifestación con la fijeza propia de quien realiza un fascinante hallazgo que confirma lo acertado de sus pesquisas. En suma, se trataba de lo siguiente: la llama del farol colocado junto al altar oscilaba, ligera pero evidentemente, debido a una corriente de aire que no soplaba antes, y que sin duda procedía de la rendija que había entre el suelo y el altar en donde Norrys había estado desbrozando los líquenes.
Pasamos el resto de la noche en el estudio inundado de luz, discutiendo en medio de una cierta excitación el paso siguiente a dar. El descubrimiento bajo aquellas malditas ruinas de una cripta por debajo de los cimientos inferiores que se conocían de la mampostería romana, una cripta que había pasado inadvertida a los avezados anticuarios que exploraron el edificio por espacio de tres siglos, habría bastado para excitarnos a Norrys y a mí, profanos en todo lo que se relacionaba con lo siniestro. Por decirlo así, la fascinación tenía una doble vertiente, y vacilamos no sabiendo si cejar en nuestras pesquisas y abandonar de una vez para siempre el priorato por supersticiosa precaución o satisfacer nuestro sentido de la aventura y el riesgo, cualesquiera que fuesen los horrores que pudieran esperarnos al adentramos en aquellos desconocidos abismos.
Ya de mañana, llegamos a un acuerdo: Iríamos a Londres en busca de arqueólogos y científicos capacitados para desvelar aquel misterio. Debo decir, asimismo, que antes de abandonar el sótano intentamos en vano correr el altar central, al que ahora reconocíamos como la puerta de acceso a nuevas simas de indefinible terror. A hombres más doctos que nosotros tocaría desvelar qué secretos misterios ocultaba aquella puerta.
Durante nuestra larga estancia en Londres, el capitán Norrys y yo dimos a conocer los hechos, conjeturas y legendarias anécdotas a cinco eminentes autoridades científicas, todas ellas personas en las que podía confiarse que sabrían tratar con la debida discreción cualquier revelación sobre el pasado familiar que pudiera ponerse al descubierto en el curso de las investigaciones. La mayoría de aquellos hombres parecían poco inclinados a tomar el asunto a la ligera; al contrario, desde el primer momento demostraron un gran interés y una sincera comprensión. No creo que haga falta dar el nombre de todos los expedicionarios, pero puedo decir que entre ellos se encontraba sir William Brinton, cuyas excavaciones en el Troad llamaron la atención de casi todo el mundo en su día. Al tomar con ellos el tren para Anchester sentí una especie de desasosiego, algo así como si estuviera al borde de espeluznantes revelaciones..., una sensación reflejada por entonces en el afligido semblante de muchos americanos que vivían en Londres debido a la inesperada muerte de su Presidente al otro lado del océano.
El 7 de agosto por la tarde llegamos a Exham Priory, donde los criados me aseguraron que nada extraño había ocurrido en mi ausencia. Los gatos, incluso el anciano Negrito, habían estado absolutamente tranquilos y ni un solo cepo se había levantado en toda la casa. Las exploraciones iban a dar comienzo al día siguiente. Entre tanto, asigné a cada uno de mis huéspedes habitaciones equipadas con todo lo que pudieran necesitar.
Yo me fui a dormir a mi cámara de la torre, con Negrito siempre a mis pies. Al poco caí dormido, pero espantosos sueños volvieron a asaltarme. Tuve una pesadilla de una fiesta romana como la de Trimalción en la que pude ver una abominable monstruosidad en una fuente cubierta. Luego, volví a ver aquella maldita y recurrente visión del porquero y su hedionda piara en la tenebrosa gruta. Pero cuando me desperté ya era de día y en las habitaciones de abajo no se oían ruidos anormales. Las ratas, ya fuesen reales o imaginarias, no me habían molestado lo más mínimo, y Negrito seguía durmiendo plácidamente. Al bajar, comprobé que en el resto de la casa reinaba una absoluta quietud. A juicio de uno de los científicos que me acompañaban -un tipo llamado Thornton, estudioso de los fenómenos síquicos- ello se debía a que ahora se me mostraba únicamente lo que ciertas fuerzas desconocidas querían que yo viera, razonamiento éste, a decir verdad, que encontré bastante absurdo.
Todo estaba dispuesto para empezar, así que a las once de la mañana de aquel día los siete hombres que integrábamos el grupo, provistos de focos eléctricos y herramientas para excavaciones, bajamos al sótano y cerramos la puerta con cerrojo tras de nosotros. Negrito nos acompañaba, pues los investigadores no hallaron oportuno despreciar su excitabilidad y prefirieron que se hallase presente por si se producían difusas manifestaciones de la presencia de roedores. Apenas reparamos unos momentos en las inscripciones romanas y en los indescifrables dibujos del altar, pues tres de los científicos ya los habían visto anteriormente y todos los componentes de la expedición estaban al tanto de sus características. Atención especial se prestó al imponente altar central; al cabo de una hora sir William Brinton había logrado desplazarlo hacia atrás, gracias a la ayuda de una especie de palanca para mí desconocida.
Ante nosotros se puso al descubierto tal horror que no habríamos sabido cómo reaccionar de no estar prevenidos. A través de un orificio casi cuadrado abierto en el enlosado suelo, y desparramados a lo largo de un tramo de escalera tan desgastado que parecía poco más que una superficie plana con una ligera inclinación en el centro, se veía un horrible amasijo de huesos de origen humano o, cuando menos, semihumano. Los esqueletos que conservaban su postura original evidenciaban actitudes de infernal pánico, y en todos los huesos se apreciaba la huella de mordeduras de roedores. No había nada en aquellos cráneos que indujera a pensar que pertenecieran a seres con un alto grado de idiocia o cretinismo, o siquiera en la posibilidad de que fueran restos de antropoides prehistóricos.
Por encima de los escalones rebosantes de inmundicia se abría en forma de arco un pasadizo en descenso, que parecía labrado en la roca viva, por el que circulaba una corriente de aire. Pero aquella corriente no era una bocanada brusca y hedionda cual si de una cripta cerrada se tratase, sino una agradable brisa con algo de aire fresco. Tras detenernos un momento, nos aprestamos, en medio de un general escalofrío, a abrirnos paso escalera abajo. Fue entonces cuando sir William, tras examinar atentamente los labrados muros, hizo la sorprendente observación de que el pasadizo, a tenor de la dirección de los golpes, parecía haber sido labrado desde abajo.
Ahora debo meditar detenidamente lo que digo y elegir con sumo cuidado las palabras.
Tras abrirnos paso unos escalones a través de los roídos huesos, vimos una luz frente a nosotros; no se trataba de una fosforescencia mística ni nada por el estilo, sino de luz solar filtrada que no podía proceder sino de ignotas fisuras abiertas en el precipicio que se erigía sobre el desolado valle. No tenía nada de particular que nadie desde el exterior hubiera parado mientes en aquellas rendijas, pues aparte de estar el valle totalmente despoblado la altura y pendiente del precipicio eran tales que sólo un aeronauta podría estudiar su cara en detalle. Unos pasos más y nuestro aliento quedó literalmente arrebatado ante el espectáculo que se nos ofrecía a la vista; tan literalmente, que Thornton, el investigador de lo síquico, cayó desmayado en los brazos del aturdido expedicionario que marchaba detrás suyo. Norrys, con su rechoncha cara totalmente lívida y fláccida, se limitó a lanzar un grito inarticulado, y en cuanto a mí creo que emití un resuello o siseo y me tapé los ojos.
El hombre que marchaba detrás de mí -el único componente del grupo de más edad que yo- profirió el manido «¡Dios mío!» con la más quebrada voz que recuerdo. Del total de los siete expedicionarios, sólo sir William Brinton conservó el aplomo, algo que debe apuntársele en su haber, sobre todo si se tiene en cuenta que encabezaba el grupo y, por tanto, debió ser el primero en verlo todo.
Nos encontrábamos ante una gruta iluminada por una tenue luz y enormemente alta, que se prolongaba más allá del campo de nuestra visión. Todo un mundo subterráneo de infinito misterio y horribles premoniciones se abría ante nosotros. Allí podían verse edificaciones y otros restos arquitectónicos -con una mirada presa de terror divisé un extraño túmulo, un imponente círculo de monolitos, unas ruinas romanas de baja bóveda, una pira funeraria sajona derruida y una primitiva construcción inglesa de madera-, pero todo quedaba empequeñecido ante el repulsivo espectáculo que podía divisarse hasta donde llegaba la vista: unos metros más allá de donde acababa la escalera se extendía por todo el recinto una demencial maraña de huesos humanos, o al menos igual de humanos que los que habíamos visto unos metros atrás. Como un mar de espuma, aquellos huesos cubrían todo el ámbito que abarcaba la vista, unos sueltos, otros articulados total o parcialmente como esqueletos; estos últimos se encontraban en posturas que reflejaban un diabólico frenesí, como si estuviesen repeliendo alguna amenaza o aferrando otros cuerpos con intenciones caníbales.
Cuando el doctor Trask, el antropólogo del grupo, se detuvo para examinar e identificar los cráneos, se encontró con que estaban formados por una mezcolanza degradada que le sumió en el más completo estupor. En su mayoría, aquellos restos pertenecían a seres muy por debajo del hombre de Pilrdown en la escala de la evolución, pero en cualquier caso eran, sin la menor duda, de origen humano. Muchos eran de grado superior, y sólo unos pocos eran cráneos de seres con los sentidos y el cerebro plenamente desarrollados. No había hueso que no estuviera roído, sobre todo por ratas, pero también por otros seres de aquella jauría semihumana. Mezclados con ellos podían verse muchos huesecillos de ratas, guerreros caídos del letal ejército que había cerrado un antiguo ciclo épico.
Dudo que alguno de nosotros conservase su lucidez a lo largo de aquel día de horrorosos descubrimientos. Ni Hoffmann ni Huysmans podían imaginarse una escena más asombrosamente increíble, más atrozmente repulsiva, ni más góticamente grotesca que la que se ofrecía a la vista de aquella sombría gruta por la que los siete expedicionarios avanzábamos a tumbos... Íbamos de revelación en revelación, a la vez que tratábamos de evitar todo pensamiento que se nos viniera a la cabeza sobre lo que pudiera haber acaecido en aquel lugar trescientos, mil, dos mil o quién sabe si diez mil años atrás. Aquel lugar era la antesala del infierno, y el pobre Thornton volvió a desmayarse cuando Trask le dijo que algunos de aquellos esqueletos debían descender de cuadrúpedos a lo largo de las veinte o más generaciones que les precedieron.
A un horror seguía otro cuando empezamos a interpretar las ruinas arquitectónicas. Los seres cuadrúpedos -y sus ocasionales reclutas procedentes de las filas bípedas- habían vivido encerrados en cuévanos de piedra, de donde debieron escapar en su delirio final provocado por el hambre o el miedo a los roedores. Por legiones se contaban las ratas, cebadas evidentemente por la ingestión de las verduras ordinarias cuyos residuos podían aún encontrarse a modo de ponzoñoso ensilaje en el fondo de grandes recipientes de piedra prerromanos. Ahora comprendía por qué mis antepasados tenían aquellos huertos tan inmensos. ¡Ojalá pudiera relegarlo todo al olvido! No me hizo falta inquirir sobre lo que se proponían aquellas infernales bandadas de roedores.
Sir William, de pie y enfocando con su linterna la ruina romana, tradujo en voz alta el más sorprendente ritual que jamás haya conocido y habló de la dieta alimenticia del culto antediluviano que los sacerdotes de Cibeles encontraron y entremezclaron con el suyo propio.
Norrys, acostumbrado como estaba a la vida de las trincheras, no podía caminar derecho al salir de la construcción inglesa. El edificio en cuestión era una carnicería y una cocina -justo lo que Norrys esperaba encontrar-, pero ya no era tan normal ver utensilios ingleses familiares en semejante lugar y poder leer inscripciones inglesas que resultaban conocidas, algunas de fecha tan cercana como 1610. Yo no pude entrar en el edificio, aquel edificio testigo de diabólicas celebraciones que sólo se vieron interrumpidas por la daga de mi antepasado Walter de la Poer.
Sí me aventuré a entrar en lo que resultó ser el edificio bajo sajón cuya puerta de roble se hallaba en el suelo y en él me encontré una impresionante hilera de diez celdas de piedra con herrumbrosos barrotes. Tres tenían ocupantes, todos ellos esqueletos de grado superior, y en el huesudo dedo índice de uno de ellos pude ver un sello con mi escudo de armas. Sir William encontró una cripta con celdas aún más antiguas debajo de la capilla romana, pero en este caso las celdas estaban vacías. Debajo había una cripta de techo bajo llena de nichos con huesos alineados, algunos de los cuales mostraban terribles inscripciones geométricas esculpidas en latín, en griego y en la lengua de Frigia.
Mientras tanto, el doctor Trask había abierto uno de los túmulos prehistóricos descubriendo en su interior unos cráneos de escasa capacidad, poco más desarrollados que los de los gorilas, con unos signos ideográficos indescifrables. Mi gato permaneció imperturbable ante todo aquel espectáculo. En una ocasión lo vi pavorosamente subido encima de una montaña de huesos, y me pregunté qué secretos podrían ocultarse tras aquellos relampagueantes ojos amarillos.
Tras habernos hecho una ligera idea de las espantosas revelaciones que se escondían en aquella parte de la sombría cueva -lugar aquél tan horriblemente presagiado en mi recurrente sueño- volvimos a aquel aparente abismo sin fin, a la nocturnal caverna en donde ni un solo rayo de luz se filtraba a través del precipicio. Jamás sabremos qué invisibles mundos estigios se abrían más allá de la pequeña distancia que recorrimos, pues no creímos que el conocimiento de tales secretos pudiera redundar en pro de la humanidad. Pero había suficientes cosas en las que fijarnos en torno nuestro, pues apenas habíamos dado unos pasos cuando la luz de los focos puso al descubierto la espeluznante infinidad de pozos en que las ratas se habían dado festín y cuyo repentino agotamiento fue la causa de que el ejército de famélicos roedores se lanzaran, en un primer momento, sobre los rebaños vivos de hambrientos seres, y luego se escapara en tropel del priorato en aquella histórica y devastadora orgía que jamás olvidarán los vecinos del lugar.
¡Dios mío! ¡Qué inmundos pozos de quebrados y descarnados huesos y abiertos cráneos! ¡Qué simas de pesadilla rebosantes de huesos de pitecántropos, celtas, romanos e ingleses de incontables centurias de vida no cristiana! En unos casos estaban repletos y sería imposible decir qué profundidad tuvieron en otro tiempo. En otros, la luz de nuestros focos no llegaba siquiera al fondo y se los veía abarrotados de las más increíbles cosas. ¿Y qué habría sido, pensé, de las desventuradas ratas que se dieron de bruces con aquellos cepos en medio de la oscuridad de tan horripilante Tártaro?
En cierta ocasión mi pie casi se introdujo en un horrible foso abierto, haciéndome pasar unos instantes de terror extático. Debí quedarme absorto un buen rato, pues salvo al capitán Norrys no pude ver a nadie del grupo. Seguidamente, se oyó un sonido procedente de aquella tenebrosa e infinita distancia que creí reconocer, y vi a mi viejo gato negro pasar raudo delante de mí como si fuese un alado dios egipcio que se dirigiese a los insondables abismos de lo desconocido. Pero el ruido no se oía tan lejano, pues al instante comprendí perfectamente de qué se trataba: era de nuevo el espantado corretear de aquellas endiabladas ratas, siempre a la búsqueda de nuevos horrores y decididas a que las siguiera hasta aquellas intrincadas cavernas del centro de la tierra donde Nyarlathotep, el enloquecido dios sin rostro, aúlla a ciegas en la más tenebrosa oscuridad a los acordes de dos necios y amorfos flautistas.
Mi foco se apagó, pero no por ello dejé de correr. Oía voces, alaridos y ecos, pero por encima de todo percibía ligeramente aquel abominable e inconfundible corretear, en un principio tenuemente y luego con mayor intensidad, como un cadáver rígido e hinchado se desliza mansamente por la corriente de un río de grasa que discurre bajó infinitos puentes de ónix hasta desembocar en un negro y putrefacto mar.
Algo me rozó, algo fláccido y rechoncho. Debían ser las ratas; ese viscoso, gelatinoso y famélico ejército que halla deleite en vivos y muertos... ¿Por qué no iban a comer las ratas a un De la Poer si los De la Poer no se recataban de comer cosas prohibidas?... La guerra se comió a mi hijo, ¡al diablo todos!... y las llamas yanquis devoraron Carfax, reduciendo a cenizas al viejo Delapore y al secreto de la familia... ¡No, no, repito que no soy el demonio porquero de la oscura gruta! No era la gordinflona cara de Edward Norrys lo que había encima de aquel fláccido ser fungiforme. El seguía vivo, pero mi hijo murió... ¿Cómo pueden ser propiedad de un Norrys las tierras de un De la Poer?... Es vudú, te lo digo yo... esa serpiente moteada... ¡Maldito Thornton, te enseñaré a desmayarte ante las obras de mi familia! ¡Por los clavos de Cristo, canalla!, te va gustar de la sangre... pero ¿es que quieren que los siga por estos infernales recovecos?... ¡Magna Mater! ¡Magna Mater!... Atys... Dia ad aghaidh ad aodaun... ¡agus bas dunach ort! . . .¡Dhonas dholas ort, agus eat-sa!... Ungl... ungl... rrlh... cbcbch...
Estas cosas y otras, según cuentan, decía yo cuando me encontraron en medio de las tinieblas tres horas después. Estaba agazapado en aquella tenebrosa oscuridad sobre el cuerpo rechoncho y a medio devorar del capitán Norrys, mientras Negrito se abalanzaba sobre mí y me desgarraba la garganta.
Pero ya ha pasado todo: Exham Priory ha volado por los aires, se han llevado de mi lado a mi viejo gato negro, me han encerrado en esta enrejada habitación de Hanwell, y espantosos rumores circulan acerca de mi heredad y de lo que me acaeció en ella. Thornton está en la habitación de al lado, pero no me dejan hablar con él. Tratan, asimismo, de que no lleguen al dominio público la mayoría de las cosas que se saben sobre el priorato. Siempre que hablo del pobre Norrys me acusan de haber cometido algo horrible, pero deberían saber que no lo hice yo. Deberían saber que fueron las ratas, las escurridizas e insaciables ratas con su continuo ajetreo que no me deja conciliar el sueño, las endiabladas ratas que corretean tras los acolchados muros de la habitación en que ahora me encuentro y me reclaman para que las siga en pos de horrores que no pueden compararse con los hasta ahora conocidos, las ratas que ellos no pueden oír, las ratas, las ratas de las paredes.

Cuento "El Mono" de Stephen King

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 Hoy les traigo de la pluma de Stephen King el cuento: "El Mono"...



EL MONO

Stephen King



(Para móvil)

Cuando Hal Shelburn lo vio, cuando vio que su hijo Dennis lo sacaba de una maltrecha caja de cartón que había ido a parar al fondo de uno de los aleros de la buhardilla, el horror y el desaliento le invadieron con tal fuerza que a punto estuvo de soltar un grito. Se llevó una mano a la boca, como para rechazarlo, y... y lo arregló fingiendo que tosía en el puño. Ni Terry ni Dennis le prestaron atención; Petey, en cambio, se dio la vuelta y le miró con fugaz curiosidad.
Mirad qué hermoso —exclamó Dennis con respe­to, un sentimiento que el propio Hal rara vez conseguía despertar ya en el muchacho. Dennis tenía doce años.
¿Qué es? —quiso saber Petey, que miró otra vez a su padre antes de que los ojos se le fuesen de nuevo hacia el objeto que había hallado su hermano mayor—. ¿Qué es, papá?
Un mono, tonto —dijo Dennis—. ¿Acaso no has visto nunca un mono?
No le llames tonto a tu hermano —intervino Te­rry al momento. Estaba examinando una caja de corti­nas. La que tenía en las manos estaba cubierta de hon­gos y la soltó enseguida—. ¡Aj!
¿Puedo quedármelo, papá? —preguntó Petey, que tenía nueve años.
¿Cómo, quedártelo? —gritó Dermis—. Soy yo quien lo ha encontrado.
Niños, por favor —dijo Terry—. Me está entran­do dolor de cabeza.
Hal apenas les oía. El mono que su hijo mayor tenía en las manos le miraba con ojos de apagado brillo y le sonreía con su vieja, conocida mueca. La misma que le había perseguido en sueños en su niñez, que no dejó de acosarle hasta sus...
Afuera corrió una ráfaga de aire helado y dos labios inmateriales hicieron sonar un breve silbo en el viejo, herrumbroso canalón del tejado. Petey se arrimó a su padre y los ojos se le fueron inquietos hacia el tosco techo del desván, donde eran visibles las cabezas de los clavos.
¿Qué ha sido eso, papá? —indagó el niño cuando el silbido se apagó con un ronroneo gutural.
El viento —repuso Hal, los ojos todavía fijos en el mono. Los platillos que éste tenía en las manos, seme­jantes a medias lunas de latón a la mortecina luz de la única bombilla, estaban inmóviles, separados por una distancia de quizá un palmo y medio. De forma maqui­nal, Hal añadió—: El viento sabe silbar, pero no llevar una tonada —y, dándose cuenta de que había repetido un dicho del tío Will, sintió un profundo estremeci­miento.
El sonido se repitió. El viento, alzándose del lago Cristal, llegaba en largas rachas zumbantes y se colaba por el canalón. Ligeras corrientes de frío aire de oc­tubre rozaron el rostro de Hal... Santo Dios, aquella buhardilla se parecía tanto al desván de la casa de Hartford, que era como retroceder treinta años, volver a la niñez.
«No quiero pensar en eso.»
Pero, como es natural, no lograba pensar en otra cosa.
«Fue en el camaranchón donde encontré ese conde­nado mono, en la misma caja.»
Terry se había alejado, agachada a causa de la in­clinación del techo, para examinar el contenido de un cajón de madera lleno de cachivaches.
No me gusta —determinó Petey, y buscó la mano de su padres—. Que se lo quede Dennis si quiere. ¿Nos vamos, papá?
¿Qué, cobarde, preocupado por los fantasmas? —apostrofó su hermano.
Dennis, esa boca —le reprendió Terry distraída­mente. Acababa de encontrar una taza de delgadísima porcelana, de dibujo chino—. Esto es bonito. Es...
Hal vio que Dennis había encontrado la llave que, situada en la espalda del mono, servía para darle cuer­da. El terror se abatió sobre él con alas negras.
¡ Deja eso!
Lo dijo con más viveza de lo que se proponía, y, an­tes de pensar en lo que hacía, le había arrancado el mono a Dennis de las manos. El niño se volvió hacia él y le miró sobresaltado. También Terry ladeó la cabeza, para mirarle, y Petey alzó hacia él los ojos. Siguió un instante de silencio, durante el cual el viento repitió su silbido, esa vez muy bajo, como una invitación desagra­dable.
Es que probablemente esté roto —añadió Hal. «Solía estar roto... salvo cuando se le antojaba no estarlo.»
Bien, pero no hace falta dar tirones.
Dennis, cállate.
El niño parpadeó y, por un instante, pareció inquie­to. Hacía tiempo que su padre no le hablaba con tanta dureza. No lo había hecho desde hacia dos años, al perder su empleo en la National Aerodyne de Califor­nia y trasladarse a Texas. Decidió dejar las cosas como estaban... por el momento. Volvió a la caja de cartón v siguió revolviendo en ella; pero todo lo demás eran trastos viejos. Juguetes rotos, que perdían los muelles y el serrín.
El silbido del viento, de pronto más recio, se había convertido en aullido. El desván comenzó a crujir sua­vemente, con un ruido como de pisadas.
¿Nos vamos, papá? —pidió Petey, cuidando de que sólo su padre le oyera.
Si —repuso Hal—. Vamos. Terry.
Todavía no he terminado de...
Te he dicho que nos íbamos. Fue ella quien esa ve/ le miró sobresaltada. Habían alquilado dos habitaciones contiguas en un motel. A las diez de esa noche los niños dormían en su cuarto y Terry en la habitación del matrimonio. En el coche, volviendo de la casa de Casco, se había tomado dos Valiums, para impedir que los nervios le produje­ran una migraña. Últimamente tomaba mucho Valium. Había empezado con eso por la época en que la Natio­nal Aerodyne despidió a Hal. En los últimos dos años, él había estado trabajando en la Texas Instruments; el empleo le reportaba cuatro mil dólares menos por año, pero era un empleo. Le dijo a Terry que habían tenido suerte, y ella se mostró de acuerdo. Montones de técni­cos en informática estaban en ese momento en el paro, señaló él, y ella se mostró de acuerdo. Los alojamien­tos que la nueva empresa tenía en Arnette para los em­pleados, comentó Hal, no tenían nada que envidiarle a la casa de Fresno, y ella se mostró de acuerdo. Pero él pensó que toda aquella aquiescencia era mentira.
Y además estaba perdiendo a Dennis. Se daba cuen­ta de que el niño se le escapaba, se sustraía prematura­mente a su influencia. Hasta la vista, Dennis. Adiós, des­conocido. Muy agradable haber compartido contigo este trayecto de tren. Terry le había expresado su sospecha de que el niño estaba fumando marihuana. A veces per­cibía el olor. Tienes que hablar con él, Hal. Y en esa ocasión fue él quien se mostró de acuerdo. Sin embar­go, aún no había hablado con Dennis.
Dormidos los niños, dormida Terry, Hal entró en el cuarto de baño, cerró con llave, se sentó en la taza del retrete, que tenía bajada la tapa, y se quedó mirando al mono.
Detestaba su tacto, aquella sedosa piel color casta­ño, raída en algunos puntos. Y detestaba su sonrisa. «Ese mono sonríe exactamente como un negro», le ha­bía dicho tío Will en cierta ocasión. Pero no sonríe ni como un negó ni como ser humano alguno. Su sonrisa era toda dientes, y si uno le daba cuerda al mono, los labios se movían y los dientes parecían crecer hasta convertirse en los de un vampiro. Los labios se movían y los platillos entrechocaban ruidosamente. Odioso mono, odioso mono de cuerda, odioso, odioso...
Lo dejó caer. Tenía trémulas las manos, y lo dejó caer.
La llave golpeó el embaldosado al dar con el suelo con un ruido que pareció estrepitoso en el silencio. El mono se le quedó mirando con sus turbios ojos amba­rinos, ojos de muñeco llenos de estúpido júbilo, los platillos a punto de unirse, como si se dispusiera a atacar una marcha para alguna charanga infernal. En la parte inferior tenía marcado: made in hong kong.
No puedes estar aquí —susurró—. Te tiré al pozo cuando tenía nueve años.
El mono le obsequió su sonrisa.
Afuera, en la oscuridad, una negra ráfaga de viento sacudió el motel.

Bill, el hermano de Hal, y Colette, su esposa, se reu­nieron con ellos al día siguiente en casa de tía Ida.
¿Nunca se te ha ocurrido pensar que la muerte de un pariente es una forma aborrecible de estrechar lazos familiares? —le preguntó Bill con una insinuada son­risa.
Le habían puesto Bill por el tío Will. Bill y Will, los campeones del rodeo, solía decir el tío, revolviéndole el pelo al chiquillo. Era otro de sus dichos: como el de que el viento sabe silbar, pero no llevar una tonada. El tío Will había muerto seis años atrás, y tía Ida había continuado viviendo en la casa, sola, hasta la semana anterior, cuando se la llevó una apoplejía. Fue muy re­pentino, dijo Bill al telefonear a Hal para participarle la noticia. Como si le constara aquello, como si le cons­tara a alguien. Tía Ida había muerto sola.
Sí —respondió Hal—, se me ha ocurrido pensarlo. Recorrieron juntos la casa, el hogar en que habían pasado su adolescencia. El padre, un marino mercante, había desaparecido así, sin más, como borrado de la faz de la tierra, cuando ellos eran muy pequeños. Bill aseguraba acordarse de él vagamente, pero Hal no guardaba de su padre el menor recuerdo. La madre había muerto cuando Bill contaba diez años y Hal ocho. Tía Ida fue a buscarlos a Hartford y se los trajo en un autobús de la línea Greyhound. Y en aquella casa ha­bían crecido, y de ella salieron para ingresar en la uni­versidad. Era el hogar que añoraban. Bill se había quedado en Maine, y ejercía el derecho en Portland, donde disponía de una buena clientela.
Hal vio que Petey se había alejado hacia el lado este de la finca, donde crecían las zarzamoras en endiablada maraña.
    Petey, no te acerques ahí —le gritó. El niño se volvió con expresión inquisitiva. Hal sin­tió una oleada del elemental amor que Petey le inspira­ba y pensó nuevamente en el mono...
¿Por qué, papá?
    La respuesta se la dio Bill.
El viejo pozo queda por ese lado. Que me aspen si sé dónde. Pero tu padre tiene razón, Petey: no con­viene andar por ahí. Te podrías hacer mucho daño con las zarzas. ¿No es eso, Hal?
Eso mismo —respondió él maquinalmente. Petey se apartó de allí, sin tan siquiera girar la ca­beza, y echó a caminar, terraplén abajo, hacia la playita donde Dennis jugaba a hacer cabrillas. Hal tuvo la sen­sación de que un nudo se le aflojaba en el pecho.
Si Bill había olvidado dónde se encontraba el viejo pozo, Hal se encaminó hacia allí sin vacilar, a la caída de la tarde, abriéndose paso con el hombro entre los zarzales que se le prendían en la chaqueta de franela y le buscaban los ojos. Llegado a su punto de destino, se detuvo, respirando afanosamente, y clavó los ojos en las podridas, alabeadas tablas que cubrían la boca. Tras un breve debate interior, se arrodilló —las rodillas le chasquearon con un doble estampido— y apartó dos de los maderos.
Desde el fondo de aquella garganta húmeda, forrada de piedras, le miró, muy grandes los ojos, contraída la boca, el rostro de un ahogado. Se le escapó un ge­mido. No sonó muy fuerte, salvo en su corazón. Allí había sido estruendoso.
La cara que flotaba en el agua oscura era la suya.
No era, como creyó durante un instante, la del mono.
Estaba temblando. Temblando todo él. «Lo tiré al pozo. Dios mío, no permitas que pierda la razón. Lo tiré, lo tiré al pozo.»
El pozo se había secado el verano en que murió Johnny McCabe, cuando Bill y Hal llevaban un año vi­viendo con los tíos. Tío Will pidió un préstamo en el banco, para hacer excavar un pozo artesiano, y las zar­zas rodearon el otro, el viejo. El pozo seco.
Sólo que el agua volvió. Como había vuelto el mono. Esa vez le fue imposible contener el recuerdo. Sen­tado allí, impotente, Hal dejó que se acercase y trató de deslizarse con él como quien, subido en una tabla de surf en una ola gigantesca, trata de avanzar con ella, sabiendo que si cae resultará aplastado, en la esperanza de que la onda se disuelva.
Se había internado allí con el mono a finales de aquel verano. El olor de las moras, que ya habían brota­do, era intenso, sofocante. Nadie se acercaba a recolec­tarlas, excepto tía Ida, que a veces, orillando el zar­zal, recogía en el delantal el equivalente de un cuenco. Así pues, en el interior, las moras habían madurado en exceso, y algunas, pudriéndose, rezumaban un sustan­cia blanca y espesa, como pus, y abajo, entre la alta hierba, los grillos repetían enloquecedoramente su can­to infinito: criii-cri-cri...
Las espinas se le clavaban, le punteaban de sangre las mejillas y los brazos desnudos. No hizo esfuerzo al­guno por evitar su aguijonazo. Le dominaba un terror ciego... tan ciego, que estuvo a un paso de caer sobre la podrida tablazón que cubría la boca del pozo, a un paso, quizá, de caer a su cenagoso tondo, diez metros más abajo. Lanzó al aire los brazos, buscando equili­brio, y nuevas espinas se le hincaron en ellos. Era ése el recuerdo que le había movido a llamar a Petey con viveza.
Eso sucedía el día que murió Johnny McCabe, su mejor amigo, subiendo los peldaños que daban acceso a la casa elevada que tenía en un árbol del patio trase­ro. Habían pasado allí largas horas aquel verano, ju­gando a piratas que avizoraban imaginarios galeones en el lago y, quitando los tapabocas a los cañones y arri­zando las rastreras (¿qué sería eso?), se preparaban para el abordaje. Subía Johnny a la casa del árbol como hiciera antes un millar de veces, cuando el peldaño que tocaba a la trampilla se le quedó en las manos, y Johnny cayó de una altura de diez metros y se desnucó, y todo por culpa del mono, del odioso, del maldito mono. Cuando sonó el teléfono, cuando tía Ida abrió muy grande la boca para luego formar con ella una O de horror ante la noticia que le daba su amiga Milly, la del final de la calle, y cuando le dijo: «Sal al porche, Hal, que he de anunciarte algo muy triste», él, enfermo de espanto, pensó: «¡El mono! ¿Qué habrá hecho esta vez el mono?»
El día que arrojó el mono al pozo, no vio su cara atrapada en el fondo: sólo los adoquines que lo empe­draban, y el fango, húmedo y pestilente. Se volvió hacia el muñeco, que yacía en la hierba hirsuta, entre la ma­raña de zarzamoras, los platillos inmóviles, los dientes asomando enormes por los labios entreabiertos, la piel cubierta de clapas y raídos, vidriosos los amarillentos
ojos, y siseó:
—Te odio. Al empuñar su cuerpo asqueroso, sintió el crujido de la velluda piel. Y cuando lo alzó ante sí, el mono le sonrió en la cara.
¡Anda, atrévete! —le retó, rompiendo a llorar por primera vez aquel día. Y lo zarandeó. Los platillos tem­blaron ligerísimamente. El mono estropeaba todo lo bueno. Todo—. ¡ Adelante, toca! ¡ Toca!
El mono se limitaba a sonreír.
¡ Vamos, haz sonar los platillos! —gritó con voz histérica—. ¡Cobarde, gallina, hazlos sonar! ¿A que nO, A QUE NO  TE ATREVES?
Aquellos ojos pardos... Aquella desbocada sonrisa de júbilo.
Entonces, loco de pesar y de miedo, lo arrojó al pozo. Lo vio dar una vuelta en su caída, en una acroba­cia simiesca, y el sol arrancó un último destello a sus platillos. Cayó al fondo con un golpe sordo que debió disparar su mecanismo, pues los platillos se pusieron a entrechocar de pronto. Su golpeteo metálico, sostenido, maquinal se elevó reverberante y agónico en la pétrea garganta del pozo muerto: yang-yang-yang-yang...
Se llevó las manos a la boca, y por un instante le pareció verlo allí abajo, quizá producto sólo de la ima­ginación, tendido en el fango, los ojos clavados en la circunferencia de su carita de niño asomada al borde del pozo (como para no olvidarla jamás), los labios dilatándose y contrayéndose en su sonrisa dentada, los platillos entrechocando, convertido en un falso mono de cuerda.
«Yang-yang-yang-yang,¿quién ha muerto? Yang-yang-yang-yang,¿será Johnny McCabe, volando en el aire claro de las vacaciones estivales, ejecutando su pro­pio salto mortal, muy abiertos los ojos, con el rajado peldaño todavía en las manos, camino del suelo, que gol­pea con un único, amargo chasquido, y donde le escapa la sangre por la nariz, por la boca, por los ojos tan abiertos? ¿Es ése Johny, Hal? ¿O eres tú?»
Gimiendo, Hal, cubrió con las tablas el agujero. Se había clavado astillas en los dedos, sin que le importara, sin que ni tan siquiera se diese cuenta de ello hasta más tarde. Y aun con eso, aun tapado por las tablas, se­guía oyéndolo, ahora asordinado, y en cierto modo to­davía peor precisamente por eso: estaba allí abajo, en la pétrea oscuridad, entrechocando los platillos, sacudien­do su repulsivo cuerpo, mientras el sonido ascendía como los que se perciben en sueños.
Yang-yang-yang-yang.¿Quién ha muerto esta vez?
Salió impetuosamente del zarzal, luchando con la maraña de sus tallos. Las púas le abrieron en la cara nuevos arañazos que sangraban profusamente, y se le prendieron bardanas en los dobladillos de los téjanos, y cayó una vez cuan largo era, con los oídos zumbándo­le todavía, como si el mono le hubiera seguido. Tío Will le encontró más tarde en el garaje, sentando en un vie­jo neumático y llorando, y pensó que las lágrimas se debían a la muerte de su amigo. Y así era, pero también había llorado de tardío terror.
Al mono lo había tirado al pozo por la tarde. Al ano­checer, conforme el crepúsculo se deslizaba por un es­pejeante manto de niebla baja, un coche que circulaba muy de prisa para tan poca visibilidad, atropello en la carretera al gato rabón de tía Ida y siguió su camino sin detenerse. Encontraron tripas por todas partes, y Bill vomitó; pero Hal se limitó a volver la cara, pálida e inmóvil, oyendo los sollozos de tía Ida (aquello, su­mado a la noticia de lo ocurrido al chico de los Mc­Cabe, le había causado una crisis de llanto semihistéri-co que a tío Will le costó casi dos horas calmar) como si llegasen de una distancia de kilómetros. Tenía el corazón exultante de un frío gozo. No le había tocado a él el turno, sino al gato rabón de tía Ida; no a él ni a su hermano Bill ni a su tío Will (los dos campeones del rodeo). Y, entretanto, el mono había desaparecido. Es­taba en el fondo del pozo. Y un viejo gato rabón con garrapatas en las orejas, no resultaba un precio dema­siado alto. Con eso, si el mono quería tocar sus ende­moniados platillos, que lo hiciera. Le oirían los escara­bajos, los oscuros bichos y las sabandijas que anidaban en la garganta empedrada del pozo. Se pudriría allí abajo; sus malditos resortes, sus ruedas y sus muelles se oxidarían en el fondo del pozo. Se quedaría allí, en el fango. Las arañas le tejerían un sudario.
Pero... había vuelto.
Como hiciera aquel día, Hal volvió a tapar el pozo. Lo hizo despacio, creyendo oír el espectro de un eco de los platillos del mono: «Yang-yang-yang-yang.¿Quién va a morir, Hal? ¿Será Terry? ¿Será Dennis? ¿O acaso Petey, Hal? Él es tu predilecto, ¿verdad? ¿Va a morir él? Yang-yang-yang...».

¡ Suelta eso!
Con una mueca dolorida, Petey dejó caer el mono y, por un instante de pesadilla, Hal pensó que era cosa hecha: que el golpe dispararía su mecanismo y los pla­tillos comenzarían a entrechocar.
Papá, me has asustado.
Lo siento. Es que... no quiero que juegues con este mono.
Los otros se habían ido al cine, y él pensó que lle­garía antes que ellos al motel. Pero, sin percatarse de ello, se había quedado en la antigua casa más de la cuenta: los viejos, odiosos recuerdos parecían evolu­cionar en el ámbito de un tiempo propio y eterno.
Terry estaba sentada junto a Dennis, frente a la te­levisión, viendo Los Beverly ricos. La abstraída concen­tración con que miraba la gastada cinta hablaba de una reciente toma de Valium. Dennis estaba leyendo una revista de rock que tenía en la tapa el emblema del Cul­ture Club. Y Petey, sentado a la turca en la alfombra, había estado trasteando con el mono.
Total, si tampoco funciona... —dijo el pequeño. «Lo cual explica que Dennis se lo dejara», pensó Hal, y en seguida sintió vergüenza de sí mismo y enojo. Aquella invencible hostilidad hacia Dennis, que le em­bargaba con creciente frecuencia, le hacía sentirse des­pués envilecido y vulgar... además de impotente.
No, no funciona —dijo—. Es viejo. Dámelo. Voy a tirarlo.
Tendió la mano, y Peter se lo entregó, con expresión turbada.
Dennis le dijo a su madre:
Papá se está convirtiendo en un condenado esqui­zofrénico.
Sin siquiera darse cuenta de lo que hacia, con el mono en una mano y sonriendo como si manifestara aprobación, Hal cruzó el cuarto y levantó a Dennis de la silla, agarrándole por el cuello de la camisa. Un cru­jido marcó el desgarrón de una costura. El sobresalto de Dennis tenía algo de cómico. Rock Wave que estaba leyendo cayó al suelo.
—¡ Oye!
Ven conmigo —dijo Hal con expresión severa, en tanto arrastraba al chico hacia la habitación contigua.
¡ Hal! —exclamó Terry, casi con un grito. Petey se limitó a mirar con ojos como platos.
Empujó a Dennis al otro lado. Luego cerró la puerta violentamente, y con la misma violencia lanzó contra ella a Dennis. Al chico se le empezaba a ver asustado.
Esa lengua te está creando problemas —dijo Hal,
¡Suéltame! ¡Me has roto la camisa, so...! Hal volvió a lanzarlo contra la puerta.
Sí —dijo—. Te está causando verdaderos proble­mas. ¿Dónde has aprendido ese lenguaje? ¿En la escue­la? ¿O en el fumadero?
Dennis se sonrojó, la cara afeada momentáneamen­te por el sentimiento de culpa.
¡ No estaría en esa escuela de mierda si a ti no te hubieran dado la patada! —estalló.
Hal le arrojó de nuevo contra la puerta.
A mí no me dieron la patada; me licenciaron, como sabes. Y no necesito oír majaderías tuyas al res­pecto. ¿Tienes problemas? Bienvenido al mundo, Den­nis. Pero no me los cargues todos a mí. Comes a diario y llevas tapado el culo. Tienes doce años, y con doce años, no... necesito... ninguna... de tus majaderías —puntuó las palabras tirando del chico hasta casi que­dar nariz con nariz, para luego arrojarle nuevamente hacia la puerta.
El daño era considerable, pero el miedo era mayor: su padre no le había puesto una mano encima desde el traslado a Texas, y Dennis rompió a llorar de pronto, con los estridentes, sanos, explosivos sollozos de un muchacho de corta edad.
¡Anda, pégame! —le chilló a Hal, el rostro con­vulso, enrojecido—. ¡Pégame si quieres, ya sé el maldi­to odio que me tienes!
Yo no te odio. Te quiero mucho, Dennis. Pero soy tu padre y tienes que respetarme, así te lo haya de enseñar a porrazos.
Como el chico tratara de desprenderse, Hal le atrajo hacia sí y le abrazó. Dennis se resistió un momento, y luego apoyó la cara en el pecho de Hal y se puso a llorar como agotado. Un llanto semejante no se lo había oído Hal a ninguno de sus dos hijos en muchos años. Dándo­se cuenta de que también él estaba exhausto, cerró los ojos.
Terry se puso a aporrear el otro lado de la puerta.
¡ Hal, basta ya! No sé qué le estás haciendo al chico, pero ¡ basta ya!
No le estoy matando —repuso Hal—. Déjanos, Terry.
No se te...
No pasa nada, mamá —la atajó Dennis, la voz amortiguada por el pecho de Hal y consciente, antes de que su madre se retirara, del perplejo silencio de ella.
Hal volvió a mirar al chico.
Siento haberte insultado, papá —dijo Dennis a regañadientes.
Muy bien, acepto agradecido la disculpa. Y la se­mana que viene, Dennis, cuando volvamos a casa, de­jaré pasar dos o tres días y luego registraré todos tus cajones. Si guardas allí algo que no quieres que yo vea, conviene que te deshagas de ello.
Sintiendo una nueva oleada de culpabilidad, Dennis bajó la vista y se limpió los mocos con el revés de la mano.
¿Puedo marcharme ya? —su tono volvía a ser hu­raño.
Claro —respondió Hal y le soltó.
«Me lo tengo que llevar de acampada esta primave­ra, los dos solos. Saldremos de pesca, como solíamos hacer con tío Will. Tengo que acercarme a él. Tengo que intentarlo.»
Se sentó en la cama del cuarto vacio y miró al mono. «Nunca volverás a estar cerca de él, Hal —parecía decir su sonrisa—. No cuentes con eso. He vuelto para ha­cerme cargo de la situación, como siempre supiste que terminaría por hacer un día.»
Apartó al mono y se cubrió los ojos con la mano.
Aquella noche, en el cuarto de baño, mientras se cepillaba los dientes, Hal pensó: «Estaba en la misma caja. ¿Cómo podía estar en la misma caja?»
El cepillo le lastimó la encía e hizo una mueca de dolor.
Tenia cuatro años, y Bill seis, cuando vio al mono por primera vez. Su desaparecido padre había compra­do una casa en Hartford, que era de plena propiedad de la familia cuando él murió o se cayó por un agujero en mitad del planeta o le ocurrió lo que le ocurriera. Su madre trabajaba de secretaria en la Holmes Aircraft, una fábrica de helicópteros situada en las afueras, en Westville, y una serie de niñeras se sucedieron en el cuidado de los pequeños, con la diferencia de que para entonces ya sólo tenían que ocuparse de Hal durante la jornada: Bill estaba en el primer curso, en la escuela de los mayores. Ninguna de las niñeras duró mucho. O se quedaban embarazadas y se casaban con el novio, o se iban a trabajar a la Holmes, o la señora Shelburn descubría que habían tocado el jerez de la cocina o la botella de coñac que guardaba en el aparador para las grandes ocasiones. En su mayor parte, eran chicas ton­tas que, al parecer, sólo querían comer y dormir. Nin­guna quería leerle cosas a Hal, como hacía su madre a menudo.
Su niñera de aquel largo invierno fue una chica ne­gra, enorme y zalamera, que se llamaba Beulah. Beulah le trataba con mucho mimo cuando su madre estaba en la casa, y, en ocasiones, cuando no estaba, le tiraba pe­llizcos. Con todo, Hal le tenía cierto aprecio a Beulah, la cual le leía a veces truculentos relatos de sus revistas del corazón o de casos policíacos («La muerte vino de la pelirroja voluptuosa», entonaba Beulah en tono lúgu­bre en el letárgico silencio diurno del salón, antes de meterse en la boca otro bombón de cacahuete y mien­tras Hal, estudiando con expresión seria las borrosas fotos del reportaje, se tomaba su leche malteada). Ese aprecio hizo que lo que ocurrió le afectara más.
Encontró el mono un día de marzo, nublado y frío. La escarcha goteaba a ratos detrás de las ventanas, y Beulah se había quedado dormida en el canapé, con un ejemplar de My Storyabierto sobre su busto admi­rable.
Hal se deslizó hasta el desván, para curiosear en las cosas de su padre.
El desván se extendía a lo largo de toda la fachada izquierda de la casa, en el primer piso, ocupando una superficie que nunca llegó a construirse. Se accedía a él por una puertecilla, no mucho mayor que una gatera, desde el cuarto de los niños, por el lado de la cama de Bill. A ambos les gustaba entrar allí, por más que en invierno el lugar fuera frío y en verano se sudara copio­samente. Largo, estrecho y en cierta forma acogedor, estaba lleno de fascinadores cachivaches. Por más co­sas que mirara uno, nunca terminaba de verlas todas. Él y Bill habían pasado allí tardes de sábado enteras, sin apenas cambiar palabra, sacando objetos de las cajas, examinándolos, dándoles vueltas y más vueltas en las manos, para percatarse de su singularidad, y de­volviéndolos luego a las cajas. Hal se preguntó si no sería que en aquellos tiempos él y Bill trataban, en la medida de sus posibilidades, de establecer una especie de contacto con su padre desaparecido.
Había sido marino mercante con título de piloto, y en el desván se guardaban rimeros de cartas de navega­ción, algunas con pulcros círculos (el centro de éstos perforado por la aguja de la pata del compás). Había veinte tomos de una colección titulada Guía Barran de Navegación. Y un par de prismáticos de lentes muy ra­ras, que le hacían sentirse a uno como mareado y con fiebre si miraba por ellos demasiado tiempo. Y artículos turísticos de una docena de puertos de escala: una muñeca hawaiana de caucho, un bombín de cartón con una cinta rota que decía: tu pesca una chica y yo pes­caré una trompa, una esfera de cristal con una dimi­nuta Torre Eiffel dentro... Había sobres con sellos y monedas de otros países cuidadosamente agrupados en su interior; había muestras de rocas de la isla hawaiana de Maui, de un negro vidrioso —pesadas y en cierto modo siniestras—, y discos raros en lenguas extran­jeras.
Aquel día, mientras la escarcha goteaba hipnótica desde el tejado, muy cerca de su cabeza, Hal se abrió paso hasta el mismo fondo del desván, apartó una caja y vio otra, detrás, por cuyo borde asomaban un par de ojos color avellana. Retrocedió unos pasos, el corazón batiéndole en el pecho, sobresaltado como si hubiera descubierto un pigmeo asesino. Luego, viendo su inmo­vilidad y el vidrioso lustre de los ojos, comprendió que debía tratarse de un juguete. Adelantándose de nuevo, lo sacó cautelosamente de la caja.
Le sonrió, a la amarillenta luz, con su sonrisa den­tada y sin edad, los platillos en las manos y separados.
Entusiasmado, Hal le dio vueltas por uno y otro lado, palpando su piel vellosa y crujiente. Le agradaba su sonrisa rara. Y, sin embargo, ¿no hubo nada más? ¿Una casi visceral sensación de asco que llegó y pasó inmediatamente antes de cobrar conciencia de ella? Quizá fue así, pero había que guardarse de dar dema­siado crédito a recuerdos tan, tan viejos como aquél. Los viejos recuerdos mienten a veces. Y sin embargo... ¿no había captado esa misma expresión en el rostro de Petey, en la buhardilla de la antigua casa?
Al ver la llave que tenia inserta en la espalda, sobre la cintura, le dio vuelta. Giraba con demasiada facili­dad, sin chasquidos de resortes. O sea que estaba roto. Roto, sí, pero, de todas formas, estupendo.
Se lo llevó para jugar con él.
¿Qué tienes ahí, Hal? —le preguntó Beulah, des­pertando de su cabezada.
Nada —repuso él—. Una cosa que he encontrado.
Lo puso en la repisa de su lado del cuarto. De pie encima de sus libros de colorear, sonreía, perdida la mirada en el vacío, con los platillos preparados. Estaba roto, pero aun así sonreía. Aquella noche Hal se desper­tó de un sueño inquieto, sintiendo llena la vejiga, y se levantó para ir al baño del pasillo. Bill era, al otro lado del cuarto, un revoltijo montón de cobertores,
Hal regresó a la habitación, y estaba casi dormido otra vez, cuando de improviso... el mono empezó a en­trechocar sus platillos en la oscuridad.
Yang-yang-yang-yang...
Se despertó por completo, como si le hubieran gol­peado la cara con una toalla empapada de agua fría. El corazón, por la sorpresa le dio un terrible salto en el pecho, y de su garganta escapó un chillido minúsculo, como de ratón. Se quedó mirando al mono con ojos como platos, trémulos los labios.
Yang-yang-yang-yang...
Su cuerpo oscilaba y se encorvaba en la repisa. Sus labios se abrían, se cerraban, se plegaban, se desplega­ban, con una alegría horrible, enseñando unos dientes enormes, carnívoros.
Para —gimió Hal.
Su hermano se dio vuelta en la cama y emitió un solo ruidoso ronquido. Por lo demás, todo estaba en silencio... exceptuado el mono: los platillos batían y entrechocaban estridentes, sin cesar. Iba a despertar a los muertos.
Yang-yang- yang-yang...
Hal avanzó hacia él con ánimo de detenerlo como fuera, quizá metiendo la mano entre los platillos hasta que se le acabase la cuerda, cuando se inmovilizó por sí mismo. A un último ¡yang!, los platillos se separaron lentamente y quedaron en su posición habitual. El me­tal relucía en la penumbra. Los dientes del mono, su­cios, amarillentos, sostenían la sonrisa.
La casa quedó de nuevo en silencio. Su madre vol­teó en la cama y reprodujo el ronquido único de Bill. Hal se acostó, se tapó con los cobertores y, con el co­razón latiéndole muy de prisa, pensó: «Mañana lo de­volveré al camaranchón. No lo quiero.»
Pero al día siguiente olvidó por completo el propó­sito de devolverlo porque su madre no fue al trabajo. Beulah había muerto. Su madre no les quiso decir con exactitud de qué. «Un accidente, un terrible accidente», fue cuanto pudieron sacarle. Pero aquella tarde, de vuelta de la escuela, Bill compró un periódico, le quitó la página cuatro y se la subió al dormitorio, escondida bajo la camisa. Y mientras su madre preparaba la cena en la cocina, le leyó el artículo a su hermano entrecor­tadamente, por mucho que Hal había visto ya los titu­lares: tiroteo doméstico. dos víctimas. Beulah McCaffery, de 19 de años de edad, y Sally Tremont, de veinte, resultaron muertas a tiros por el amigo de la primera, Leonard White, de 25 años, a consecuencia de una dis­cusión acerca de quién debía ir a recoger un encargo de comida china. La señorita Tremont expiró en el Hartford Receiving. Beulah McCaffery había fallecido en el lugar de los hechos.
Era como si Beulah hubiera desaparecido en una de sus revistas policíacas, pensó Hal Shelburn, estre­mecido por un escalofrío que, habiéndole recorrido la espalda, se le enroscó en el corazón. Y entonces cayó en la cuenta de que los disparos se habían producido en el mismo momento en que el mono...
¿Hal? —sonó la voz de Terry, adormilada—. ¿Vie­nes a la cama?
Escupió el dentífrico en el lavabo y se enjuagó la boca.
Voy —dijo.
Un rato antes, había guardado al mono en su ma­leta, bajo llave. Volvían a Texas dentro de dos o tres fechas, en avión. Pero antes se desharía del maldito mico, para siempre.
Encontraría la manera.
Esta tarde estuviste muy duro con Dennis —le dijo Terry en la oscuridad.
Hace una buena temporada, creo yo, que Dennis viene necesitando que alguien sea duro con él. El chico está dando bandazos, y no quiero que se pierda.
Pero desde el punto de vista psicológico, pegarle no es una forma muy efectiva...
¡Terry, por amor de Dios, no le pegué!
—... de imponer la autoridad paterna.
Aj, déjame de esas majaderías de psicoterapias y grupos de encuentro —protestó enojado.
Ya veo que no quieres hablar de esto —dijo ella en tono frío.
Y también le mandé sacar de casa lo que fuma.
¿Eso hiciste? —la voz de su mujer expresaba ahora aprensión—. ¿Y cómo lo tomó? ¿Qué dijo?
¡Vamos, Terry! ¿Qué quieres que dijera? ¿Queda usted despedido?
Hal, ¿qué te pasa? Tú no eres así... ¿Anda algo mal?
No, nada —dijo, y pensó en el mono, encerrado en su maleta. ¿Lo oiría si empezaba a tocar los plati­llos? Desde luego. En sordina, pero lo oiría. Tocando a muerto por alguien, como había hecho con Beulah, con Johny McCabe, con Daisy, la perra de tío Will. Yang-
yang-yang,¿serás tú, Hal?— Es que he pasado mucha tensión.
    Espero que no sea más que eso. Porque así no me gustas.
    ¿No? —replicó. Y las palabras se le escaparon sin que tan siquiera sintiese la necesidad de contenerlas—: Pues nada, sacúdete un Valium y ¡todo arreglado!
La oyó tomar aire y expulsarlo en una estremecida expiración. Y entonces Terry se echó a llorar. Hubiera podido consolarla (quizá), pero le pareció que no po­dría consolar a nadie. Sólo había terror en él; dema­siado terror. Las cosas mejorarían cuando desaparecie­ra el mono, cuando desapareciera para siempre. Para siempre. Dios mío, te lo ruego.
Permaneció despierto largo tiempo, hasta que el amanecer empezó a pintar de gris la noche. Pero entre­tanto creyó haber dado con la solución.

Fue Bill quien encontró el mono la segunda vez. Sucedió cosa de un año después de que Beulah Me-Caffery hubiera fallecido en el Lugar de los Hechos. Co­rría el verano. Hal acababa de dejar el parvulario.
Regresaba de sus juegos, cuando su madre voceó. con fingido acento del sur:
Lávese usté las manos, señor; está usté susio como un serdo —estaba en el porche, tomando té helado y leyendo un libro; disfrutaba de sus vacaciones: quince días.
Hal se lavó simbólicamente las manos con agua fría y dejó manchas de mugre en la toalla.
¿Dónde está Bill?
Arriba. Le dices que ordene su lado del cuarto. Está hecho una leonera.
Como le gustaba ser portador de malas noticias en tales ocasiones, subió a la carrera. Encontró a Bill sen­tado en el suelo. La puertecilla del desván estaba entor­nada. Tenía el mono en las manos.
Está roto —le dijo al punto.
Aunque apenas recordaba ya lo de aquella noche en que, volviendo él del baño, el mono se había puesto a tocar inesperadamente los platillos, sentía aprensión. Cosa de una semana después de ese suceso, había tenido una pesadilla en la que intervenían Beulah y el mono —no conseguía precisar en qué forma—, que le hizo despertar gritando, con la idea de que el suave peso que sentía en el pecho era el del muñeco, y de que si abría los ojos, le vería, sonriéndole en la cara. Pero claro, aquel peso era el de la almohada, a la que se abrazaba estremecido de pánico. Su madre llegó para confortarle con un vaso de agua y dos aspirinas infantiles —tiza con sabor a naranja—, esos Valium de los malos ratos de la niñez. Su madre atribuyó la pesadilla a la muerte de Beulah. Ya eso se debía, pero no en la forma en que ella lo imaginaba.
Y aunque ese verano apenas se acordaba ya de todo aquello, el mono seguía asustándole. En particular, los platillos. Y los dientes.
Ya lo se —repuso Bill, y echó el juguete a un lado—. Es una birria —el mono aterrizó en la cama de Bill, donde se quedó boca arriba, mirando al techo, con los platillos preparados—. ¿Quieres bajar a la tienda de Teddy a comprar unos pirulíes?
Ya me he gastado el dinero de la semana. Además, mamá dice que tienes que ordenar tu lado del cuarto.
Eso lo puedo hacer más tarde —repuso Bill—. Y, si quieres, te presto cinco centavos.
Aunque a veces le hacía rabiar mucho, y en ocasio­nes le daba un pisotón o un puñetazo sin motivo algu­no, Bill, por lo demás, no era mal hermano.
Si que quiero —repuso Hal agradecido—. Pero antes volveré a guardar el mono en el desván, ¿de acuerdo?
No. —Bill se puso en pie—. Ha de ser ya-ya-ya. Hal obedeció. Su hermano era de humor tornadizo, y si se entretenía en guardar el mono, podía quedarse sin la golosina. Bajaron juntos a la tienda de Teddy y compraron los pirulíes, que además no fueron de los ordinarios sino de arándano, tan difíciles de encontrar. Y de ahí siguieron hacia el patio del colegio, donde unos chicos estaban organizando un partido de béisbol. Aun­que demasiado pequeño para jugar, Hal se quedó de espectador, fuera de banda, chupando su pirulí de arán­dano y haciendo lo que los mayores llamaban «carre­ras chinas», que era imitar, fuera del terreno de juego, las del bateador.
Cuando volvieron a casa, a punto ya de anochecer, su madre le dio de azotes por haber ensuciado la toa­lla de las manos, y a Bill también, por no haber puesto en orden su lado del cuarto, y después de la cena hubo un rato de televisión, v con todo eso Hal se olvidó por completo del mono, que, vaya uno a saber cómo, apare­ció en la repisa de Bill, junto a su foto de Bill Boyd, con la firma del propio jugador, y allí se quedó por es­pacio de casi dos años.
Al alcanzar Hal sus siete años de edad, su madre considerando que las niñeras eran va un derroche, se despedía todas las mañanas con un: «Bill, cuida bien de tu hermano.»
Pero cierto día Bill tuvo que quedarse en la escuela después de las clases, y Hal volvió solo a casa, detenién­dose en todos los cruces hasta asegurarse totalmente de que no venía tráfico en ninguna dirección, y luego atravesando a toda velocidad, con la cabeza hundida en­tre los hombros, como un soldado de infantería cruzan­do tierra de nadie. Abrió con la llave que había debajo del felpudo e inmediatamente se fue al refrigerador, en busca de un vaso de leche. Sacó la botella y, cuando ya la tenía sujeta en la mano, se le escapó entre los dedos, cayó al suelo y se rompió en mil pedazos.
«Yang-yang-yang-yang —se oyó arriba, en el dormi­torio—. Yang-yang-yang-yang,¡hola, Hal! ¡ Bienvenido a casa! Y por cierto, Hal, ¿vas a ser tú? ¿Serás tú esta vez? ¿Será a ti a quien encuentren muerto en el Lugar de los Hechos?»
Se quedó allí, en pie, petrificado, mirando los vi­drios rotos y el charco de leche, invadido por un terror al que no sabía dar nombre ni comprender. Un terror que estaba allí, sin más, como rezumándole por los poros.
Se volvió y echó a correr escaleras arriba. El mono estaba en la repisa de Bill y parecía mirarle fijamente. Había derribado la foto de Billy Boyd, que estaba boca abajo en la cama de su hermano. Y el mono se balan­ceaba y sonreía y entrechocaba sus platillos. Hal se le acercó despacio, sin deseos de hacerlo, pero sin poder impedirlo. Los platillos se separaban, entrechocaban violentamente y volvían a separarse. Cuando estuvo más cerca, alcanzó a oír el mecanismo que giraba en las entrañas del mono.
De improviso, lanzando un grito de horror y de asco, lo barrió de la repisa de un manotazo, como pudiera haber hecho con un insecto. Fue a caer sobre la almoha­da de Bill, y de ahí saltó al suelo, donde se quedó tum­bado panza arriba, tocando los platillos, flexionando los labios y cerrándolos, en una mancha de sol de finales de abril.
 Hal le dio una patada con toda su alma y el grito que se le escapó esa vez fue de furia. El mono cruzó el suelo, rebotó en la pared y se inmovilizó. Hal se que­dó observándolo, crispados los puños y con el corazón trepidante. El mono le miró con descaro, animado un ojo por un rayo de sol. Parecía decirle: "Patéame cuan­to quieras. No soy más que un muñeco de cuerda, con algunos resortes y ruedecillas; patéame cuanto te venga en gana: no soy un ser vivo. ¿Y quién va a Morir? ¡En la fábrica de helicópteros ha habido una explosión! ¿Qué es eso que vuela en el aire como una condenada pelota de jugar a la bochas, pero con ojos en los aguje­ros de meter los dedos? ¡ Es la cabeza de tu madre, Hal! ¡Atiza! ¡Menudo viaje se está pegando la cabeza de tu madre! Y si no, ahí tienes el cruce de Book Street. ¡Atento, socio! ¡ El coche venía demasiado de prisa! ¡ El conductor, borracho! ¡ Un Bill menos en el mundo! ¿Oíste el rechinar de los trenos cuando las ruedas le pisaron el cráneo y los sesos se le salieron por las orejas? ¿Si? ¿No? ¿Quizá? A mí no me preguntes; no lo sé, no puedo saberlo. Lo único que sé es tocar estos platillos, yang-yang-yang. Pero ¿quién ha muerto en el Lugar de los Hechos, Hal? ¿Tu madre? ¿Tu hermano? ¿O has muerto tú, Hal? ¿Has muerto tú?»
Se lanzó sobre el mono, con intención de romperlo, de machacarlo, de saltar sobre él hasta que sus ruedas y sus muelles volaran por los aires y sus horribles ojos de cristal rodaran por el suelo. Mas cuando ya iba a caer sobre él, sus platillos entrechocaron en un último, levísimo ¡yang!, conforme uno de sus resortes alcanza­ba el final de alguna invisible rueda dentada... y le pa­reció que una aguja de hielo le penetraba las paredes del corazón y se lo empalaba, silenciando su furia y de­jándole, una vez más, enfermo de miedo. Era como si el mono lo supiese... ¡qué jubilosa se veía su ancha son­risa!
Lo tomó por un brazo, formando una pinza con índi­ce y pulgar, la boca arqueada por la repugnancia, como si fuese un cadáver lo que tocaba. Encontró caliente, fe­bril el contacto de su falsa piel raída. Abierta la puertecita que daba al desván, encendió la bombilla. El mono persistía en su sonrisa mientras él se deslizaba hacia el fondo del trastero, salvando las cajas apiladas, los li­bros de navegación, los álbumes de fotos con su olor a rancios productos químicos, los artículos de recuerdo y las prendas desechadas, y pensó: «Como se ponga ahora a tocar otra vez los platillos y a movérseme en la mano, gritaré, y si grito, no se contentará con la sonri­sa: se echará a reír, se reirá de mí, y yo me volveré loco y me encontrarán aquí dentro, babeando, riendo como un idiota. Me habré vuelto loco. Oh, Dios mío. Jesús mío, no lo permitas, no permitas que me vuelva loco....»
Alcanzó el fondo del trastero, apartó dos cajas, una de las cuales se volcó, y metió al mono en la suya, en la que estaba en el rincón más alejado. Y allí se quedó el muñeco, reclinado, tan ricamente como si por fin lle­gara a casa, con los platillos preparados y la sonrisa, su sonrisa simiesca, siempre en los labios, como dando a entender que Hal seguía pareciéndole chistoso. Y él des­hizo el camino, sudando y al mismo tiempo aterido, en­tre el fuego y el hielo, en espera de que los platillos comenzaran a sonar, momento en que el mono saltaría de su caja y correría hacia él como un escarabajo, su
mecanismo ronroneando, los platillos entrechocando desenfrenadamente, y...
... y no ocurrió nada de todo eso. Apagó la luz, cerró de golpe la puertecilla del trastero y se reclinó en el ba­tiente, jadeando. Cuando por fin empezó a sentirse algo mejor, bajó a la cocina, las piernas como si fueran de goma, buscó una bolsa vacía y se puso a recoger minu­ciosamente los pedazos y las astillas de la botella rota, preguntándose si iría a cortarse, si iría a morir desan­grado, si sería eso lo que anunciaban los platillos con su estrépito. Pero tampoco aquello ocurrió. Se hizo con una toalla, enjugó la leche tan bien como supo y por último se sentó a esperar la llegada de su madre y de su hermano.
Su madre llegó primero. —¿Dónde está Bill? —preguntó.
En voz baja, átona, seguro ya de que Bill había muerto en algún Lugar de los Hechos, Hal se puso a contarle lo de la reunión del equipo del colegio, sabien­do que aun con una reunión muy larga, Bill tendría que estar en casa hacía ya media hora.
Su madre le miró con expresión de curiosidad, y ya empezaba a preguntarle qué le sucedía, cuando se abrió la puerta y entró Bill... sólo que el que entró no era el Bill de siempre: era un Bill espectral, pálido y mudo.
¿Qué ha pasado? —exclamó la señora Shelburn—. ¿Qué ha pasado, Bill?
Su hermano rompió a llorar, y entre sus lagrimas se enteraron de lo ocurrido. Un coche, dijo. É1 y su amigo Charlie Silverman volvían juntos de la reunión, cuando un coche dobló demasiado de prisa la esquina de Brook Street, y Charlie se quedó inmóvil en mitad del cruce, aunque él le había tirado de la mano, y entonces el coche...
En eso estalló en estridentes, histéricos sollozos, y su madre le atrajo hacia si, y le meció en los brazos, y Hal, volviéndose hacia el porche, vio que afuera había dos policías. El coche de patrulla en que habían traído a Bill estaba aún frente a la casa. Y entonces también él se echó a llorar, sólo que... sus lágrimas las causaba el alivio.
Después de eso fue Bill quien tuvo pesadillas: pesa­dillas en las que veía morir a Charlie Silverman una y otra vez, perdiendo sus botas vaqueras al saltar sobre el capó del herrumbroso Hudson Hornet que conducía el borracho. La cabeza de Charlie Silverman y el para­brisas del Hudson se habían encontrado con un cho­que explosivo. Una y otro se hicieron pedazos. El conductor borracho, que tenía una tienda de caramelos en Milford, sufrió un ataque al corazón poco después de que le ingresaran en prisión preventiva (tal vez se lo produjo el ver las manchas secas que los sesos de Char­lie Silverman le habían dejado en los pantalones), y su abogado obtuvo no poco éxito en el juicio con su ar­gumento, de que: «Este hombre ha tenido ya bastante castigo.» Al borracho le condenaron a sesenta días de cárcel (que no hubo de cumplir) y se le suspendió por cinco anos el permiso de conducir vehículos de motor en el estado de Connecticut... el mismo tiempo, más o menos, que le duraron a Bill Shelburn las pesadillas, El mono volvía a estar escondido en el desván. Bill no llegó a darse cuenta de que había desaparecido de su repisa... o, si lo hizo, nunca habló de ello.
Hal se sintió a salvo por un tiempo. Incluso empezó a olvidar la existencia del mono, o a creer que sólo ha­bía sido un mal sueño. Pero al volver a casa, a la salida de la escuela, la tarde en que murió su madre, volvió a encontrárselo en la repisa de su lado del cuarto, con los platillos preparados, sonriéndole.
Se acercó a él lentamente, como si no fuera él quien lo hiciese... como si al ver al mono su propio cuerpo se hubiera convertido en un muñeco de cuerda. Vio avan­zar su mano y bajarlo de la repisa. Sintió el crujido de la vellosa piel, pero fue una sensación amortiguada, un simple estrujar, como si le hubiesen anestesiado con una inyección de Novocaína. Oía su respiración, rápida y seca, como el soplar del viento entre la paja.
Le dio la vuelta y asió la llave, y años después ha­bría de pensar que aquella fascinación hipnótica era como la del hombre que habiéndose aplicado a un ojo el cañón de un revólver de cuyas seis cámaras sólo una está cargada, aprieta el gatillo.
«No, no lo hagas... que sea él quien dispare; no lo toques...»
Hizo girar la llave, y en el silencio oyó los leves, per­fectos chasquidos de la cuerda en su contracción. Cuan­do soltó la llave, el mono empezó a entrechocar los platillos, y sintió las flexiones y las sacudidas de su cuerpo, sacudida-flexión, sacudida-flexión, como si es­tuviera vivo, retorciéndosele en la mano como una es­pecie de asqueroso pigmeo, porque en verdad estaba vivo, y las vibraciones que percibía bajo la raída piel parda, no eran las de un engranaje, sino los latidos de un corazón.
Hal soltó un gemido, dejó caer el mono, las uñas hincadas bajo los ojos, las palmas comprimiéndole la boca. Tropezó entonces con algo y estuvo a punto de perder el equilibrio (con lo cual hubiera caído casi jun­to al mono, de forma que habrían quedado mirándose. sus vidriosos ojos color de avellana clavados en los de él, azules, desorbitados). Corrió hacia la puerta, la tras­puso de espaldas, la cerró de golpe y se reclinó en la madera. Luego, de improviso, se precipitó al baño y vomitó.
La noticia la trajo la señora Stukey, de la fábrica de helicópteros, que también les hizo compañía aquellas dos primeras, interminables noches, en espera de que tía Ida llegase de Maine. Su madre había muerto de una embolia en mitad de la tarde, cuando se encontraba frente al distribuidor de agua, con una taza en la mano. Se vino abajo como si le hubieran pegado un tiro, con la taza de papel parafinado todavía en una mano. Con la otra se había agarrado al botellón de agua mineral con tal fuerza, que lo arrastró en su caída. El recipien­te se destrozó... pero el médico de la empresa, que llegó a la carrera, dijo más tarde que en su opinión la señora Shelburn dejó de existir antes de que el agua le empapara el vestido, le calara la ropa interior, le mojara la carne. Aunque eso no se lo dijeron a los ni­ños, Hal lo supo de todas formas: lo soñó una y otra vez en las largas noches que sucedieron a la muerte de su madre. «¿Todavía te cuesta dormir, hermanito?», le preguntó Bill, y Hal pensó que su hermano atribuía sus vueltas en la cama, sus pesadillas, a la muerte de su madre, tan repentina; y así era, pero sólo en parte: también estaba el remordimiento, la certeza, la terrible cer­teza de que la había matado él aquella soleada tarde, después de la escuela, al darle cuerda al mono.
Hal se durmió por fin, y debió de hacerlo muy pro­fundamente, pues cuando despertó era cerca del medio­día. Petey estaba sentado a la turca en un butaca, al otro lado de la habitación, comiendo metódicamente una naranja, gajo por gajo, atento a un partido que daban por televisión.
   Hal echó los pies al suelo. Se sentía como si le hubie­ran dormido de un puñetazo y despertado de otro. Tenía punzadas en la cabeza.
¿Dónde está tu madre, Petey? El niño volvió la cara hacia él.
De compras, con Dennis. Yo dije que les espera­ría aquí, contigo. ¿Siempre hablas en sueños, papá?
Hal le dirigió una mirada cautelosa.
No. ¿Qué dije?
No conseguí entenderlo. Me asustó un poco.
Bueno, pues aquí me tienes, otra vez en uso de mis facultades mentales —repuso Hal, que consiguió añadir una sonrisita.
Petey correspondió a ella y, una vez más, él sintió amor por el niño, simple amor: una emoción viva, in­tensa y sencilla. ¿Por qué sería que siempre había sen­tido esa grata sensación hacia Petey, la sensación de comprenderle y poder ayudarle, y por qué, en cambio, Dennis le había resultado siempre una ventana oscura, un misterio en su forma de ser y en sus costumbres, la clase de niño a quien no conseguía comprender porque él nunca había sido un niño así? Era demasiado fácil decir que el dejar California había afectado a Den­nis, o que...
Los pensamientos se le paralizaron. El mono. El mono estaba sentado en la repisa de la ventana, con los platillos en alto. Primero sintió que el corazón se le inmovilizaba en el pecho, muerto, y luego, que rom­pía a galopar. Se le nubló la vista, y las punzadas de la cabeza se le hicieron lacerantes.
Se había escapado de la maleta y estaba en el an­tepecho de la ventana, sonriéndole. «Creíste que te ha­bías desembarazado de mí, ¿no es así? Y sin embargo, no es la primera vez que crees eso, ¿verdad?»
No, pensó descompuesto, no es la primera vez que esto ocurre.
Petey, ¿has sacado tú el muñeco de mi maleta? —le preguntó al niño, sabiendo ya la respuesta: la ma­leta la había cerrado con llave, y la llave la tenía en el bolsillo del abrigo.
Petey lanzó una ojeada al mono, y por su rostro pasó algo, que Hal hubiera dicho malestar.
No —respondió—. Lo puso ahí mamá.
¿Tu madre?
Sí. Te lo quitó. Riendo.
¿Qué es eso de que me lo quitó?
Lo tenías en la cama contigo. Yo estaba cepillán­dome los dientes, pero Dennis lo vio. Él también se echó a reír. Dijo que parecías un nene con su osito de peluche.
Hal miró al mono Tenía tan seca la boca, que no conseguía tragar. ¿Que estaba con él? ¿En la cama? ¿Que había tenido aquella piel asquerosa contra la me­jilla, quizá contra la boca?¿Que aquellos ojos le habían estado mirando fijamente mientras dormía? ¿Que ha­bía tenido junto al cuello aquellos dientes? ¿Junto al cuello? Santo Dios.
Se volvió bruscamente y se encaminó a la alacena. La maleta seguía allí, cerrada. Y la llave continuaba en el bolsillo del abrigo.
Oyó que la televisión enmudecía de improviso. Salió despacio de la alacena. Petey le estaba mirando con aire circunspecto.
No me gusta ese mono, papá —le dijo con voz inaudible.
A mi tampoco —repuso Hal. El niño le observó atentamente, para ver si lo decía en broma, y se dio cuenta de que no era así. Se acercó a su padre y le abrazó con fuerza. Hal notó que estaba temblando.
Entonces, habiéndole al oído, muy rápido, como si temiera que fuese a faltarle el coraje de repetirlo... o que el mono pudiera oírle, Petey le confió:
Es como si te mirara. Como si te mirara estés donde estés en la habitación. Y si te vas a la otra, como si te mirase a través de la pared. Y yo noto todo el tiempo... como si me quisiera para algo.
El niño se estremeció. Hal le abrazó con fuerza.
¿Cómo si quisiera que le dieses cuerda? —dijo Hal. Petey asintió con viveza.
No es cierto que esté roto, ¿verdad, papá?
A veces, sí —repuso Hal, hurtando una mirada hacia el muñeco—. Pero a veces, inexplicablemente, si­gue funcionando.
Sentía ganas todo el tiempo de acercarme y darle cuerda. Había tanto silencio, que pensé: no puedo, papá se despertará; pero seguía con ganas de hacerlo, y me acerqué y... lo toqué, y me dio asco, pero también me gustaba..., y parecía que me dijese: Dame cuerda, Pe­tey, que jugaremos; tu padre no se despertará, ya no se despertará nunca; dame, dame cuerda.
Y repentinamente rompió a llorar.
—Es malo, lo sé. Hay algo malo en él. ¿No podría­mos tirarlo, papá? Por favor.
El mono le sonreía a Hal con su eterna sonrisa. Hal notó las lágrimas del niño, interpuestas entre ambos. El sol del mediodía arrancaba destellos a los platillos de latón y los proyectaba sobre el techo de la habitación, de liso enlucido.
¿A qué hora dijo tu madre que pensaban estar de regreso?
Sobre la una —Petey se enjugó los ojos con el puño de la camisa, como avergonzado de sus lágrimas. Evitaba mirar al mono—. Puse la televisión —susu­rró—. Muy alto.
Hiciste bien, Petey.
«¿Cómo habría sucedido? —se preguntó Hal—. ¿Un ataque al corazón? ¿Una embolia, como mi madre? ¿Qué? Pero no importa, ¿no?»
Y a renglón seguido, de ésas surgió otra reflexión, más fría: «Que nos deshagamos de él, dice el niño. Pero ¿es posible deshacerse de él? ¿Lo será alguna vez?»
El mono le sonreía burlón, los platillos separados un largo palmo uno del otro. ¿Cobraría vida repentina­mente la noche en que murió tía Ida?, pensó de impro­viso. ¿Fue ése el último ruido que oyó la mujer? ¿El asordinado entrechocar de los platillos en el desván, yang-yang-yang,mientras el viento soplaba en el alero?
Podría no ser mala idea —le dijo despacio al niño—. Ve a buscar tu bolsa de viaje, Petey. El pequeño le miró confuso.
¿Qué vamos a hacer?
«Quizá sea posible desembarazarse de él. Quizá para siempre, quizá sólo por un tiempo... por una larga o corta temporada. Puede que vuelva, puede que sea ésa la esencia de la historia: su volver y volver... pero a lo mejor consigo, conseguimos despedirnos de él por una buena temporada. La última vez le costó veinte años en volver, veinte años salir del pozo...»
—Vamos a dar un paseo en coche —le respondió a Petey. Se sentía bastante tranquilo, pero también algo pesado de piel para adentro. Hasta los ojos parecían pe­sarle—. Pero antes quiero que tomes la bolsa, te vayas al otro extremo del estacionamiento y cargues tres ü cuatro piedras bien gordas. Las metes en la bolsa y me las traes. ¿Entendido?
Los ojos del niño chispearon de inteligencia.
Perfectamente, papá.
Hal consultó su reloj. Casi las doce y cuarto.
Date prisa. Quiero marchar antes de que vuelva tu madre.
¿A dónde vamos?
A casa de los tíos. A la antigua casa.
Hal entró en el cuarto de baño, se inclinó sobre la taza del inodoro y retiró la escobilla que había detrás. Volvió junto a la ventana con ella en la mano. Parecía una varita mágica de saldo. Siguió con la mirada a Pe­tey, que cruzaba la zona de estacionamiento vestido con su cazadora de muletón, en la mano su bolsa de viaje, donde las blancas letras de las líneas aéreas del­ta destacaban sobre el fondo azul. Una mosca revolo­teaba en el ángulo superior de la ventana, lenta y aton­tada por el final de los meses de calor. Hal adivinó cómo se sentía el insecto.
Observó a Petey mientras el niño localizaba tres piedras de buen tamaño y emprendía seguidamente el regreso. Por la esquina del motel apareció un coche, un coche que circulaba muy de prisa, demasiado, y sin pen­sarlo siquiera, con un vivo reflejo de buen tenista, hendió el aire con la mano y detuvo el movimiento... en el punto preciso.
Los platillos se cerraron inaudiblemente sobre el obstáculo interpuesto. Y a Hal le pareció notar algo en el aire... algo de la naturaleza de la rabia.
Los frenos del coche rechinaron. Petey se echó ha­cia atrás. El conductor le invitó a cruzar, con un ade­mán intemperante, como si lo que había estado a punto de ocurrir fuese culpa del niño. Petey atravesó a la carrera, el cuello de la cazadora flotando al aire, y entró en el motel por la puerta trasera.
A Hal le corría el sudor por el pecho, y también lo notó en la frente como una llovizna aceitosa. Los plati­llos le presionaban la mano, fríos, entumecedores.
«Adelante —dijo para sí torvamente—. Dispongo de todo el día. De todo el día y, si es preciso, de la vida entera.»
Oyó un suave clicen el interior del mono, que se­paró los platillos y los dejó en reposo. Hal retiró la es­cobilla y la examinó. Parte de las blancas cerdas esta­ban oscurecidas, como chamuscadas.
La mosca zumbaba sonoramente, tratando de alcan­zar el sol de octubre, que parecía tan cercano.
Pete entró en tromba, respirando afanoso, sonrosa­das las mejillas:
He conseguido tres bien grandes, papá. Y... —se interrumpió—. ¿Te sientes bien, papaíto?
Perfectamente. Acércame la bolsa.
Hal empujó con el pie la mesa que estaba junto al sofá y cuando la tuvo junto al antepecho de la ventana, descansó en ella la bolsa. Abierta la boca de ésta como si fuesen labios, vio en su fondo las piedras que Petey había recogido. Prendió al mono con la escobilla y tiró. Tras una breve oscilación, el muñeco cayó al interior de la bolsa, done uno de los platillos produjo un débil ying al chocar con las piedras.
—¡Papá! —exclamó Petey con miedo en la voz—. Papá...
Hal volvió la cabeza hacia el niño. Notaba que algo había cambiado, que algo era distinto. Pero ¿qué? Lo descubrió al seguir la mirada de Pete. La mosca había dejado de zumbar. Estaba en la repisa de la ven­tana, muerta.
Eso —susurró Petey— ¿lo ha hecho el mono?
Vamos —dijo Hal, y cerró la cremallera de la bolsa—. Te lo contaré por el camino.
Pero ¿cómo vamos a ir a la antigua casa? Mamá y Dennis se han llevado el coche.
No te preocupes —replicó Hal, y le revolvió el pelo con la mano,
Le presentó al recepcionista su permiso de conducir y un billete de veinte dólares. Y a cambio de eso, y de su reloj digital de la Texas Instruments, a título de fianza, el otro le entregó las llaves de su coche personal, un destartalado AMC «Gremlin».
Al enfilar la Nacional 302 en dirección a Casco, Hal inició su relato, al principio con pausas, y después algo más de prisa. Primero le dijo a Petey que el mono de­bió traerlo su padre, de ultramar, probablemente como regalo para sus hijos. No era un juguete fuera de lo común ni particularmente valioso: en el mundo debía de haber centenares de miles de monos de cuerda, fa­bricados en Hong Kong, en Formosa, en Corea. Pero en un momento o en un lugar determinado —quizá en el trastero de la casa de Connecticut, la casa donde él y su hermano Bill habían vivido parte de su infancia—, algo le había ocurrido al mono. Algo malo. Quizá, precisó en tanto trataba de conseguir que el Gremlin del recepcio­nista superase los sesenta por hora, algunos seres ma­los, puede que la mayoría de ellos, no fuesen conscien­tes, no supieran de verdad el mal que contenían. Y aun­que lo limitó a eso, pues a buen seguro la comprensión del niño no alcanzaría más allá, él dejó que sus ideas siguieran su curso. La mayor parte del mal, pensó, po­día tener mucho en común con un mono mecánico al que uno da cuerda y que entonces se pone a tocar los platillos, a mostrar los dientes, a reír con sus tontos ojos de cristal... o a dar la impresión de que ríe con ellos...
Le contó a Petey lo del mono, pero sin precisar: no quería asustarle más de lo que ya estaba. La historia, con eso, resultaba inconexa y algo confusa; pero el niño no hizo preguntas; era posible que llenase por su cuenta los espacios en blanco, pensó Hal, muy a la manera en que él había soñado una y otra vez la muerte de su madre pese a no haberla presenciado.
Tanto tío Bill como tía Ida asistieron al funeral. Después el tío regresó a Maine —era la época de la co­secha— y tía Ida se quedó con ellos dos semanas, para ordenar, antes de volverse a Maine con los chicos, las cosas de la difunta. Sin embargo, la mayor parte de ese tiempo la empleó en acercarse a los chiquillos, que con la repentina muerte de la madre, habían caído en un total aturdimiento. Ella era quien acudía con un vaso de leche caliente cuando no lograban conciliar el sueño y cuando Hal se despertaba a las tres de la ma­drugada con pesadillas (pesadillas en las que veía a su madre acercarse al distribuidor de agua sin advertir la presencia, en sus profundidades de zafiro, del mono, enseñando los dientes y batiendo los platillos y levan­tando, a cada movimiento de los brazos, estelas de burbujas); allí estaba tía Ida cuando a Bill se le llenó la boca de dolorosas llagas y más tarde, tres días después del funeral, le dio urticaria; tía Ida estaba allí. Se dio a conocer a los muchachos, y antes de que tomasen el autobús de Hartford a Portland, tanto Bill como Hall habían acudido a ella separadamente y llorado en su regazo, mientras la mujer les estrechaba y les mecía en los brazos y nacía una unión entre ellos.
El día en que dejaron definitivamente Connecticut para «subir» a Maine, como se decía entonces, llegó el trapero en su vieja camioneta destartalada y se llevó el enorme montón de cosas inútiles que Bill y Hall ha­bían sacado del desván y agrupado en la acera. Reuni­dos ya todos los trastos junto al bordillo, tía Ida les pidió que volviesen al desván y mirasen si quedaban ob­jetos o recuerdos que deseasen conservar particular­mente. Teniendo en cuenta, chicos —añadió—, que no nos lo podemos llevar todo. Y Hal supuso que, tomando sus palabras al pie de la letra, Bill revisó una última vez todas aquellas fascinadoras cajas que había dejado su padre. Él no le siguió. Ya no le tenía afición al tras­tero. Durante aquellas dos primeras semanas de luto, le había asaltado una idea: a lo mejor su padre no había desaparecido, ni se había quitado de en medio por haber descubierto que tenía la pasión de los viajes y que el matrimonio no era para él.
A lo mejor se lo había llevado el mono.
Al oír la camioneta del trapero, que se acercaba calle abajo rugiendo y petardeando, Hal se armó de valor, agarró impetuosamente al mono, que seguía en la re­pisa de su lado del cuarto (desde el día de la muerte de su madre no se había atrevido a tocarlo ni siquiera para devolverlo al camaranchón) y corrió con él hacia la calle. Ni Bill ni tía Ida le vieron hundirlo en la caja de cartón donde lo encontró por primera vez y que en ese momento reposaba en lo alto de un tonel repleto de rotos cachivaches y mohosos libros, llena a su vez de trastos parecidos. Histérico, desafió al muñeco a tocar sus platillos («Adelante, ¿a que no te atreves? ¿A que no?»). El mono se quedó allí tal cual, plácida­mente reclinado, como quien espera el autobús, ense­ñando los dientes en aquella sonrisa suya, horrible y sabia.
Hal, un chiquillo de viejos pantalones de pana y rozadas botas vaqueras, permaneció allí, en pie, mien­tras el trapero, un señor italiano que llevaba un cruci­fijo y silbaba entre las mellas de los dientes, se ponía a cargar cajas y toneles en su decrépita camioneta, de laterales de madera. Le observó levantar el tonel coro­nado por la caja de cartón, y observó la desaparición del mono en el fondo de la camioneta; observó al trapero subir a la cabina y sonarse con estrépito en la palma de la mano, que luego limpió con un enorme pañuelo rojo, y poner en marcha el motor, que cobró vida con un rugido y una emisión de aceitoso humo azul, y ob­servó la camioneta que se alejaba. Y sintió el corazón aligerado de un enorme peso: lo sintió físicamente. Dio dos altos brincos, los brazos desplegados, las palmas vueltas hacia afuera, y si algún vecino estaba mirando, sin duda lo encontraría extraño, si no rayano en lo sacrílego: «Pero ¿qué hace ese niño, saltando de alegría —porque a buen seguro era eso, y un salto de alegría no puede disimularse—, con la madre enterrada hace apenas un mes?»
Él saltaba porque el mono había desaparecido, de­saparecido para siempre.
O eso creyó.
Menos de tres meses más tarde, tía Ida le mandó bajar del desván la caja de los adornos navideños, y mien­tras gateaba en busca de ellos, empolvándose las rodi­llas del pantalón, se encontró de nuevo cara a cara con él, y su sorpresa y su terror fueron tales que hubo de morderse con fuerza el filo de la mano, para no gritar... o para no caer desmayado. Allí estaba, mostrando su sonrisa dentuda, los platillos preparados, distantes un palmo y medio el uno del otro, reclinado en una esquina de la caja de cartón cómodamente, como quien espera el autobús, y como diciéndole: «Creíste que podrías deshacerte de mí, ¿verdad? Pues no es tan fácil desha­cerse de mí, Hal. Es que tú me gustas, Hal. Nacimos el uno para el otro; es tan natural: un chico con su mono favorito, un par de buenos amigos. Y al sur de aquí, no sé decirte dónde, un viejo, un estúpido trapero italiano, yace en su bañera, de patas en forma de zarpa, con los ojos desorbitados y la dentadura postiza medio salida de la boca, que formaba un grito; un trapero que huele a batería de coche, a vieja batería sulfatada. Me guardó para regalarme a su nieto, Hal; me colocó en la repisa del cuarto de baño, junto al jabón, a la na­vaja, a la loción de afeitar, y junto a la pequeña radio por la que estaba escuchando el partido de los Dodgers de Brooklyn, y yo me puse a batir los platillos, golpeé con uno de ellos la vieja radio, y allá fue el trasto, adentro de la bañera, y entonces vine a buscarte, Hal. Re­corrí por la noche las carreteras comarcales, con la luna de las tres de la madrugada brillando en mis dientes, y dejé muerta a mucha gente en muchos Lugares de los Hechos. Vine a buscarte, Hal, soy tu regalo de Navidad, de modo que dame cuerda, y ¿quién morirá? ¿Será Bill? ¿Será el tío Will? ¿O serás tú, Hal? ¿Serás tú?»
Hal retrocedió, gesticulando aterrado, los ojos en blanco, y a punto estuvo de caerse por las escaleras. Le dijo a tía Ida que no había conseguido encontrar los adornos de Navidad —era la primera mentira que le decía, y ella pareció leérsela en los ojos, pero no le pre­guntó, gracias a Dios, por qué le mentía—, y más tarde, cuando llegó Bill, la tía le pidió a él que subiese a bus­car los adornos. Después, ya solos los hermanos, Bill le dijo entre dientes que era un pasmado que no sabría encontrarse su mismo culo ni con las dos manos y una linterna. Hal ni rechistó. Estaba pálido y silencioso, y apenas tocaba la cena. Y aquella noche volvió a soñar con el mono, que golpeaba con uno de sus platillos la pequeña radio del trapero en mitad de una canción en la que Deán Martín decía con voz dulzona: «Cuando la luna te da en los ojos como una pizza grande, qué ale­gría», y la radio caía en el interior de la bañera mien­tras el mono, mostrando los dientes, batía los platillos con un yang, un yang y un yang. Sólo que quien estaba en la bañera cuando el agua se electrificaba no era el trapero italiano.
Era él.
Hal y su hijo se deslizaron terraplén abajo, detrás de la casa, hacia el cobertizo, que sobresalía del agua sobre sus viejos pilotes. Hal llevaba la bolsa de viaje en la diestra. Tenía seca la garganta y percibía los sonidos con una agudeza innatural. La bolsa pesaba mucho. La dejó en el suelo.
No toques eso —dijo, y se palpó los bolsillos en busca del llavero que le había entregado su hermano. Encontró la llave del cobertizo, que mostraba ese claro rótulo en un pedazo de cinta adhesiva.
 El día era claro, frío, ventoso; el cielo, de un bri­llante azul. Las hojas de los árboles que se apiñaban hasta la misma orilla del lago, exhibían todos los luminosos tonos del otoño, desde el rojo sangre hasta el vivo amarillo de los autobuses escolares. Y susurraban al viento, algunas revoloteando en torno a los zapatos de lona de Petey, que esperaba en pie, ansioso, y Hal, de cara al viento, percibió en él el olor de noviembre, asediado ya por el invierno.
La llave giró en la cerradura y Hal tiró de la noble hoja de la puerta. Eran tan intensos los recuerdos, que sin siquiera necesidad de mirar, bajó con el pie la cuna de madera que mantenía abierto el batiente. En el inte­rior los olores eran todos de estío: lona y madera clara, y un hálito de saludable calor.
El bote de tío Will seguía allí, los remos unidos cui­dadosamente y a bordo, como si hubiera cargado en él sus aparejos y la caja de cerveza la misma tarde ante­rior. Hal y su hermano habían salido muchas veces a pescar con el tío, pero nunca juntos: tío Will sostenía que el bote era demasiado chico para tres. La roja fran­ja que lo ceñía, y cuya pintura el hombre retocaba to­das las primaveras, estaba desvaída y descascarillándose, y las arañas habían tendido su seda en el fondo de la embarcación.
Asiéndola con ambas manos, Hal la empujó rampa abajo hasta la playita. Las excursiones de pesca figura­ban entre los mejores momentos de la niñez pasada con los tíos. Y algo le decía que eso mismo pensaba también su hermano. Aunque hombre de ordinario ta­citurno a más no poder, tío Will se tornaba expansivo en cuanto tenía el bote a su gusto, a cincuenta o sesenta metros de la ribera, con los sedales dispuestos y los dotadores ya en el agua, y abría dos cervezas, una para él y otra para Hal (que rara vez bebía más de la mitad de la única lata que el tío les dejaba tomarse, previa la advertencia de que de ningún modo debían decírselo a tía Ida, porque «¡para qué os digo!: me correría a balazos si se enterara de que os doy cerveza a los chi­cos»). Entonces relataba historias, respondía a las pre­guntas y si el anzuelo de Hal necesitaba nuevo cebo, se lo prendía. Y el bote derivada adonde quisieran lle­varlo el viento y la suave corriente.
¿Cómo es que nunca te internas hasta el centro del lago, tío Will? —le preguntó Hal en cierta ocasión.
Asómate ahí —respondió el hombre. Hal lo hizo, y vio que el agua azul se tornaba negra donde profundizaba el sedal.
Tienes ante ti la parte más honda del lago Cristal —añadió tío Will en tanto estrujaba la vacía lata de cerveza con una mano y elegía una segunda con la otra—. Si no tiene treinta metros de profundidad, no tiene un palmo. El viejo Studebaker de Amos Culligan está ahí abajo, en algún sitio. El muy necio entró con él en el lago a principios de un mes de diciembre, antes de que el hielo espesase. Y suerte tuvo en salir con vida del coche. Nunca lo sacarán de ahí, y ni siquiera llegarán a verlo, hasta que suenen las Trompetas del Juicio. El lago tiene aquí una profundidad del carajo, vaya si la tiene. Aquí hay pesca de talla. No es necesario adentrarse más. Y veamos cómo anda tu gusano. Venga, enrolla ya el maldito sedal.
Hal cumplió la orden y, mientras tío Will prendía una segunda lombriz, sacada de la vieja lata que le ser­vía para guardar el cebo, escudriñó el agua fascinado, por ver si divisaba el viejo Studebaker de Amos Culli­gan, todo herrumbre y algas saliendo por la abierta ventanilla de la puerta del conductor —el escape que había utilizado Amos en el ultimísimo momento—, y más algas adornando el volante como un collar en des­composición, y nuevas algas colgando del retrovisor y meciéndose a favor de las corrientes como un extraño rosario. Pero sólo alcanzó a ver el negro en que se fun­día el azul, y un poco antes, la lombriz de tío Will, el anzuelo escondido dentro de los anillos, suspendida allí, en medio de aquel mundo irreal, sin más realidad que la que el sol lograba prestar en aquel punto a su cuerpo. A una fugaz, vertiginosa visión en la que se representó a sí mismo suspendido de una sima insondable, el niño cerró los ojos en espera de que pasase el vértigo. Aquel día, le pareció recordar, se había bebido toda la lata de cerveza.
«... la parte más honda del lago Cristal... Si no tiene treinta metros de profundidad, no tiene un palmo.»

Se detuvo un segundo, jadeante, y miró a Petey, que seguía observando con expresión inquieta.
¿Necesitas que te ayude, papá?
Espera un instante.
Recuperado el aliento, arrastró el bote hasta el agua, dejando con eso un surco en la estrecha faja de arena. La pintura se encontraba descascarillada, pero la em­barcación, que habían tenido a cubierto, parecía en buen estado,
Cuando salían con tío Will, éste tiraba de la barca rampa abajo y, a flote ya la proa, saltaba al interior, se armaba de un remo para impulsarse y decía: «Da un empujón, Hal... ¡hay que ganarse las algarrobas!»
Alcánzame esa bolsa, Petey, y dame un empujón dijo. Y sonriendo un poco, añadió—: Hay que ganar­se las algarrobas.
El niño, sin corresponder a la sonrisa, preguntó:
¿Voy contigo, papá?
Esta vez, no. En otra ocasión saldremos y te lleva­ré a pescar; pero esta vez... no.
Petey vaciló. El viento le revolvió el oscuro pelo, y un puñado de hojas, amarillas, secas, crujientes, arre­molinándose por encima de sus hombros, fueron a parar al agua de la orilla y allí se quedaron cabeceando, con­vertidas, a su vez, en pequeñas lanchas.
Tendrías que haberlos forrado —comentó por lo bajo.
¿El qué? —pero le pareció comprender lo que quería decir el niño.
Los platillos. Debiste envolverlos en algodón. Y su­jetarlos con cinta adhesiva. Para que no pudiera... ha­cer ese ruido.
Hal recordó de improviso que Daisy se le había acercado —no caminando, sino a tumbos— y que de forma completamente inesperada le había empezado a brotar sangre de los ojos, empapándole el cuello y sal picando el suelo del granero; recordó que le fallaron las patas delanteras y cayó de bruces... y que en el aire quieto de aquel lluvioso día de primavera oyó, procedente del desván de la casa, que distaba quince metros y no acallado, sino curiosamente claro, aquel sonido: ¡Yang-yang-yang-yang!
Rompió a chillar histéricamente, dejó caer la braza da de leña que había estado recogiendo para el fuego y echó a correr hacia la cocina, en busca de tío Will que estaba comiendo huevos revueltos y tostadas y que ni siquiera se había ajustado aún los tirantes a los
hombros.
«La perra estaba vieja, Hal —le dijo tío Will, ojeroso y con aire de infelicidad: también a él se le veía viejo—. Tenía doce años, y eso es mucho para un perro. Ea, no te pongas así. A la buena de Daisy no le gustaría eso.»
     «Estaba vieja», había confirmado el veterinario pero lo hizo con expresión turbada, porque lo perros, ni aun los de doce años, no mueren de virulentas hemo­rragias cerebrales («Como si alguien le hubiera metido un triquitraque en la cabeza —oyó Hal que el veterina­rio le decía a tío Will mientras éste cavaba un hoyo en el fondo del granero, no lejos de donde había enterrado a la madre de Daisy en 1950—; nunca había visto una cosa semejante, Will»).
Y más tarde, medio loco de miedo pero, a pesar de ello, incapaz de contenerse, Hal había subido al desván.
«Hola, Hal, ¿cómo andamos?», le sonrió el mono desde su oscuro rincón. Tenía separados los platillos, a cosa de un palmo y medio. El almohadón del sofá que Hal había puesto de pie entre ellos, se encontraba en la otra punta del desván. Algo —alguna fuerza— lo ha­bía arrojado allí con violencia bastante para rasgar la funda, por donde asomaba el relleno. «No te preocupes por Daisy —le susurró el mono en el interior de la cabeza, sus ojos de vidrio, color avellana, fijos en los de Hal, azules y muy abiertos—. No te preocupes por Daisy, estaba vieja, Hal, el mismo veterinario lo dijo. Y por cierto, ¿viste cómo le salía la sangre por los ojos? Dame cuerda, Hal. Dame cuerda y juguemos. ¿Ya quién le va a tocar morir esta vez? ¿A ti, Hal?»
Y al recuperarse se sorprendió a sí mismo en el acto de avanzar, como hipnotizado, hacia el mono. Tenía tendida ya una mano en dirección a la llave de la cuerda. Retrocedió entonces precipitadamente, y en su prisa estuvo a punto de caer desde lo alto del desván, cosa que probablemente hubiera ocurrido de no ser tan estrecha la escalera. De la garganta le brotaba una especie e sordo gemido.
Ya desde su asiento del bote, terminada la evocación, le dijo a Petey:
—Silenciar los platillos no sirve de nada. Lo probé una vez.
El chiquillo dirigió una nerviosa mirada a la bolsa de viaje.
¿Y qué ocurrió, papá?
No quiero hablar de eso ahora. Ni a ti te gustaría enterarte. Anda, dame un empujón.
Mientras el niño se aplicaba en ello, la popa de la lancha arañó la arena. Hal hundió un remo en el agua, y con eso cesó inesperadamente la sensación de estar atado a la tierra: el bote, devuelto a su propia natura­leza después de tantos años de reclusión en el oscuro cobertizo, flotó con ligereza, mecido por las suaves olas. Hal puso el segundo remo en el agua y fijó ambos con los toletes.
Ten cuidado, papá —dijo Petey.
No tardaré más que un momento —le prome­tió Hal.
Pero, mirando la bolsa de viaje, se preguntó si se­ría así.
Comenzó a remar con entrega. Volvió el antiguo, co­nocido dolor que se le localizaba entre la base de la es­palda y los omoplatos. La orilla se alejaba. Como por arte de magia, Petey regresó a sus ocho, a sus seis, a sus cuatro años, allí, al borde del agua, apantallándose los ojos con una mano minúscula. Con una expresión de angustia en su cara.
Aunque lanzó una distraída mirada a la costa, Hal no quiso examinarla con verdadera atención. Si lo ha­cia, con los quince años que habían transcurrido, vería más lo cambiado que lo subsistente, y eso iba a deso­rientarle. El sol le daba de firme en la nuca, y rompió a sudar. Como desviara los ojos hacia la bolsa de viaje, perdió por un instante el rítmico vaivén del bogar. Parecía como... como si la bolsa se estuviera hinchando. Comenzó a impulsar los remos con más viveza.
Una ráfaga de viento le secó el sudor y le refrescó la piel. La proa se levantó y, al cortar de nuevo el agua, lo hizo con golpe tajante. ¿No se había enfriado el aire de pronto? Y Petey, ¿no gritaba algo en la orilla? Sí... Con el rumor del viento, no alcanzaba a oírle. Pero no importaba. Lo importante era desembarazarse del mono por otros veinte años, o quizá...
(oh, sí, Dios mío, te lo ruego)
... o quizá para siempre.
Al cabecear el bote, Hal miró a la izquierda y vio pequeñas cabrillas. Vueltos de nuevo los ojos hacia la costa, divisó el promontorio de Hunter's Point y una ruina que debía corresponder al que había sido, cuando él y su hermano Bill eran niños, el cobertizo de los Burdon. Así pues, estaba a punto de llegar. A punto de alcanzar el sitio donde el famoso Studebaker de Amos Culligan se fue al fondo, roto el hielo, en un diciembre ya muy lejano. Estaba a punto de penetrar en lo más hondo del lago.
    Petey estaba chillando. Chillaba y señalaba algo. Pero Hal seguía sin entenderle. La barca avanzaba en­tre saltos y bandazos, levantando espuma a ambos la­dos de la despintada proa con cada impulso. En una de las rociadas brilló un minúsculo arco iris para disol­verse en seguida. Sol y nubes, cruzando velozmente el lago, pintaban en su superficie lo que se hubieran dicho persianas, y el agua ya no estaba mansa: las cabrillas iban tomando volumen. Donde antes sudaba, sentía de pronto carne de gallina, y el agua pulverizada le había empapado la espalda de la cazadora. Con la mirada viajando entre la costa y la bolsa de viaje, se puso a re­mar con ahínco. Volvió a levantarse el bote, esa vez tan alto, que por un momento el remo cortó el aire y no el agua.
Su voz reducida ya a un eco distante, Petey gritaba señalando al cielo.
Hal miró a un lado.
Agitado por un furioso oleaje, el lago había adquirí do un azul terriblemente oscuro, surcado de costurones blancos. En dirección a la lancha atravesó veloz mente sus aguas una sombra en cuyos contornos Ha reconoció algo familiar, algo tan espantosamente familiar, que no pudo menos de levantar la mirada. Y entonces se formó en su garganta un grito estrangulado.
Era una nube. El sol, oculto por ella, perfilaba en ella la silueta de un personaje encorvado que blandía a cierta distancia uno de otro, un par de platillos. Por los desgarrones que la nube tenía en sus extremos, el sol se derramaba en dos haces verticales.
Cuando el nubarrón alcanzó al bote, los platillos del mono, su sonido apenas amortiguado por la envoltura de la bolsa, rompieron a tocar. «Yang-yang-yang-yang eres tú, Hal, por fin eres tú; estás en lo más hondo del lago, y ahora te toca a ti, a ti, a ti.,.»
Todos los elementos esenciales de la línea costera habían vuelto, como por acción de un resorte, a sus lugares correspondientes. La podrida osamenta del Studebaker de Amos Culligan se encontraba allí abajo, al, yacían sus trozos más grandes. Aquél era el lugar.
Con un rápido movimiento, Hal embarcó los remo; se inclinó e, indiferente a los violentos bandazos del bote, se hizo con la bolsa. Los platillos interpretaba con desenfreno su música pagana; los costados de 1a bolsa se agitaban como animados por una tenebrosa respiración.
¡Aquí será, hijo de perra! —chilló—. ¡ aquí mismo!
A continuación, lanzó la maldita bolsa por la borda.
Se hundió de prisa. Por un instante la vio descender, sus laterales moviéndose, y durante ese infinito lapso... ¡le llegó el batir de los platillos! Momentáneamente, las negras aguas parecieron aclararse y, escudriñando aque­lla terrible sima, Hal alcanzó a ver el lugar donde ya­cían los restos más notorios; allí estaba el Studebaker de Amos Culligan, y en su limoso volante, convertida en risueña calavera por una de cuyas vacías cuencas atisbaba una perca, se encontraba la madre de Hal. Tío Will y tía Ida flotaban junto a ella, y cuando la bolsa llegó girando, con una corta estela de plateadas bur­bujas tras de sí, y con su yang-yang-yang-yang,la mele­na gris de tía Ida se elevó enhiesta en el agua.
Al devolver los remos al agua con gran violencia, Hal se desolló los nudillos, que le sangraron («pero, ¡santo Dios!, si el asiento trasero del Studebaker de Amos Culligan estaba lleno de niños muertos: Charlie Silverman... Johnny McCabe...»), pero empezó a virar.
En el fondo de la barca sonó un chasquido seco como un pistoletazo y, de pronto, por entre dos tablas comenzó a entrar agua. Era una vieja embarcación, y sin duda la madera se había contraído un poco, pero se trataba de una pequeña grieta. Una grieta que, sin embargo, no existía cuando Hal inició el viaje. Eso lo hubiera jurado.
Lago y costa habían cambiado de lugar en su cam­po de visión. Petey se encontraba ahora a su espalda. En lo alto, la espantosa sombra simiesca se estaba de­sintegrando. Hal se aplicó a remar. Veinte segundos bastaron para convencerle que le iba la vida en aquello: era un nadador sólo mediano, e incluso un campeón se hubiera visto en apuros con unas aguas de improviso tan embravecidas.
Con el mismo pistoletazo de antes, otras dos tablas se resquebrajaron inesperadamente. El agua, entrando en mayor caudal, le mojó los zapatos. Oyó pequeños chasquidos metálicos, y comprendió que eran de clavos que se rompían. Uno de los toletes saltó de su anclaje y fue a parar al agua. ¿Se desprendería a continuación la pieza móvil que daba soporte al remo?
El viento le soplaba de espalda, como si tratara de frenar su avance, o quizá de empujarle hacia el centro del lago. Aunque estaba aterrado, sentía, en medio de su pavor, una especie de disparatado júbilo: aquella vez el mono había desaparecido para siempre, algo le daba esa certeza. Fuese de él lo que fuera, el mono no habría de volver para proyectar su sombra sobre la vida de Dennis o la de Petey. Estaba en el fondo del lago Crystal, quizá sobre el tejado del Studebaker de Amos Culligan. Había desaparecido para siempre.
Remó alternando flexiones y retrocesos. De nuevo se hicieron audibles los crujidos de antes, de madera hendida, y con eso reparó en que la oxidada lata del cebo, la que guardaban junto a la proa, estaba flotando en una capa de ocho centímetros de agua. Una rociada de espuma bañó el rostro de Hal. A un estridente chas­quido, el asiento de proa cayó quebrado en dos y que­dó flotando junto a la lata. Una tabla se desprendió en el flanco izquierdo del bote, y luego una segunda, por el de­recho, junto a la línea de flotación. Hal tiró de los re­mos. Jadeaba, seca y abrasada la garganta, y pronto sintió en la boca el sabor de cobre del agotamiento. El pelo, sudoroso, le revoloteaba.
Inesperadamente, se abrió en el mismo fondo de la lancha una grieta que, zigzagueando entre los pies de Hal, se extendió hasta la proa. Irrumpió por ella un to­rrente de agua que primero le cubrió los tobillos y luego fue alcanzándole las pantorrillas. Si bien Hal remaba, el avance se había hecho lento. No se atrevió a volverse para ver qué distancia le separaba de la costa.
Se soltó una nueva tabla. La grieta del fondo se es­taba ramificando, como si fuera un árbol. El agua en­traba a borbotones.
Hal, que resollaba con afán, hizo volar los remos. Tiró de ellos una, dos veces, y a la tercera... las dos piezas giratorias se rompieron con un chasquido. Per­dido un remo, se aferró al otro. Poniéndose en pie, comenzó a impulsarse alternando paladas. Pero a un tumbo que casi hizo volcar la barca, Hal se vio devuelto al asiento con un golpe seco.
Momentos más tarde se desprendían más tablas, el banquillo se venía abajo y él iba a parar al fondo de la embarcación, al agua que lo colmaba y cuya frialdad le dejó pasmado. Mientras trataba de arrodillarse, pen­só angustiado: «Petey no tiene que ver esto, no tiene que ver ahogarse a su padre delante mismo de sus ojos; debes hacer algo, nadar al estilo de los perros, si es preciso, pero haz, haz algo...»
Tras un nuevo, desgarrado crujido, que fue casi una explosión, se encontró en el agua, nadando como no lo había hecho en su vida, y... la orilla estaba asombrosa­mente cerca. Un minuto más tarde se encontraba de pie, con el agua a la cintura, a menos de cinco metros de la playa.
Petey chapoteó hacia él, con los brazos en alto, gri­tando, llorando, riendo. Hal se lanzó hacia el chiquillo, avanzando a trompicones. Petey, con el agua al pecho, se adelantaba de la misma manera.
Se abrazaron el uno al otro.
Hal, exhausto, respiraba con grandes boqueadas, pero no por eso dejó de tomar al niño en brazos y lle­varle así hasta la playa, donde ambos se tumbaron ja­deantes.
Papá, el mono ese, malo-asqueroso... ¿ya no está?
No, creo que no. Y esta vez para siempre.
El bote se desmontó... cayó a pedazos a tu alre­dedor.
Hal miró las tablas que flotaban libremente doce metros lago adentro. No guardaban el menor parecido con la sólida barca hecho a mano que había sacado del cobertizo.
Ya no importa —dijo, reclinándose sobre los codos.
Cerró los ojos y dejó que el sol le calentara la cara.
¿Viste aquella nube? —susurró Petey.
Sí, pero ya no la veo... ¿y tú?
Observaron el cielo. Blancos jirones dispersos flota­ban en él, pero no había ninguna nube grande a la vista. Como Hal dijera, se había ido.
Tiró de Petey y le puso en pie.
En la casa encontraremos toallas. Vamos —pero se detuvo a mirar a su hijo—. Qué loco fuiste, echarte al agua de esa manera.
El niño le contempló con expresión solemne.
Y tú qué valiente, papá.
¿De veras? —la idea del valor no le había ni tan siquiera cruzado el pensamiento. Sólo el miedo. El miedo había sido demasiado grande para dejarle ver nada más. Supuesto que hubiera habido verdaderamen­te algo más—. Vamos, Pete.
¿Y qué le contamos a mamá? Hal sonrió.
No lo sé, grandullón. Ya se nos ocurrirá algo. Todavía se detuvo un momento, para mirar las tablas flotantes. Las aguas del lago habían recuperado su serenidad y centelleaban de minúsculas olillas. De im­proviso, Hal se puso a pensar en veraneantes a quienes ni siquiera conocía: quizás un hombre y su hijo, a la pesca de un pez gordo. «¡Papá, algo ha picado!», grita el chico. «Bien, pues enrolla y veamos», responde el padre. Y de las profundidades surge, con algas colgán­dole de los platillos, y en la cara su terrible sonrisa de bienvenida... el mono.
Se estremeció... pero no eran más que posibilidades.
Vamos —le dijo de nuevo al niño.
Y juntos remontaron el sendero, a través del llameante bosque otoñal, hacia la vieja casa.


DelBridgton News,
24 de octubre de 1980

EL MISTERIO DE LOS PECES MUERTOS
por
Betsy Muriarty

Centenares de peces sin vida fueron hallados la semana pasada, flotando boca arriba, en el lago Cris­tal de la vecina localidad de Casco. La mayor parte de ellos parecían haber muerto en las proximida­des de Hunter's Point, si bien a causa de las corrien­tes del lago no es fácil determinar esto último. La mortandad de peces los incluía de todas las especies comunes en aquellas aguas: lucios, percas, lampre­huelas, carpas, truchas pardas y truchas irisadas, e incluso un salmón lacustre. Las autoridades de Caza y Pesca se manifiestan desconcertadas ...

Cuento: "El Cadillac de Dolan" tomado de Pesadillas y Alucinaciones de Stephen King

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Hoy les traigo el  cuento de suspenso "El Cadillac de Dolan" de Stephen King. Tomado de: Pesadillas y Alucinaciones...




STEPHEN
KING
(Tomado de Pesadillas y Alucinaciones) 
(Para móvil)
«La venganza es un plato que se toma frío.»
PROVERBIO ESPAÑOL

Esperé y observé durante siete años. Lo vi ir y venir... Dolan. Lo observé entrar en restaurantes caros, siempre con una mujer distinta cogida del brazo, siempre con su pareja de guardaespaldas flanqueándole. Presencié cómo su cabello gris acero se teñía de plata mientras que el mío retrocedía hasta desaparecer por completo. Le observé abandonar Las Vegas para emprender sus peregrinaciones periódicas a la Costa Oeste; y también lo vi regresar. En dos o tres ocasiones, esperé en una carretera secundaria hasta ver pasar a toda prisa su Sedan DeVille, del mismo color que su cabello, por la autovía 71 rumbo a Los Ángeles. Y en algunas ocasiones, aunque no muy frecuentes, lo vi dejar su casa situada en las colinas de Hollywood en el mismo Cadillac gris para regresar a Las Vegas. Yo soy maestro de escuela. Los maestros de escuela y los peces gordos no gozan de la misma libertad de movimientos; una simple circunstancia económica.
Él no sabía que yo lo vigilaba... Nunca me acerqué lo suficiente como para permitir que se diera cuenta. Siempre me andaba con cuidado. Mató a mi mujer u ordenó que la asesinaran; al fin y al cabo, el resultado es el mismo. ¿Quieren detalles? Pues no los obtendrán de mí. Si los quieren, búsquenlos en ejemplares atrasados de los periódicos.
Se llamaba Elizabeth, y daba clase en la escuela en la que todavía ahora trabajo. Era maestra de primero de básica. Los niños la adoraban, y creo que algunos de ellos todavía no han olvidado su amor por ella, a pesar de haber alcanzado ya la adolescencia. Desde luego, yo la quería y la sigo queriendo, sin duda. Era una mujer callada, pero sabía reír. Sueño con ella. Con sus ojos avellanados. Nunca ha habido otra mujer para mí. Ni la habrá.
Cometió un error. Dolan, quiero decir. Y Elizabeth estaba allí, en el lugar equivocado y el momento menos indicado, en el momento en que lo cometió. Acudió a la policía, y la policía la envió al FBI, y allí la interrogaron, y ella dijo que sí, que testificaría. Le prometieron protección, pero o bien cometieron un error o bien subestimaron a Dolan. En cualquier caso, una noche subió al coche y la dinamita conectada al contacto me dejó viudo. Él me dejó viudo... Dolan.
Puesto que no había nadie que pudiera testificar, lo dejaron en libertad. Dolan regresó a su mundo, y yo, al mío. El ático de Las Vegas para él, la vieja casita vacía para mí. La larga serie de hermosas mujeres enfundadas en pieles y centelleantes vestidos de noche para él, el silencio para mí. Los Cadillac grises, cuatro en cuatro años, para él, y el viejo Buick Riviera para mí. Su cabello se tornó plateado, mientras que el mío se limitó a desaparecer.
Pero yo lo vigilaba.
Siempre tuve mucho cuidado... Oh, sí, mucho cuidado. Sabía lo que aquel hombre era, lo que podía hacer. Sabía que podía aplastarme como a un insecto si veía o siquiera percibía lo que yo pretendía hacerle. Así pues, siempre fui cauteloso.
Durante las vacaciones de verano de hace tres años, lo seguí (a prudente distancia) hasta Los Ángeles, adonde iba con cierta frecuencia. Permaneció en su elegante casa y se dedicó a dar fiestas, mientras yo observaba las idas y venidas desde las protectoras sombras de la otra esquina, ocultándome cuando la policía efectuaba sus frecuentes patrullas. Tomé una habitación en un hotel barato, en el que las radios de los clientes sonaban a un volumen atronador y las luces de neón del topless de enfrente bañaban la habitación. Al dormirme, soñaba con los ojos avellanados de Elizabeth, soñaba con que todo aquello no había sucedido, y a veces me despertaba con los ojos llenos de lágrimas.
Estuve al borde de abandonar toda esperanza. Dolan estaba bien protegido, por supuesto, tan bien protegido... No iba a ninguna parte sin sus dos gorilas armados hasta los dientes, y el Cadillac estaba blindado. Los grandes neumáticos radiales sobre los que se desplazaba eran auto sellantes, de los que suelen emplear los dictadores de países pequeños y turbulentos. Y entonces, aquella última vez, me di cuenta del modo en que podría hacerlo..., pero no se me ocurrió hasta después de llevarme un buen susto.
Lo seguí de regreso a Las Vegas, manteniéndome siempre a dos, tres o incluso cuatro kilómetros de distancia. Al atravesar el desierto hacia el este, en ocasiones su coche no era más que un lejano destello de sol, y recordé el aspecto que el sol confería al cabello de Elizabeth.
Aquel día, me mantenía a una distancia aún mayor de lo habitual. Era un día entre semana, por lo que apenas había tráfico en la autovía 71. Cuando no hay tráfico, seguir a alguien se convierte en una maniobra peligrosa. Eso lo sabe incluso un maestro de escuela. Pasé junto a una señal naranja que rezaba DESVÍO A NUEVE KILÓMETROS e incrementé la distancia. Los desvíos en el desierto obligan a aminorar en gran medida la velocidad, y no quería arriesgarme a alcanzar el Cadillac gris mientras el conductor lo conducía con todo cuidado por alguna carretera secundaria surcada de baches.
DESVÍO A CINCO KILÓMETROS, rezaba la siguiente señal, y debajo: ZONA DE EXPLOSIVOS. DESCONECTEN LOS EMISORES.
Me cruzó la mente una película que había visto varios años antes. En ella, una banda de atracadores armados había atraído un furgón blindado hacia las profundidades del desierto mediante señales falsas. Después de que el conductor cayera en la trampa y tomara un solitario camino de tierra (existen miles de ellos en el desierto, sendas de ganado, caminos de granja y antiguas carreteras estatales que no llevan a ninguna parte), los ladrones quitaban las señales para garantizar el aislamiento, y a continuación se limitaban a cercar el furgón blindado hasta obligar a los guardias a salir. Habían matado a los guardias. Me acordaba de eso. Habían matado a los guardias.
Llegué al desvío y lo tomé. La carretera estaba en tan mal estado como había imaginado..., de tierra aplastada, dos carriles, repleta de baches que hacían que mi viejo Buick diera tumbos y chirriara. El Buick necesitaba amortiguadores nuevos, pero los amortiguadores representan un gasto que un maestro se ve obligado a posponer en ocasiones, aunque sea viudo, no tenga hijos nicultive aficiones, excepto su sueño de venganza.
Mientras el Buick avanzaba dando tumbos y tambaleándose, se me ocurrió una idea. En lugar de seguir el Cadillac de Dolan, la próxima vez que saliera de Las Vegas hacia Los Angeles o viceversa lo adelantaría. Crearía un falso desvío como el de la película, y atraería a Dolan a los eriales silenciosos y rodeados de montañas que existen al oeste de Las Vegas. A continuación, quitaría las señales, como habían hecho los ladrones en la película...
De pronto volví en mí. El Cadillac de Dolan se hallaba delante de mí,  justo delante mío, parado en la cuneta del polvoriento camino. Uno de los neumáticos, auto sellante o no, estaba pinchado. Bueno, no sólo pinchado, sino reventado, hecho jirones alrededor de la llanta. Con toda probabilidad, el culpable había sido un afilado fragmento de piedra que sobresalía del piso como una trampa para tanques en miniatura. Uno de los guardaespaldas estaba manipulando un gato en la parte delantera del coche. El otro, un ogro con cara de cerdo que rezumaba sudor bajo el cabello cortado al cepillo, permanecía con ademán protector junto a Dolan. Como ven, ni tan siquiera en el desierto corrían riesgo alguno.
Dolan se hallaba algo apartado, una figura esbelta enfundada en una camisa de cuello abierto y pantalón oscuro, con el cabello plateado ondeando alrededor de su cabeza en la brisa del desierto. Fumaba un cigarrillo mientras contemplaba a los dos hombres como si se hallara muy lejos de allí, en una sala de fiestas o un salón elegante.
Nuestras miradas se encontraron a través del parabrisas de mi coche. Al cabo de un instante, Dolan apartó la suya sin dar muestra alguna de reconocimiento, aunque, en realidad, me había visto en una ocasión, hacía siete años (cuando yo todavía tenía pelo), durante una vista preliminar, sentado junto a mi esposa.
El terror que sentí por haber alcanzado al Cadillac dio paso a la ira. Me sentí tentado de bajar la ventanilla del copiloto y gritar: «¿Cómo te has atrevido a olvidarme? ¿Cómo te atreves a ignorarme?». Ah, pero eso habría sido actuar como un lunático.
De hecho, era de lo más conveniente que me hubiera olvidado, era estupendo que me ignorara. Mejor ser un ratoncillo oculto tras el entablado, royendo la madera; mejor ser una araña escondida en lo alto, bajo el alero, tejiendo su tela.
El hombre que manipulaba el gato me hizo señales para que me detuviera, pero Dolan no era el único capaz de ignorar. Mantuve la vista fija e indiferente más allá del parabrisas, deseando que sufriera un ataque al corazón, una embolia o, aún mejor, ambas cosas al mismo tiempo. Seguí adelante... pero la cabeza me palpitaba a toda velocidad, y durante unos instantes, las montañas que se dibujaban en el horizonte parecieron duplicarse e incluso triplicarse.
«¡Si hubiera tenido un arma! —pensé—. ¡Si tan sólo hubiera tenido un arma! ¡Habría acabado con su podrida y miserable vida aquí mismo si hubiera tenido un arma!»
Tras recorrer varios kilómetros, recobré la razón hasta cierto punto. Si hubiera tenido un arma, lo único de lo que podía estar seguro era que me habrían matado. Si hubiera tenido un arma, habría podido detenerme cuando el hombre del gato me hizo señas, habría podido salir del coche y empezado a rociar de balas el desierto. Incluso es posible que hubiera herido a alguien.
Luego, me habrían matado y enterrado en un hoyo poco profundo. Y Dolan habría continuado acompañando a mujeres hermosas y peregrinando de Las Vegas a Los Ángeles en su Cadillac gris mientras los animales del desierto desenterraban mis restos y se peleaban por mis huesos a la luz de la fría luna. Y Elizabeth no habría obtenido venganza alguna.
Los hombres que viajaban con Dolan estaban entrenados para matar. Yo estaba entrenado para dar clase a niños de tercero de básica. No se trataba de una película, me dije al regresar a la carretera, y pasé junto a otra señal anaranjada que rezaba FIN DE LA ZONA DE OBRAS - EL ESTADO DE NEVADA LE DA
LAS GRACIAS. Si cometía el error de confundir la realidad con las películas, de creer que un maestro de tercero calvo y miope podría llegar a ser Harry el Sucio en otra situación que no fuera su imaginación, entonces nunca, nunca lograría consumar la venganza.
Pero ¿podría llegar a consumar la venganza algún día? ¿Podría hacerlo?
La idea de crear un desvío falso era tan poco realista y tan romántica como el pensamiento de saltar de mi viejo Buick y acribillar a aquellos tres hombres... Yo, que no había disparado un arma desde los dieciséis años y que jamás había disparado un revólver.
Una cosa así sería imposible de llevar a cabo sin una banda de conspiradores. Incluso la película que había visto, por romántica que fuera, lo ponía de manifiesto. Eran ocho o nueve hombres divididos en dos grupos, y se mantenían en contacto por walkie-talkie. Incluso disponían de un hombre en una avioneta, encargado de asegurarse de que el furgón blindado estaba relativamente aislado al acercarse al punto clave de la carretera.
Sin duda alguna, se trataba de una trama ideada por algún guionista obeso sentado junto a la piscina, con una pina colada en una mano y un manojo de bolígrafos Pentel nuevos y un manual de guiones de Edgar Wallace en la otra. Incluso aquel tipo había necesitado un pequeño ejército para dar vida a su idea. Y yo estaba solo.
No funcionaría. No era más que el destello de una falsa idea, como las demás que se me habían ocurrido a lo largo de los años... La idea de que tal vez podría poner algún gas tóxico en el sistema de aire acondicionado de Dolan, o colocar una bomba en su casa de Los Angeles, o quizás hacerme con un arma realmente mortífera, como, por ejemplo, un bazoka, y convertir su maldito Cadillac gris en una bola de fuego cuando surcara el desierto hacia el este, en dirección a Las Vegas, o hacia el oeste, en dirección a Los Ángeles por la 71.
Mejor olvidarlo. Pero no había forma.
«Aíslalo —seguía susurrando la voz interior que hablaba por Elizabeth—. Aíslalo al igual que un perro pastor experto aisla a una oveja del rebaño cuando su amo se lo ordena. Desvíalo al desierto y mátalo. Mátalos a todos.»
No funcionaría. Si no quería admitir ninguna otra verdad, al menos tendría que admitir que un hombre que había logrado permanecer vivo durante tanto tiempo debía de tener un instinto de supervivencia muy aguzado, aguzado hasta la paranoia, tal vez. Tanto él como sus hombres descubrirían la trampa en un abrir y cerrar de ojos.
«Hoy han tomado el desvío —repuso la voz que hablaba por Elizabeth—. No titubearon ni un segundo. Lo tomaron como auténticos corderitos.»
Pero lo sabía, sí, ¡de algún modo lo sabía! Sabía que los hombres como Dolan, que en realidad eran más lobos que hombres, desarrollan un sexto sentido cuando acecha el peligro. Podía robar señales de desvío auténticas de alguna caseta del departamento de Carreteras y colocarlas en los lugares adecuados. Incluso podía agregar conos anaranjados fluorescentes y algunas latas llenas de parafina encendida.... Podía hacer todo eso, pero aun así, Dolan percibiría el sudor nervioso de mis manos en el atrezzo del escenario. Lo olería a través de las lunas blindadas del coche. Cerraría los ojos y oiría el nombre de Elizabeth en lo más profundo de ese nido de serpientes que le hacía las veces de cerebro.
La voz que hablaba por Elizabeth enmudeció, y creí que había renunciado por aquel día. Pero de pronto, cuando ya se divisaba la ciudad de Las Vegas, una mancha azul y borrosa que se estremecía en el horizonte del desierto, la voz se alzó de nuevo.
«Entonces, no intentes engañarlo con un desvío falso —susurró—. Engáñalo con uno de verdad.»
Di un brusco golpe de volante y pisé el freno a fondo con ambos pies. Fijé la mirada en el reflejo de mis ojos atónitos, abiertos de par en par.
En mi interior, la voz que hablaba por Elizabeth estalló en carcajadas. Era una risa salvaje, demente, pero al cabo de unos instantes, me uní a ella.
Los otros maestros se rieron de mí cuando me matriculé en el gimnasio de la Calle Novena. Uno de ellos me preguntó si alguien había estado intimidándome. Coreé sus risas. La gente no sospecha de un hombre como yo mientras siga uniéndose a sus risas. Y al fin y al cabo, ¿por qué no debería reír? Mi mujer ya llevaba siete años muerta, ¿no? ¡Si no era más que polvo y cabello y unos cuantos huesos en el ataúd! Así que, ¿por qué no habría de reír? Sólo cuando un hombre deja de reír se pregunta la gente si le sucede algo. Seguí riendo pese a que los músculos me martirizaron durante todo aquel otoño e invierno.
Reí pese a que siempre estaba hambriento... se había acabado eso de repetir, el tentempié de última hora, la cerveza, el gintonic de antes de la cena. Carne roja y verdura, verdura y más verdura.
Por Navidad me compré un aparato de gimnasia. No... eso no es del todo cierto. Elizabeth me compró un aparato de gimnasia por Navidad.
Dejé de ver a Dolan con tanta frecuencia. Estaba demasiado ocupado yendo al gimnasio, desarrollando los músculos de los brazos, el pecho y las piernas. Hubo momentos en que creí que sería incapaz de seguir, que sería imposible recuperar algo parecido a una buena forma física. No podía vivir sin repetir las comidas, sin mis trozos de tarta de moca y la ocasional gotita de nata azucarada en el café. En tales momentos, aparcaba el coche frente a alguno de sus restaurantes predilectos, o bien iba a alguno de los clubes que gustaba frecuentar y esperaba a que apareciera, a que bajara de su Cadillac gris niebla con una rubia fría y arrogante o con una pelirroja risueña cogida del brazo... o con una de cada. Allí estaba, el hombre que había asesinado a mi Elizabeth, allí estaba, espléndido con una elegante camisa de Bijan, el Rolex de oro lanzando destellos a la luz de la sala de fiestas. Cuando me sentía cansado o desanimado, recurría a Dolan como un hombre sediento que se abalanza sobre un oasis en medio del desierto. Bebía su agua envenenada y recuperaba las fuerzas necesarias para seguir.
En febrero empecé a correr cada día, y entonces los demás maestros empezaron a burlarse de mi calva, que se despellejaba y enrojecía, se despellejaba y enrojecía, por mucha loción solar que me aplicara sobre ella. Yo me unía a sus risas, como si no hubiese estado dos veces al borde del desmayo y no pasara largos minutos acosado por temblores y terribles calambres en los músculos de las piernas tras cada carrera.
Al llegar el verano, solicité un empleo al departamento de Carreteras de Nevada. La oficina de empleo municipal estampó un sello de aprobación provisional en mi solicitud y me envió al capataz de distrito, un hombre llamado Harvey Blocker. Se trataba de un hombre alto, tan quemado por el sol de Nevada que su tez se había tornado casi negra. Llevaba vaqueros, botas de trabajo polvorientas y una camiseta azul con las mangas recortadas. MALA ACTITUD, proclamaba la camiseta. Sus músculos eran grandes bloques que se deslizaban bajo la piel. Echó un vistazo a mi solicitud. A continuación, alzó la vista para mirarme y lanzó una carcajada. La solicitud enrollada parecía minúscula en su enorme puño.
—Debes de estar bromeando, amigo. Quiero decir, seguro que estás bromeando. Se trata del desierto y del calor del desierto... no de esa mierda de bronceado de solárium para yuppies. ¿Qué eres en la vida real, amigo? ¿Contable?
—Maestro —repuse—. De tercero.
—Oh, cariño —exclamó y lanzó otra risotada—. Mira, desaparece de mi vida, ¿vale?
Yo tenía un reloj de bolsillo, que había pasado por los miembros de la familia desde mi bisabuelo, que había trabajado en el último tramo del gran ferrocarril transcontinental. Según la leyenda familiar, estaba ahí cuando pusieron el último clavo del ferrocarril. Saqué el reloj del bolsillo y lo balanceé por la cadena ante el rostro de Blocker.
—¿Ve esto? —pregunté—. Vale unos seiscientos o setecientos dólares.
—¿Es un soborno? —inquirió Blocker entre carcajadas. Sin duda le encantaba reír.
—Vaya, he oído de gente que pacta con el diablo, pero tú eres el primero que conozco que quiere sobornar a alguien para irse al infierno.
Me miró con una expresión similar a la compasión.
—Tal vez creas que entiendes en qué estás intentando meterte, pero te aseguro que no tienes ni la menor idea. Algunos días, en julio, la temperatura sube hasta 45 grados al este de Indian Springs. Eso hace llorar a los hombres más fuertes. Y tú no eres fuerte, amiguito. No me hace falta verte sin camisa para saber que sobre el esqueleto no tienes más que unos cuantos músculos de gimnasio, y con eso no vas a ninguna parte en el Gran Desierto.
—El día que usted decida que no soy capaz de hacerlo, dejaré el empleo. Usted se queda con el reloj. Sin discusiones.
—Eres un maldito embustero.
Fijé la mirada en él. El hombre la sostuvo durante unos instantes.
—No eres un maldito embustero —se corrigió impresionado.
—No.
—¿Le darías el reloj a Tinker para que lo guardara?
Blocker señaló con el pulgar a un inmenso hombre negro enfundado en una camiseta teñida a mano que estaba sentado en la cabina de una excavadora, dando cuenta de una tarta de frutas de McDonald's y escuchando la conversación.
—¿Es de fiar?
—Y que lo digas.
—Entonces puede guardarlo hasta que usted me eche o yo tenga que volver a la escuela en septiembre.
—¿Y cuál es mi parte del trato?
Señalé la solicitud de empleo encerrada en su puño.
—Firme esto —repliqué—. Ésta es su parte del trato.
—Estás loco.
Pensé en Dolan y Elizabeth y permanecí en silencio.
—Empezarás con el trabajo más asqueroso —me advirtió Blocker—, descargando asfalto caliente de un camión con una pala. No porque quiera tu maldito reloj, aunque me encantaría tenerlo, sino porque así es como empiezan todos.
—De acuerdo.
—Espero que entiendas lo que significa, amiguito.
—Lo entiendo.
—No —denegó Blocker—, no lo entiendes. Pero ya lo entenderás.
Y tenía razón.
Apenas recuerdo nada de las primeras dos semanas de trabajo, tan sólo que pasé los días descargando asfalto caliente con la pala y apisonándolo y caminando junto al camión con la cabeza gacha hasta el siguiente bache. En ocasiones trabajábamos cerca de la calle principal de Las Vegas, y oía las campanillas de los premios gordos en los casinos. A veces pienso que las campanillas no existían más que en mi propia cabeza. Alzaba la cabeza y ahí estaba Harvey Blocker, observándome con esa extraña expresión de compasión pintada en el rostro reluciente por el calor que subía desde el pavimento. A veces miraba a Tinker, sentado bajo el parasol de lona que cubría la cabina de su excavadora, y entonces él alzaba el reloj de mi bisabuelo y lo balanceaba hasta que el sol le arrancaba brillantes destellos.
La gran batalla consistía en no desmayarse, en permanecer consciente a toda costa. Aguanté todo el mes de junio, y la primera semana de julio, Blocker se sentó junto a mí a la hora de comer, mientras yo comía un bocadillo que sostenía con una mano temblorosa. A veces los temblores persistían hasta las diez de la noche. Era por el calor. La cuestión era temblar o desmayarse, y cuando pensaba en Dolan, de algún modo lograba seguir temblando.
—Todavía no eres fuerte, amiguito —comenzó Blocker.
—No —admití—, pero como dicen, tendrías que haber visto los materiales con los que empecé.
—Siempre creo que en cualquier momento me daré la vuelta y ahí estarás tú, desmayado en medio de la calzada, pero nunca te desmayas. Aunque al final te desmayarás.
—No, señor.
—Sí, señor. Si te quedas detrás del camión con la pala, acabarás desmayándote.
—No. Seguro que no.
—La época más calurosa del verano todavía no ha llegado, amiguito. Tink lo llama un tiempo de hornada de galletas.
—No me pasará nada.
Blocker se sacó algo del bolsillo. Era el reloj de mi bisabuelo. Lo dejó caer en mi regazo.
—Coge este maldito trasto —ordenó fastidiado—. No lo quiero.
—Hicimos un trato.
—Pues se acabó el trato.
—Si me despide, lo denunciaré —advertí—. Usted firmó mi solicitud. Usted...
—No te estoy despidiendo —me interrumpió al tiempo que apartaba la mirada—. Voy a encargar a Tinker que te enseñe a manejar una excavadora.
Lo miré durante largo rato, sin saber qué decir. Mi clase de tercero, tan fresca y agradable, parecía hallarse más lejos que nunca... y todavía no tenía ni la más remota idea de cómo pensaba un hombre como Blocker, ni de sus intenciones cuando decía las cosas que decía. Sabía que me admiraba y me despreciaba a un tiempo, pero no tenía idea de la razón por la que albergaba estos dos sentimientos hacia mí. «Y no tiene por qué importarte, cariño —aseguró de pronto Elizabeth desde el fondo de mi mente—. Quien debe importarte es Dolan. Recuerda a Dolan.»
—¿Por qué quiere hacer eso? —inquirí por fin.
Se volvió hacia mí, y observé que yo le enfurecía y le divertía al mismo tiempo. Aunque creo que la furia era el sentimiento predominante.
—Pero ¿qué es lo que te pasa, amiguito? ¿Qué te crees que soy yo?
—Yo no...
—¿Crees que pretendo matarte por tu jodido reloj? ¿Es eso lo que piensas?
—Lo siento.
—Sí, sí que lo sientes. Eres el cabroncete más desolado que he visto en mi vida.
Me guardé el reloj de mi bisabuelo.
—Nunca serás fuerte, amiguito. Algunas personas y plantas prenden en el sol, otras se marchitan y mueren. Tú te estás muriendo. Lo sabes y aun así no te refugias en la sombra. ¿Por qué ? ¿Por qué te estás metiendo toda esta mierda en el cuerpo?
—Tengo mis razones.
—Sí, ya me lo imagino. Y que Dios ayude a cualquiera que se interponga en tu camino. Se levantó y se alejó. Tinker se acercó con una sonrisa torva.
—¿Crees que puedes aprender a manejar una excavadora.
—Creo que sí —repuse.
—Yo también lo creo —corroboró el hombre—. Al viejo Blocker le caes bien, sólo que no sabe cómo expresarlo.
—Ya me he dado cuenta. Tinker lanzó una risotada.
—Eres un cabroncete duro, ¿eh?
—Eso espero.
Pasé el resto del verano conduciendo una excavadora, y cuando regresé a la escuela aquel otoño, con la piel casi tan negra como el propio Tinker, los demás profesores dejaron de burlarse de mí. A veces me miraban de soslayo cuando pasaba por su lado, pero habían dejado de reírse.
Tengo mis razones. Eso era lo que le había dicho. Y era cierto. No había pasado el verano en aquel infierno tan sólo por capricho. Tenía que ponerme en forma. Prepararme para cavar la tumba de un hombre o una mujer tal vez no requiriera medidas tan drásticas, pero no sólo tenía a un hombre en mente.
Pretendía enterrar el maldito Cadillac.
En abril del año siguiente me suscribí a la publicación de la Comisión de Carreteras del Estado. Cada mes recibía un boletín llamado Señales de tráfico de Nevada. Hojeaba superficialmente la mayor parte de la revista, que se ocupaba de facturas pendientes por mejoras de carreteras, equipo de construcción de carreteras que había sido comprado y vendido, medidas de la legislatura del estado sobre temas tales como el control de las dunas de arena y nuevas técnicas anti erosión. Lo que me interesaba eran las dos últimas páginas del boletín. La sección, titulada sencillamente El Calendario, ofrecía una relación de fechas y lugares en los que se efectuarían obras el mes siguiente. Me centraba ante todo en los lugares y las fechas junto a los cuales aparecía una simple abreviatura de cuatro letras: RPAV. Dicha abreviatura significaba repavimentación, y la experiencia en el equipo de Harvey Blocker me había enseñado que tales eran las obras que con mayor frecuencia requerían la creación de desvíos. Pero no siempre, no, desde luego que no. La Comisión de Carreteras no cierra un tramo de carretera a menos que no le quede otro remedio. Pero tarde o temprano, me dije, aquellas cuatro letras significarían el fin de Dolan. No eran más que cuatro letras, pero en ocasiones las veía en sueños: RPAV.
No es que creyera que iba a ser fácil, ni que sucedería pronto... Sabía que quizá tuviera que aguardar varios años, y que era posible que alguien acabara con Dolan entretanto. Era un hombre malvado, y los hombres malvados llevan vidas peligrosas. Cuatro vectores relacionados tan sólo de un modo remoto deberían coincidir, como una conjunción excepcional de planetas. Dolan debería salir de viaje, yo debería estar de vacaciones, tendría que tratarse de un día de fiesta nacional o de un fin de semana de tres días.
Años, tal vez. O quizá jamás. Sin embargo, albergaba una suerte de serenidad, la certidumbre de que ocurriría y que, para entonces, estaría dispuesto. Y lo cierto es que acabó por suceder. No aquel verano, no aquel otoño ni la siguiente primavera. Pero en junio del año pasado, abrí la revista Señales de tráfico de Nevada y leí lo siguiente:
1 DE JULIO A 22 DE JULIO (PREVISTO): CARRETERA 71, MILLAS 440-472 (OESTE) RPAV
Me temblaban las manos. Hojeé el calendario que había sobre mi mesa y comprobé que el 4 de julio caía en lunes. Así pues, se conjugarían tres de los cuatro vectores, pues, sin duda alguna, se haría necesario crear un desvío en un tramo de obras tan extenso.
Pero Dolan... ¿qué pasaba con Dolan? ¿Qué pasaba con el cuarto vector?
Recordaba tres años en los que Dolan había viajado a Los Ángeles durante la semana del Cuatro de Julio, una de las pocas semanas aburridas del año en Las Vegas. Recordaba que en otras tres ocasiones había viajado a otros lugares, una vez a Nueva York, otra a Miami y la tercera a Londres, así como otra en la que se había limitado a permanecer en Las Vegas.
Si iba...
¿Había alguna forma de averiguarlo?
Reflexioné sobre ello largo y tendido, pero dos visiones no cesaban de interponerse en mis pensamientos. Veía el Cadillac de Dolan surcando el desierto hacia el oeste, en dirección a Los Ángeles, al anochecer, proyectando una larga sombra tras de sí. Lo veía pasar junto a las señales de DESVÍO, la última de las cuales advertía a los propietarios de radios de dos bandas que las apagasen. Veía el Cadillac pasar junto al equipo de construcción abandonado... excavadoras, niveladoras, bull dozers, cargadoras front-end. Abandonado no sólo porque ya había finalizado la jornada, sino porque era un fin de semana largo, un fin de semana de tres días.
En la segunda visión, todos los elementos eran los mismos, pero las señales de desvío habían desaparecido. Habían desaparecido porque yo las había quitado.
El último día de escuela se me ocurrió de pronto el modo de averiguar lo que me interesaba. Estaba medio adormilado, con la mente a miles de kilómetros tanto de la escuela como de Dolan, cuando, de repente, me incorporé en mi asiento, derribando un jarrón colocado en un extremo de la mesa (contenía unas hermosas flores del desierto que mis alumnos me habían traído como regalo de fin de curso), que cayó al suelo y se hizo añicos. Algunos de los alumnos, que también habían estado medio dormidos, dieron un respingo, y tal vez la expresión de mi rostro asustó a uno de ellos, pues un chiquillo llamado Timothy Urich se echó a llorar y me vi obligado a consolarlo.
«Sábanas —pensé mientras consolaba al pequeño—. Sábanas, fundas de almohada, ropa de cama y cubertería; las alfombras; el jardín. Todo tiene que tener un aspecto impecable. Él querrá que todo tenga un aspecto impecable.»
Por supuesto. Hacer que las cosas tuvieran un aspecto impecable formaba parte de Dolan tanto como su Cadillac.
Esbocé una sonrisa, y Timmy Urich me la devolvió, pero mi sonrisa no iba dedicada a él. Estaba sonriendo a Elizabeth.
Aquel año, las clases terminaron el 10 de junio. Doce días más tarde, viajé en avión a Los Angeles. Alquilé un coche y tomé una habitación en el mismo hotel barato en el que me había alojado en otras ocasiones. Los tres días siguientes, fui en coche a Hollywood Hills y monté guardia cerca de la casa de Dolan. Por supuesto, no podía montar guardia constantemente, pues alguien se habría percatado de mi presencia. Los ricos contratan a gente para que descubran a los intrusos, que, con demasiada frecuencia, resultan ser peligrosos. Como yo.
Al principio no sucedió nada. La casa no estaba cerrada, el jardín no aparecía cubierto de malas hierbas, Dios no lo permita, el agua de la piscina estaba impoluta y clorada. No obstante, la casa presentaba un aspecto de vacío y desuso, con las persianas bajadas contra el sol estival, ningún vehículo en el sendero central de entrada, ni un alma en la piscina que un joven peinado con coleta limpiaba cada mañana.
Llegué a convencerme de que fracasaría. Sin embargo, me quedé, deseando y esperando que el cuarto vector no me fallara. El 29 de junio, cuando ya casi me había resignado a pasar otro año observando, esperando, yendo al gimnasio y conduciendo una excavadora durante el verano en el equipo de Harvey Blocker, si es que me aceptaba, claro está, un coche azul con la inscripción SERVICIOS DE SEGURIDAD DE LOS ÁNGELES se detuvo junto a la verja de entrada de la casa de Dolan. Un hombre uniformado salió del coche y abrió la verja con una llave. Entró el coche en la propiedad y desapareció tras doblar una esquina. Al cabo de unos instantes, regresó a pie y cerró la verja con llave desde dentro.
Al menos una interrupción en la rutina. Sentí una débil punzada de esperanza. Puse el coche en marcha, me obligué a permanecer alejado durante casi dos horas y a continuación regresé a la casa, aparcando en la parte alta de la manzana en lugar de al pie. Un cuarto de hora más tarde, una furgoneta azul se detuvo ante la casa de Dolan. En un costado se leía la inscripción SERVICIO DE LIMPIEZA DEL GRAN JOE. El corazón me dio un vuelco.
Estaba espiando la escena a través del espejo retrovisor, y recuerdo la fuerza con que mis manos se aferraban al volante del coche de alquiler. Cuatro mujeres salieron de la furgoneta, dos blancas, una negra y una chicana. Todas ellas vestían de blanco, como camareras, pero no se trataba de camareras, por supuesto, sino de mujeres de la limpieza.
El guardia de seguridad contestó cuando una de ellas pulsó el botón del interfono y abrió la verja. Los cinco se pusieron a hablar y a reír. El guardia de seguridad intentó pellizcarle el trasero a una de las mujeres, y ella le dio un cachete en la mano, sin dejar de reír.
Una de las mujeres regresó a la furgoneta y la condujo hasta el sendero de entrada. Las demás se acercaron a ella, hablando mientras el guardia de seguridad volvía a cerrar la verja con llave. Tenía el rostro bañado en sudor; se me antojaba grasa. El corazón me martilleaba en el pecho.
Se hallaban fuera del campo de visión del espejo retrovisor, de modo que me arriesgué a volverme para observarlos.
Las puertas traseras de la furgoneta se abrieron. Una de las mujeres sacó una ordenada pila de sábanas; otra llevaba toallas; otra, un par de aspiradoras. Se dirigieron hacia la puerta y el guardia les franqueó el paso. Me alejé de allí, sacudido por temblores tan fuertes que apenas podía conducir. Estaban abriendo la casa. Dolan iría a Los Ángeles. Dolan no cambiaba de Cadillac cada año, ni siquiera cada dos años. El Sedán DeVille gris que llevaba a finales de aquel mes de junio tenía tres años. Conocía sus dimensiones al dedillo.
Había escrito a General Motors fingiendo ser un escritor que realizaba una investigación para un libro. Me habían enviado una guía del usuario y un folleto de especificaciones técnicas del modelo de aquel año. Incluso me habían devuelto el sobre sellado y dirigido a mí mismo que había incluido en la carta. Por lo visto, las grandes empresas no renuncian a la cortesía ni siquiera cuando están en números rojos. A continuación, había mostrado tres cifras, la anchura del Cadillac en el punto más ancho, la altura en el punto más alto, y la longitud en el punto más alto, a un profesor de matemáticas que da clase en el Instituto de Las Vegas. Creo que ya les había comentado que me había preparado para aquello, y no toda la preparación había sido física, desde luego que no.
Le planteé mi problema como una cuestión meramente hipotética. Le dije que estaba intentando escribir una historia de ciencia ficción, y quería que todas las cifras cuadraran. Incluso inventé algunos fragmentos plausibles de la trama... Me sorprendió la imaginación de que hice gala.
Mi amigo me preguntó a qué velocidad viajaría el vehículo extraterrestre de exploración. Se trataba de una pregunta que no había esperado, de modo que quise saber si importaba.
—Por supuesto que importa —exclamó—. Importa mucho. Si quieres que el vehículo extraterrestre de exploración caiga directamente en la trampa, ésta tiene que tener las dimensiones precisas. La cifra que me has dado es de 6 por 1,8 metros.
Abrí la boca para advertir que no eran las medidas exactas, pero mi amigo ya había alzado la mano.
—Más o menos —prosiguió—. Así será más sencillo calcular el arco de descenso.
—¿El qué?
—El arco de descenso —repitió.
Me apacigüé de inmediato. Era una expresión de la que un hombre preparado para la venganza podía enamorarse. Producía un sonido oscuro, suavemente ominoso. El arco de descenso.
» Había dado por sentado que si cavaba la tumba de modo que el Cadillac pudiera caber en ella, entonces cabría. Fue mi amigo quien me señaló que antes de hacer las veces de tumba, tendría que hacer las veces de trampa. La forma en sí misma era importante, prosiguió mi amigo. Era posible que la trinchera larga y delgada que había proyectado no funcionara. De hecho, las probabilidades de que no funcionara eran mayores que las probabilidades de lo contrario.
—Si el vehículo no llega en línea completamente recta al comienzo del hoyo —aseguró el matemático—, entonces es posible que no caiga en él. Se limitaría a deslizarse durante unos metros en posición inclinada, y cuando se detuviera, todos los alienígenas saldrían por la puerta del copiloto y se cargarían a tus héroes. La solución —concluyó—, está en ensanchar la entrada del hoyo, es decir, cavarlo en forma de embudo.
También estaba el problema de la velocidad. Si el Cadillac de Dolan iba demasiado aprisa y el hoyo era demasiado corto, entonces lo atravesaría, hundiéndose un poco en el trayecto, y la carrocería o bien las ruedas chocarían contra el borde del extremo más alejado. El coche volcaría, sin duda, pero no caería en el hoyo. Por otra parte, si el Cadillac iba demasiado despacio y el hoyo era demasiado largo, podría aterrizar en el hoyo verticalmente en lugar de sobre las ruedas, y eso no podía ser. Resulta imposible enterrar un Cadillac si medio metro del maletero y el parachoques trasero sobresalen del suelo, del mismo modo que sería imposible enterrar a un hombre cabeza abajo.
—Así pues, ¿a qué velocidad irá tu coche de exploración?
Realicé un rápido cálculo mental. En la carretera, el conductor de Dolan solía conducir a unos noventa y cinco o cien kilómetros por hora. Con toda probabilidad, aminoraría un poco la velocidad en la zona donde pensaba ejecutar mi plan. Podía retirar las señales de desvío, pero no podía hacer desaparecer la maquinaria de construcción y borrar todas las huellas de las obras.
—A unos veinte rull —sugerí.
—Traducción, por favor —pidió mi amigo con una sonrisa.
—Digamos unos ochenta kilómetros terrestres por hora.
—Aja.
El matemático se puso a realizar operaciones con su regla de cálculo mientras yo permanecía sentado junto a él con ojos brillantes y una amplia sonrisa, pensando sobre aquella maravillosa expresión, arco de descenso.
Alzó la vista casi al instante.
—¿Sabes, amigo? —exclamó—. Deberías pensar en modificar las dimensiones del vehículo.
—Oh, ¿por qué lo dices?
—Seis metros es mucho para un vehículo de exploración —prosiguió riendo—. Es casi tan grande como un Lincoln MarkIV.
Coreé sus risas. Reímos juntos.
Tras ver a las mujeres entrar en la casa con las sábanas y las toallas, regresé a Las Vegas. Abrí la puerta de mi casa, entré en el salón y levanté el auricular del teléfono. Me temblaba un poco la mano. Había esperado y observado durante siete años, como una araña en el alero o un ratón detrás del zócalo. Había intentado no dar a Dolan ni la menor pista de que el marido de Elizabeth seguía interesado en él... y la indiferente mirada que me había lanzado aquel día cuando pasé junto a su Cadillac averiado de regreso a Las Vegas había sido mi justa recompensa, por enfurecido que me hubiera sentido en aquel instante. Sin embargo, había llegado el momento de correr un riesgo. Tendría que correrlo, pues no podía estar en dos lugares a un tiempo y debía averiguar si Dolan estaba en camino, así como enterarme del momento en que debía hacer desaparecer temporalmente la señal de desvío.
Había elaborado un plan durante el vuelo de regreso. Creía que funcionaría. Lograría que funcionase. Llamé a información de Los Ángeles y pregunté por el número del Servicio de Limpieza del Gran Joe. Me lo dieron y empecé a marcar.
—Soy Bill del Servicio de Catering Rennie —me presenté—. Tenemos una fiesta el sábado por la noche en el 1121 de Áster Drive, en Hollywood Hills. Querría saber si una de sus chicas podría comprobar si la fuente grande de ponche del señor Dolan está en la alacena que hay encima de la cocina. ¿Le importaría hacerme ese favor?
Me pidieron que esperara. Lo logré de algún modo, aunque con cada eterno segundo que pasaba estaba más convencido de que el hombre se había olido algo y estaba llamando a la compañía telefónica por la otra línea mientras me hacía esperar.
Por fin, tras unos instantes que se me antojaron toda una vida, el hombre volvió a ponerse. Su voz sonaba molesta, pero eso no importaba. Al fin y al cabo, era lo que había esperado.
—¿El sábado por la noche?
—Sí, eso es. Pero no tendré una fuente de ponche lo suficientemente grande para la fiesta a menos que la vaya a buscar a la otra punta de la ciudad, y creo recordar que él tiene una. Sólo quería asegurarme.
—Mire, en mi calendario pone que no se espera al señor Dolan hasta las tres de la tarde del domingo. No me importa mandar a una de las chicas a comprobar lo de la fuente, pero me gustaría aclarar este asunto primero. El señor Dolan no es de los que les gusta que le jodan, si me perdona el lenguaje...
—Estoy totalmente de acuerdo con usted —corroboré.
—... y si va a aparecer un día antes de lo previsto, tendré que enviar a algunas chicas más ahora mismo.
—Voy a comprobar otra vez mi agenda —tercié.
El libro de lectura que utilizo en la clase de tercero Caminos a todas partes estaba sobre la mesa, junto a mí. Hojeé algunas páginas cerca del auricular.
—Madre mía —exclamé por fin—. Es culpa mía. Da la fiesta el domingo por la noche. Lo siento mucho. No me pegue.
—Qué va, hombre. Oiga, espere un momento más. Le diré a una de las chicas que vaya a comprobar lo de la...
—No, no hace falta si la fiesta es el domingo —interrumpí—. Me traerán la fuente grande de vuelta de una boda en Glensdale el domingo por la mañana.
—Vale, que le vaya bien.
Tranquilo, sin suspicacias. La voz de un hombre que no iba a pararse a pensar en la conversación. Eso esperaba.
Colgué y permanecí sentado, reflexionando sobre la cuestión con el mayor cuidado posible. Para llegar a Los Angeles a las tres de la tarde, saldría de Las Vegas alrededor de las diez de la mañana del domingo. Así pues, llegaría a la zona del desvío hacia las once y cuarto u once y media, hora en que apenas habría tráfico de todas formas.
Decidí que ya era hora de dejar de soñar y poner manos a la obra. Eché un vistazo a los anuncios de venta, hice algunas llamadas y salí para ver cinco coches usados cuyo precio se hallaba dentro de mis posibilidades económicas. Me decidí por una destartalada furgoneta Ford, fabricada el mismo año en que Elizabeth había sido asesinada. Pagué en efectivo. Sólo me quedaban doscientos cincuenta y siete dólares en la libreta, pero eso no me preocupaba ni en lo más mínimo. En el camino de vuelta a casa, me detuve en una tienda de alquiler de herramientas del tamaño de unos grandes almacenes y alquilé un compresor de aire portátil, indicando el número de mi tarjeta MasterCard como garantía.
A última hora de la tarde del viernes cargué la furgoneta con picos, palas, el compresor, una carretilla, una caja de herramientas, prismáticos y un martillo neumático que había tomado prestado del departamento de Carreteras y que disponía de un juego de brocas en forma de punta de flecha, especial para taladrar asfalto. Una pieza grande y cuadrada de lona de color arena, así como un largo rollo de lona, que había constituido mi gran proyecto el verano anterior, veintiuna riostras de madera delgada, de cinco pies de longitud cada una, y, por último, aunque no por ello menos importante, una gran grapadora industrial.
Antes de adentrarme en el desierto, me detuve en un centro comercial y robé un par de matrículas que coloqué en la furgoneta.
A 125 kilómetros al oeste de Las Vegas, vi la primera señal anaranjada: ZONA DE OBRAS - CONDUZCA CON PRECAUCIÓN. Al cabo de una milla aproximadamente, vi la señal que había estado esperando desde... bueno, desde la muerte de Elizabeth, supongo, aunque no siempre lo había sabido. DESVÍO A DIEZ KILÓMETROS.
Casi había caído la noche cuando llegué y analicé la situación. No podría haber sido mucho mejor si yo mismo hubiera diseñado el lugar. El desvío era una curva a la derecha situada entre dos cuestas. Tenía el aspecto de una vieja vía de servicio que el departamento de Carreteras había aplanado y ensanchado para dar temporalmente cabida a la mayor densidad de tráfico que se produciría. El desvío estaba señalizado mediante una flecha luminosa alimentada por una batería que zumbaba en el interior de una caja de acero cerrada con candado.
Justo detrás del desvío, donde la carretera se elevaba hacia la cima de la segunda cuesta, la calzada aparecía bloqueada por dos hileras de conos. Más allá (si alguien era lo suficientemente estúpido como para haber pasado por alto la flecha luminosa y después haber atropellado las dos hileras de conos, como supongo que algunos conductores harían) se elevaba una señal anaranjada, de dimensiones similares a una valla publicitaria, sobre la que se leía: CARRETERA CERRADA -UTILICE EL DESVÍO.
No obstante, desde ahí todavía no se apreciaba el motivo del desvío, lo cual era muy conveniente. No quería que Dolan sospechara en lo más mínimo la existencia de la trampa antes de caer en ella. Con movimientos rápidos, pues no quería que nadie me sorprendiera, salté de la furgoneta y recogí alrededor de una docena de conos, hasta crear un espacio suficiente para pasar con la furgoneta. Arrastré la señal de CARRETERA CERRADA hacia la derecha, regresé corriendo a la furgoneta, entré y atravesé la hilera de conos. De pronto oí el motor de un coche que se aproximaba.
Cogí los conos y los volví a colocar en su lugar con la mayor rapidez posible. Dos de ellos se me escurrieron de entre las manos y rodaron hasta la hondonada. Los perseguí entre jadeos. Tropecé con una piedra en la oscuridad, caí cuan largo era y me levanté de un salto, con el rostro cubierto de polvo y sangre en la palma de la mano. El coche se acercaba cada vez más; muy pronto aparecería en la cima de la última cuesta, y a la luz de los faros de carretera, el conductor divisaría a un hombre enfundado en vaqueros y camiseta que intentaba colocar los conos en su lugar, mientras su furgoneta se encontraba parada en un lugar donde no debería haber ningún vehículo que no perteneciera al departamento de Carreteras del Estado de Nevada. Coloqué el último cono en su lugar y corrí hacia la señal. Tiré de ella con demasiada fuerza; osciló y estuvo a punto de caer al suelo.
Cuando los faros del coche empezaron a brillar sobre la cuesta que se alzaba al este, me convencí de pronto de que se trataba de un coche patrulla del estado. La señal se hallaba de nuevo en su lugar... y si no exactamente, al menos sí muy cerca.
Alcancé la furgoneta a la carrera, me encaramé al asiento del conductor y conduje a toda prisa hasta la cuesta siguiente. Acababa de pasarla cuando los faros del otro coche inundaron la noche detrás de mí.
¿Me habría visto en la oscuridad, pese a que yo llevaba las luces apagadas? No lo creía.
Me recliné en el asiento, con los ojos cerrados, a la espera de que mi corazón se tranquilizara. Por fin, cuando el sonido del coche que traqueteaba por el desvío se alejó hasta desaparecer, lo logré.
Ahí estaba... a salvo detrás del desvío. Había llegado el momento de poner manos a la obra.
Más allá de la cuesta, la carretera se extendía en un largo tramo recto y llano. A unos dos tercios de dicho tramo, la carretera dejaba de existir, sustituida por montones de tierra y un tramo largo y ancho de grava prensada.
¿Lo verían y se detendrían? ¿Darían media vuelta? ¿O bien continuarían, confiando en que debía existir un camino practicable puesto que no habían visto ninguna señal de desvío?
Era demasiado tarde para preocuparse por eso. Escogí un lugar situado a unos veinte metros del inicio del tramo llano, pero a unos cuatrocientos metros del punto en que la carretera desaparecía. Aparqué a un lado de la carretera, me dirigí a la parte trasera de la furgoneta y abrí las puertas. Saqué un par de tablones y el equipo que había traído conmigo a pulso. A continuación, descansé durante unos instantes y alcé la mirada hacia las frías estrellas del desierto.
—Allá vamos, Elizabeth —les susurré.
Me acometió la sensación de que una mano helada me acariciaba la nuca. El compresor armaba mucho jaleo y el martillo neumático era aún peor, pero no había nada que hacer. Lo único que cabía esperar era que pudiera terminar la primera fase del trabajo antes de medianoche. Si tardaba mucho más, estaría en apuros de todas formas, pues disponía de una cantidad limitada de gasolina para el compresor.
Daba igual. No pienses en quién puede estar escuchando y preguntándose quién es el imbécil que anda utilizando un martillo neumático en mitad de la noche. Piensa en Dolan. Piensa en el Sedán DeVille. Piensa en el arco de descenso.
En primer lugar, marqué los límites de la tumba con ayuda de tiza blanca, la cinta métrica de mi caja de herramientas y las cifras que mi amigo el matemático había calculado. Al terminar, un desigual rectángulo de apenas cinco pies de anchura y unos cuarenta de longitud brillaba débilmente en la oscuridad. El extremo más cercano se ensanchaba en un arco. En las tinieblas, el vuelo no se asemejaba tanto a un embudo como en el papel milimétrico sobre el que mi amigo el matemático lo había esbozado. En la oscuridad, presentaba más bien el aspecto de una boca abierta de par en par, situada en el extremo de una conducción de aire larga y estrecha. «Para comerte mejor, querida», pensé esbozando una sonrisa en la noche.
Tracé otras veinte líneas transversales en el rectángulo, a intervalos de dos pies. Por último, tracé una sola línea vertical que dividía el rectángulo en una rejilla de cuarenta y dos cuadrados de dos pies por dos y medio. El segmento número cuarenta y tres era el vuelo en forma de arco del extremo.
Me arremangué la camisa, puse en marcha el compresor y me dirigí al primer segmento. El trabajo avanzaba con mayor rapidez de la que tenía derecho a esperar, pero más despacio de lo que me había atrevido a soñar. Al fin y al cabo, ¿sucede eso alguna vez? Habría resultado más práctico utilizar la maquinaria pesada, pero eso llegaría más tarde. En primer lugar, tenía que levantar los cuadrados de pavimento. No terminé a medianoche ni tampoco había acabado a las tres de la mañana, cuando se agotó la gasolina del compresor. Había contado con la posibilidad de que sucediera aquello, por lo que me había armado con un sifón para bombear gasolina del depósito de la furgoneta. Desenrosqué el tapón del depósito, pero al percibir el olor de la gasolina, volví a enroscarlo y me limité a tenderme en el asiento trasero de la furgoneta.
Se acabó, al menos por aquella noche. No podía más. Pese a los guantes de trabajo que me había puesto, tenía las manos cubiertas de grandes ampollas, algunas de las cuales habían comenzado ya a supurar. Tenía la sensación de que me vibraba todo el cuerpo a causa del ritmo constante y torturador del martillo neumático, y los brazos se me antojaban diapasones fuera de control. Me dolía la cabeza. Me dolían los dientes. La espalda no cesaba de atormentarme; era como si tuviera la columna llena de fragmentos de vidrio.
Había levantado el pavimento en veintiocho segmentos. Veintiocho. Me quedaban otros catorce. Y el trabajo no había hecho más que comenzar. «Nunca — pensé—. Es imposible. No lo lograré.» Otra vez aquella mano helada. «Sí, cariño. Sí.»
El zumbido que plagaba mis oídos empezó a remitir. De vez en cuando, oía el motor de un coche que se acercaba... y a continuación se convertía en un ronroneo a mi derecha cuando el vehículo tomaba el desvío y trazaba la curva que el departamento de Carreteras había creado en torno a la zona de obras. Mañana era sábado... perdón, hoy. Hoy era sábado. Dolan llegaría el domingo. No había tiempo.
«Sí, cariño.»
Había quedado hecha pedazos en la explosión. Mi amor había quedado hecha pedazos por contar la verdad a la policía sobre lo que había presenciado, por no dejarse intimidar, por ser valiente, y Dolan seguía viajando en su Cadillac y bebiendo whisky de veinte años, mientras su Rolex despedía destellos.
«Lo intentaré», me dije y me sumí en un letargo sin sueños, similar a la muerte.
Me desperté con el rostro bañado por el sol, ya caliente pese a que no eran más que las ocho de la mañana. Me incorporé y lancé un grito llevándome las manos destrozadas a la parte baja de la espalda. ¿Trabajar? ¿Levantar otros catorce segmentos de asfalto? Si ni siquiera podía caminar.
Pero sí podía caminar, y lo hice. Con los movimientos propios de un anciano que se dirigiera a jugar una partida de petanca, me incliné hacia la guantera y la abrí. Había cogido un frasco de analgésicos para el caso de que tuviera que pasar una mañanita como aquélla.
¿Había creído estar en forma? ¿Realmente lo había creído?
¡Bueno! Una situación bastante divertida, ¿verdad?
Me tomé cuatro analgésicos con agua, esperé un cuarto de hora a que se disolvieran en mi estómago y a continuación devoré un desayuno consistente en frutos secos y pastelillos de mermelada.
Volví la mirada hacia el lugar donde esperaban el compresor y el martillo neumático. La cubierta amarilla del compresor parecía chisporrotear bajo el sol matutino. A cada lado de la incisión que había efectuado se abrían los cuadrados de asfalto levantado.
No quería ir allí y levantar el martillo neumático. Recordé la voz de Harvey Blocker afirmando: «Nunca serás fuerte, amiguito. Algunas personas y plantas prenden en el sol, otras se marchitan y mueren... ¿Por qué te estás metiendo toda esta mierda en el cuerpo?».
—Quedó hecha pedazos —grazné—. La quería y quedó hecha pedazos.
Desde luego, como vítor nunca reemplazaría a un «¡Vamos, muchachos!» o «¡A por ellos, chicos!», pero lo cierto es que sirvió para que me pusiera en marcha. Succioné gasolina del depósito de la furgoneta, sintiendo arcadas a causa del sabor y el hedor, conservando el desayuno en el estómago tan sólo gracias a un tremendo esfuerzo de voluntad. Por un momento se me ocurrió pensar en lo que sucedería si a los empleados de la obra se les hubiera ocurrido vaciar la gasolina de la maquinaria antes de marcharse a casa durante el puente, pero desterré el pensamiento de inmediato. Carecía de sentido preocuparse por cosas que escapaban a mi control.
Me sentía cada vez más como un hombre que había saltado de un B-52 con una sombrilla en la mano en lugar de un paracaídas a la espalda.
Llevé la lata de gasolina hasta el compresor y llené el depósito del aparato. Me vi obligado a utilizar la mano izquierda para doblar los dedos de la derecha sobre el mango de la cuerda de arranque del compresor. Al tirar de ella, se me abrieron más ampollas y cuando el compresor se puso en marcha, vi que me resbalaba un denso pus por el puño. «No lo conseguiré.» «Por favor, cariño.»
Me acerqué al martillo neumático y reanudé el trabajo. La primera hora fue la peor, ya que durante las siguientes, el golpeteo constante del martillo, combinado con el efecto de los analgésicos, pareció entumecer todo mi cuerpo... la espalda, las manos, la cabeza... Terminé de levantar el último segmento de asfalto a las once. Había llegado el momento de averiguar cuánto recordaba de lo que Tinker me había enseñado acerca de hacer puentes en la maquinaria de construcción de carreteras.
Regresé dando tumbos a la furgoneta y conduje durante dos kilómetros y medio por la carretera, hasta llegar al punto en el que se llevaban a cabo las obras. No tardé en divisar la máquina que necesitaba. Se trataba de una cargadora de cuchara marca Case Jordán, con un accesorio consistente en rezón y tenaza en la parte posterior. Una herramienta móvil de 135.000 dólares. En el equipo de Blocker había conducido una oruga excavadora, pero ésta sería más o menos lo mismo.
Eso esperaba.
Me encaramé a la cabina y eché un vistazo al diagrama impreso en el extremo de la palanca de cambio. Probé las marchas un par de veces. Al principio aprecié cierta resistencia, porque un poco de arenisca había penetrado en la caja de cambio... El tipo que conducía aquella monada no había bajado los alerones anti arena y el capataz no lo había comprobado. Blocker lo habría comprobado. Y le habría descontado cinco dólares de la paga, por mucho que se avecinara el puente.
Sus ojos. Su expresión medio admirativa, medio desdeñosa. ¿Qué le parecería este trabajito?
No importaba. No era el momento de pensar en Harvey Blocker. Era el momento de pensar en Elizabeth. Y en Dolan.
Un pedazo de arpillera cubría el suelo de acero de la cabina. Lo levanté para buscar una llave. No había ninguna, por supuesto. Recordé la voz de Tinker: «Joder, hermano blanco, cualquier crío podría arrancar un trasto de éstos. Es pan comido. Los coches tienen una cerradura de arranque, al menos los nuevos. Mira. No, no donde va la llave, no tienes llave, ¿por qué quieres mirar dónde va la llave? Mira aquí debajo. ¿Ves esos cables que cuelgan?».
Eché un vistazo y vi los cables colgando, con el mismo aspecto que los que Tinker me había mostrado, uno rojo, uno azul, uno amarillo y otro verde. Arranqué el aislamiento de un par de centímetros de cada uno de ellos y a continuación saqué un rollo de alambre de cobre del bolsillo trasero.
«Muy bien, hermano blanco, escucha bien porque más tarde a lo mejor tenemos examen, ¿te enteras? Vas a juntar el cable rojo con el verde. No lo olvidarás, porque es como Navidad. Con eso tienes lo del arranque arreglado.»
Utilicé el alambre de cobre para unir las partes desnudas de los cables rojo y verde del arranque de la Case Jordán. El viento del desierto ululaba débilmente, con un sonido similar al que una persona emite al soplar en el cuello de una botella. El sudor me caía a raudales por el cuello y se colaba en el interior de la camisa, donde me hacía cosquillas.
«Ahora sólo te quedan el azul y el amarillo. Ésos no los vas a juntar. Sólo haces que se toquen, y asegúrate de que no tocas el cable desnudo al hacerlo, a menos que quiera usted llenarse las bragas de agüita caliente y electrificada, señora. El azul y el amarillo son los que arrancan el motor. Y ya está. Cuando te hartes de conducir el trasto, separas el rojo y el verde. Como si hicieras girar la llave que no tienes.»
Acerqué el cable azul y el amarillo. Brotó una gran chispa amarilla que me hizo retroceder y golpearme la cabeza contra una de las barras de metal de la parte posterior de la cabina. Me incliné de nuevo hacia delante y volví a unir los cables. El motor se estremeció y tosió, y la excavadora dio un repentino y espasmódico salto hacia delante. Salí despedido hacia el rudimentario salpicadero, y me golpeé la parte izquierda de la cara contra la barra de dirección.
Había olvidado poner el maldito punto muerto y por poco me cuesta un ojo. Casi me parecía oír la risa de Tinker. Solventé el problema y volví a probar con los cables. El motor se estremecía una y otra vez. En una ocasión tosió, y una columna de sucio humo marrón se elevó para ser alejada de inmediato por el viento incesante, pero el motor seguía sin arrancar. Intenté decirme una y otra vez que la máquina estaba en mal estado, que un hombre que olvidaba bajar los faldones de protección antes de marcharse era capaz de olvidar cualquier cosa, pero lo cierto es que cada vez estaba más convencido de que habían vaciado el depósito de combustible, tal como me había temido.
Y entonces, justo cuando estaba a punto de desistir y ponerme a buscar algo para comprobar el depósito de gasóleo (mejor leer las malas noticias, querida) el motor cobró vida.
Solté los cables, cuyo extremo desnudo ya despedía humo, y pisé el acelerador. Cuando el sonido del motor se normalizó, puse la primera, di media vuelta y me dirigí hacia el largo rectángulo marrón que se recortaba limpiamente en el carril oeste de la carretera.
El resto del día fue un infierno cegador repleto del rugido del motor y el sol ardiente. El conductor de la Case Jordán había olvidado bajar los faldones, pero no llevarse el parasol. En fin, a veces los viejos dioses se ponen de tu parte, supongo. Por ninguna razón en particular. Simplemente, se ponen de tu parte. Y supongo que los viejos dioses tienen un sentido del humor de lo más retorcido.
Ya eran casi las dos cuando terminé de echar todos los fragmentos de asfalto en la zanja, porque no había llegado a desarrollar una habilidad profesional con la tenaza. Así que me dediqué a cortarlos en dos con el rezón que había en la parte de atrás, y a continuación a arrastrar a mano cada uno de los pedazos de asfalto hasta la zanja. Temía romperlos si empleaba la tenaza.
Una vez todos los fragmentos estuvieron en la zanja, me dirigí con la excavadora al lugar en que se encontraba el resto de la maquinaria de construcción. Me estaba quedando sin combustible; había llegado el momento de bombear más gasóleo. Me detuve junto a la furgoneta, saqué la manguera... y de repente me sorprendí contemplando hipnotizado el gran bidón de agua. Deseché el sifón por el momento y me encaramé a rastras a la parte trasera de la furgoneta. Me eché agua sobre el rostro, el cuello y el pecho mientras lanzaba exclamaciones de placer. Sabía que si bebía vomitaría, pero tenía que beber, así que bebí y vomité. Ni siquiera me levanté para devolver, sino que me limité a volver la cabeza y a alejarme todo lo posible de la porquería.
Me dormí de nuevo y desperté al anochecer; en alguna parte, un lobo aullaba a la luna que se alzaba en el cielo violeta. A la mortecina luz del ocaso, el rectángulo de asfalto levantado se asemejaba en verdad a una tumba, a la tumba de algún ogro mítico. Tal vez Goliat.
Nunca, aseguré al alargado hoyo que se abría en el asfalto. «Por favor —susurró Elizabeth por respuesta—. Por favor, hazlo por mí.»
Saqué cuatro analgésicos más de la guantera y me los tragué.
—Por ti—dije.
Aparqué la Case Jordán con el depósito de combustible cerca del depósito del bulldozer y arranqué los tapones de ambos con ayuda de una palanca. Un conductor de bulldozer del equipo de construcción del estado podía olvidarse de bajar los faldones de protección contra arena, pero ¿olvidarse de cerrar con llave los tapones del depósito en estos días en que el diesel está a más de un dólar el galón? Ni hablar.
Empecé a verter combustible del bulldozer a la excavadora y esperé, intentando no pensar, contemplando cómo la luna se elevaba cada vez más en el cielo. Al cabo de un rato, regresé al hoyo en el asfalto y empecé a cavar. Manejar una excavadora a la luz de la luna resultaba mucho más fácil que manejar un martillo neumático bajo el ardiente sol del desierto, pero aun así era un trabajo lento, ya que estaba resuelto a que mi excavación tuviera la inclinación precisa. En consecuencia, consultaba con frecuencia el nivelador que había llevado conmigo. Eso significaba detener la excavadora, apearme, medir y volver a encaramarme a la cabina. Ningún problema en circunstancias normales, pero a medianoche, tenía el cuerpo completamente rígido, y cada movimiento representaba una punzada de dolor en mis huesos y músculos. La espalda era lo peor; empecé a temer que le había hecho algo verdaderamente desagradable.
Pero eso, al igual que todo lo demás, era algo de lo que tendría que preocuparme más tarde. Si realmente hubiera necesitado un hoyo de un metro ochenta de profundidad, catorce de longitud y metro ochenta de anchura, habría resultado una tarea imposible. Para el caso, podría haber planeado enviarlo al espacio exterior y dejar caer el Taj Mahal sobre su cabeza. Las dimensiones totales de un hoyo de tales características alcanzaban trescientos metros cúbicos.
—Tienes que cavar un hoyo en forma de embudo que succione a tus extraterrestres malos — me había explicado mi amigo el matemático—, y luego tienes que cavar un plano inclinado que emule de un modo aproximado el arco de descenso.
Dibujó uno en otra hoja de papel milimétrico.
—Eso significa que tus rebeldes intergalácticos o lo que sean sólo tendrán que excavar la mitad de tierra de lo que mostraban las primeras cifras. En tal caso...
Garabateó algo en una hoja y de pronto esbozó una sonrisa radiante.
—Ciento ochenta metros cúbicos. Pan comido. Puede hacerlo un solo hombre.
Eso mismo había creído yo, pero no había contado con el calor... las ampollas... el agotamiento... el dolor constante que me atenazaba la espalda. Detente un instante, pero no demasiado rato. Mide la inclinación de la zanja.
«No es tan espantoso como habías imaginado, ¿verdad, cariño? Al menos es asfalto y no suelo del desierto.»
El trabajo se fue haciendo cada vez más lento a medida que el hoyo se tornaba más profundo. Me sangraban las manos al manejarlos mandos. Empuja la palanca de mando hacia delante, hasta que la cuchara toque el suelo. Tira de la palanca de mando y empuja la que extiende el brazo con un agudo chirrido hidráulico. Observa cómo el brillante metal engrasado surge de la sucia carcasa anaranjada y entierra la cuchara en la tierra. De vez en cuando, la cuchara despedía una chispa al chocar con un fragmento de roca. Ahora sube la cuchara... hazla girar, una silueta oscura y ovalada que se recorta contra las estrellas, e intenta ignorar el dolor continuo y palpitante que te azota el cuello, del mismo modo que ignoras las punzadas de dolor que te atormentan la espalda de un modo aún más cruel..., y vierte la tierra en la otra zanja, cubriendo los fragmentos de asfalto que ya contiene.
«No te preocupes, cariño... Podrás vendarte las manos cuando acabes... cuando acabes con él.»
—Quedó hecha pedazos —grazné mientras volvía a colocar la cuchara en su lugar para excavar otros cien kilos de tierra y avanzar un poco más en la tumba de Dolan. El tiempo vuela cuando lo estás pasando bien. Unos instantes después de discernir los primeros indicios de luz al este, me apeé de la excavadora para medir de nuevo la inclinación del suelo con el nivelador. Ya no quedaba mucho; creía que, a fin de cuentas, lo conseguiría. Me arrodillé, y al hacerlo, algo se soltó en mi espalda con un leve chasquido.
Lancé un grito gutural y me derrumbé sobre el fondo estrecho e inclinado de la excavación, con un rictus de dolor y las manos aferradas a la parte baja de la espalda.
Poco a poco, el dolor remitió y fui capaz de ponerme en pie.
«Muy bien —me dije—. Se acabó. Esto se acabó. Lo he intentado, pero se acabó.»
«Por favor, cariño», susurró Elizabeth. Por imposible que me hubiera parecido en su día, aquella vocecilla susurrante había empezado a adquirir connotaciones desagradables en mi mente; poseía cierta cualidad de monstruosa implacabilidad. «Por favor, no te rindas. Sigue, por favor.»
«¿Que siga cavando? ¡Ni siquiera sé si puedo andar!» «¡Pero te queda tan poco!», gimió la voz. No era ya la voz que hablaba por Elizabeth, sino la propia Elizabeth. «¡Queda tan poco, cariño!»
Eché un vistazo a mi excavación a la mortecina luz del alba y asentí lentamente con la cabeza. Tenía razón. La excavadora se hallaba a poco más de dos metros del final. Dos y medio como máximo. No obstante, se trataba de los dos metros o dos metros y medio más profundos, por supuesto; los dos metros o dos metros y medio con mayor cantidad de tierra que excavar.
«Puedes hacerlo, cariño, sé que puedes.» Un susurro suave para engatusarme. Sin embargo, en realidad no fue la voz la que me convenció para que continuara. La clave fue la imagen de Dolan, dormido en su ático mientras yo estaba allí, junto a una excavadora hedionda y estruendosa, cubierto de tierra, con las manos hechas jirones. Dolan durmiendo con el pantalón de su pijama de seda, con una de sus rubias dormida junto a él, enfundada en la chaqueta del mismo pijama.
Abajo, en la zona acristalada del garaje, reservada para los ejecutivos, el Cadillac, con el equipaje en el maletero, tendría el depósito lleno y estaría dispuesto para partir.
—De acuerdo —decidí.
Trepé con lentitud a la cabina de la excavadora y pisé el acelerador. Continué hasta las nueve de la mañana antes de detenerme... Tenía otras cosas que hacer y apenas me quedaba tiempo. El hoyo inclinado era de trece metros y medio de longitud. Tendría que bastar.
Llevé la excavadora a su lugar original y la aparqué. La volvería a necesitar más tarde, y tendría que ponerle más combustible, pero no había tiempo para eso ahora. Quería más analgésicos, pero ya no quedaban muchos en el frasco y los necesitaría más tarde... y mañana. Oh, sí, mañana... lunes, el glorioso Cuatro de Julio.
En lugar de analgésicos, me tomé un cuarto de hora de descanso. En realidad no podía permitírmelo, pero me obligué. Me tendí de espaldas en el asiento trasero de la furgoneta, sintiendo los espasmos y los calambres de mis músculos, imaginando a Dolan.
En aquellos momentos estaría guardando cosas de última hora en una bolsa de viaje; algunos papeles para revisar, un neceser, tal vez un libro de bolsillo o una baraja de cartas.
«Imagínate que esta vez va en avión», susurró una maliciosa vocecilla en mi interior. Se me escapó un gemido sin que pudiera evitarlo. Nunca había ido en avión a Los Angeles, siempre en el Cadillac. Tenía la impresión de que no le gustaba volar. Sin embargo, a veces tomaba el avión, como aquella ocasión en que había viajado a Londres. No pude apartar el pensamiento de mi mente; siguió acosándome, escociendo y palpitando de un modo casi físico.
A las nueve y media, descargué el rollo de lona, la gran grapadora industrial y los tablones de madera. Era un día nublado y algo más fresco... A veces Dios se pone de tu parte. Hasta entonces, había olvidado mi calva al verme sometido a torturas mucho mayores, pero ahora, al rozarla con los dedos, me vi obligado a alejarlos con un siseo de dolor. Le eché un vistazo a través del espejo retrovisor derecho, y comprobé que presentaba un profundo y rabioso color rojo... casi ciruela.
En Las Vegas, Dolan estaría efectuando algunas llamadas de última hora. El chófer estaría llevando el Cadillac a la puerta principal. Tan sólo nos separaban ciento veinte kilómetros, y muy pronto el Cadillac empezaría a acortar dicha distancia a cien kilómetros por hora. No tenía tiempo de quedarme sentado lamentándome de mi calva quemada por el sol.
«Me encanta tu calva quemada por el sol», aseguró Elizabeth junto a mí.
—Gracias, Beth —repuse mientras empezaba a transportar las riostras al hoyo. El trabajo resultaba muy llevadero en comparación con las horas que había pasado excavando, y la agonía apenas soportable que me había azotado la espalda remitió hasta convertirse en un latido sordo y constante.
«Pero ¿y después? —insistió aquella vocecilla insinuante—. ¿Después qué, eh?»
Ya me preocuparía de ello más tarde, eso era todo. Parecía que podría terminar la trampa a tiempo, y eso era lo único que importaba ahora.
Las riostras atravesaban el hoyo y sobresalían lo suficiente a cada lado como para adherirlas al borde del asfalto que constituía la capa superior de la excavación. Aquella tarea habría resultado más dura de noche, cuando el asfalto estaba duro, pero ahora, a media mañana, aparecía fangoso y dócil, y fue como introducir lápices en tacos de melcocha. Una vez colocadas todas las riostras, el hoyo había adquirido el aspecto del dibujo de tiza que había trazado al principio, excepto la línea que lo atravesaba longitudinalmente. Coloqué el rollo de lona junto al extremo menos profundo y desanudé las cuerdas que lo sujetaban.
A continuación desenrollé catorce metros de carretera 71. De cerca, la ilusión no era perfecta, al igual que ningún decorado resulta perfecto desde las tres primera filas del teatro. Pero a algunos metros de distancia, el engaño era casi imposible de detectar. Se trataba de una tira de color gris oscuro, que coincidía exactamente con la superficie de la carretera 71. A lo largo del lado izquierdo de la tira de lona, mirando al este, se extendía una línea discontinua de color amarillo.
Tendí la larga tira de lona sobre las riostras de madera, y a continuación la recorrí lentamente en toda su longitud, grapando la tela a los tablones a medida que avanzaba. Mis manos no querían hacer el trabajo, pero las persuadí.
Después de fijar la lona, regresé a la furgoneta, me senté al volante, lo cual me produjo otro breve pero espantoso espasmo muscular, y conduje hasta la cima de la cuesta. Permanecí sentado durante un minuto, mirándome las manos torpes y heridas, que descansaban en mi regazo. Por fin me apeé y volví la mirada hacia la carretera 71, de un modo casi casual. No quería concentrarme en ningún elemento en particular, como comprenderán; quería tener una imagen de conjunto, una gestalt, si se quiere. Quería, en la medida de lo posible, ver la escena tal como Dolan y sus hombres la verían al llegar a la cima de la cuesta. Quería tener una idea de lo normal —o lo sospechosa— que les parecería.
Lo que vi presentaba un aspecto mejor de lo que me habría atrevido a esperar.
La maquinaria de construcción al final del tramo recto justificaba la presencia de los montículos de tierra procedentes de la excavación. La mayor parte de los fragmentos de asfalto estaban enterrados en la zanja. Todavía se veían algunos, pues el viento había arreciado y repartido la tierra, pero daban la impresión de ser los restos de un pavimento anterior. El compresor que había llevado en la caja de la furgoneta parecía formar parte del equipo del departamento de Carreteras.
Y desde donde me encontraba, la ilusión creada por la tira de lona era perfecta... La carretera 71 parecía hallarse en perfecto estado en aquel tramo.
El tráfico había sido denso el viernes y bastante denso el sábado. El rugido de los automóviles que tomaban la curva del desvío había sido casi constante. Aquella mañana, sin embargo, apenas había tráfico; la mayoría de la gente ya había llegado a dondequiera que se dirigieran para pasar el Cuatro de Julio, o bien habían tomado la autopista, situada a sesenta kilómetros al sur. Por mí, perfecto.
Aparqué la furgoneta en lugar seguro, tras la cima de la cuesta, y me tendí de bruces hasta las once menos cuarto. A continuación, después de que un gran camión de leche tomara pesadamente el desvío, retrocedí con la furgoneta, abrí las puertas traseras y eché todos los conos en su interior.
La flecha luminosa era harina de otro costal. En el primer momento, no vi la forma de desconectarla de la caja cerrada de la batería sin electrocutarme. De pronto vi el enchufe. Había estado casi oculto por una arandela de goma dura que sobresalía de un flanco de la caja... una pequeña medida de seguridad contra los vándalos y los bromistas que pudieran hallar divertido desenchufar una señal de tráfico luminosa, supongo.
Encontré un martillo y un cincel en la caja de herramientas, y bastaron cuatro golpes fuertes para romper la arandela. La arranqué con unas tenazas y desconecté el cable. La flecha dejó de parpadear al instante. Empujé la caja de la batería hasta la zanja y la enterré. Era una sensación extraña oírla zumbar bajo la arena. Pero me hizo pensar en Dolan y no pude contener una carcajada. No creía que Dolan zumbara.
Tal vez gritaría, pero no creía que se pusiera a zumbar. Cuatro tornillos sujetaban la flecha a una pequeña plataforma de acero. Los aflojé con la mayor rapidez posible, atento al ruido de otro motor. Ya era hora de que llegara otro coche, pero, sin duda, no el de Dolan.
El pensamiento dio pie al pesimista que anidaba en mi interior.
«¿Y qué pasaría si hubiera decidido tomar el avión?»
«No le gusta volar.»
«¿Y qué pasaría si va en coche, pero por otro camino? ¿Por la autopista, por ejemplo? Todo
el mundo...»
«Siempre va por la 71.»
«Sí, pero ¿qué pasaría si...?»
—Cállate —mascullé—. Cállate, maldito, ¡cierra la jodida boca!
«Tranquilo, cariño, tranquilo. Todo irá bien.»
Cargué la flecha en la furgoneta. Chocó contra una de las paredes laterales, y algunas de las bombillas estallaron. Algunas más se rompieron cuando eché la plataforma de acero sobre ellas. Una vez hecho esto, volví a subir la cuesta, deteniéndome para mirar atrás. Había retirado la flecha y los conos. Lo único que quedaba ahora era la gran señal anaranjada: CARRETERA CERRADA - TOME EL DESVÍO.
Se acercaba un coche. Se me ocurrió de pronto que Dolan se había adelantado, que todo había sido en vano, que el matón que conducía el Cadillac se limitaría a tomar el desvío y yo me quedaría ahí, en el desierto, y perdería el juicio. Era un Chevrolet.
Recobré el pulso normal y exhalé un suspiro largo y tembloroso. Pero ya no me quedaba tiempo para ser presa de los nervios.
Regresé donde me había detenido para supervisar el camuflaje y volví a dejar la furgoneta en el mismo lugar. Rebusqué entre el montón de cosas que había tirado en la parte trasera de la furgoneta y saqué el gato. Haciendo caso omiso del terrible dolor que me atenazaba la espalda, elevé la parte trasera de la furgoneta, aflojé los tornillos de la rueda trasera que verían cuando (si) llegaran y la metí en la furgoneta. Más ruido de vidrios rotos; no cabía más que esperar que el neumático no hubiera sufrido ningún daño. No tenía rueda de recambio.
Volví a la cabina de la furgoneta, saqué mis viejos prismáticos y me dirigí de vuelta aldesvío. Lo dejé atrás y subí a la cima de la siguiente cuesta a la mayor velocidad posible... de hecho, lo máximo que conseguí fue trotar cuesta arriba arrastrando los pies. Una vez en la cima, volví los prismáticos hacia el este. Tenía un campo de visión de cinco kilómetros, y más allá, hacia el este, veía fragmentos de tres kilómetros y medio de carretera. En aquel momento, se acercaban seis vehículos, distribuidos al azar como cuentas de un largo rosario. El primero era extranjero, un Datsun o un Subaru, creía, y se hallaba a menos de un kilómetro de distancia. Tras él avanzaba una camioneta, y más allá, un coche que parecía un Mustang. Los demás no eran más que destellos de cromados y vidrio en el desierto.
Al acercarse el primer vehículo, que resultó ser un Subaru, me levanté y extendí el pulgar. No esperaba que nadie me llevara dado el aspecto que tenía, y desde luego-, tendrían razón. La sofisticada mujer que conducía el coche se limitó a echarme un vistazo con expresión horrorizada, y a continuación, su rostro se convirtió en una dura máscara. Al cabo de un instante desapareció cuesta abajo antes de tomar la curva del desvío. —¡A ver si te lavas, amigo! —me gritó el conductor de una camioneta al cabo de medio minuto.
El Mustang resultó ser un Escort. Lo siguieron un Ply-mouth y un Winnebago, en cuyo interior parecía que un montón de niños se había enzarzado en una guerra de almohadas. Ni rastro de Dolan.
Miré el reloj; las once y veinticinco. Si aparecía, tendría que hacerlo muy pronto. Era la hora señalada.
Las manecillas del reloj se situaron lentamente en las doce menos veinte, y todavía no había ni rastro de Dolan. Tan sólo un Ford último modelo y un coche fúnebre tan negro como el ala de un cuervo.
«No vendrá. Ha tomado la autopista. O el avión.» «No. Vendrá.»
«No vendrá. Tenías miedo de que te olfateara, ¿no? Pues lo ha hecho. Por eso ha cambiado de itinerario.»
De pronto distinguí otro destello de sol en el desierto.
Era un coche grande, lo suficientemente grande como para ser un Cadillac. Me tendí de bruces, con los codos apoyados en la grava de la cuneta, los prismáticos pegados a los ojos. El coche desapareció tras una cuesta... tomó una curva... y volvió a surgir.
Era un Cadillac, desde luego, pero no era gris, sino de un oscuro color verde menta.
Pasé los treinta segundos más espantosos de mi vida, treinta segundos que se me antojaron treinta años. Una parte de mí decidió de inmediato, completa e irrevocablemente, que Dolan había cambiado su viejo Cadillac gris por uno nuevo. Era cierto que nunca se había comprado uno verde, pero, por supuesto, no existía ley alguna que lo prohibiera.
La otra mitad argumentaba con vehemencia que los Cadillac eran moneda corriente en las carreteras principales y secundarias que unían Las Vegas con Los Angeles, y que las probabilidades de que ese Cadillac fuera el de Dolan eran de una entre cien.
El sudor me inundó los ojos, cegándome, y dejé caer los prismáticos. De todos modos, no me ayudarían a resolver el problema. Cuando pudiera distinguir a los pasajeros, ya sería demasiado tarde.
«¡Ya es casi demasiado tarde ahora! Baja y vuelca la señal de desvío. ¡Vas a perder tu oportunidad!»
«Permíteme que te diga lo que vas a cazar en tu trampa si vuelcas la señal ahora: a dos ancianos ricos que van a Los Ángeles a ver a sus hijos y a llevar a sus nietos a Disneylandia.»
«Hazlo. ¡Es él! ¡Es la única oportunidad que vas a tener!»
«Exacto, la única oportunidad. Así que no la desaproveches cazando a las personas equivocadas.» ¡
«¡Es Dolan!»
«¡No lo es!»
—Basta —gemí llevándome las manos a la cabeza—. Basta, basta.
Ya oía el motor.
Dolan.
Los ancianos.
La señora.
El tigre.
Los...
—Elizabeth, ayúdame —gruñí.
«Cariño, ese hombre no ha tenido un Cadillac verde en toda su vida. Nunca se compraría un Cadillac verde. Por supuesto que no es él.»
El dolor de cabeza se esfumó como por encanto. Pude levantarme y extender el pulgar.
No eran los ancianos, ni tampoco Dolan. Era lo que parecían doce constas de Las Vegas apretujadas en el coche con un tipo que llevaba el sombrero de vaquero más grande y las gafas de sol más oscuras que había visto en mi vida. Una de las coristas me enseñó el trasero cuando el Cadillac verde tomó el desvío.
Con ademanes lentos y una sensación de tremenda fatiga, volví a alzar los prismáticos. Y entonces lo vi llegar.
No me cupo ninguna duda de que se trataba de su Cadillac cuando lo vi tomar la curva del otro extremo del tramo de carretera que veía sin interrupciones; el coche era tan gris como el cielo, pero se dibujaba con asombrosa claridad contra las cuestas de apagado color marrón que se alzaban al este.
Era él... Dolan. Los largos momentos de duda e indecisión que acababa de pasar se me antojaron a un tiempo remotos y estúpidos. Era Dolan, y no me hizo falta divisar el Cadillac gris para saberlo.
No sabía si él podía olerme, pero yo sí podía olerle a él.
El hecho de saber que se acercaba me facilitó la tarea de incorporarme sobre mis maltrechas piernas y echar a correr. Al llegar a la gran señal de DESVÍO la empujé para hacerla caer en la zanja. A continuación la cubrí con un trozo de lona de color arena y eché tierra sobre los postes. El efecto no era tan bueno como el del tramo falso de carretera, pero creía que serviría. Corrí cuesta arriba, hasta el lugar donde había dejado la furgoneta, que se había convertido en una parte más del decorado... un vehículo abandonado temporalmente por el propietario, que había ido a alguna parte a buscar un neumático nuevo o reparar el viejo.
Trepé a la cabina y me tendí cuan largo era en el asiento, con el corazón a punto de estallar. Una vez más, el tiempo pareció detenerse. Permanecí tendido, atento al ruido del motor, pero éste no llegaba, no llegaba, no llegaba.
«Han girado. Se ha olido algo en el último momento... o algo le ha parecido sospechoso, a él o a alguno de sus hombres... y han tomado el desvío.»
Permanecí tendido, sintiendo largas y lentas oleadas de dolor en la espalda, los ojos cerrados con fuerza como si eso me ayudara de algún modo a oír mejor.
¿Era un motor ese ruido? No, sólo el viento, que soplaba ya con suficiente fuerza como para que la arena golpeara de vez en cuando el costado de la furgoneta.
«No vienen. Han tomado el desvío o han retrocedido.»
Tan sólo el viento.
«Han tomado el desvío o han re...»
No, no era sólo el viento. Era un motor. El rugido se tornó cada vez más intenso y, por fin, al cabo de unos segundos, un vehículo, un solo vehículo, pasó junto a mí a toda velocidad. Me incorporé y agarré el volante con fuerza —tenía que aferrarme a algo— y miré por el parabrisas, con los ojos a punto de salírseme de las órbitas, la lengua atrapada entre los dientes. El Cadillac gris flotó cuesta abajo, en dirección al tramo llano, a unos ochenta kilómetros por hora, o tal vez un poco más. No se iluminaron las luces de freno. Ni siquiera en el último momento. No lo vieron... no se lo imaginaron ni tan siquiera por un solo instante.
Lo que sucedió fue lo siguiente. De pronto, tuve la impresión de que el Cadillac atravesaba la carretera en lugar de conducir sobre ella. La ilusión era tan persuasiva que me acometió una confusa sensación de vértigo, pese a que yo mismo había montado la trampa. El Cadillac se hundió en la carretera 71 hasta el capó, y al cabo de un momento, hasta las portezuelas.
Me cruzó la mente el extraño pensamiento de que si General Motors fabricara submarinos de lujo, ése sería el aspecto que tendrían al sumergirse. Llegaron hasta mí ligeros chasquidos al romperse las riostras que sostenían la lona. Oí el sonido de la lona al rasgarse.
Todo ello sucedió en tres segundos, pero recordaré esos tres segundos durante toda mi vida. Vi una imagen del techo y unos centímetros de las ventanillas ahumadas del Cadillac flotando sobre el hueco, y a continuación llegó hasta mí un sonido sordo y el ruido de vidrios rotos y chirridos de metal. Una gran nube de polvo se elevó en el aire, y el viento se encargó de disiparla.
Quería acercarme, quería ir allí de inmediato, pero tenía que volver a colocar la señal de desvío en su lugar. No quería que nadie nos interrumpiera. Me apeé de la furgoneta, abrí las puertas traseras y saqué el neumático. Lo coloqué sobre la rueda y apreté las tuercas a mano con la mayor rapidez posible. Más tarde podría fijarlas mejor.
De momento, sólo tenía que retroceder con la furgoneta hasta el punto en que el desvío divergía de la carretera 71. Bajé el gato y regresé cojeando a la cabina. Allí me detuve un instante, escuchando con la cabeza inclinada. Oía el aullido del viento.
Y desde el hoyo largo y rectangular, el sonido de alguien que gritaba... o tal vez chillaba. Me encaramé al asiento del conductor con una sonrisa torva. Retrocedí con rapidez hacia el desvío; la furgoneta se tambaleaba peligrosamente. Salí, abrí las puertas traseras y saqué los conos. Permanecía atento al sonido de otro motor, pero el viento había arreciado de tal forma que el esfuerzo no merecía la pena. Cuando oyera el ruido del motor, ya tendría el coche encima.
Me acerqué a la zanja, tropecé, aterricé sobre el trasero y me deslicé hasta el fondo del hoyo. Aparté la pieza de lona de color arena y arrastré la gran señal de desvío hasta la superficie. La coloqué de nuevo en su lugar, regresé a la furgoneta y cerré de golpe las puertas. No tenía intención de intentar montar la flecha luminosa.
Conduje hasta la siguiente cuesta, me detuve en el punto que había empleado antes y que quedaba oculto al desvío, y me dediqué a apretar las tuercas de la rueda con la cruz. Los gritos habían cesado, pero, sin lugar a dudas, el volumen de los chillidos había aumentado considerablemente.
Apreté las tuercas de la rueda con toda calma. No me preocupaba la posibilidad de que salieran del coche para atacarme o bien salir huyendo desierto adentro, porque no podían salir del coche. La trampa había funcionado a la perfección. El Cadillac se hallaba hundido en el extremo más alejado de la excavación, con tan sólo unos pocos centímetros de espacio a cada lado. Si los tres hombres que había dentro abrían la portezuela, no podrían más que sacar un pie, y tal vez ni siquiera eso. No podían abrir las ventanillas porque funcionaban con dispositivos eléctricos, y la batería, sin duda, habría quedado reducida a un amasijo de metal retorcido y ácido en el fondo del motor destrozado.
Tal vez el chófer y el hombre sentado en el asiento del copiloto también habían quedado aplastados en el accidente, pero eso no me inquietaba en lo más mínimo, pues sabía que quedaba al menos una persona viva en el coche, del mismo modo que sabía que Dolan siempre viajaba en el asiento trasero y llevaba el cinturón de seguridad como buen ciudadano.
Una vez apretadas las tuercas, regresé con la furgoneta al extremo menos profundo de la trampa. La mayor parte de las riostras había desaparecido por completo, pero los extremos astillados de algunas de ellas sobresalían del asfalto. La «carretera» de lona yacía en el fondo del hoyo, arrugada, rasgada y retorcida. Parecía la piel desechada de una serpiente.
Avancé hacia la parte más profunda, y ahí estaba el Cadillac de Dolan. El morro del coche aparecía totalmente destruido. El capó había quedado reducido a una suerte de acordeón. El motor no era más que un amasijo de metal, goma y cables, todo ello cubierto por la arena y la tierra que se había desplomado sobre él tras el impacto. Se oía un siseo y el sonido de fluidos que manaban y goteaban en algún lugar del coche. El frío aroma del anticongelante rompía el aire con intensidad.
Me había preocupado por el parabrisas. Existía la posibilidad de que se hiciera añicos y Dolan dispusiera de espacio suficiente para levantarse y salir. No tendría por qué haberme inquietado. Ya he comentado que los coches de Dolan estaban fabricados según las especificaciones técnicas que exigen los dictadores bananeros y los líderes militares despóticos.
Las lunas no debían romperse, y, desde luego, no se habían roto. La ventanilla trasera del Cadillac era aún más resistente, pues su superficie era menor. Dolan no podría romperla, al menos no en el espacio de tiempo que yo iba a concederle, y sin duda no intentaría agujerearla a balazos. Disparar sobre una ventanilla blindada a bocajarro constituye una variante de la ruleta rusa. La bala dejaría una pequeña marca blanca en el vidrio antes de rebotar.
Estoy seguro de que podría encontrar un modo de salir si se le concediera tiempo suficiente, pero ahí estaba yo, y no pensaba hacerle ese favor.
De una patada, lancé un montón de tierra sobre el techo del Cadillac. La reacción fue inmediata.
—Por favor, necesitamos ayuda. Hemos quedado atrapados.
La voz de Dolan. Parecía ileso y siniestramente tranquilo. No obstante, percibí el temor subyacente en sus palabras, un temor controlado con rigidez, y estuve tan cerca de sentir compasión de él como me era posible en aquellas circunstancias. Lo imaginé sentado en el asiento trasero de su Cadillac aplastado, con uno de sus hombres herido, gimiendo, probablemente atenazado por el motor, el otro muerto o inconsciente.
Imaginé la escena y por un angustioso momento sentí algo que tan sólo puedo describir como claustrofobia comprensiva. Pulsa los botones de los elevalunas... nada. Intenta abrir las portezuelas, aunque sabes que quedarán atascadas mucho antes de que tengas espacio suficiente para salir.
De pronto, dejé de imaginar escenas, porque, al fin y al cabo, él se lo había buscado, ¿no?
Sí. Era la lotería y él tenía todos los números.
—¿ Quién anda ahí?
—Yo —repuse—, pero no soy la ayuda que busca, Dolan.
Di otra patada y un nuevo montoncillo de tierra y piedras cayó sobre el techo del Cadillac.
El hombre que chillaba empezó su numerito cuando el segundo montón de tierra chocó contra el techo.
—¡Mis piernas! ¡Jim, mis piernas!
La voz de Dolan reflejaba cautela. El hombre que estaba fuera, el hombre de arriba, sabía su nombre, lo que significaba que se hallaba en una situación peligrosa en extremo.
—¡Jimmy, me veo los huesos de las piernas!
—Cállate —ordenó Dolan con frialdad.
Resultaba extraño oír sus voces desde las profundidades del hoyo. Supongo que podría haberme encaramado al maletero del Cadillac para mirar por el vidrio trasero, pero lo cierto es que no habría visto gran cosa, ni siquiera con el rostro pegado a la ventanilla. Como ya he comentado antes, el coche tenía vidrios ahumados.
De todos modos, no quería verlo. Sabía qué aspecto tenía. ¿Para qué querría verlo ?¿Para descubrir que llevaba un Rolex y vaqueros de diseño ?
—¿Quién es usted, amigo?
—No soy nadie —repuse—. Sólo un don nadie que tenía buenas razones para meterlo en el lío en que está.
—¿Se llama Robinson? —inquirió Dolan de un modo sobrecogedoramente repentino.
Me sentí como si me hubieran asestado un puñetazo en el estómago. Había atado cabos con una rapidez pasmosa, navegando entre el mar de nombres y rostros medio olvidados antes de soltar el correcto en un santiamén. ¿Había creído que era un animal, dotado de instintos animales?
Pues no me había enterado de la misa la media, y menos mal, porque de lo contrario nunca habría tenido redaños suficientes como para hacer lo que había hecho.
—Mi nombre no tiene importancia —repliqué—. Pero sabe lo que viene ahora, ¿verdad?
Los chillidos se reanudaron; retumbantes bramidos borboteantes.
—¡Sácame de aquí, Jimmy! ¡Sácame de aquí! ¡Por el amor de Dios! ¡Tengo las piernas rotas!
—Cállate —repitió Dolan antes de volver su atención hacia mí—. No le oigo, amigo, con estos chillidos... Me puse a gatas antes de inclinarme hacia delante.
—He dicho que ya sabe lo...
De pronto, cruzó por mi mente una imagen del lobo disfrazado de abuelita y diciéndole a Caperucita Roja: «Son para oírte mejor, querida... Acércate un poco más». Retrocedí justo a tiempo. Sonaron cuatro disparos. Se me antojaron estruendosos desde el lugar en que me encontraba; sin duda, habían resultado ensordecedores en el interior del Cadillac de Dolan. Algo silbó a escasos centímetros de mi frente.
—¿Te he dado, hijo de puta? —preguntó Dolan.
—No —repuse.
Los chillidos habían quedado reducidos a lamentos. El hombre herido se hallaba en el asiento delantero. Veía sus manos, pálidas como las de un ahogado, golpear débilmente el vidrio. Junto a él, un cuerpo inerte. Jimmy tenía que sacarle de ahí, estaba sangrando, el dolor era intenso, terrible, más de lo que podía soportar, por el amor de Dios, lo sentía, se arrepentía de sus pecados, pero era más de lo que...
Llegó hasta mí el estruendo de dos disparos más. El hombre del asiento delantero dejó de gritar. Las manos se alejaron de la ventanilla.
—Eso es —dijo Dolan en tono casi reflexivo—. Ya no hará daño a nadie más; y nosotros podremos oír nuestra conversación.
Permanecí en silencio. Me acometió una sensación de vértigo e irrealidad. Acababa de matar a un hombre. De matarlo. Volvió a ocurrírseme la idea de que lo había subestimado y de que tenía mucha suerte de seguir vivo.
—Quiero hacerle una propuesta —prosiguió Dolan. Seguí conteniendo el aliento...
—Eh, amigo.
... y lo contuve durante un instante más.
—¡Eh, usted! —La voz tembló en lo más profundo—. ¡Si sigue ahí, hábleme! ¿Qué mal puede hacerle eso?
—Estoy aquí —respondí—. Estaba pensando que ha disparado seis balas. Estaba pensando que tal vez dentro de un rato le gustaría haber reservado una para usted. Pero tal vez tenga ocho, o bien municiones de repuesto.
Ahora le tocó el turno a Dolan de permanecer en silencio.
—¿Qué es lo que se propone? —preguntó por fin.
—Creo que ya lo habrá adivinado —repliqué—. Me he pasado las últimas treinta y seis horas cavando la tumba más grande del mundo, y ahora voy a enterrarlo en ella con su maldito Cadillac.
El temor que reflejaba la voz de Dolan todavía estaba bajo control. Quería acabar con ese control.
—¿Quiere escuchar mi propuesta primero?
—Le escucharé dentro de un momento. Primero tengo que ir a buscar una cosa. Regresé a la furgoneta en busca de la pala.
—¿Robinson? ¿Robinson? ¿Robinson? —exclamaba Dolan cuando volví al hoyo, como si hablara con un teléfono recién colgado.
—Estoy aquí —contesté—. Hable. Le escucho. Y cuando termine, tal vez yo le haga una propuesta.
Su voz se animó un tanto. Si yo hablaba de propuestas, estaba hablando de tratos. Y si hablaba de tratos, eso significaba que él tenía media batalla ganada.
—Le ofrezco un millón de dólares si me saca de aquí. Pero, lo que es más importante...
Eché una palada de tierra sobre el techo del Cadillac. Las piedrecillas rebotaron y rodaron por el vidrio posterior. La ranura del maletero se llenó de tierra.
—Pero ¿qué está haciendo? —inquirió Dolan en tono alarmado.
—Hay que mantener las manos ocupadas —recité—. He pensado que sería lo mejor mientras escucho. Dolan habló más deprisa, con apremio.
—Un millón de dólares y mi garantía personal de que nadie se acercará a usted... ni yo, ni mis hombres, ni los hombres de ningún otro.
Ya no me dolían las manos. Era asombroso. Seguí trabajando con la pala a un ritmo constante, y en menos de cinco minutos, la parte posterior del Cadillac había quedado totalmente cubierta de tierra. Desde luego, llenar el hoyo resultaba más fácil que cavarlo.
Me detuve un instante.
—Siga hablando —le ordené mientras descansaba en la pala.
—Oiga, esto es una locura —exclamó Dolan con voz aguda y salpicada de pánico—. Una auténtica locura.
—En eso tiene toda la razón —corroboré mientras echaba más tierra al hoyo.
Aguantó más tiempo de lo que creía que cualquier hombre podía aguantar. Siguió hablando, razonando, engatusando... pero sus palabras se tornaban cada vez más inconexas a medida que la tierra se amontonaba sobre el vidrio posterior. Empezó a repetirse, a retroceder, a tartamudear. En un momento dado, la puerta derecha se abrió hasta chocar con la pared lateral de la excavación.
Distinguí una mano, con los nudillos cubiertos de vello negro y un anillo con un gran rubí en el segundo dedo. Eché una palada de tierra en su dirección. Dolan masculló unos juramentos y cerró la puerta.
No aguantó mucho más después de aquello. Creo que fue el sonido de la tierra al caer lo que acabó con su resistencia. Con toda seguridad, el ruido resultaba ensordecedor desde el interior del Cadillac. Se habría dado cuenta, por fin, de que estaba sentado en un ataúd de ocho cilindros y motor de inyección.
—¡Sáqueme de aquí! —aulló—. ¡Por favor! ¡No puedo soportarlo más!
—¿Está preparado para escuchar mi propuesta? —inquirí.
—¡Sí! ¡Sí! ¡Por el amor de Dios! ¡Sí, sí, sí!
—Grite. Ésa es mi propuesta. Eso es lo que quiero. Grite para mí. Si grita con la suficiente fuerza, lo dejaré salir. Dolan lanzó un chillido agudo.
— ¡Mueblen! — aplaudí, y lo decía en serio — . Pero no basta.
Seguí echando paladas de tierra sobre el techo del Cadillac. Al chocar contra el coche, los bloques de tierra se desintegraron y llenaron la ranura formada por los limpiaparabrisas.
Dolan volvió a gritar, más fuerte que antes. Me pregunté si era posible que un hombre gritara con fuerza suficiente como para romperse la laringe.
— No está mal — alabé al tiempo que redoblaba mis esfuerzos.
Esbocé una sonrisa pese al dolor de espalda que me atormentaba.
— Es posible que lo consiga, Dolan... de verdad. ¡
— Cinco millones.
Fueron las últimas palabras coherentes que pronunció.
— No, creo que no me interesa — rechacé mientras me apoyaba en el mango de la pala y me secaba el sudor de la frente con una mano sucia.
La tierra ya cubría casi todo el techo del Cadillac. Parecía una tableta de chocolate... o una enorme mano marrón que sujetara el Cadillac de Dolan.
— Pero si consigue emitir un sonido equivalente, por ejemplo, al de ocho cartuchos de dinamita adheridos al contacto de un Chevrolet de 1968, entonces lo dejaré salir, puede contar con ello.
Así que Dolan gritó y gritó, y yo reanudé la tarea de enterrar el Cadillac. Durante un rato, gritó con gran fuerza, aunque, en mi opinión, no sobrepasó el sonido de dos cartuchos de dinamita adheridos al contacto de un Chevrolet del 68. Tres, como máximo. Cuando el último reducto de la carrocería del Cadillac quedó cubierto de tierra y me detuve para contemplar el bulto castaño que yacía en el fondo del hoyo, Dolan ya no emitía más que una serie de gruñidos roncos y quebrados.
Miré el reloj. Pasaban unos minutos de la una. Me volvían a sangrar las manos, y el mango de la pala se había tornado resbaladizo. Una ráfaga de arena y piedrecillas me azotó el rostro, haciéndome retroceder. El viento del desierto emite un sonido muy desagradable, una suerte de zumbido monótono que nunca se interrumpe. Es como la voz de un fantasma retrasado mental.
—¿Dolan? —llamé al inclinarme hacia el hoyo. No obtuve respuesta.
—Grite, Dolan.
Ninguna respuesta... Después, una serie de roncos ladridos.
¡Perfecto!
Regresé a la furgoneta, la puse en marcha y conduje hasta la obra. Durante el trayecto sintonicé la emisora WKZR de Las Vegas, la única que recibía la radio de la furgoneta. Barry Manilow me estaba asegurando que componía las canciones que harían cantar al mundo entero, una afirmación que acogí con cierto escepticismo. A continuación, el parte meteorológico. El locutor pronosticó vientos muy fuertes. Se habían colocado señales de advertencia en todas las carreteras principales que mediaban entre Las Vegas y California. Se preveían asimismo problemas de visibilidad a causa de los remolinos de arena, prosiguió el locutor, pero lo más peligroso eran las ráfagas de viento. Sabía lo que quería decir, pues esas mismas ráfagas estaban zarandeando la furgoneta en aquel momento.
Aquí estaba mi Case Jordán; ya pensaba en ella como si fuese de mi propiedad. Trepé a la cabina mientras tarareaba la canción de Barry Manilow y puse el motor en marcha con ayuda de los cables azul y amarillo. La excavadora arrancó con suavidad; esta vez me había acordado de quitar la marcha. «No está mal, hermano blanco —resonó la voz de Tink en mi cabeza—. Vas aprendiendo.»
Permanecí sentado un instante, contemplando las membranas de arena que revoloteaban por el desierto, escuchando el rugido del motor de la excavadora mientras me preguntaba qué estaría haciendo Dolan. Al fin y al cabo, aquélla era su gran oportunidad. Intentar romper el vidrio trasero, o arrastrarse hasta el asiento delantero e intentar romper el parabrisas. El coche estaba cubierto por más de medio metro de tierra, pero, aun así, podía conseguirlo. Todo dependía de lo loco que se hubiera vuelto ya, y eso era algo que me resultaría imposible averiguar, por lo que no merecía la pena pensar en ello. Merecía la pena pensar en otras cosas.
Metí una marcha y retrocedí por la carretera hasta el hoyo. Me apeé de la excavadora y troté ansioso hasta el otro lado. Bajé la mirada hacia la excavación, esperando a medias ver un hueco en forma de hombre en la parte trasera o delantera del montículo del Cadillac, con la idea de que Dolan había conseguido romper algún vidrio y salir a rastras de su prisión.
La excavación presentaba el mismo aspecto que antes.
—Dolan —exclamé en tono alegre, o eso imaginé. No hubo respuesta.
—¡Dolan! ., Nada.
«Se ha suicidado —me dije con una punzada de amargo resentimiento—. Se ha suicidado o muerto de miedo.»
—¿Dolan?
De pronto, llegó hasta mis oídos el sonido de carcajadas; una risa brillante, incontenible, una risa completamente auténtica. Se me erizaron los pelos de la nuca. Era la risa de un hombre que había perdido el juicio.
Dolan siguió riendo y riendo con voz ronca. Luego se puso a gritar y más tarde, a reír otra vez. Al final, empezó a reír y gritar a un tiempo. Durante un rato, reí con él, o grité o lo que sea, y el viento gritó y se rió de los dos.
Por fin regresé a la Case Jordán, bajé el cucharón y empecé a enterrar a Dolan en serio. Al cabo de cuatro minutos, la silueta del Cadillac había desaparecido. Tan sólo quedaba un hoyo lleno de tierra. Me pareció oír algo, pero con el sonido del viento y el rugido del motor de la excavadora resultaba difícil de determinar. Me hinqué de rodillas; al cabo de un momento, me tendí cuan largo era en el suelo, con la cabeza suspendida en lo que quedaba del hoyo.
En las profundidades de la tumba, Dolan seguía riendo. Los sonidos que emitía se asemejaban a los que pueden leerse en los tebeos. Jijiji, ja, ja, ja. Tal vez alguna que otra palabra. Era difícil de asegurar. No obstante, sonreí e hice un gesto de asentimiento.
—Grita —susurré—. Grita si quieres.
Pero el débil eco de la risa prosiguió, abriéndose paso por entre la tierra como un vapor tóxico. De pronto, me acometió una sensación de terror... ¡Dolan estaba detrás de mí! ¡Sí, de algún modo, Dolan había logrado situarse detrás de mí! Y antes de que pudiera volverme, me empujaría al hoyo y...
Me incorporé de un salto y me di la vuelta con brusquedad mientras cerraba los puños con lo que quedaba de mis manos.
Una ráfaga de arena me abofeteó. No había nada más. Me limpié el rostro con el sucio pañuelo que llevaba, trepé a la cabina de la excavadora y reanudé la tarea.
El hoyo quedó del todo cubierto mucho antes de que se pusiera el sol. A causa del área desplazada por el Cadillac, todavía quedaba tierra, pese a que el viento había barrido mucha. Todo fue tan deprisa... tan deprisa.
Pensamientos confusos y delirantes poblaban mi mente mientras regresaba con la excavadora hasta la obra, pasando exactamente sobre el lugar en que Dolan estaba enterrado. Aparqué la máquina en su lugar, me quité la camisa y empecé a frotar todas las superficies de metal, en un intento de borrar mis huellas. Ni siquiera hoy sé muy bien por qué lo hice, puesto que, sin duda alguna, había huellas mías en un centenar de lugares. Al terminar, regresé a la furgoneta bajo la luz marrón y grisácea de aquella puesta de sol tormentosa.
Abrí una de las puertas traseras, vi a Dolan agazapado en el interior y retrocedí de un salto, gritando, con una de las manos ante el rostro a modo de protección. Tenía la sensación de que el corazón me estallaría en cualquier momento.
Nada... nadie... salió de la furgoneta. La puerta osciló y golpeó la carrocería como el último postigo de una casa embrujada. Por fin, me arrastré de nuevo hacia la furgoneta, con el corazón latiéndome a toda prisa, y eché un vistazo en el interior. No había nada más que el montón de utensilios que había dejado allí... la flecha luminosa con las bombillas rotas, el gato del coche, la caja de herramientas...
—Tienes que controlarte —me dije en voz baja—. Contrólate.
Esperé que Elizabeth alzara la voz y dijera: «Todo irá bien, cariño...» o algo así..., pero sólo se oía el aullido del viento. Subí a la furgoneta, la puse en marcha y me dirigí de nuevo hacia la excavación. A medio camino me detuve; ya no podía seguir. Aunque sabía que era una soberana tontería, estaba cada vez más convencido de que Dolan acechaba en algún lugar de la furgoneta. No dejaba de mirar por el espejo retrovisor, intentando distinguir su sombra de entre las demás.
El viento había arreciado aún más y zarandeaba el vehículo con fuerza. El polvo que se levantaba del desierto ante la furgoneta parecía humo a la luz de los faros. Por fin, me detuve en la cuneta, salí de la furgoneta y cerré todas las puertas con llave. Sabía que era una locura intentar dormir al aire libre con aquella tormenta, pero me sentía incapaz de dormir dentro. Del todo incapaz. Así pues, me arrastré bajo la furgoneta con el saco de dormir. Me dormí cinco segundos después de subir la cremallera del saco.
Al despertar de una pesadilla, de la que la única escena que recuerdo trataba de unas manos que se aferraban a mi cuello, advertí que me habían enterrado vivo. Tenía arena incluso en la nariz, en las orejas. Arena en la garganta, ahogándome.
Lancé un grito antes de incorporarme, convencido en un primer momento de que el saco de dormir era tierra. Al levantarme me golpeé la cabeza contra los bajos de la furgoneta, y vi caer algunas virutas de óxido. Rodé sobre mí mismo hasta salir de debajo de la furgoneta, y me encontré sumido en la luz de un amanecer del color del peltre tiznado. El saco de dormir se alejó volando como un arbusto seco en el momento que quedó liberado de mi peso. Lancé un grito de sorpresa y empecé a perseguirlo antes de percatarme de que supondría el error más grave del mundo. La visibilidad era de unos seis metros, tal vez menos. Largos tramos de carretera habían desaparecido bajo la arena.
Volví la mirada hacia la furgoneta y observé que aparecía borrosa, apenas visible, como una fotografía color sepia de la reliquia de un pueblo fantasma. Volví al vehículo dando tumbos, saqué las llaves y me encaramé a la cabina. Seguía escupiendo arena y tosiendo con dificultad. Puse el motor en marcha y conduje despacio hacia la zona de la excavación. No había necesidad de esperar el parte meteorológico. Era lo único de lo que hablaría el locutor aquella mañana. La peor tormenta de arena de la historia de Nevada. Todas las carreteras están cerradas. Permanezcan en sus casas a menos que tengan que salir por una urgencia, y en tal caso, permanezcan en sus casas de todos modos. El glorioso Cuatro de Julio.
«Quédate dentro. Estás loco si crees que puedes salir. Te vas a quedar ciego.»
Me arriesgaría. Era la oportunidad perfecta para enterrar a Dolan por siempre jamás. Nunca, ni aun en mis fantasías más desbocadas, habría imaginado que tendría semejante oportunidad, pero ahí estaba, esperándome, e iba a aprovecharla. Había llevado tres o cuatro mantas. Rasgué una tira larga y ancha de una de ellas y me cubrí la cabeza con ella. Salí de la furgoneta con el aspecto de un beduino demente.
Pasé toda la mañana transportando fragmentos de asfalto desde la zanja y colocándolos sobre la tumba, intentando trabajar con la precisión de un albañil que levantara una pared... o tapiara un nicho. De hecho, la tarea de recoger y llevar los fragmentos no resultó demasiado difícil, pese a que me vi obligado a desenterrar casi todos los trozos, como un arqueólogo que buscara reliquias, y pese a que cada veinte minutos tenía que regresar a la furgoneta para huir de la tormenta de arena y descansar mis ojos ardientes.
Empecé en lo que había sido el extremo menos profundo de la excavación, y a la doce y cuarto —había comenzado a las seis— ya sólo me quedaban unos cinco metros. El viento había amainado, y se apreciaba algún que otro claro en el cielo. Seguí recogiendo y colocando, recogiendo y colocando. Me encontraba ya en el lugar bajo el que suponía que estaba enterrado Dolan. ¿Habría muerto ya? ¿Cuántos centímetros cúbicos de aire cabrían en un Cadillac? ¿Cuánto tardaría el interior del coche en tornarse insoportable para un hombre, siempre y cuando, claro está, ninguno de los otros dos hombres siguiera vivo?
Me arrodillé junto al hoyo. El viento había disipado las huellas de las ruedas de la Case Jordán, pero no había logrado borrarlas por completo. En algún lugar, bajo aquellas débiles marcas, había un hombre que lucía un Rolex en la muñeca.
—Dolan —llamé en tono amistoso—. He cambiado de idea; voy a dejarlo salir. Nada. Ningún sonido. Estaba muerto y bien muerto.
Retrocedí y recogí otro fragmento de asfalto. Tras colocarlo y al ir a incorporarme, llegó hasta mí el sonido débil y agudo de una risa a través de la tierra. Me puse en cuclillas con la cabeza inclinada hacia delante; de hecho, si aún hubiera tenido cabello, éste me habría cubierto el rostro. Permanecí en aquella postura durante un rato, escuchando sus carcajadas. El sonido era débil y carecía de matices.
Cuando se detuvo, me levanté y fui a buscar otro fragmento de asfalto. Sobre él se veía un trozo de línea amarilla discontinua. Parecía un guión. Me arrodillé para colocarlo en su lugar.
—¡Por el amor de Dios! —chilló Dolan—. ¡Por el amor de Dios, Robinson!
—Sí —repuse con una sonrisa—, por el amor de Dios.
Coloqué el fragmento en el hueco que le correspondía y me detuve a escuchar, pero no llegaba sonido alguno de las profundidades de la tumba.
Llegué a mi casa en Las Vegas a las once de la noche. Dormí dieciséis horas seguidas, me levanté, fui a la cocina a preparar café y de pronto caí al suelo retorciéndome cuando un monstruoso espasmo se adueñó de mi espalda. Me llevé una mano al coxis mientras me mordía la otra para sofocar los gritos.
Intenté incorporarme, pero lo único que obtuve fue otro espasmo, por lo que al cabo de un rato me arrastré hasta el cuarto de baño y me aferré al lavabo para llegar al segundo frasco de analgésicos que había en el botiquín.
Tomé tres y abrí los grifos de la bañera. Me tendí en el suelo mientras esperaba que se llenara. Me despojé del pijama como pude y logré meterme en la bañera. Permanecí allí echado durante cinco horas, sumido en un pesado sopor la mayor parte del tiempo. Al salir, podía caminar. Un poco.
Acudí a un quiropráctico. Me dijo que tenía tres discos dislocados y una grave dislocación de las vértebras inferiores. Me preguntó si había decidido sustituir al forzudo del circo. Le conté que me lo había hecho trabajando en el jardín. Me dijo que tendría que ir a Kansas. Fui a Kansas. Me operaron.
Cuando el anestesista me colocó la mascarilla de goma sobre el rostro, oí la risa de Dolan desde las siseantes tinieblas, y supe que iba a morir.
Las paredes de la habitación de recuperación eran de azulejos verdosos.
—¿Estoy vivo? —grazné.
—Sí, sí—aseguró un enfermero entre risas. Me rozó la frente con una mano, esa frente que daba toda la vuelta a mi cabeza.
—Vaya quemaduras. ¿Le duele o todavía está demasiado atontado?
—Todavía estoy demasiado atontado —repuse—. ¿Dije algo cuando estaba anestesiado?
—Sí —replicó el enfermero.
Tenía frío. Estaba helado hasta los huesos.
—¿Qué dije?
—Dijo: «Está oscuro. ¡Sáquenme de aquí!». El enfermero soltó otra carcajada.
—Ah —murmuré.
Nunca encontraron a Dolan. Fue por la tormenta. Aquella tormenta tan oportuna. Creo que sé lo que ocurrió, aunque supongo que me comprenderán si les digo que nunca investigué con demasiado ahínco. RPAV, ¿recuerdan? Estaban repavimentando la carretera. La tormenta había cubierto casi por completo el tramo de carretera 71 que el desvío había cerrado. Al volver al trabajo, los del departamento de Carreteras no se molestaron en retirar todas las dunas a la vez, sino que las fueron apartando a medida que trabajaban. Al fin y al cabo, ¿por qué no? No había tráfico de que preocuparse; así que recogieron arena y levantaron el asfalto viejo al mismo tiempo. Y si el conductor del bulldozer observó que el asfalto de uno de los tramos, de unos catorce metros de longitud, aparecía agrietado y se rompía en fragmentos casi geométricos al levantarlo, lo cierto es que jamás dijo nada. Tal vez iba ciego. O quizás estaba soñando despierto con la chica con la que iba a salir aquella noche.
Más tarde llegaron los volquetes con sus cargamentos de gravilla, seguidos de las máquinas distribuidoras de grava y las apisonadoras. Después llegarían los grandes camiones cisterna, que tenían esos aspersores tan anchos en la parte trasera y olían a asfalto caliente, ese olor que tanto se parecía a las suelas de zapatos al fundirse. Y cuando el asfalto fresco se hubiera secado, llegaría la máquina de pintura, y bajo el gran parasol de lona, el conductor volvería la vista atrás con frecuencia, a fin de asegurarse que la línea discontinua amarilla estaba completamente recta, ajeno al hecho de que estaba pasando sobre un Cadillac gris niebla, con tres personas dentro, ajeno al hecho de que ahí abajo, en la oscuridad, había un anillo con un rubí y un Rolex de oro que tal vez seguía marcando las horas.
Con toda probabilidad, uno de aquellos pesados vehículos habría logrado aplastar un Cadillac normal. Se habría percibido un tambaleo, un crujido... y un montón de trabajadores habrían empezado a excavar para ver qué... o a quién encontraban. Sin embargo, aquel Cadillac era más un tanque que un coche, por lo que la misma meticulosidad de Dolan ha impedido que lo encuentren.
El Cadillac se hundirá tarde o temprano, por supuesto, probablemente bajo el peso de un camión de dieciocho ruedas, y entonces el siguiente vehículo verá una gran hendidura de asfalto roto en el carril oeste. Se notificará el desperfecto al departamento de Carreteras, y volverán a efectuarse obras de repavimentación. Pero si no hay trabajadores del departamento de Carreteras cerca cuando eso ocurra, si ninguno de ellos observa in situ que el peso de un camión ha hundido un objeto hueco enterrado bajo la carretera, creo que pensarán que el «hoyo pantanoso», así es como lo llaman, se ha producido como consecuencia de una helada, el hundimiento de los cimientos o tal vez un temblor de tierra. Lo repararán y la vida seguirá.
Se denunció la desaparición de Dolan. Algunos derramaron unas pocas lágrimas.
Un columnista de Las Vegas Sun sugirió que tal vez estaba jugando al dominó o al billar con Hoffa en alguna parte.
Tal vez no anda tan desencaminado.
Estoy bien.
Mi espalda se ha recuperado casi por completo. Tengo órdenes estrictas de no levantar pesos superiores a quince kilos sin ayuda, pero tengo un montón de excelentes chicos en mi clase de tercero, que me prestan toda la ayuda que necesito.
He vuelto varias veces a aquel tramo de carretera en mi nuevo Acura. En una ocasión incluso me detuve, y tras comprobar que la carretera estaba desierta, meé sobre el lugar en que creía que se hallaba la tumba. No obstante, apenas salió nada, pese a que sentía la vejiga llena, y al regresar no cesé de mirar por el retrovisor. Tenía la extraña idea de que Dolan se incorporaría en el asiento posterior, con la piel convertida en una máscara de color canela, tirante sobre el cráneo como la piel de una momia, con los ojos y el Rolex relucientes.
Fue la última vez que pasé por la 71. Ahora tomo la autopista cada vez que tengo que dirigirme al oeste.
¿Y Elizabeth? Al igual que Dolan, ha enmudecido. Lo cierto es que es un alivio.

Cuento :"Ellos" de Rudyard Kipling

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Esta es un relato fantástico del autor inglés Rudyard Kipling: "Ellos"...




(Para Móvil) 
 
Un paisaje me llevaba a otro; desde la cima de una colina hasta la siguiente, a través del campo, y como frente a algún problema no podía hacer otra cosa que no fuera el avanzar una palanca hacia adelante, dejé que el terreno fluyera bajo mis ruedas. Los campos sembrados de huertos del Este, dieron paso al tomillo, las encinas y la hierba de las tierras bajas, y éstas dieron paso a su vez a los ricos campos de grano e higueras de la costa inferior, desde donde se puede contemplar lo mejor de la marea, a mano izquierda, a lo largo de casi veinticinco kilómetros; y cuando, finalmente, giré hacia el interior a través de un grupo de colinas redondeadas y de bosques, ya había dejado atrás las partes conocidas. Más allá de ese preciso caserío, apadrinado por la capital de los Estados Unidos, encontré pueblos escondidos donde las abejas, los únicos seres despiertos, zumbaban en los tilos de casi veinticinco metros de altura que sobresalían por encima de grises iglesias normandas, con milagrosos arroyuelos deslizándose bajo puentes de piedra construidos para soportar un tráfico mucho más pesado del que jamás les volverían a molestar; graneros para el diezmo, mucho más grandes que sus iglesias, y una vieja herrería, que ponía de manifiesto cómo habían sido en otros tiempos las residencias de los Caballeros del Temple. Encontré a unos gitanos en un campo comunal donde crecían las aulagas y los brezos pugnaban por abrirse paso, junto con un kilómetro y medio de camino romano, y un poco más allá molesté a una zorra roja que echó a correr como un perro bajo la desnuda luz del sol.
A medida que las colinas boscosas se fueron cerrando a mi alrededor me levanté en el coche para orientarme hacia esas tierras bajas cuyo principio está señalado con un mojón, el único en casi ochenta kilómetros a través de los campos bajos. Pensé que la configuración del terreno me llevaría a través de alguna carretera que, en dirección al oeste, llegaría hasta sus pies, pero no tuve en cuenta la confusión desorientadora de los bosques. Un giro rápido me precipitó primero hacia un desmonte verde rebosante de líquida luz solar, y después hacia un tenebroso túnel donde las hojas muertas del año anterior susurraron y se agitaron alrededor de los neumáticos. El ramaje de los fuertes avellanos que se elevaban sobre mi cabeza no había sido cortado durante, por lo menos, un par de generaciones, y ningún hacha había ayudado a los robles y hayas cubiertos de musgo a sobresalir por encima de ellos. Aquí, la carretera cambió claramente en una vereda alfombrada sobre cuyo terciopelo marrón surgían las matas de primavera, como si fueran de jade y unas pocas y achacosas campánulas azules de tallo blanco se mecían juntas. Aprovechando la cuesta abajo, apagué el motor y me deslicé sobre las hojas que formaban rápidos remolinos, esperando encontrarme en cualquier momento con un guardabosque, pero sólo escuché a un arrendajo, allá lejos, disputando con el silencio, bajo la luz crepuscular de los árboles.
El camino seguía descendiendo. Estaba a punto de frenar y retroceder haciendo marcha atrás antes de que pudiera terminar metido en algún terreno pantanoso, cuando vi la luz del sol a través de la maraña que se extendía ante mí, y quité el pie del freno.
Volví a bajar inmediatamente. En el momento en que la luz me dio en la cara, mis ruedas delanteras pisaron el césped de un gran prado silencioso, del que saltaron caballeros de tres metros y pico de altos, con las lanzas en ristre, monstruosos pavos reales y brillantes damas de honor, de cabeza redondeada... —azul, negra y reluciente—, formado todo ello por tejos podados. En uno de los extremos del prado —los bosques arreglados la vencían por tres lados—, había una casa antigua, de piedras cubiertas de liquen y desgastadas por el tiempo, con ventanas divididas con parteluces y cubierta de tejas rosadas. Estaba flanqueada por muros semicirculares, también rosados, que cerraban el prado por el cuarto lado, y a sus pies se elevaba un matorral de boj, de la altura de un hombre. En el tejado, había palomas alrededor de las chimeneas de ladrillo delgado, y capté la visión fugaz de un palomar octogonal situado detrás de la pared protectora.
En aquel momento, me detuve; la lanza verde de uno de los caballeros me dio en el pecho; contuve la respiración ante la extraordinaria belleza de esta joya, situada en aquel lugar.
«Si no soy despachado por intruso, o si este caballero no se lanza al galope contra mí —pensé—, Shakespeare y la reina Isabel, por lo menos, deben surgir ahora de esa puerta semiabierta del jardín para invitarme a tomar el té.»
Un niño apareció en una ventana superior y creí que aquel pequeño ser me saludaba amistosamente con una mano. Pero eso fue para llamar a un compañero, pues no tardó en aparecer otra cabeza. Entonces escuché una risa entre los tejos, similares a pavos reales, y volviéndome para asegurarme (hasta entonces sólo había estado observando la casa), vi la plata de una fuente detrás de un seto, que se elevaba contra el sol. Las palomas del tejado arrullaban, lo mismo que el agua; pero entre aquellas dos notas, capté la feliz risita de un niño absorto en alguna pequeña travesura.
La puerta del jardín —una pesada hoja de roble profundamente hundida en la espesura del muro— se abrió aún más: una mujer, con un gran sombrero de hortelana, puso lentamente su pie sobre el escalón de piedra desgastado por el tiempo y avanzó también con lentitud por el prado. Estaba pensando en alguna disculpa cuando ella levantó la cabeza y me di cuenta de que era ciega.
—Le he oído —me dijo—. ¿No es eso un vehículo a motor?
—Me temo que me he equivocado al tomar el camino. Tendría que haber dado la vuelta mucho antes... Nunca pensé... —empecé a decir.
—¡Pero si me alegra mucho que haya venido! Es muy divertido que un coche haya entrado en el prado. Será un placer extraordinario —se volvió e hizo como si mirara a su alrededor—. ¿No... no habrá visto quizá a alguien?
—Nadie con quien hablar, pero los niños parecían sentirse interesados, al menos a cierta distancia.
—¿Qué?
—Acabo de ver a un par de ellos en la ventana, y creo que escuché una pequeña risita allá al fondo.
—¡Oh, qué suerte la suya! —exclamó, iluminándosele el rostro—. Yo les oigo, desde luego, pero eso es todo. ¿Les ha visto y les ha escuchado?
—Sí —contesté—, y si sé algo de niños, creo que uno de ellos se lo está pasando estupendamente junto a esa fuente. Me imagino que habrá burlado la vigilancia.
—¿Le gustan a usted los niños?
Le di una o dos buenas razones por las que no tenía ningún motivo para odiarles.
—Desde luego, desde luego —admitió ella—. Entonces lo comprenderá. Entonces no pensará que es una tontería si le pido que lleve su coche una o dos veces a través del prado... con bastante lentitud. Estoy segura de que les encantará verlo. Ven tan pocas cosas, los pobres. Una trata de hacer su vida agradable, pero... —extendió las manos hacia los bosques—-. Estamos tan alejados del mundo, aquí.
—Será espléndido —dije—, pero no puedo aplastar su hierba.
—Espere un minuto —dijo, volviendo el rostro hacia la derecha—. Estamos en la puerta que da al sur, ¿verdad? Detrás de esos tejos hay un camino empedrado. Le llamamos el Camino de los Tejos. No puede usted verlo desde aquí, según me dicen, pero si se introduce por la esquina del bosque, puede doblar en el primer tejo que vea y llegar al camino empedrado.
Era un verdadero sacrilegio despertar aquella casa de ensueño con el estruendo de la maquinaria, pero hice avanzar el coche por el borde del prado y a lo largo del bosque y di la vuelta en el amplio camino de piedra donde estaba el gran cuenco de la fuente, como si fuera un zafiro estrellado.
—¿Puedo ir yo también? —me preguntó la mujer—. No, por favor, no me ayude. Les gustará mucho más si me ven.
Fue tanteando su camino ligeramente hasta llegar frente al coche y, con un pie en el guardabarros, gritó:
—¡Niños! ¡Eh, niños! ¡Mirad lo que va a ocurrir!
La voz hubiera sido capaz de arrancar a las almas perdidas del infierno por el ansia que se percibía bajo su dulzura, y no me sorprendió nada escuchar un grito por respuesta detrás de los tejos. Tuvo que haber sido el niño que se encontraba junto a la fuente, y que echó a correr ante nuestra proximidad, dejando un pequeño barco de juguete en el agua. Vi el destello de su blusa azul por entre los caballeros inmóviles.
Muy decididos, avanzamos con el coche a lo largo de todo el camino y, ante su petición, volvimos a retroceder. En esta ocasión, el niño se había librado ya de lo peor de su pánico, aunque aún se mantenía alejado y en actitud incierta.
—El pequeño nos está observando —dije—. Me pregunto si le gustaría dar un paseo.
—Aún son muy tímidos. Muy tímidos. Pero ha sido una suerte que les haya podido ver. Escuchemos.
Detuve inmediatamente el motor y el húmedo silencio, cargado con el susurrar del boj, se nos metió muy adentro. Pude escuchar las tijeras de algún hortelano que estaba podando; un zumbido de abejas y de voces rotas, que muy bien podrían haber sido las palomas.
—¡Oh, qué poco amables! —exclamó ella, con fatiga.
—Quizá sólo se sienten tímidos a causa del motor. La niña pequeña que está en la ventana parece sentirse tremendamente interesada.
—¿Sí? —elevó la cabeza—. Ha sido un error por mi parte decir eso. Se sienten realmente orgullosos de mí. Es la única cosa por la que vale la pena vivir... cuando se sienten orgullosos de una, ¿verdad? No me atrevo a pensar cómo sería este lugar sin ellos. Y, a propósito, ¿es bonito?
—Creo que es el lugar más hermoso que he visto jamás.
—Así me lo dicen. Yo lo puedo sentir, desde luego, pero eso no es exactamente lo mismo.
—Entonces, ¿nunca ha...? —empecé a preguntar, pero me detuve, avergonzado.
—No, al menos que yo pueda recordar. Todo sucedió cuando sólo tenía unos pocos meses. Eso es lo que me dicen. Y, sin embargo, tengo que recordar algo, puesto que de otro modo no podría soñar colores. Veo luz en mis sueños, y también colores, pero nunca los veo. Únicamente los escucho, tal y como hago cuando estoy despierta.
—Resulta difícil ver los rostros en sueños. Algunas personas pueden hacerlo, pero la mayor parte de nosotros no poseemos ese don —comenté, mirando hacia la ventana, donde se encontraba la niña, aunque ocultándose.
—Eso también lo he oído decir antes —dijo ella—. Y ellos me dicen que una nunca ve en un sueño el rostro de una persona muerta, ¿Es eso cierto?
—Creo que sí... ahora que lo pienso.
—¿Pero a usted cómo le sucede... a usted mismo? —los ojos ciegos se volvieron hacia mí.
—Nunca he visto los rostros de mis muertos en ningún sueño —contesté.
—Entonces, eso debe ser tan malo como ser ciego.
El sol desapareció por detrás de los bosques y las largas sombras se iban apoderando de los insolentes caballeros, uno tras otro. Vi cómo la luz moría, desapareciendo del extremo de una brillante lanza y todo el luminoso verde adquirió un tono suavemente oscuro. La casa, aceptando el final de otro día, como había aceptado otros muchos miles, pareció asentarse más profundamente en sus fundamentos, entre las sombras.
—¿Lo ha deseado alguna vez? —preguntó ella después de un silencio.
—Sí, a veces mucho —contesté.
La niña dejó la ventana cuando las sombras se cernieron sobre ella.
—¡Ah! Yo también. Pero no creo que esté permitido... ¿Dónde vive usted?
—Al otro lado del condado... a más de noventa kilómetros de aquí, y tengo que regresar. He venido sin las luces largas.
—Pero todavía no es de noche. Lo puedo sentir.
—Me temo que lo será para cuando regrese a casa. ¿Puede prestarme a alguien que me muestre antes el camino? Creo que me he perdido por completo.
—Enviaré a Madden con usted hasta el cruce. Estamos tan alejados del mundo que no me sorprende que se haya perdido. Le conduciré hasta la casa, pero irá despacio, ¿verdad?, al menos hasta que haya salido del prado. No es nada tonto, ¿no cree?
—Le prometo que iré despacio —dije, y dejé que el coche se deslizara lentamente por el camino empedrado.
Rodeamos el ala izquierda de la casa, cuyos canalones de plomo ya valían la pena, lo suficiente como para viajar todo un día para verlos; pasamos bajo una gran puerta rodeada de rosales en la pared roja y fuimos dando la vuelta hacia la elevada fachada de la casa, cuya belleza y majestuosidad superaron con mucho todas las que ya había visto.
—¿Es todo tan bonito? —me preguntó melancólicamente cuando escuchó mis exclamaciones de admiración—. ¿Le gustan también las figuras de plomo? Detrás está el viejo jardín de azaleas. Ellos dicen que este lugar debe haber sido construido para los niños. ¿Me ayudará usted a bajar, por favor? Me gustaría poder acompañarle hasta el cruce, pero no debo dejarles. ¿Eres tú, Madden? Quiero que le enseñes a este caballero el camino, hasta llegar al cruce. Se ha perdido, pero... les ha visto.
Un mayordomo apareció sin hacer ningún ruido ante el milagroso y viejo roble que debe ser llamado la puerta frontal, y se deslizó a un lado para ponerse el sombrero. Ella se quedó de pie, mirándome con unos ojos azules abiertos en los que no había visión y, por primera vez, me di cuenta de lo hermosa que era.
—Recuerde —me dijo con tranquilidad—, si le gustan a usted, volverá de nuevo —y desapareció en el interior de la casa.
Ya en el coche, el mayordomo no dijo nada hasta que nos encontramos cerca de las puertas de salida donde, .al percibir el destello fugaz de una blusa azul entre unos arbustos, di un amplio viraje para que el diablo que impulsa hacia el juego a todos los niños pequeños no terminara por convertirme en un infanticida.
—Perdóneme —me preguntó de repente—, pero ¿por qué ha hecho éso, señor?
—Por aquel niño.
—¿Por nuestro joven caballero de azul?
—Claro.
—Corre bastante de un lado a otro. ¿Le ha visto junto a la fuente, señor?
—¡Oh, sí! Varias veces. ¿Giramos aquí?
—Sí, señor. ¿Y le ha visto también arriba?
—¿En la ventana de arriba? Sí.
—¿Fue eso antes de que la señora se acercara a usted para hablarle, señor?
—Sí, un poco antes. ¿Qué es lo que quiere saber?
Guardó un momento de silencio.
—Sólo quería asegurarme de que... ellos habían visto el coche, porque con los niños corriendo de un lado a otro, y aunque estoy seguro de que usted conduce con mucho cuidado, se puede producir un accidente. Eso era todo, señor. Aquí está el cruce. A partir de ahora, ya no puede equivocarse de camino. Gracias, señor, pero no es nuestra costumbre, no con...
—Le ruego me disculpe —dije, guardándome la moneda inglesa.
—¡Oh! Es bastante correcto hacerlo con los demás, como una costumbre. Adiós, señor.
Se retiró hacia la torreta blindada de su casta, y se marchó. Evidentemente, era un mayordomo cuidadoso con el honor de su casa e interesado en los niños, probablemente a través de una niñera.
Una vez detrás de las señales de tráfico del cruce, miré hacia atrás, pero las colinas se entrelazaban tan celosamente, que no pude distinguir dónde se encontraba la casa. Cuando pregunté su nombre en una granja situada junto a la carretera, la gruesa mujer que vendía dulces allí me dio a entender que los propietarios de automóviles tenían poco derecho a la vida... y mucho menos a «ir por ahí hablando como gente importante». Evidentemente, no formaban una comunidad de actitudes agradables.
Aquella noche, cuando volví a trazar la ruta seguida en el mapa, fui un poco más cuidadoso. La Vieja Granja de Hawkin parecía ser el título de reconocimiento del lugar, y la vieja Gaceta Campesina, generalmente tan amplia, no aludía a ella. La gran casa de aquella parte era Hodnington Hall, estilo georgiano, con adornos del primer estilo Victoriano, como atestiguaba un atroz grabado en acero. Transmití mi dificultad a un vecino —una persona profundamente enraizada en aquellos lugares—, y me dio el nombre de una familia que no tuvo ningún significado para mí.
Aproximadamente un mes después... volví, aunque puede que fuera el coche el que tomó aquella carretera por voluntad propia. Recorrió las estériles tierras bajas, sintiendo como una amenaza cada uno de los giros del complicado laberinto de veredas situadas bajo las colinas, atravesó los altos bosques, impenetrables cuando están en pleno florecimiento. Llegó hasta el cruce donde me dejara el mayordomo y un poco más allá presentó un problema interno que me obligó a detenerlo al borde del camino, cubierto de hierba, que penetraba en el bosque de avellanos, silencioso en el verano. Por lo que podía cotejar a través del sol y del gran mapa ampliado que llevaba, éste debía ser el camino que cruzaba aquel bosque y que era el que había visto primero desde las alturas. Me tomé la cuestión de las reparaciones como algo muy serio, saqué mi reluciente y recién comprada caja de reparaciones, las llaves inglesas, la bomba y otras cosas similares, que extendí ordenadamente sobre una manta de viaje. Era una trampa destinada a atraer a los niños, pues en un día como aquél suponía que los niños no estarían muy lejos. Me detuve en mi trabajo y escuché, pero el bosque estaba tan repleto de ruidos de verano (aunque las aves ya se habían apareado) que al principio no pude distinguir los ruidos de los pequeños y cautelosos pasos que avanzaban furtivamente sobre las hojas muertas. Toqué entonces el claxon, de una forma atractiva, pero los pasos huyeron y me arrepentí de haberlo hecho. Así pues, para un niño, un sonido repentino produce un verdadero terror. Tuve que haber permanecido trabajando durante una media hora cuando, de pronto, escuché en el bosque la voz de la mujer ciega, que gritaba:
—¡Niños, oh niños! ¿Dónde estáis?
Y el silencio se cerraba después lentamente sobre la perfección de aquel grito. Ella se fue acercando a mí, medio tanteando su camino por entre los troncos de los árboles, y aunque había un niño cerca, se metió por entre el follaje como un conejo en cuanto ella se acercó un poco más.
—¿Eres tú? —preguntó—. ¿El que viene del otro lado del condado?
—Sí, soy el que viene del otro lado del condado —contesté.
—Entonces, ¿por qué no has venido por los bosques de arriba? Ellos estaban allí en estos momentos.
—Estaban por aquí hace unos pocos minutos. Esperaba que se dieran cuenta de que mi coche se había estropeado y vinieran a ver lo que pasaba.
—Supongo que no será nada serio, ¿verdad? ¿Cómo se pueden estropear los coches?
—De cincuenta formas diferentes. Pero el mío parece haber elegido el número cincuenta y uno.
Se echó a reír alegremente ante la pequeña broma y se llevó el sombrero hacia atrás.
—Permítame escuchar —me pidió.
—Espere un momento —gritó—. Le traeré un cojín.
Colocó un pie sobre la manta de viaje, toda cubierta de repuestos, y se inclinó, ansiosamente.
—¡Qué cosas tan deliciosas! —las manos a través de las cuales veía, brillaban a la débil luz del sol—. Una caja aquí... ¡otra caja! ¿Por qué las ha colocado todas como si estuviera en una tienda?
—Confieso ahora que las he puesto así para atraer a los niños. En realidad, no necesito ni la mitad de esas cosas.
—¡Qué bonito por su parte! He escuchado su claxon cuando me encontraba en el bosque de arriba. ¿Dice que estuvieron por aquí?
—Estoy seguro. ¿Por qué son tan tímidos? Ese pequeño niño vestido de azul, que estaba cerca deusted hace un momento, tendría que haber superado ya su timidez. Me ha estado observando como un piel roja.
—Tiene que haber sido su claxon —dijo ella—. Cuando bajaba hacia aquí, escuché a uno de ellos pasando por mi lado, y parecía tener problemas. Son muy tímidos... incluso conmigo —volvió el rostro, por encima del hombro, y gritó de nuevo—: ¡Niños! ¡Oh, niños! ¡Mirad y venid a ver esto!
—Tienen que haberse marchado a sus propios asuntos —le sugerí yo, pues detrás de nosotros se produjo un murmullo de voces bajas, rotas por las repentinas risitas propias de la infancia.
Volví a mi faena, mientras ella se inclinaba hacia adelante, con la mejilla en la mano, escuchando interesadamente.
—¿Cuántos son? —pregunté al fin.
Ya había terminado la reparación, pero no veía ninguna razón para marcharme.
Su frente se arrugó un poco, como si estuviera haciendo un pequeño esfuerzo por pensar.
—No lo sé muy bien —dijo, simplemente—. A veces más... otras veces menos. Vienen y se quedan conmigo porque yo les quiero, ¿comprende?
—Eso debe ser muy bonito —dije, colocando en su sitio una de las cajas, y mientras hablaba me di cuenta de la necedad de mi contestación.
—No... no se estará riendo de mí, ¿verdad? —preguntó, elevando el tono de su voz—. Yo... no tengo ninguno propio. No me casé nunca. A veces, la gente se ríe de mí a causa de ellos porque... porque...
—Porque son salvajes —dije yo—. No hay nada de qué reírse. Lo único que hacen en sus vidas es reírse de todo lo que ven.
—No lo sé. ¿Cómo iba a saberlo? Lo único que no me gusta es que se rían de mí a causa de ellos. Eso duele. Y cuando una no puede ver... No quiero parecer tonta —su mejilla se estremeció como la de un niño, al decir—: Pero creo que nosotros, los ciegos, sólo tenemos una piel. Todo lo del exterior choca directamente contra nuestras almas. Con ustedes, eso es diferente. Tienen buenas defensas en sus ojos... mirando al exterior... antes de que nadie pueda realmente causarles algún daño en el alma. La gente suele olvidar eso con nosotros.
Guardé silencio, reflexionando sobre aquella cuestión inagotable... la algo más que heredada brutalidad de los cristianos (pues también se la enseña cuidadosamente), frente a la que el simple paganismo del negro de la costa occidental es algo limpio y moderado. Aquellos pensamientos me llevaron a una gran distancia de mí mismo.
—¡No haga eso! —gritó ella de repente, poniéndose las manos delante de los ojos.
—¿Qué?
Ella hizo un gesto con la mano.
—¡Eso! Es... es todo morado. ¡No lo haga! Ese color duele.
—Pero ¿cómo diablos conoce usted los colores? —pregunté, pues había descubierto una revelación en sus palabras.
—¿Los colores como colores? —preguntó ella.
—No. Esos colores que acaba de ver ahora.
—Lo sabe usted tan bien como yo —contestó, sonriendo—. De otro modo, no habría hecho esa pregunta. No están en absoluto en el mundo. Están en usted... cuando se enfada tanto.
—¿Quiere usted decir una mancha oscura, como el vino tinto mezclado con tinta? —pregunté.
—No he visto nunca ni el vino tinto ni la tinta, pero los colores no están mezclados. Son separados... están todos separados.
—¿Quiere usted decir como rayas y cintas que atraviesan el morado?
—Sí... —asintió ella—, sí, son así —y trazó un movimiento de zigzagueo con el dedo—. Pero es todo más rojo que morado... ese mal color.
—¿Y cómo son los colores en la parte superior de... lo que usted ve?
Ella se adelantó lentamente y trazó sobre la manta de viaje la figura de un huevo.
—Los veo así —dijo, señalando después con una brizna de hierba—, blanco, verde, amarillo, rojo, morado, y cuando la gente está enfadada o se siente mal, el negro a través del rojo... tal y como estaba usted ahora.
—¿Quién le dijo algo sobre todo esto... quiero decir quién fue la primera persona que se lo dijo? —pregunté.
—¿Sobre los colores? Nadie. Solía preguntar por los colores cuando era pequeña... en los tapetes, las cortinas, las alfombras... porque algunos colores me duelen y otros me hacen feliz. La gente me lo decía y cuando crecí fue así como empecé a ver a la gente —y volvió a trazar los contornos del huevo, que muy pocos de nosotros podemos ver.
—¿Y todo eso por usted misma? —volví a preguntar.
—Todo por mí misma. No había nadie más. Sólo más tarde descubrí que otras personas no veían los colores.
Se apoyó sobre el tronco de un árbol, trenzando y destrenzando las briznas de hierba que arrancaba. Los niños se habían acercado más, aunque continuaban en el bosque. Les podía ver por el rabillo del ojo, jugueteando como ardillas.
—Ahora estoy segura de que nunca se reirá de mí —dijo ella, después de un largo silencio—. Ni tampoco de ellos.
—¡Por Dios! ¡No! —grité, sacudiendo la continuidad de mis pensamientos—. Un hombre que se ríe de un niño es un bárbaro... a menos que el niño también se esté riendo.
—No quería decir eso, desde luego. Nunca se ha reído usted de los niños, pero creí... pensé... que quizá se podría haber reído de ellos. Así es que ahora le pido perdón... ¿De qué se va a reír ahora?
Yo no había producido ningún sonido, pero ella lo sabía.
—De su petición de perdón. Si hubiera usted cumplido con su deber como pilar del Estado y como propietaria de tierras, tendría que haberme arrojado por intruso el otro día, cuando penetré por ente sus bosques. Fue algo inexcusable por mi parte.
Ella levantó la cabeza hacia mí, apoyándola contra el tronco del árbol... y permaneció así obstinadamente, durante largo rato... esta mujer capaz de ver el alma desnuda.
—¡Qué curioso! —medio susurró, casi para sí misma—. ¡Qué curioso es!
—¿Por qué? ¿Qué he hecho?
—No comprende... Y, sin embargo, comprendió usted lo de los colores. ¿Entiende ahora?
Habló con una pasión que no estaba justificada por nada, y yo la observé, desconcertadamente, mientras se levantaba. Los niños se habían reunido detrás de unas grandes zarzas. Una cabeza brillante se inclinaba sobre otra algo más pequeña y la posición de los pequeños hombros me dio a entender que tenían los dedos en los labios. Ellos también tenían algún tremendo secreto infantil. Únicamente yo me encontraba desamparadamente extraviado bajo la luminosa luz del sol.
—No —dije y sacudí la cabeza en sentido negativo, como si los ojos muertos pudieran percibir el movimiento—. Sea lo que fuere, no lo entiendo aún. Quizá lo comprenda más tarde... si me permite usted volver.
—Volverá usted —comentó ella—. Estoy segura de que volverá y andará por entre el bosque.
—Quizá para entonces los niños ya me conozcan lo bastante como para dejarme jugar con ellos... como una especie de favor. Ya sabe usted cómo son los niños.
—No es una cuestión de favor, sino de derecho —replicó la mujer.
Mientras me estaba preguntando lo que significaba aquello, una mujer desmelenada dobló el recodo del camino, con el pelo suelto, el rostro amoratado, casi dando mugidos de dolor mientras corría. Se trataba de mi ruda y querida amiga gruesa que vendía dulces. La mujer ciega la escuchó y avanzó, preguntando:
—¿Qué ocurre, Mrs. Madehurst?
La mujer se llevó el delantal a la cabeza y se arrojó literalmente al suelo, gritando y diciendo que su nieto estaba enfermo de muerte, que el doctor de la localidad se había marchado a pescar, que Jenny, la madre, estaba a punto de volverse loca; repetía una y otra vez todo lo que decía, entre grandes gritos.
—¿Dónde vive el médico más cercano? —pregunté, muy agitado.
—Madden se lo dirá. Vaya a la casa y lléveselo consigo. Yo atenderé esto. ¡Dése prisa!
La ciega recogió a la mujer gruesa y la llevó hacia la sombra. Dos minutos después yo estaba haciendo sonar todas las trompetas de Jericó ante la fachada de la Casa Hermosa, y Madden, que se encontraba en la despensa, estuvo a punto de sufrir una crisis corno mayordomo y como hombre.
Después de viajar durante un cuarto de hora a velocidades prohibidas, encontramos a un médico a unos diez kilómetros de distancia. Al cabo de media hora le dejamos en la puerta de la tienda de dulces, y salimos a la carretera para esperar el veredicto.
—Los coches son cosas muy útiles —comentó Madden, sintiéndose hombre y no mayordomo—. De haber tenido uno cuando mi hija se puso enferma, no habría muerto.
—¿Cómo ocurrió? —le pregunté.
—Difteria. Mi esposa estaba fuera. Nadie sabía bien lo que hacer. Recorrí quince kilómetros en un camión que me recogió hasta encontrar a un médico. Cuando regresamos, la niña ya había sufrido un colapso. Este coche la hubiera salvado. Ahora tendría cerca de diez años.
—Lo siento —dije—. Por lo que me dijo el otro día, mientras me enseñaba el camino de regreso al cruce, pensé que le gustaban mucho los niños.
—¿Les ha vuelto a ver... esta mañana?
—Sí, pero parecen bien protegidos contra los coches. No conseguí que ninguno de ellos se acercara a menos de veinte metros de distancia.
Me observó cuidadosamente, del mismo modo en que un explorador podría observar a una persona extraña... y no como un sirviente elevando sus ojos hacia su superior.
—Me pregunto por qué —dijo, dejando que su voz se elevara apenas sobre su respiración.
Esperamos. Una ligera brisa procedente del mar subió y bajó a lo largo de los cortafuegos de los bosques, y las hierbas del camino, bloqueadas ya por el polvo del verano, se elevaron y se inclinaron en oleadas amarillentas.
Una mujer, quitándose las pequeñas burbujas de jabón de los brazos, se acercó a la tienda, procedente de la granja contigua.
—He estado escuchando en elpatio de atrás —dijo alegremente—. Resulta que Arthur está muy mal. ¿Acaban de oírle gritar? Está muy mal. Recuerdo que la próxima semana le toca a Jenny pasear por el bosque, Mr. Madden.
—Perdóneme, señora, pero... se está usted confundiendo —dijo Madden respetuosamente.
La mujer le miró asombrada, balbució unas palabras de disculpa y se marchó apresuradamente.
—¿Qué quiere decir con eso de «pasear por el bosque» —pregunté.
—Debe tratarse de alguna frase hecha que utilizan por ahí. Yo soy de Norfolk —dijo Madden—. En este condado son gente muy independiente. Le ha confundido a usted con un chófer.
Vi al doctor que en aquellos momentos salía de la casa, seguido de una muchacha que arrastraba los pies, y que colgaba de su brazo como si él pudiera acordar por ella un pacto con el diablo.
—Eso —decía ella—, ellos son para nosotros tanto como si hubieran nacido legalmente. Tanto... tanto. Y Dios estará tan contento si le salva, doctor. No se lo lleve de mi lado. Miss Florence le dirá exactamente lo mismo. ¡No le deje, doctor!
—Lo sé, lo sé —dijo el hombre—, pero ahora estará tranquilo durante un rato. Conseguiremos la enfermera y la medicina con la máxima rapidez que podamos.
Me hizo señas para que avanzara con el coche y sentí no haber estado enterado de lo que iba a seguir. Pero vi el rostro de la muchacha, encogido y helado por el dolor, y sentí la mano, sin ningún anillo, que se agarró a mis rodillas cuando nos marchamos.
El médico era un hombre de buen humor, pues recuerdo que puso mi coche bajo el juramento de Esculapio, y utilizó, tanto el vehículo como a mí mismo, sin piedad alguna. Primero llevamos allí a Mrs. Madehurst y a la mujer ciega para que esperaran junto al lecho del enfermo hasta que llegara la enfermera. Después invadimos una pequeña y limpia ciudad del condado para buscar medicinas (el médico decía que se trataba de una meningitis cerebro-espinal), y cuando el Instituto Médico del condado, flanqueado por un mercado de ganado, informó que no disponía de enfermeras por el momento, nos lanzamos literalmente a recorrer todo el condado. Conferenciamos con los propietarios de grandes casas —magnates que vivían al extremo de avenidas bordeadas de árboles y cuyas mujeres de buen esqueleto se levantaban de las mesas donde estaban tomando el té para escuchar al imperioso doctor. Finalmente, una señora de pelo blanco, sentada bajo un cedro del Líbano, y rodeada por una corte de magníficos perros —todos ellos hostiles a los motores—, entregó al doctor órdenes escritas, que éste recibió como si de una princesa se tratara, y que llevamos a muchos kilómetros de distancia, a toda velocidad, a través de un parque, hasta llegar a un convento de monjas francesas, donde, a cambio de los papeles escritos, recibimos a una hermana temblorosa, de rostro pálido. Ella se arrodilló, rezando sus oraciones sin pausa alguna, cortadas únicamente por breves observaciones del médico, hasta que llegamos una vez más a la tienda de dulces. Había sido una tarde muy larga, plagada de terribles episodios que surgían y se disolvían como el polvo de nuestras ruedas; intersecciones de vidas remotas e incomprensibles a través de las cuales pasamos en ángulo recto; y me marché a casa al anochecer, agotado, para soñar con los cencerros del ganado; monjas de ojos redondos andando por un jardín lleno de tumbas; agradables reuniones donde se tomaba el té bajo la sombra de los árboles; los pasillos pintados de gris, que olían a ácido carbólico, del Instituto Médico; los pasos de unos niños tímidos en el bosque, y las manos que se agarraron a mis rodillas en cuanto empezó a zumbar el motor.
Tenía la intención de volver uno o dos días después, pero quiso el destino mantenerme apartado de aquella zona del condado, mediante numerosos pretextos, hasta que los saúcos y las rosas silvestres ya habían florecido. Amaneció finalmente un día brillante, con la claridad extendiéndose desde el sudoeste, lo que hacía que las colinas parecieran encontrarse al alcance de la mano... un día de aire inestable y de nubes altas y diáfanas. Aunque no había hecho ningún mérito propio, me encontraba libre, así es que puse el coche en marcha dirigiéndome por tercera vez hacia aquella carretera, ya conocida. Al llegar a la cresta de las colinas de las tierras bajas, sentí el cambio de aire, mucho más suave, como satinado bajo el sol; mirando hacia el Canal vi cómo en aquel instante el azul del mar cambiaba y adquiría un tono plateado pulido que terminó por convertirse en un color de acero opaco. Un mercante empezaba a alejarse de la costa, buscando aguas más profundas, y vi cómo las velas se elevaban una tras otra sobre la flota de pesca anclada. Por detrás de mí un repentino remolino de aire bramó a través de los protegidos robles, arrojando de ellos las primeras hojas del otoño. Cuando llegué a la carretera de la playa, la neblina marina humeaba sobre los muelles, mientras que la superficie del mar era agitada por el ventarrón. En menos de una hora desapareció el verano inglés, convirtiéndose en una cosa fría y gris. Volvíamos a ser la isla cerrada del norte, con todas las naves del mundo bramando ante nuestras peligrosas puertas; y por entre sus gritos se escuchaban los graznidos de las gaviotas. Mi capa se humedeció, los pliegues de la manta de viaje recogieron el agua en pequeños charcos o la desviaron en diminutos riachuelos, y la salinidad del mar se pegó a mis labios.
Tierra adentro, el olor del otoño cargaba la espesa niebla suspendida de los árboles y el goteo se convirtió en una lluvia continua. Sin embargo, las flores tardías —las malvas, escabiosas y dalias— se mostraban alegres en medio de la humedad y, aparte de la respiración salinosa del mar, había pocos signos de decaimiento en las hojas. En los pueblos, las puertas de las casas aún permanecían abiertas y los niños, de cabeza rapada, permanecían sentados sobre los escalones de las puertas para burlarse de los extraños.
Me atreví a llamar a la tienda de dulces, donde Mrs. Madehurst se encontró conmigo, mostrando las lágrimas acogedoras de una mujer gruesa. El hijo de Jenny, me dijo, había muerto dos días después de la llegada de la monja. Ella creía que era mejor de esa manera, pues ni siquiera las empresas de seguros estaban dispuestas a asegurar una vida tan aislada, por razones que ella no pretendía comprender.
—Después del primer año, Jenny no atendió a Arthur como si hubiera nacido adecuadamente... como la propia Jenny.
Gracias a miss Florence el niño había sido enterrado con una pompa que, en opinión de Mrs. Madehurst, ocultaba más que nada la pequeña irregularidad de su nacimiento. Me describió el ataúd, tanto por dentro como por fuera, el coche fúnebre de cristal y las hojas perennes que se arrojaron a la tumba.
—Pero ¿cómo está la madre? —pregunté.
—¿Jenny? ¡Oh, le pasará! Yo ya me he sentido así con uno o dos hijos míos. Lo superará. Ahora está paseando por el bosque.
—¿Con este tiempo?
—No sé, pero es como si abriera el corazón. Sí, abre el corazón. Eso es por lo que, a la larga, y según decimos nosotros, los que se marchan y los que llegan se parecen tanto.
La sabiduría de las esposas viejas es. mucho mayor que la de todos los padres juntos, y esta última frase me hizo pensar tanto mientras regresaba a la carretera, que casi tropecé con una mujer y un chiquillo situados en la esquina de la valla de maderasituada junto a las puertas de entrada a la Casa Hermosa.
—¡Un tiempo terrible! —dije, aminorando la velocidad para realizar el giro.
—No es tan malo —me contestó plácidamente desde la niebla—. Estamos acostumbrados a él. Creo que estará usted mejor dentro de la casa.
Dentro, Madden me recibió con una cortesía profesional y con amables preguntas sobre la salud del motor, que él se encargó de proteger, cubriéndolo.
Esperé en una sala silenciosa, del color de la nuez, adornada con flores y calentada con un delicioso fuego de madera... un lugar de influencia beneficiosa y de gran paz. (A veces, y después de un gran esfuerzo, los hombres y mujeres pueden conseguir un lugar adecuado donde descansar; pero la casa, que es su templo, no puede decir otra cosa más que la verdad sobre quienes han vivido en ella.) Un cochecito de niño y una muñeca se encontraban sobre el suelo blanco y negro, del que se había retirado una alfombra. Tuve la sensación de que los niños acababan de salir de allí a toda prisa —posiblemente para ocultarse en los numerosos recovecos de la gran escalera que subía firmemente, a partir de la sala, o para ocultarse a las miradas detrás de los leones y de las rosas esculpidas en la galería de arriba. Entonces, escuché su voz encima mío, cantando como puede cantar una ciega desde lo más profundo del alma:
En el agradable final del huerto
Y, ante aquella voz, regresó a mí toda la primera época del verano.
En el agradable final del huerto,
decimos que Dios bendice todas nuestras ganancias
 Pero si Dios bendijera todas nuestras pérdidas,
sería mejor para nuestro rango.
Dejó caer aquella afortunada quinta estrofa y repitió:
¡Sería mejor para nuestro rango!
La vi inclinarse sobre la galería, con sus manos unidas tan blancas como las perlas, contra la madera de roble.
—¿Es usted... el que viene desde el otro lado del condado? —me preguntó.
—Sí, soy yo... el que viene desde el otro lado del condado —le contesté, riendo.
—¡Cuánto tiempo ha pasado antes de que haya vuelto de nuevo! —dijo, bajando las escaleras, tocando ligeramente el pasamanos—. Hace ya dos meses y cuatro días. ¡El verano ha terminado!
—Quise haber venido antes, pero el destino me lo impidió.
—Lo sabía. Por favor, haga algo con ese fuego. No me dejan jugar con él, pero puedo sentir que se está apagando. ¡Remuévalo!
Miré a ambos lados de la profunda chimenea y sólo encontré un palo medio chamuscado, con el que aticé el fuego y coloqué sobre él un tronco negro.
—Nunca se apaga, ni de día ni de noche —dijo ella, a modo de explicación—. Para el caso de que alguien venga con los dedos de los pies fríos.
—Se está mucho mejor aquí dentro que fuera—murmuré.
La luz roja se derramaba a lo largo de los polvorientos paneles de madera, pulidos por el tiempo, hasta que las rosas Tudor y los leones de la galería adquirieron color y movimiento. Un viejo espejo convexo, rematado por un águila, captaba la imagen en su misterioso corazón, distorsionando las ya distorsionadas sombras, y doblando las líneas de la galería hasta convertirlas casi en las curvas de un navío. El día se iba apagando en medio del ventarrón, mientras los girones de niebla se deslizaban rápidamente. A través de los parteluces sin cortinas de la gran ventana, podía ver a los valientes caballeros del prado retroceder y recuperarse ante el viento, que les insultaba con legiones de hojas muertas.
—Sí, debe ser maravilloso —dijo ella—. ¿Quiere usted mirarlo desde arriba? ¿Aún queda luz suficiente?
La seguí por la impávida y amplía escalera hasta la galería, donde abrió unas delicadas puertas de estilo isabelino.
—¿Se da cuenta qué bajas han puesto las cerraduras por el bien de los niños? —me preguntó, abriendo una ligera puerta hacia dentro.
—Y, a propósito, ¿dónde están? —pregunté—. Hoy ni siquiera los he escuchado.
No me contestó enseguida. Después dijo:
—Sólo puedo escucharlos —contestó suavemente—. Esta es una de sus habitaciones... todo está preparado, como podrá ver.
Me señaló al interior de una habitación pesadamente enmaderada. Había allí mesas pequeñas y sillas para niños. Una casa de muñecas, con su parte delantera semiabierta, estaba situada frente a un gran caballo de cartón, desde cuyo estribo sólo quedaba muy poca distancia hasta el ancho asiento que había junto a la ventana, y desde donde se podía observar todo el prado. Un arma de juguete estaba en un rincón, junto a un atractivo cañón de madera.
—Seguramente, acaban de marcharse —susurré.
En la débil luz del atardecer, una puerta crujió cautelosamente. Escuché el susurro de un vestido y los ligeros pasos de unos pies... de unos pies que se movían rápidamente por la habitación de al lado.
—He oído eso —gritó ella triunfalmente—. ¿Lo ha escuchado usted? ¡Niños! ¡Oh, niños! ¿Dónde estáis?
La voz llenó las paredes hasta la última y perfecta nota, pero no se escuchó ninguna respuesta, tal y como había ocurrido en el jardín. Nos dirigimos apresuradamente a otra habitación con suelo de madera de roble; un paso arriba aquí, tres pasos abajo allí; cruzamos un verdadero laberinto de pasillos, siempre burlados por nuestras presas. Era como si estuviéramos tratando de explorar una madriguera con varias entradas, utilizando un solo hurón. Había innumerables refugios... nichos en las paredes, alféizares en las ventanas profundamente rajadas y ahora oscurecidas, rebasadas las cuales podían salir por detrás nuestro; y chimeneas abandonadas, con mampostería de dos metros de espesor, así como una verdadera maraña de puertas que se comunicaban. Pero, sobre todo, ellos disfrutaban de la penumbra en nuestro juego. Capté una o dos jocosas risitas de evasión, y en una o dos ocasiones más vi la silueta de un vestido infantil, reflejándose contra alguna ventana oscurecida, en el extremo de algún pasillo; pero regresamos a la galería con las manos vacías, en el instante en que una mujer de edad media estaba encendiendo una lámpara en su nicho.
—No, tampoco la he visto esta tarde, miss Florence —la escuché decir—, pero ese Turpin dice que la quiere ver en su cobertizo.
—¡Oh! Mr. Turpin debe querer verme con urgencia. Dígale que acuda al salón, Mrs. Madden.
Miré abajo, hacia el salón, cuya única luz era el fuego opaco, y por fin les pude ver en aquellas profundas sombras. Debían haber bajado hasta allí, sigilosamente, mientras les buscábamos por los pasillos, y ahora creían hallarse perfectamente ocultos detrás de una atractiva pantalla de cuero. Según todas las leyes infantiles, mi búsqueda inútil era tan buena como una presentación de mí mismo, pero como me había tomado tantas molestias, decidí forzarles a salir más tarde, mediante el simple truco, detestado por los niños, de aparentar que los ignoraba. Estaban cerca, en un pequeño montón; no eran más que sombras, excepto cuando alguna rápida llamarada permitía distinguir algún que otro contorno.
—Y ahora tomaremos el té —dijo ella—. Creo que tendría que habérselo ofrecido al principio, pero, de algún modo, no se acostumbra una a conservar las buenas formas cuando se vive sola y es considerada como alguien... hmmm... peculiar —después, con aquel mismo tono de burla, me preguntó—: ¿Quiere usted una lámpara?
—La luz del fuego es mucho más agradable.
Descendimos a la deliciosa penumbra y Madden nos trajo el té.
Coloqué mi silla en dirección a la pantalla, preparado para sorprender, o para ser sorprendido, según y como se desarrollara el juego. Después de solicitar su permiso, porque el fuego de una chimenea siempre es sagrado, me incliné hacia adelante para jugar con el fuego.
—¿Dónde consigue estos maravillosos haces de leña corta? —pregunté por decir algo—. ¡Pero cómo! ¡Si son cuentas de medición!
—Claro —replicó ella—. Como no puedo leer ni escribir, me veo obligada a utilizar las antiguas cuentas inglesas de medición para hacer mis propias cuentas. Déme uno de esos palos y le diré lo que significa.
Le entregué una estaca no quemada, de poco más de treinta centímetros de longitud, y ella recorrió las muescas con los dedos.
—Estas son las cuentas de la leche del mes de abril del año pasado, en galones —dijo—. No sé lo que hubiera hecho sin estas cuentas. Un viejo guardabosque me enseñó el sistema. Ahora ya está anticuado para todo el mundo; pero quienes me rodean lo respetan. Uno de los arrendatarios va a venir ahora a verme. ¡Oh! No importa. No tiene nada que hacer aquí fuera de las horas de oficina. Es un hombre avaro e ignorante... muy avaro o, de otro modo... no vendría aquí después de oscurecido.
—¿Quiere eso decir que tiene usted mucho terreno?
—Sólo unas ochocientas hectáreas, gracias a Dios, al menos de forma directa. Las otras dos mil cuatrocientas están arrendadas casi todas a la gente que conoció a mis padres antes que a mí, pero este Turpin es un hombre bastante nuevo... y un ladrón de caminos.
—Pero ¿está segura de que yo no debería...?
—Desde luego que no. Tiene usted todo el derecho a quedarse. El no tiene niños.
—¡Ah, los niños! —exclamé y deslicé mi silla baja hacia atrás de modo que casi toqué la pantalla que les ocultaba—. Me pregunto si saldrán para verme.
Se produjo un murmullo de voces —la de Madden y otra más profunda— junto a la puerta, baja y oscura, y en la sala penetró un gigante con el pelo de color rojo, cubierto con una capa, al modo inconfundible de los granjeros arrendatarios.
—Acérquese al fuego, Mr. Turpin —dijo ella.
—Sí... sí me permite, señora, estaré... estaré mejor aquí, junto a la puerta.
Al hablar, se sujetó al pomo de la puerta como un niño asustado. De repente, me di cuenta de que se hallaba afectado por un temor casi insuperable.
—¿Y bien?
—Sobre ese nuevo cobertizo para los animales jóvenes... eso era todo. Estas tormentas de primeros de otoño... pero volveré otra vez, señora —sus dientes no castañeteaban más de lo que temblaba el pomo de la puerta.
—Creo que no -—contestó ella sensatamente—. El nuevo cobertizo... hmmm. ¿Qué le escribió mi agente el día 15?
—Supuse que, quizá, si venía a verla... como de... hombre a hombre, señora. Pero...
Sus ojos escudriñaron cada uno de los rincones de la estancia, muy abiertos y llenos de horror. Medio abrió la puerta por la que había entrado, pero noté entonces que la puerta volvía a cerrarse... desde el exterior y con firmeza.
—El le escribió lo que yo le dije —siguió la mujer—. Ya tiene usted existencias suficientes. La granja de Dunnett nunca tuvo más de cincuenta novillos... ni siquiera en los tiempos de Mr. Wright. Y él estaba endurecido. Ahora tiene usted setenta y cinco y no es lo bastante duro. Ha roto usted el pacto en ese aspecto. Está sacándole el corazón a esa granja.
—Voy... voy a traer algunos minerales, superfosfatos... la semana que viene. Prácticamente, ya he pedido un camión lleno. Mañana bajaré a la estación a por ellos. Después puedo venir a verla y hablar... de hombre a hombre, miss, a la luz del día. Este caballero no se va a marchar, ¿verdad? —casi gritó.
Sólo había deslizado la silla un poco más hacía atrás, extendiendo la mano para dar unos golpecitos en la pantalla, pero él saltó como una rata.
—No. Por favor, atiéndame, Mr. Turpin —dijo ella, volviéndose hacia él, que estaba de espaldas a la puerta.
Fue una especie de pequeña, vieja y sórdida intriga la que ella le fue sacando... el ruego de él de que fuera la patrona la que pagara el nuevo cobertizo, que él podría pagar con el estiércol obtenido, deduciéndolo del pago de la renta del año siguiente, como ella dejó bien claro, mientras que él había agotado los pastos hasta los huesos. No pude dejar de admirar la intensidad de la avaricia de aquel hombre, cuando le vi resistiendo el terror que pudiera sentir y que hacía que el sudor le corriera por la frente.
Dejé de dar golpes en el cuero... en realidad, estaba calculando el coste del cobertizo, cuando noté cómo mi mano relajada era tomada y doblada suavemente entre las manos suaves de un niño. Así es que, finalmente, había triunfado. Dentro de un momento, podría girarme y conocer personalmente a aquellos traviesos de piernas rápidas...
El pequeño y susurrante beso cayó en el centro de la palma de mi mano... como un regalo sobre el que se esperaba ver cerrar los dedos: como la señal de un niño fiel, en actitud reprochante, por no estar acostumbrado a que se le tenga en cuenta aún cuando las personas mayores puedan estar muy ocupadas... un fragmento del código mudo inventado hacía mucho tiempo.
Entonces, lo supe. Y fue como si lo hubiera sabido desde el primer día, cuando miré a través del prado, hacia la ventana de arriba.
Oí cerrarse la puerta de un portazo. La mujer se volvió hacia mí, en silencio, y tuve la sensación de que ella también lo sabía.
No puedo decir cuánto tiempo pasó después de esto. Me sentí sobresaltado por la caída de un tronco, y me levanté mecánicamente para colocarlo de nuevo en su sitio. Después regresé a mi lugar en la silla, muy cerca de la pantalla. —Ahora lo comprenderá —susurró ella, através de las densas sombras.
—Sí, lo comprendo... ahora. Gracias.
—Yo... yo sólo les escucho —ocultó su cabeza entre las manos—. No tengo ningún derecho, ya lo sabe... ningún otro derecho. No los he dado a luz, ni los he perdido... ¡Ni dado a luz ni perdido!
—Siéntase entonces muy contenta —dije, pues mi alma se había abierto por completo en mi interior.
—¡Perdóneme!
Ella quedó en silencio, y yo regresé a mis penas y alegrías.
—Fue porque les quería tanto —dijo ella al fin, con la voz rota—. Esa fue la razón, incluso desde el principio... incluso antes de saber que ellos... ellos serían todo lo que iba a tener jamás. ¡Y les amaba tanto!
Extendió los brazos hacia las sombras que había dentro de las sombras.
—Ellos vinieron porque yo les amaba... porque les necesitaba. Yo... tuve que haberles hecho venir de algún modo. ¿Fue algo incorrecto? ¿Qué piensa usted?
—No... no.
—Le... garantizo que los juguetes... y toda esa clase de cosas no tienen ningún sentido, pero... pero solía ponerlos porque odiaba las habitaciones vacías cuando era una niña —señaló hacia la galería y añadió—: Y los pasillos todos vacíos... ¿Y cómo podría soportar tener siempre cerrada la puerta del jardín? Suponga...
—¡No! ¡Por el amor de Dios, no! —grité.
El crepúsculo había traído consigo una lluvia fría que caía a ráfagas, tamborileando sobre los cristales de las ventanas.
—Y lo mismo sucede con eso de mantener encendido el fuego por la noche. No creo que sea nada tan tonto... ¿verdad?
Observé la gran chimenea de ladrillos y creo que, a través de las lágrimas, vi que no había ningún hierro en ella o cerca de ella, e incliné la cabeza.
—Hice todo eso y muchas otras cosas... sólo para hacer creer. Entonces vinieron. Les escuché, pero no sabía que no eran míos por derecho, hasta que Mrs. Madden me lo dijo...
—¿La esposa del mayordomo? ¿Qué?
—Uno de ellos... oí decir... ella lo vio. Y lo supo. ¡De ella! No para mí. No lo supe al principio. Quizá estaba celosa. Después comencé a comprender que todo era porque yo les amaba, no porque.... ¡Oh! Se les tiene que parir o perder —dijo, piadosamente—. No existe ningún otro camino... y, sin embargo, ellos me aman. ¡Tienen que amarme! ¿Verdad?
No se escuchó ningún ruido en la habitación excepto el chisporrotear del fuego, pero los dos escuchamos atentamente y, finalmente, ella se alivió con lo que escuchó. Se recuperó y se incorporó a medias. Yo seguía sentado en mi silla, junto a la pantalla.
—No crea que soy una bruja como para gimotear sobre mí misma de este modo, pero... pero ya sabe que estoy en la más completa oscuridad, mientras que usted puede ver.
Sí, podía ver, y mi visión me confirmaba en mi resolución, aunque eso era como la separación del espíritu y la carne. Sin embargo, me quedaría un poco más, puesto que era la última vez.
—Entonces, ¿cree usted que es algo erróneo? —preguntó agudamente, aunque yo no había dicho nada.
—No para usted. Mil veces no. Para usted es correcto... Me siento muy agradecido hacia usted, más allá de lo que puedan expresar las palabras. Pero para mí sería erróneo. Para mí sólo...
—¿Por qué? —preguntó ella, pero se pasó la mano por delante de su cara, como había hecho durante nuestro segundo encuentro, en el bosque—. ¡Oh! Ya comprendo —dijo, como si fuera una niña—. Para usted sería erróneo —y después, con una ligera risita, añadió—: Y ¿recuerda usted? Una vez le llamé afortunado... al principio. ¡Usted, que ya no tiene por qué volver aquí otra vez!.
Me dejó permanecer sentado un poco más junto a la pantalla, y escuché el sonido de sus pasos muriendo a lo largo de la galería de arriba.



Cuento: "La Catacumba· de Peter Shilston

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La catacumba

Peter Shilston

 (Para móvil)
Estoy relatando esta historia tal como me fue contada. Imaginen si pueden, un autocar efectuando la visita de la isla de Sicilia a mediados de agosto, transportando un par de docenas de turistas ingleses de vacaciones, ansiosos de inspeccionar los lugares habituales de interés... Palermo en dos días, Agrigento en otros dos, Siracusa mereciendo sólo uno, un viaje en telesilla hasta la cima del Etna, y luego de vuelta a casa. El tipo de gente que uno encuentra en tales viajes es invariablemente el mismo: cierto número de maestros de escuela, serias parejas de jubilados, padres que han traído equivocadamente a sus hijos y están empezando a preguntarse por qué no se han ahorrado problemas yendo simplemente a la playa, y un puñado de personas solas sin ningún lazo aparente. Además, su comportamiento es siempre el mismo: algunos pasan todo el tiempo gruñendo sobre la calidad de los hoteles y la comida, los jóvenes se preguntan por qué no hay chicas jóvenes y atractivas disponibles en el viaje, los niños se aburren, y los maestros de escuela cargan por todos lados con sus mapas y sus guías y toman muchas fotos. Otros no parecen mostrar el menor interés por los lugares históricos y pasan todo su tiempo sentados en el café más próximo o comprando los recuerdos más horribles y variados.
Ese autocar en particular era uno de los típicos, creo. Entre sus miembros había un tal señor Pearsall, un tranquilo y solitario hombre de mediana edad de apariencia vagamente erudita. Había gozado del viaje turístico y se había mostrado convenientemente impresionado por los templos griegos de Agrigento y los mosaicos de la gran catedral de Monreale, pero no había conseguido hacer amistad con ninguno de los demás pasajeros, y como las vacaciones estaban a un par de días de su término empezaba a considerar el regreso a casa. En consecuencia, se mostró ligeramente irritado cuando la vieja señora Tavistock, en la parte de atrás del autocar, empezó a quejarse de dolores en el estómago. No había dejado de quejarse en todo el viaje, pero ahora parecía realmente enferma, lo que dio como resultado que Giuliano, el guía, pidiera al conductor que se detuviera en el primer pueblo a fin de buscar un doctor.
El primer pueblo resultó ser un conjunto de casas que ni siquiera estaba señalizado en los mapas, apiñadas debajo de un enorme farallón, sin ningún rasgo característico que permitiera distinguirlo de cualquiera de los otros cincuenta pequeños pueblos por los que habían cruzado a lo largo de su camino. Allí Giuliano fue en busca de un médico, dejando a sus turistas medio adormilados, leyendo ociosamente sus libros o charlando de cosas inconcretas. Era la media tarde, y el sol caía con fuerza. Todos los sicilianos sensatos estaban dentro de sus casas durmiendo la siesta. Todos los postigos de las ventanas estaban cerrados, y no se veía ni un alma en la calle.
Al cabo de un rato regresó Giuliano, lamentando informarles que iban a tener que esperar al menos una hora antes de que la señora Tavistock pudiera recibir atención y ellos pudieran continuar. Mientras tanto, podían salir y estirar las piernas, aunque era difícil que hallaran algo abierto. El autocar haría sonar el claxon para llamarles de vuelta cuando llegara el momento. En este punto se enzarzó en una animada conversación en italiano con Umberto, el conductor, que hizo varios gestos enfáticos, resultado de los cuales fue una información no demasiado alentadora. La gente del lugar, dijo Giuliano, no era muy sociable precisamente, de modo que los turistas no iban a encontrar muchas facilidades. Los autocares normalmente no se paraban nunca allí, y no tenía el menor objeto visitar el pueblo; realmente, no tema nada que ofrecer. Expresó de nuevo su consternación y habló unas cuantas palabras más con Umberto. El conocimiento del italiano del señor Pearsall no era demasiado grande, pero creyó captar que «no es probable que surjan complicaciones si van todos juntos».
Sin embargo, el señor Pearsall no tenía la menor intención de permanecer con los demás mientras se quedaban parados sin saber qué hacer. Había vislumbrado una iglesia en la parte de debajo de una calle lateral cuando penetraban en el pueblo, le pareció antigua y sorprendentemente grande para un lugar tan insignificante, y pensó que quizá valdría la pena efectuar una visita de exploración. Las «complicaciones» que Giuliano había mencionado (suponiendo que lo hubiera comprendido bien) podían interpretarse como ladrones. Les había advertido que tuvieran cuidado con los tirones de bolsos en las grandes ciudades, pero era muy poco probable que bandas de asaltantes se molestaran en patrullar un pueblo donde los turistas no se paraban nunca. Las calles aparecían absolutamente desiertas. Además, el señor Pearsall aún estaba en buena forma, e imaginaba que podía defender sus pertenencias contra cualquier tipo de ratero; o, en el peor de los casos, echar a correr lo suficientemente rápido como para librarse de él. Así pues, agarrando su cámara, comunicó su pretendido destino a otro pasajero (que no demostró ni la más pequeña inclinación a acompañarle) y partió decidido.
Las calles laterales del pueblo eran muy estrechas y ascendían en pronunciada pendiente la colina hacia el imponente farallón que lo dominaba desde arriba. Algunas de ellas tenían gradas. El señor Pearsall se preguntó si no sería claustrofóbico vivir bajo aquella gran sombra negra, y también especuló acerca de si el pueblo no habría sufrido nunca daños por la caída de rocas. Tras un par de vueltas por calles sin salida, desembocó en una pequeña placita pavimentada con guijarros, y tan desprovista de gente como el resto del pueblo, que daba paso a la iglesia. Una mirada al sol le indicó que estaba acercándose a ella por su lado oeste: la esquina meridional casi tocaba la base del farallón. Debido a que tenía exactamente el mismo color y textura que aquella imponente masa, la iglesia daba la inquietante impresión de haber sido tallada, por la mano de un gigante, de un solo bloque de la enorme roca.
Su primera sensación, nos dijo el señor Pearsall, fue de gran vejez y ruina general. La iglesia parecía mucho más vieja que los templos dóricos de Agrigento que habían admirado aquella misma semana, aunque su intelecto le decía que aquél no podía ser el caso. Supuso que debía tratarse de un edificio normando, aunque posiblemente erigido sobre unos cimientos aún más viejos: árabes o incluso romanos. El estilo era sin embargo lo suficientemente típico, aunque más bien fuera de proporciones. Dos achaparradas y pesadas torres, con muy pocas ventanas (y además muy pequeñas), flanqueaban un pórtico de tres amplios arcos puntiagudos. La escasa decoración que pudo existir en algún momento allí, apenas era ahora discernible. Parecía como si en su época hubiese habido frescos en el interior del pórtico, pero ahora el enlucido estaba terriblemente cuarteado, y en algunos lugares había caído por completo. Sólo unas pocas e imprecisas siluetas de figuras humanas —presumiblemente santos— podían descubrirse aún. Había una gran puerta de madera, deteriorada y carcomida, con paneles tallados en lo que en su tiempo habían sido recargados esquemas abstractos. Influencia morisca, se dijo a sí mismo el señor Pearsall, y empujó la puerta. Estaba cerrada.
Aquello era predecible bajo cualquier circunstancia, pero aun así irritante. El señor Pearsall retrocedió hasta la plaza para tomar una foto, y luego miró su reloj. Apenas habían pasado quince minutos desde que abandonara el autocar y aún quedaba mucho tiempo que matar. El día era más caluroso que nunca, y si había algunas tiendas en aquella plaza olvidada de Dios, todas estaban resueltamente cerradas. Decidió dar la vuelta a la iglesia, a falta de otra cosa que hacer. Además, durante parte del recorrido estaría en la sombra, donde haría más fresco. Sin gran entusiasmo, inició el camino. Era un hombre de temperamento tranquilo, pero si había algo que le irritaba era encontrarse de pronto sin nada que hacer cuando había confiado en estar ocupado.
A lo largo del lado sur, las cerradas casas estaban situadas tan cerca de la iglesia que la calle más bien parecía un túnel. No había avanzado gran cosa cuando observó una pequeña puerta lateral. No debe sorprendemos que intentara abrirla. Para su gran alegría, descubrió que no estaba cerrada con llave. Sorprendido ante su buena suerte, y felicitándose por su persistencia, penetró en el interior.
Al principio no vio nada, tan oscuro estaba después del fuerte resplandor del sol de la tarde allá afuera. Muy pronto, los ojos del señor Pearsall se acostumbraron a la penumbra y fue capaz de mirar a su alrededor. Inmediatamente supo que su paseo había sido provechoso. Con su metódica costumbre, empezó a clasificar cuanto podía ver. Una larga y alta nave, con pequeñas naves laterales a ambos lados. Claramente, otra iglesia normanda, con los puntiagudos arcos aprendidos de los árabes. Pero, a diferencia de algunas de las otras que había visto en sus visitas, aquella no había sido reformada durante el período barroco. No se veía ninguna pilastra corintia. Los capiteles de las columnas parecían una masa de grotesca talla, aunque estaban tan sucios de un espeso tizne que no podían distinguirse claramente. Por supuesto, todo el interior estaba muy sucio; los bancos llenos de polvo y las velas tan descoloridas que parecía como si no hubieran sido encendidas en años. Sin lugar a dudas, no esperaban visitantes, puesto que no había guía alguno para la visita ni postales visibles por ningún lado.
Entonces el señor Pearsall vio los mosaicos. Había sido iniciado ya en las maravillas que los normandos habían legado a Sicilia al respecto, con muestras tan asombrosas como las de la catedral de Monreale y la Capilla Palatina en Palermo, pero, pese a ello, los ejemplos de aquel arte desplegados en aquel lugar apartado le hicieron perder el aliento. Allí, algún anónimo artesano del siglo XII había tomado el estilo bizantino y lo había interpretado con un vigor y un álito propios. Una verdadera biblia popular de sorprendente fuerza cubría las paredes. El señor Pearsall olvidó por completo el paso del tiempo mientras seguía aquellos tesoros. Allí estaba la creación del mundo en una secuencia de siete cuadros, y allí estaban Adán y Eva tentados por la serpiente y expulsados del Paraíso. Seguían más escenas: Caín asesinando a Abel, la construcción del Arca, la embriaguez de Noé, la Torre de Babel, Abraham y la destrucción de las Ciudades de la Llanura, el sacrificio de Isaac; y así muchas más, cada una más sorprendente que la anterior.
Resultaba extraño, pensó el señor Pearsall mientras avanzaba de escena en escena lleno de maravilla y admiración, que los habitantes de aquel pueblo desanimaran a los turistas. Allí tenían algunos de los mosaicos más excelentes de la isla, si no de toda Italia, y sin embargo dejaban que fueran deteriorándose lejos de la vista, en una sucia iglesia cerrada. Solamente con un poco de iniciativa y energía por parte de las autoridades del pueblo, era seguro que los visitantes acudirían en tromba para ver tales maravillas. ¿Qué tenían en contra de los turistas? Seguro que en el lugar había suficientes propietarios de cafés en perspectiva y vendedores de recuerdos como para insistir en que se hiciera algo. ¿Por qué la iglesia no se mencionaba en ninguna de las guías turísticas que tan asiduamente había leído antes de iniciar el viaje? Tales eran los pensamientos que cruzaron la mente del señor Pearsall, pero al cabo de un rato empezó a sufrir otras dudas.
Se le hizo evidente que, aunque el artista poseía un gran vigor natural, era la plasmación del mal lo que más atraía lo mejor de su arte. La serpiente en el Jardín del Edén, por ejemplo, poseía un rostro humano que exhibía una siniestra y seductora mirada de soslayo. En la historia de Caín y Abel, no había la menor duda de que era Caín quien representaba al héroe: Abel, mientras yacía impotente en el suelo, era un simple y desventurado bobalicón, mientras que su asesino, de pie sobre él con una espada alzada para hendirle el cráneo, estaba lleno de potencia salvaje. En Babel, los soldados del rey Nimrod parecían meros autómatas sin voluntad. Por su parte, el cuadro de Saúl y la bruja de Endor estaba situado en el extremo más oscuro de la iglesia, quizá deliberadamente, cubierto de telarañas. Tras examinarlo de cerca, el señor Pearsall casi se alegró de ello, porque dentro de la cueva de la bruja había algunas desagradables formas no humanas que quizá hubiera sido mejor no exponerlas a la vista.
«Quizás el artista era un maniqueo —se dijo el señor Pearsall—, un cátaro o un albigense. (¿O son todos lo mismo? ¿He tomado bien las fechas?), más convencido de la existencia del mal que de la del bien. Quizá sus mosaicos fueron condenados por heréticos. Pero, en ese caso, ¿por qué no fueron destruidos, en vez de mantener cerrada la iglesia? Me pregunto qué habrá hecho con el Nuevo Testamento...»
Aquellos mosaicos aún le resultaron más turbadores. El señor Pearsall no pudo descubrir una Anunciación, ni siquiera una Natividad, pero había una horriblemente realista Matanza de los Inocentes, en la cual se representaba un amplio número de ingeniosos y repugnantes medios para asesinar niños, mientras el rey Heredes permanecía sentado en su trono, contemplando la carnicería y riendo. El retrato de Judas recibiendo sus treinta monedas de plata por parte de Caifas hubiera sido considerado una obra maestra de todos los tiempos, de no haber sido tan absolutamente desagradable. Y así seguía... a través de varios detestables retratos de gente poseída por los demonios, a través de las historias de Simón Mago y Ananías, los cuales eran de nuevo la más viva caracterización de sus respectivas escenas, hasta el aterrador cuadro de los Cuatro Jinetes del Apocalipsis.
En ese momento, el señor Pearsall no sólo estaba claramente trastornado por los mosaicos, sino que empezaba a sentirse francamente mal. Al principio la iglesia estaba en completo silencio, pero ahora parecía llena de pequeños ruidos incapaces de localizar. Sus pasos resonaban una y otra vez en un largo decrescendo, pero parecía como si les respondiesen extraños roces y crujidos. Sin duda eran los sonidos normales de la vida roedora, o de una madera envejecida al inicio de su penosa muerte, pero cuando, como el señor Pearsall, uno se encuentra solo en una antigua iglesia en medio de un pueblo extraño, donde ni siquiera un solo habitante ha mostrado aún su rostro y donde además uno está rodeado por las más inquietantes ilustraciones del mal bíblico, tales explicaciones racionales pierden inevitablemente fuerza. Una o dos veces contuvo el aliento y permaneció completamente inmóvil para ver si los ruidos continuaban. No sólo por eso, sino que además tema la creciente sensación de que estaba siendo observado. Probablemente sólo eran los rostros de los mosaicos los que le provocaban aquello, pero en más de una ocasión pensó que había visto un movimiento exactamente en su ángulo de visión. Alarmado, dio media vuelta sólo para descubrir que no había nada.
Finalmente llegó ante una Virgen María que no sólo estaba desprovista de la habitual serenidad, sino que además poseía la voluptuosidad de un vampiro. Tan sorprendente era su expresión, que por un momento pensó que debía tratarse de una representación de la Prostituta Escarlata de Babilonia, pero no, tenía la postura y las ropas habituales de la Virgen. Además, en sus brazos estaba el niño Jesús, un horrible pequeño con una untuosa y mojigata sonrisa que hizo pensar al señor Pearsall en el saciado apetito hacia algo perverso. Se estremeció y sintió una sensación de tan agudo desagrado que por un momento olvidó completamente los ruidos.
Durante todo aquel tiempo había evitado mirar hacia el lado este, procurando reservar para el final la visión de lo que siempre era la gloria de las iglesias sicilianas: la gran figura de Cristo en el ábside encima del altar. Incapaz de contenerse por más tiempo, volvió su mirada en aquella dirección.
Por supuesto, era una obra maestra, pese a la suciedad y a las telarañas que lo envolvían. Como es costumbre, la imagen representaba la cabeza y los hombros de Cristo, vestido de rojo y azul, el brazo derecho levantado para dar la bendición, el izquierdo sosteniendo un libro abierto escrito en griego. El tratamiento dado por el desconocido artista era maravilloso, pero la expresión en el rostro de Cristo únicamente podía calificarse de horrible: una maligna sonrisa de desprecio, la mirada muy penetrante. El señor Pearsall no sabía griego, pero sospechó que las palabras escritas en la página abierta del libro no eran ningún texto normal de las escrituras. Y la mano derecha... ¿Era el gesto habitual de bendición? ¿O el primero y último dedos estaban erguidos con... el conocido gesto de los cuernos del diablo?
«Ésta es una iglesia blasfema —se dijo el señor Pearsall a sí mismo—. Los mosaicos pueden ser excelentes, pero también son terribles. Algún obispo, quizá incluso el Papa, los condenó e hizo que la iglesia fuera cerrada. Ni siquiera la gente del pueblo querrá hablar de ellos porque sigue siendo gente muy religiosa, ni dejará que los turistas entren en ella. En realidad, esos cuadros son capaces de provocar pesadillas a cualquiera. Bien, me alegro de haberlos visto, pero éste no es un lugar agradable para visitar solo.»
Miró a su reloj, y casi se sintió aliviado al descubrir que su hora había prácticamente expirado. Eso le dio una excusa para marcharse sin explorar el resto de la iglesia. Con paso rápido, que cualquier observador imparcial hubiera dicho que estaba peligrosamente cerca de una carrera motivada por el pánico, volvió a la puerta del lado sur por donde había entrado.
Estaba cerrada.
Durante un rato, el señor Pearsall luchó con la puerta de forma más bien fútil, sacudiéndola, girando a un lado y a otro la manija metálica, intentando averiguar si se había quedado trabada con algo, pero enteramente incapaz de conseguir algún resultado. Golpeó la puerta con la palma de las manos y le dio patadas, con lo que un gran estruendo resonó formando múltiples ecos por toda la iglesia, parecidos a una salva de cañonazos, y hasta el día de hoy jura que desde algún lugar le llegó como respuesta una especie de siniestra risita.
Con un considerable esfuerzo, logró tranquilizarse.
«Eso es estúpido —se dijo a sí mismo—. Probablemente se trata de algún vigilante que olvidó cerrar la iglesia antes de la siesta, y sólo se dio cuenta de su error cuando despertó. Debe de ser un hombre muy estúpido o descuidado, de lo contrario hubiese mirado para comprobar si había alguien dentro.»
De todos modos, no deseaba volver a golpear de nuevo la puerta y obtener aquel horrible eco, así que decidió buscar otra puerta que pudiera estar abierta. La lógica le sugería que debía haber una en el lado norte, quizá abriéndose a un claustro o algo parecido. Cruzó la nave con una cierta ansiedad nerviosa (y evitando cuidadosamente mirar la blasfema figura del Cristo, aunque podía sentir la cruel mirada clavada en él con una fuerza casi tangible) y fue en su busca.
Por supuesto, existía una puerta en el ángulo de la nave lateral norte, y no estaba cerrada, aunque daba la sensación de que hacía mucho tiempo que no había sido abierta. Necesitó desarrollar una gran fuerza para hacerla girar. Chirrió horriblemente mientras se abría hacia dentro, dejando escapar una lluvia de polvo, y un peculiar olor a moho se expandió por el aire. El señor Pearsall se encontró ante un tramo de gastados peldaños de piedra que descendían hacia la oscuridad.
Aquello no parecía en absoluto una salida. De hecho, el olor sugería que la cámara inferior, fuera lo que fuese, estaba completamente aislada del aire exterior, y así había estado durante mucho tiempo. Era un camino nada prometedor para alguien que deseaba abandonar el edificio, e incluso hoy el señor Pearsall no ha sido nunca capaz de proporcionar una explicación satisfactoria del porqué decidió descender aquellos peldaños. Ya era tarde, y después del turbador efecto de los mosaicos, la mayor parte de su celo explorador se había evaporado. Sin embargo, no conseguía resistir la atracción de aquel umbral. Más tarde se preguntó si realmente había poseído un completo control de sus movimientos. Todo aquel lugar tenía un aire claramente siniestro; pese a todo, empujó la puerta hasta abrirla por completo y dio sus primeros pasos tentativos hacia la descendente oscuridad.
La escalera era larga y curiosamente húmeda pese a la sequedad del clima. Muy pronto, todo rastro de luz procedente del cuerpo principal de la iglesia (que le había parecido tan tenebrosa cuando entró) desapareció, viéndose obligado a sacar el encendedor de su bolsillo y avanzar a la luz de la oscilante llama. Giró un recodo bajo un amenazante arco de piedra sin desbastar, descendió una rampa, y se quedó con la boca abierta ante la visión.
Era una catacumba. Un largo corredor se abría ante él, con pasadizos laterales a ambos lados. Quizá cubría toda el área bajo la nave. Y estaba habitada. Una larga hilera doble de formas humanas se alineaba en cada pasadizo. Todas las clases y edades tenían sus representantes allí: hombres, mujeres y niños, monjes y guerreros, eruditos y damas encopetadas. Todos vestidos con ropas que en su tiempo debieron de ser las mejores; pieles, sedas y trajes recamados, ahora lamentablemente rotos y deteriorados, pero conservando aún un destello de su pasada gloria. Y todos tenían rostro, puesto que evidentemente se había gastado mucho ingenio para conservar los cuerpos, aunque con distintos grados de éxito. Había una muchachita cuyas ropas parecían tener al menos doscientos años de antigüedad, pero que por su piel y su pelo cualquiera hubiera dicho que estaba dormida. Sin embargo, más allá, un hombre con ropas de clérigo había perdido su nariz y sus mejillas, y sus ojos se habían degradado hasta convertirse en unos glóbulos lechosos. Y algo más apartado, un soldado con coraza de acero repujado, que quizá fuera un mercenario del período del Renacimiento, había perdido enteramente su carne, sonriendo impávido desde su calavera desnuda.
¡Pobre señor Pearsall! El efecto habría sido ya bastante desagradable bajo una potente luz eléctrica y rodeado por sus compañeros de viaje, pero allí, completamente solo, encerrado, y tras la alarma y el trastorno de aquellos horribles mosaicos, y sólo con una tenue llama para protegerle de la oscuridad, la impresión fue abrumadora. Jamás ha conseguido explicar por qué no dio media vuelta y salió huyendo. Se refugia diciendo que «sintió como una llamada» que le atraía hacia allí. Realmente es irrefutable que caminó adentrándose en aquel pasillo, por entre aquellas espeluznantes hileras de muertos, el horror apoderándose de él, entrando en él, pero totalmente incapaz de retroceder.
Todos aquellos cuerpos llevaban allí mucho tiempo. El conocimiento que el señor Pearsall tenía de la historia de la indumentaria no era muy grande, pero estaba completamente seguro de que ninguno de aquellos deteriorados atuendos se había colocado más allá de mediado el siglo XVIII, y sin embargo la mayoría parecían medievales. Lo que le quedaba de su mente racional le dijo que catacumbas similares eran algo común en todas partes, pero tal pieza de información parecía extraordinariamente inútil. A medida que penetraba en la catacumba, le parecía retroceder en el tiempo hasta los inicios de la Edad Media. Muy pocos de los rostros conservaban carne ya en ellos; algunos casi estaban desnudos, con las ropas reducidas a pobres andrajos, y otras simplemente caídas en el suelo. Pero siguió adelante, hasta llegar al final.
Por entonces ya había perdido todo sentido de la orientación, pero sospechaba que estaba avanzando bajo el altar, bajo el Cristo de los cuernos del diablo bendiciendo y su malevolente mirada. Y allí estaba el centro de aquel laberinto de muerte: un gran trono de madera dorada, en buena parte podrida, donde había un cuerpo sentado, con las espléndidas ropas y la mitra de un obispo. Todo esto, el señor Pearsall lo vio a distancia, pero a medida que se iba acercando no miraba directamente a la figura. Intentó forzar la vista para mirar solamente las zapatillas, pues estaba convencido de que perdería la razón si miraba más arriba. Pero fue incapaz de luchar cuando una fuerza más fuerte que su propia mente le hizo levantar gradualmente la cabeza más y más arriba: la capa consistorial bordada en oro, las esqueléticas manos con el anillo episcopal rodeando holgadamente el hueso de un dedo, el báculo sujeto verticalmente en la otra mano, los huesos del rostro desnudos de toda carne, los risueños dientes amarillos, los ojos... ¡Los ojos! ¡No habían desaparecido! ¡Seguían vivos, penetrantes, mirando fijamente! ¡Dios mío! ¡Los mismos ojos del Cristo en el mosaico!
El encendedor cayó de la inerte mano del señor Pearsall, que se vio sumido en la oscuridad. Era un encendedor de forma cilíndrica, y pudo oír cómo rodaba fuera de su alcance. Por unos breves segundos tanteó inútilmente el suelo en su busca, luego se dio cuenta de que la búsqueda era inútil. Tendría que encontrar su camino de salida en una total oscuridad. ¿Cuan lejos estaba? ¿Cuántas vueltas había dado? Agitó sus brazos hacia delante y a ambos lados, caminó unos pocos pasos, tocó piedra, se volvió, anduvo un poco más hasta que encontró otro obstáculo, giró de nuevo... Fue en ese instante cuando empezó de nuevo a oír ruidos, un roce seco, horrible, que hubiese querido pensar que se trataba de una rata. Iba detrás de él. Avanzó más de prisa y chocó con uno de los cuerpos. Su rostro se enterró en la podrida tela y sintió cómo los brazos sin vida rodeaban sus hombros. Perdiendo completamente los nervios, gritó: un sonido ahogado que se extinguió rápidamente. Corrió a la ventura, golpeó contra otro cuerpo, volvió a correr y chocó de nuevo. Los cadáveres se estaban derrumbando a todo su alrededor, y sin embargo aún se oía un roce como si se arrastraran y un seco y sepulcral crujido detrás de él, también moviéndose. No rápidamente, pero pronto le alcanzaría si no conseguía hallar las escaleras. Cayó, se cortó en las manos y gritó de nuevo, pero no de dolor. Perdió la cuenta de cuántas veces tropezó con obstáculos, hasta que, lleno de arañazos y sangrante, no pudo ir más allá y se cubrió las espaldas apoyándolas contra el muro de piedra. El sonido susurrante estaba muy cerca ahora. Luz. ¡Necesitaba luz! Había perdido su encendedor y no tenía cerillas. Frenéticamente, sus manos rebuscaron en sus bolsillos esperando un milagro. ¡Por supuesto! ¡Los cubos de flash para su cámara! Con dedos temblorosos, extrajo uno y tanteó durante lo que le pareció una eternidad hasta conseguir encajarlo en su lugar. Pulsó el disparador y nada. ¡Un fracaso! Le dio un cuarto de vuelta y probó otra vez. Nada tampoco. El sonido susurrante estaba ahora tan sólo a unos pocos centímetros. ¡Piensa hombre, piensa! ¡Claro! Había olvidado correr la película, así que el flash no podía funcionar. Haz pasar la película a inténtalo de nuevo... justo a tiempo...
En el cegador instante pudo verle a no más de un metro de su rostro: las ropas doradas, la mitra, el cráneo, y los ojos, los terribles ojos...
Debió de perder el conocimiento. Cuando despertó, estaba rodeado por la brillante luz del día, tendido en el asiento trasero del autocar, y Giuliano se inclinaba sobre él. El otro turista le había dicho dónde se había dirigido el señor Pearsall, y cuando vieron que no regresaba a tiempo, Giuliano y Umberto se habían dirigido a la iglesia en su busca. Al entrar por la puerta sur (negaron categóricamente que estuviese cerrada) oyeron sus gritos desde la cripta y vieron el flash. Lo encontraron sin dificultad: estaba a pocos metros de las escaleras.
Giuliano se sentía más aliviado que irritado, pero reprendió al señor Pearsall por desordenar los cuerpos de la catacumba. Chocar contra ellos en la oscuridad podía considerarse una falta de cuidado y poco respeto, pero arrastrar deliberadamente un cuerpo desde su lugar de reposo... y además el cuerpo de un obispo...
El señor Pearsall no tuvo fuerzas para discutir.



Cuento: "La Guadaña· de Robert Bloch

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Hoy les traigo un cuento de Robert Bloch: "La Guadaña"...





Robert Bloch


Para móvil

Despues de que los niños crezcan y se trasladen, una nueva criatura acude a tu casa.
Su nombre es Muerte.
Viene en silencio, sin los llantos de un infante, y no hará que estés despierto por la noche ni exigirá diariamente tu atención. Pero, de alguna manera, sabrás que ha venido para quedarse. Y sigue creciendo, haciéndose más grande y más fuerte a cada día que pasa, mientras tú te haces más pequeño y más débil. Tarde o temprano tendrá lugar la inevitable confrontación..., y cuando eso suceda, tú serás quien tenga que marcharse.
Ross escribió estas líneas la mañana de su sexagésimo quinto cumpleaños, y luego las hizo a un lado.
Estaba cansado de escribir sobre la Muerte con M mayúscula. Como autor de fantasía había contribuido lo suyo a dramatizar la mortalidad del hombre, y era difícil encontrar un acercamiento nuevo al tema. Demasiados escritores habían agotado la idea: la Muerte como ángel, la Muerte fijando una cita en Samarra, la Muerte de vacaciones, la Muerte atrapada en un árbol, la Muerte erradicada, la Muerte engañada. Todo eran deseos. No había nada angelical en la Segadora; no toma vacaciones, no se la puede engañar ni erradicar. La Muerte es una fuerza impersonal, no un esqueleto articulado que porta una guadaña.
Ross se encogió de hombros y se levantó de su mesa. Después de todo, un hombre tiene derecho a celebrar su cumpleaños, aunque a nadie más le importe si vive o muere.
Sus padres y parientes habían muerto hacía tiempo y él nunca había llegado a casarse. Durante los años pasados aquí, en la península al norte de Michigan, Ross no había hecho ninguna amistad. Se escribía con su agente y sus editores, pero su único contacto personal con la gente se producía cuando iba a la ciudad en busca de provisiones.
Ross era un solitario, pero nunca se sentía solo. Periodicos, revistas y libros llenaban su buzón, y sus hijos le hacían compañía.
Sus hijos se encontraban cn las estanterías de su despacho, fila tras fila: las novelas con sus columnas dorsales estiradas y sus pieles robustas, las historias cortas aseguradas en el interior de las páginas de revistas y antologías. Algunas, transformadas por las traducciones, hablaban lenguas extranjeras. Otras, aparecían solamente en ediciones originales, con las voces debilitadas hasta un susurro por el paso de los años. Pero aquí y en el extranjero, agotadas las ediciones o no, todavía vivían, aún poseían el poder de hablar a nuevos lectores en el futuro.
Ross los cuidaba con orgullo paternal, pues incluso el más pequeño de ellos contenía algo de él. Amaba a sus hijos, y los envidiaba, porque le sobrevivirían. Eventualmente, por supuesto, también ellos morirían: sus columnas vertebrales se agrietarían, sus encuadernaciones se romperían, sus páginas se desmoronarían. Pero mucho antes de que eso sucediera su propia columna vertebral perdería su fuerza, la piel que envolvía su cuerpo se agrietaría y se encogería hasta que lo que había dentro se desintegrara.
Ya casi estaba empezando a suceder. Ahora, mientras los años cobraban su tarifa sin descanso; mientras los ojos se nublaban, los dientes se caían, los dolores proliferaban, la memoria se oscurecía y los pensamientos escapaban de su control para centrarse en el miedo.
Ross vio que el día era soleado y salió a dar un paseo por el bosque. Pero había sombras acechando entre los árboles, y el miedo caminaba con él. Por mucho que lo intentara, no podía dejar de pensar en la Muerte. La Muerte con M mayúscula. Vendría tarde o temprano, propiciando el sueño eterno.
Dormir, tal vez soñar...
Eso era lo que realmente temía. La mente continúa funcionando cuando se duerme. Supongamos que continúa funcionando cuando se muere. Supongamos que la conciencia sigue viviendo, incluso en la tumba, en la húmeda oscuridad donde el cerebro yace enterrado dentro de un cadáver que se pudre, aprisionado aunque consciente, incapaz de escapar a la eternidad definitiva de horror sin esperanza.
¿Se sigue sintiendo todavía dolor? Si se evitan los terrores de la tumba, ¿provocará la cremación un tormento como los fuegos del infierno?
Su mente reflexionaba sobre las formas en que podría venir el final: la súbita violencia de un accidente, o incluso un asesinato, o la lenta agonía de la enfermedad. Mientras Ross paseaba, la luz del sol se debilitó y las sombras se hicieron más profundas. No iba a encontrar solaz aquí en el bosque.
De regreso a la casa, se preparó una comida solitaria y luego tomó unos cuantos tragos, pero difícilmente podía considerar aquello como una celebración de cumpleaños. El pensamiento le obsesionaba..., ¿cómo se encontraría con la Muerte?
Y esa noche, después de quedarse dormido, se encontró con la Muerte en sueños.
Allí estaba, la Reina de los Terrores, un brillante esqueleto al pie de su cama. Los dedos huesudos de su mano izquierda estaban engarfiados en torno a un antiguo reloj de arena; las zarpas, sin carne bajo la mano derecha, agarraban el mango de una guadaña.
Ross contempló la cruel curva de la hoja de la guadaña.... la guadaña de la Segadora. La Muerte, advirtió, no era una niña. La aparición que tenía delante registraba todos los atributos de la leyenda, el esquelético símbolo de la tradición y el Tarot.
Ross también advirtió que estaba soñando.
-Te equivocas.
No se produjo ningún sonido, pero Ross oyó la palabra, e incluso vio el movimiento de la mandíbula sobresaliente.
-¡No! -Ross hablaba dormido. No puedes ser real..., sólo eres producto de mi imaginación.
La Muerte se rió sin emitir sonido, pero Ross la oyó, junto con las palabras no habladas que siguieron.
-¿Y esos libros e historias que has escrito? Todos son producto de tu imaginación, pero son bastante reales. Existen porque las has creado.
-Yo no te he creado -murmuró Ross.
-Porque no has tenido necesidad -respondió la Muerte-. La imaginación posee un poder propio. Y la imaginación de millones de hombres antes que tú me ha dado semblanza y sustancia. Créeme, soy tan real como tú. Aún más, ya que tú morirás y yo viviré eternamente.
Una vez más, la risa sin sonido.
-¿Por qué estás aquí? -susurró Ross.
La Muerte se movió con la guadaña y el sonido de la hoja al cortar el aire fue bastante audible.
-Ha llegado tu hora.
La cabeza de Ross se sacudió en su almohada.
-¡Pero no quiero morir!
Pocos hombres quieren, a menos que sufran una agonía insoportable. Considérate afortunado por ahorrarte ese sufrimiento.
Ross se echó a temblar.
-Por favor, te suplico...
-Mueren los mendigos. Y también los reyes. Auténtica democracia.
Súbitamente, Ross fue consciente del escalofrío que le recorría. Su cuerpo fue invadido por un frío aturdidor que le helaba la sangre en las venas.
-¡No! -jadeó Tiene que haber algún medio...
La calavera asintió lentamente.
-Ya veo que quieres hacer un trato.
-¿Es posible? -murmuró Ross.
-Por supuesto. -Los dedos huesudos acariciaron la hoja de la guadaña con un sonido chirriante-. Una vez caminé por el mundo con esta arma y la descargué sobre cada hombre, mujer o niño en el momento determinado.
La Muerte se llevó al pecho el reloj de arena.
-Pero el mundo cambió. En vez de unos pocos miles, hay millones de mortales. Demasiados para caer bajo una simple guadaña.
»Al principio recibí ayuda. Hambre y peste. Epidemias de cólera, plaga bubónica. Una docena de otras enfermedades fatales. Pero la medicina avanzó y el número de supervivientes volvió a crecer.
»Durante una temporada las guerras solventaron mi problema. Gengis Khan, Atila, Tamerlán y un centenar de nombres en el pasado, gente como Napoleón, Hitler, Stalin, me dieron batallas donde caían cincuenta mil en un solo día.
»Todavía tengo guerras, incluso nuevas drogas y enfermedades, pero nunca es suficiente en esta época de explosión demográfica. Por eso estoy dispuesta a hacer una oferta.
Ross frunció el ceño.
-No soy un gobernante ni un general..., sólo un hombre ordinario.
-No espero nada extraordinario -dijo la voz que no era una voz-. Pero todo ayuda. ¿Qué te parece tratar conmigo en una base de uno por uno? ¿Un año extra de vida por cada muerte?
-¿La inmortalidad?
-No prometo eso. Puedes cansarte y decidir terminar nuestro trato. Mientras tanto. Vamos a llamarlo un aplazamiento de la ejecución.
La mandíbula de la calavera tembló con silencioso regocijo. Ross frunció el ceño otra vez.
-Pero me estás pidiendo que me convierta en un asesino.
-Ya has asesinado muchas veces en tu imaginación, y has descrito los hechos en tus libros.
-Eso es distinto. No podría matar de verdad a otro ser humano.
-¿Por qué no? La vida no tiene significado. Todo el mundo muere, tarde o temprano. -La sonrisa de la calavera se acentuó-. Y puedes escoger a quien quieras. Piensa en el poder que te estoy dando.
-¡No quiero ese poder!
-¿Ni siquiera aunque sea un poder para hacer el bien? -Una vez más los dedos huesudos acariciaron la guadaña-. Mira a tu alrededor. El mundo está lleno de gente que merece morir. Elige adecuadamente y no estarás provocando la muerte..., estarás haciendo justicia.
-Sigue siendo asesinato -murmuró Ross.
-Considérate un Ángel Vengador -murmuró la Muerte-. ¿No conoces a nadie que haya perdido el derecho a vivir?
Ross dudó y luego asintió.
-Tienes razón, hay alguien. Un hombre llamado Wade, el que mató a todas esas mujeres y escapó con una sentencia a cadena perpetua, lo que significa que volverá a salir dentro de unos pocos años. No me importaría matar a un asesino de masas.
-Lo siento -le dijo la Muerte-. Da la casualidad de que Wade es uno de mis emisarios. Hicimos un trato hace mucho tiempo y aún le quedan años por vivir, dentro o fuera de la cárcel.
Ross suspiró.
-Entonces me dirigiré a la gente que permitió tal fallo de la justicia. Su despreciable abogado, el imbécil del juez, el estúpido jurado...
La sonrisa de la calavera pareció ampliarse.
-No olvides al oficial que se suponía que tenía que vigilarlo cuando estaba en libertad bajo fianza de una condena previa, ni a las autoridades juveniles, que le pusieron en libertad antes. Si esperas eliminar a todo el mundo conectado con el caso, te convertirás también en un asesino de masas.
-¡Pero tiene que haber alguien que sea responsable en última instancia!
-Tú decides. El poder para matar o salvar será solo tuyo. Nunca te obligaré a actuar si no quieres. Es parte de nuestro Contrato.
-Sigue sin gustarme la idea...
La Muerte blandió su guadaña.
-¿Te gusta esto más? -Se inclinó sobre el pie de la cama-. Piensa en lo que te estoy ofreciendo. Un año entero a cambio de una pequeña vida. Tómate tu tiempo, escoge tu candidato, tu propio método.
-Supón que me cogen.
-No te cogerán. Has dedicado toda tu carrera a escribir crímenes perfectos. Usa la misma ingenuidad en tu propio beneficio y no habrá peligro. -El brazo huesudo alzó la guadaña y una bocanada de aire helado abanicó la cara de Ross-. ¿Será así entonces? ¿Lo haces? ¿O mueres?
Ross se agitó, inquieto.
-Y si acepto tu oferta..., entonces, ¿qué?
Los hombros esqueléticos se encogieron.
-Nada. Ningún contrato firmado con sangre. Nada de abracadabra. Sólo un acuerdo verbal. Una vida, un año. Llámalo un regalo de cumpleaños.
Las cuencas de la calavera se fijaron en la cara de Ross.
-¿Y bien?
-Hecho -susurró Ross.
La Muerte alzo el reloj de arena y le dio la vuelta. La arena empezó a caer lentamente sobre la mitad inferior, grano a grano.
-Un año -murmuró la Muerte.
Y desapareció.
Si es que realmente había estado allí.


A la luz del día, Ross no estaba tan seguro. La mente juega malas pasadas.
Y el cuerpo también.
A media tarde estaba de nuevo en la cama, temblando de fiebre. Los sueños pueden anunciar la enfermedad, se dijo. Pero a medida que la oscuridad se hacía mayor, la fiebre aumentó, propiciando visiones... La Muerte, con su cara sin carne y su voz sin sonido, con la guadaña y el reloj de arena. ¿Cuánto tardaría en agotarse la arena? Cuando lo hiciera, la guadaña golpearía, y Ross la temía. « ¿No conoces a nadie que haya perdido el derecho a vivir?»
Ross intento pensar. La mente es un ordenador, y en el delirio, el ordenador esta en horas bajas. Esos escritores ricos con sus modernos procesadores de textos... ¿también se estropeaban sus caros equipos? Tenía la mente en blanco. Como la pantalla de un ordenador, pero algo parpadeó en su visión.
Se formó una cara. La había visto muchas veces antes, en primeros planos durante las entrevistas de televisión, asomada a las primeras páginas de los periódicos, sonriendo con aire de suficiencia en las solapas de los libros.
Kevin Colfax. Conocía el nombre. Gracias a los medios de comunicación, todo el mundo conocía a Kevin Colfax. Un autor famoso. Dueño de una villa en la Riviera, una flota de coches clásicos, una sexta esposa y una docena de amantes.
Novelas en clave, así llamaba a sus libros. Canibalizaba las páginas de The National Enquirer y People, cogía las vidas de las celebridades y las convertía en pornografía: sexo burdamente explícito, e insolencia vulgar para alimentar las fantasías de millones de estúpidos entregados a masturbaciones mentales. Sus productos de baja calidad le habían catapultado a la lista de best-sellersy a la cabeza de las fiestas repletas de arribistas, que no tenían otro sitio donde ir excepto donde los llevaran sus experiencias con las drogas, y que se pasaban el día esnifando coca. Pero ahora ya estaba en el sitio al que pertenecía..., en la lista de Ross.
La cara se difuminó en el arrojo de fiebre y Ross murmuró entre sus labios secos y agrietados:
-Matare a Kevin Colfax.
El sudor bañaba su cuerpo cuando se hundió en el sueño.
Cuando se despertó a la mañana siguiente la fiebre había desaparecido pero la resolución persistía. Kevin Colfax merecía morir.
La única cuestión era cómo... Tenía que haber un medio que no dejara ninguna pista.
¿Veneno?
Años atras, Ross había investigado toxicología y había amasado un número impresionante de textos de referencia. Era sorprendente cuántos componentes letales eran fáciles de conseguir, o crear, a partir de otras simples sustancias, que pueden encontrarse en todas las casas. De rápida actuación, fatales y casi indetectables si se tomaban las precauciones adecuadas.
Una vez supo qué tenía que buscar, Ross no perdió el tiempo. El insecticida había sido retirado del mercado hacía años, pero él nunca se había molestado en tirarlo a la basura y aún tenía el spray medio lleno. Tras calentarlo un poco, la materia se condensó, dejando un mortífero destilado que mataría al contacto.
Pero ¿cómo hacer el contacto?
No conocía a Kevin Colfax ni a nadie en los círculos privilegiados en los que se desenvolvía. No había manera de introducir unos gramos de la sustancia venenosa en su comida o en su bebida, o en la cocaína que introducía en sus fosas nasales. Colfax estaba rodeado por guardias de seguridad que lo protegían de amigos, enemigos y fans por igual.
Fans.
Ross se sentó ante la máquina y escribió una carta. La carta de un fan que pedía a Kevin Colfax una foto autografiada.
Escribió con rapidez; los guantes de goma no interfirieron con su velocidad. Ni interfirieron cuando añadió una gota de agua a un miligramo del polvo venenoso, hasta volverlo una pasta que esparció cuidadosamente en la solapa del sobre sellado, que incluyó en su carta para que Colfax le contestara.
El nombre y la dirección del sobre eran falsos, por supuesto. Pero el veneno era real. Real y digno de confianza. Un lametón y la lengua absorberían la dosis fatal, propiciando la muerte en cuestión de minutos.
Ross encontró la dirección de Colfax en el Quien es Quién, la copió en el sobre exterior y le pegó un sello. Luego condujo hasta una ciudad situada a treinta millas de su zona postal, y sus manos enguantadas dejaron caer la muerte en el buzón.
Después de eso, todo lo que tuvo que hacer fue esperar.
Cuatro días después, leyó el artículo en el periódico:

POLICIA INVESTIGA
MUERTE MISTERIOSA

Nueva York (UPI).- Las autoridades investigan la posibilidad de asesinato en la súbita muerte de Florence Rimpau, de 23 años, secretaria personal del famoso novelista Kevin Colfax. Según su jefe, la señorita Rimpau parecía gozar de excelente salud cuando sufrió un colapso en el momento que atendía la correspondencia. Los enfermeros no pudieron reanimarla, y se ha ordenado una autopsia después de que los informes indicaran que el veneno podría ser una posible causa.

Ross dejo que el periódico cayera de sus dedos temblorosos, y pasaron varios días de ansiedad antes de que apareciera otro artículo. Florence Rimpau era más que una secretaria. Ambicionaba labrarse una carrera de escritora y, según su apenada familia, esperaba ansiosamente la publicación de su primera novela cuando le sorprendió la muerte.
Había más. Los resultados de la autopsia confirmaron la teoría del veneno, pero no había ninguna pista. El propio Kevin Colfax fue exonerado rápidamente de cualquier conexión con el caso. Aparentemente, la fuente del veneno y el método usado para emplearlo no habían sido descubiertos por la policía ni los patólogos. Ross podía felicitarse: nunca le cogerían. Había sido un crimen perfecto.
El crimen perfecto.... pero la víctima equivocada.
Ross se echó a temblar. Era responsable de la muerte de una muchacha inocente, de cortar un brillante futuro, y de causar pena y dolor a su familia y amistades. ¿Por qué no había anticipado aquella posibilidad?
Sabía la respuesta, por supuesto. Su ansioso acto había sido provocado por la envidia; había sido la envidia, no la justicia, lo que le había inducido a asesinar.
¿Y para qué? Su enemigo. Kevin Colfax, seguía vivo. En cualquier caso, la publicidad que rodeaba la misteriosa tragedia dispararía las ventas de sus libros.
Los meses siguientes pasaron rápidamente, pero cada día le parecía una eternidad a Ross, y las noches eran interminables agonías de sueños cargados de culpa.
Pero el tiempo tiene medios de curar los traumas y enmendar los recuerdos; a medida que se acercaba su siguiente cumpleaños, Ross advirtió que, en efecto, había sobrevivido otro año.
Por supuesto, aquello no tenía nada que ver con su trato, se dijo. Aquello había sido sólo un sueño. Habría seguido viviendo sin la pesadilla relacionada con la Muerte. Y cuando remitieron los retortijones de la culpa, volvió a sentir que la vida era dulce. Como había deseado, había tiempo para leer, descansar y disfrutar de comodidades y diversiones.
Y entonces el tiempo se agotó.
El tiempo se agotó una noche mientras Ross yacía en la cama, revolviéndose y agitándose y maldiciéndose por ser un estúpido.
La diversión había sido su caída. La diversión bajo las formas de una tal Janice Coy. Coy, reflexionó amargamente, era un nombre poco apropiado para la joven que había conocido casualmente hacía un mes en un bar del pueblo vecino, pues no tenía nada de tímida. A su edad. El sexo apenas era un imperativo..., al menos eso había pensado hasta su encuentro con Janice. Había ido al bar a tomar sólo un trago, y le resultó una sorpresa verse tonteando con una hembra atractiva. Del tonteo pasó a asuntos más serios. Cuando descubrió que Janice se dedicaba a eso, Ross simplemente se encogió de hombros y pagó. Adiós, Janice.
Dos semanas después fue «Hola, doctor».
Herpes. Eso era lo que la furcia le había contagiado. Sucia pécora. Ahora sufría, pero las llagas sanarían y habría períodos de mejora. Podría haber sido peor; al menos su estado no era fatal.
Sólo la guadaña era fatal. La guadaña, que se deslizaba en un arco de plata a través de la oscuridad de sus sueños.
La Muerte estaba de pie junto a su cama.
La guadaña se mecía distraídamente, pero conocía su propósito. La Muerte tendió el reloj, y Ross vio que los últimos granos de arena caían en la mitad inferior. Y ahora, a medida que la arena iba descendiendo, la guadaña se alzaba. De repente, la habitación oscura se volvió muy fría.
La Muerte sonrió.
-¡No! -Ross sacudió la cabeza-. Ahora no... ¡Dame otra oportunidad!
La sonrisa de la Muerte era fija, pero la guadaña osciló.
-¿Deseas renovar nuestro trato?
La voz que no era una voz se repitió en los oídos de Ross, y este asintió rápidamente.
-Por favor...
Las mandíbulas sonrientes se movieron.
-Según recuerdo, querías matar a alguien que mereciera morir. Pero no salió así, ¿no?
-Fue un accidente -tembló Ross-. Cometí un error.
-Un error que aún lamentas. -La Muerte hizo una pausa-. ¿Deseas volver a correr el riesgo?
-Confía en mí -susurró Ross.
-Es en tu conciencia en lo que no confío -dijo la Muerte-. ¿Estás seguro de que puedes hacerlo?
Ross miró el reloj que se iba vaciando. Luego contempló la guadaña alzarse, miró la hoja ancha y brillante. Si aquella hoja descendía, su brillo se volvería opaco, bañado con su propia sangre.
-¡Estoy seguro! -chilló Ross-. ¡Te lo prometo!
-De acuerdo.
La guadaña se retiró, el reloj dio la vuelta, y una vez más la mitad llena del globo doble quedó en la parte de arriba. Las arenas del tiempo tardarían un año en agotarse.
-Feliz cumpleaños.
La Muerte se dio la vuelta, aun sonriendo.
Y desapareció.


Después de todo, resultó un cumpleaños feliz, porque ahora Ross sabía lo que tenía que hacer.
Esta vez ya había decidido quién merecía morir: Janice, la puta que le había contagiado, que aún difundía la enfermedad entre las víctimas inocentes de sus corruptos encantos.
Una vez más, era simplemente cuestión de método.
Ross no conocía nada de Janice, aparte de su breve encuentro, pero, para tener éxito, el cazador debe estudiar primero la naturaleza de la bestia. Sólo después de haberse familiarizado con sus hábitos y hábitat puede acosar a su presa.
Así, Ross se dedicó a descubrirla, a acorralarla.
Volver a encontrarla en el bar no fue ningún problema. Pretender alegrarse por este segundo encuentro fue más difícil, y llevarlo hasta su lujuriosa conclusión fue casi imposible a la luz de lo que sabía. Pero Ross se las arregló.
Para Janice, en las semanas que siguieron, Ross fue solo uno de sus fulanos regulares, un cliente entrado en años que hacía pocas demandas a sus habilidades profesionales y del que siempre se podían sacar unos cuantos pavos rápidos. Chas-chas-gracias-señora.
Ella no llegó a darse cuenta de que era un cazador que estudiaba su presa, buscando un método para derribarla.
Ross ya sabía que poseía los medios para asegurar la muerte sin ningún fallo; su veneno no dejaría ninguna pista.
Pero ¿cómo usarlo? Los fans de Janice (si podían ser llamados así) no escribían cartas. No iban detrás de su autógrafo precisamente. Los pobres idiotas no se daban cuenta nunca de que les dejaba una firma de otro tipo, como había hecho con él. La sucia contagiadora merecía morir, y moriría.
El buen cazador es paciente, y la paciencia de Ross dio sus frutos. Cuando la visitó por tercera vez ya se había familiarizado lo suficiente con los hábitos de Janice para encontrar una solución.
Lo descubrió en el baño: la solución líquida del gel de baño que usaba. Y el pequeño frasco de plástico que lo contenía estaba casi vacío.
Durante el curso de su cuarto encuentro él se excusó y volvió a comprobar. Notó que sólo había gel para una aplicación más. Probablemente Janice se bañara cuando él se marchara. Y ni ella ni nadie más detectarían la pequeña cantidad de líquido incoloro e inodoro que añadió al frasco. Con suerte, el veneno no haría efecto hasta pasados unos minutos, y entonces ya habría salido del baño y se estaría preparando para acostarse. Por supuesto, quedaba el problema del frasco, que posiblemente vaciaría y tiraría a la basura, pero era probable que nadie se diera cuenta. En cualquier caso, tenía que prepararse para aceptar aquel riesgo..., y así lo hizo.
Una vez más sufrió los tormentos de la espera. Pero Janice no sufrió nada. A la semana siguiente, cuando regresó al bar, el camarero le dio la triste noticia.
El cuerpo de Janice había sido encontrado el día anterior, tendido en la cama, en su pequeño apartamento situado calle arriba. No tenía ninguna marca, a excepción de algunos herpes delatores; aparentemente había sufrido un ataque cardíaco y no parecía que fueran a practicarle la autopsia.
Esa era la mala noticia, y Ross se la tomó con bastante calma. Fue la noticia triste lo que realmente le sacudió.
Janice no había muerto sola. Lo que nadie sabía (y lo que Janice no mencionaba nunca) era que el segundo dormitorio del apartamento estaba ocupado por su hijo de seis meses. El bebé no había sido atendido durante los días que siguieron a la muerte de su madre, y había muerto de inanición.
Ross salió del bar anonadado. Se fue a casa pero no encontró paz allí. Aunque el camarero tuviera razón y no fuera a haber investigación, aunque la policía nunca llamara a su puerta, Ross no sintió ningún consuelo en su seguridad.
Su misión había tenido éxito, pero no se había detenido allí. No era ningún Ángel Vengador......era el asesino de un niño inocente.
El tormento interior se convirtió en agonía externa. No era el escozor de un herpes, sino el síntoma de una psique atormentada. Ross no podía trabajar, no podía leer ni descansar. Aún peor, no podía comer ni dormir. Cuando por fin llamó a un médico, estaba demasiado débil para andar. Terminó en el hospital con un gota a gota en el brazo y cuidados intensivos las veinticuatro horas. Le alimentaron a la fuerza, le llenaron de medicamentos hasta que por fin se recuperó.
Pero el médico estaba profunda y profesionalmente sorprendido.
-La verdad, no sé qué decirle -admitió-. Electrocardiogramas, escáners, todas esas pruebas de laboratorio y aún no hemos sacado nada en limpio. Excepto el herpes, claro, que va remitiendo. Si tuviera que aventurar un diagnóstico, diría que el problema es geriátrico.
-¿Y eso qué significa? -preguntó Ross.
-Va a cumplir usted sesenta y siete años. Según las estadísticas actuales, puede continuar sano durante una buena temporada. El problema es que el cuerpo humano no se rige siempre por las estadísticas. He visto casos de gente más joven que usted sacar un certificado médico y dos días después del examen... bingo. -El doctor trató de suavizar su aseveración con una sonrisa-. Supongo que todo se reduce al viejo dicho. Cuando llega tu hora, te tienes que ir.
-Pero no me siento viejo -murmuró Ross-. Sólo débil...
El doctor se encogió de hombros.
-Eso pasará. En cuanto recupere las fuerzas, es probable que se encuentre bien. Recuperará sus signos vitales. Pero a partir de ahora será mejor que se tome las cosas con calma. Le enviaré a casa una dieta estricta. No más alcohol, se acabó el fumar. Aparte de eso, lo único que puedo decirle es que se cuide.
Ross se miró al espejo cuando regreso a casa pero no le gustó lo que vio. Resultado de su crimen o de la enfermedad, la cara que le miraba era la de un anciano.
«Cuando llega tu hora, te tienes que ir.»
Si su aspecto le sorprendía, aún más le conmovieron sus otros cambios físicos. Aunque poco a poco ganó peso, aun no tenía la fuerza para enfrentarse con la rutina diaria. Las tareas de cocinar y limpiar la casa le dejaban exhausto, hasta el punto de que buscar placer se hizo inútil. Pasear se convirtió en una carga, subir las escaleras era como escalar el monte Everest.
¿Descansar? No aquí, ya no. «Cuando llega tu hora...»
Finalmente, fue.
Aunque su mente ponía obstáculos y su cuerpo se rebelaba, Ross se obligó a visitar las casas de descanso, de retiro, de convalecencias locales... Ninguna parecía realmente un hogar, y la mayoría eran simples almacenes donde apilar cuerpos cansados, bien fuera de pie, en sillas de ruedas, o en lechos de muerte.
Pero Ross no tenía miedo de morir; aunque había tomado una vida por error, su deuda con la Muerte estaba pagada durante meses. Y aunque su búsqueda era deprimente, continuó hasta encontrar un lugar que parecía confortable en comparación. Era con diferencia el más caro de todos, pero podría soportar los gastos extra después de vender la casa.
Ponerla en el mercado y venderla le ocupó más de lo que esperaba, y lo mismo pasó con el periodo de depósito que siguió. Incluso con el tiempo extra, Ross tenía las manos llenas. Vaciarlas era el problema auténtico; vaciarlas de todo lo que había acumulado durante años. Lo peor fue decir adiós a sus hijos, vendérselos a un librero que se los llevó en cajas de cartón que parecían ataúdes en miniatura. Ross se preguntó en qué tipo de ataúd habría sido enterrado el hijo de Janice, y luego descartó el pensamiento. «Olvida el pasado, deja que los muertos entierren a los muertos.» Tenía que encargarse de los anuncios, tratar con los compradores de muebles de segunda mano, vaciar la casa hasta que de ella sólo quedara un cubo vacío donde pasear mientras esperaba el fin.
«No, el fin no -se recordó Ross-. Esto es un nuevo principio.»
La Casa de Descanso de Sunset Cres resultó ser mejor de lo que había esperado. Localizada en los barrios residenciales de una ciudad cercana, el edificio era moderno y bien equipado. Había servicio de lavandería, y una línea de autobuses para ir de compras a la ciudad. Las comidas estaban preparadas decentemente, con dietas especiales para aquellos que las necesitaban. Su habitación era amplia, con un gran armario, baño privado, una cómoda cama y un balcón que daba al jardín.
Y lo mejor de todo, allí estaba Sheila.
Sheila era una de las tres enfermeras residentes. Alta, delgada, con pelo castaño y ojos azules, debía rondar los cincuenta años, pero no aparentaba esa edad. Ya que estaba asignada a su planta, Ross la veía muy a menudo, y lo que veía le gustaba.
Para su sorpresa, ella le había identificado como escritor, e incluso dijo haber leído algunos de sus libros. Cierto o falso, se sintió adulado por su reconocimiento y complacido por su presencia. Gradualmente, la reticencia profesional de Sheila remitió y llegó a saber más cosas de ella. De joven había trabajado en un hospital importante, y luego lo había dejado para casarse, al parecer, felizmente. Tres años antes, después de la muerte de su marido, regresó a su oficio de enfermera. Llevaba bien su viudedad, pero al ir trabando amistad con él Sheila le confesó que a veces echaba de menos la intimidad y las tareas domésticas de su casa. Ross pudo entenderlo fácilmente, pues también añoraba su hogar.
Lo que más le molestaba era su contacto diario con los otros residentes a la hora de comer, en la sala de recreo, los pasillos o los jardines.
Ross no podía entablar amistad con los otros residentes. No le gustaba la forma en que sus mentes se centraban en el pasado, o cómo trataban sus cuerpos con el presente. Le irritaba el castañeteo de los dientes postizos, el temblequeo de las piernas envejecidas, el continuo contrapunto de toses y gargantas aclaradas. Le molestaba ver sus muletas y sillas de ruedas, le deprimía ver cómo algunas caras familiares desaparecían dentro de habitaciones oscuras equipadas con tanques de oxígeno y camas de hospital.
Hacía todo lo posible para no pensar en aquellas cosas..., cáncer, colapsos, ataques cardíacos, la enfermedad de Alzheimer. No importaba lo que le dijera el espejo, Ross no se sentía viejo. En realidad, desde que había conocido a Sheila, le parecía sentirse más joven. ¿No le había dicho el médico que si se cuidaba podría vivir muchos años?
Tenía un futuro por delante y no necesitaba pasarlo aquí. Tal vez no podría vivir en otra casa, pero había apartamentos en la zona. Y Sheila había dicho que añoraba tener un hogar propio. Podría levantar un hogar para ella, un hogar para él.
Lo pensó una noche mientras estaba tendido en la cama y miraba el techo a oscuras. Su vida no había acabado. Después de todo. Aún no tenía setenta años..., ahora que lo pensaba, mañana cumpliría sesenta y ocho.
-¿Habrá un mañana?
Escuchó la pregunta con escalofriante claridad. Sólo que no la había formulado él, y el escalofrío que le apretaba entre sus gélidos dedos estaba realmente presente en la habitación. Sus ojos se dirigieron rápidamente al pie de la cama y a la figura fosforescente que allí había.
La Muerte saludó, sonriente, y alzó el reloj de arena que tenía ya casi vacía la mitad superior.
Pero fue la guadaña lo que observó Ross. La guadaña, alzada en un arco inexorable y cuya hoja desnuda cayó después rápidamente para amenazar su garganta.
-¡Detente! -chilló.
La guadaña osciló.
-¿Otro año? -susurró la Muerte.
-Sí -asintió Ross ansiosamente-. Otro año.
Pero la guadaña no se retiró; permaneció alzada, afilada y brillante, dispuesta a completar su trabajo.
-Ya conoces el precio -murmuró la Muerte.
-Lo pagaré..., puedes estar segura.
-¿Sí?
La guadaña permaneció en el aire, tan cerca que incluso en las sombras Ross pudo distinguir las manchas oscuras por sus filos, las gotas resecas que ensuciaban la superficie de la hoja.
La Muerte fijó en él su mirada sin ojos.
-¿Cómo lo sabes? ¿Ya has seleccionado a tu siguiente víctima?
-¡No uses esa palabra! Esta vez no cometeré ningún error. No sufrirá ningún inocente.
La Muerte se encogió de hombros.
-Pero ¿quién es inocente? Todos deben morir, tarde o temprano. -La guadaña volvió a avanzar-. No puedo confiar en ti para que sigas siendo juez y jurado. Sólo hay una ley..., una vida por otra vida.
La hoja cayó.
-¡Por favor! -chilló Ross-. ¡Tendrás tu vida, lo juro!
La hoja se retiró. Pero Ross no dejó de temblar hasta que la zarpa huesuda de la Muerte agarró el reloj y le dio la vuelta.
-Rápido -murmuró la Muerte-. Tienes que hacerlo rápido.
Su voz sólo resultó audible al oído interno de Ross; por fuera, fue tan silenciosa como las arenas cambiantes. Y ahora voz y visión se difuminaron, perdidas en las profundidades del sueño.


Aquella noche Ross durmió como un muerto, pero la mañana siguiente estaba vivo, disfrutando de la brillante promesa de los días por venir. La Muerte había desaparecido durante otro año, dejando sólo el eco débil y fantasmal de su despedida.
«Rápido.»
Pero ¿cómo podía obedecer? Ross sopesó el problema mientras se afeitaba y se vestía. Los recuerdos de sus errores anteriores regresaron y permanecieron con él mientras corría al patio. Sentado en el jardín, contempló la calle que había más allá, lleno de deseos de ser parte de la vida que allí había una vez más.
Un coche pasó velozmente, ajeno a su presencia. De alguna manera, los coches siempre parecían acelerar cuando pasaban junto a los hospitales, sanatorios o lugares como éste. Nadie quería recordar qué había dentro. La vida es para los vivos. «Que pase un buen día.»
El día de Ross no mejoró hasta que regresó a su habitación aquella tarde. Para su sorpresa, había recibido correspondencia: un solo sobre, pero no el de costumbre. Generalmente no recibía nada más que el cheque mensual de su pensión y algún que otro concurso publicitario que acababa en la papelera. Ross estaba anonadado; aparte de los vendedores por correo, ¿quién se preocupaba por él?
Sheila.
De alguna manera se había enterado de la fecha de su cumpleaños y le había enviado una postal. Sheila se preocupaba.
Oscureció, pero para Ross el mundo era otra vez brillante. Sheila se preocupaba, y él también.
Aquella noche, cuando ella le miró, le contó cómo se sentía y lo que esperaba del futuro.
-Nuestro futuro -dijo-. Juntos.
Ross esperó su respuesta, confiando en que aceptara y parapetándose contra una negativa. Pero Sheila guardó silencio y no hubo contestación en sus ojos.
-¿No lo comprendes? -murmuró él-. Te estoy pidiendo que te cases conmigo.
Ella suspiró.
-Claro. El síndrome de la última enfermera.
Ross la miró y Sheila asintió.
-Es así como lo llaman los abogados. Un hombre mayor, solterón o viudo, cae enfermo y una enfermera le atiende. Cuando se recupera, se le declara lleno de gratitud.
-No es sólo gratitud.
Ross le cogió la mano, buscando su calidez y suavidad.
La calidez se convirtió en calor, la suavidad se afirmó en respuesta. Luego ya la tuvo entre los brazos y fue fácil hablar, exponer sus planes.
Sheila escuchó, sonriente, con los ojos brillantes.
-Parece magnífico, de verdad, pero tienes que darme una oportunidad para pensar. No podemos salir de aquí mañana, ya sabes. Tenemos que ser prácticos. Asegurarnos de que tenemos suficiente para vivir, encontrar un apartamento, amueblarlo. Hay un millón de cosas de las que encargarse. Y tengo que anunciarlo.
-¡Entonces, hazlo! -dijo Ross-. Ahora. Rápido.
Cuando ella se marchó. Su alegría permaneció empañada simplemente por una sola sombra..., ¿o era otra vez un eco?
«Rápido. -Las palabras de la Muerte-. Tienes que hacerlo rápido.»
Esa noche intentó reflexionar sobre el significado de aquella frase, a pensar en lo impensable.
Y por primera vez desde su llegada busco en el maletín que tenía guardado en el armario. Según todas las apariencias estaba vacío; sólo él sabía de la existencia del bolsillo oculto en su base. En su interior se encontraba el pequeño frasco de cristal con la poción de veneno definitiva. Al menos, así lo había pensado al empaquetar: una poción reservada para él mismo en caso de que la vida en este sitio se volviera insoportable.
Pero la vida ya no era insoportable y no necesitaba malgastarla aquí. Lo que significaba que la poción sería ahora definitiva para alguien más.
Ross contempló el incoloro contenido del frasco girando silenciosamente. Luego lo apartó y el movimiento cesó. Ahora sólo giraban sus pensamientos; pensamientos venenosos que no podían ser contenidos mucho tiempo.
Reflexionó durante toda la noche. Tenía que hacerlo rápido..., pero ¿a quién?
No tenía ningún enemigo aquí. Y la amarga experiencia le había enseñado que la venganza era inútil. Ross recordó su resolución: no sufriría ningún inocente.
«Pero ¿quién es inocente? -Otra vez las palabras de la Muerte-. Todos deben morir tarde o temprano. Una vida por otra vida.»
Preguntas en la oscuridad, a la espera de una respuesta. Luego, poco antes del amanecer, Ross oyó su propia voz susurrando un nombre:
-La señora Endicott.
Aquí tenía su respuesta. La señora Endicott era la residente más vieja del hogar. Noventa y tres años, ciega y postrada en cama; nunca salía de su habitación, pero todos la conocían. La pura longevidad la había convertido en una institución dentro de la institución: «Imagina, lleva aquí más de veinte años y aún aguanta. Hay que reconocer que tiene ganas de vivir».
Ross sonrió ante la idea. ¿No se daban los idiotas cuenta de la verdad? ¿No podían al menos imaginar lo que tenía que ser estar postrado ciego e indefenso un año tras otro? Nadie tenía deseos de vivir en tal estado; simplemente, el pobre cuerpo ciego rehusaba obedecer la voluntad de morir. «Hay que reconocerlo», decían. Bien, él lo reconocería. Le daría la liberación que ansiaba. No sería asesinato. Sería eutanasia, un acto de piedad.
Ross se despertó el sábado por la mañana extrañamente fresco a pesar de su falta de sueño. Ahora sabía lo que tenía que hacer; aún mejor, sabía que quería hacerlo. El resto era cuestión de forma y medios.
El sábado era el día libre de Sheila, lo que hacía las cosas todavía más fáciles. Ella se detuvo en su habitación antes de marcharse y le dijo que iba a la ciudad a consultar con algunos agentes de la propiedad.
-No te preocupes, voy a insistir hasta que encuentre el lugar apropiado. En caso de que regrese tarde, te veré por la mañana. Oh. Querido. Estoy tan excitada...
Su sonrisa y su abrazo le dijeron más que sus palabras. Y Ross se alegró cuando se marchó.
En cuanto a él, se puso a trabajar.
Hizo preguntas; preguntas cuidadosas, casuales, indiferentes. La habitación de la señora Endicott era la 409, a mitad del pasillo, a la izquierda, en su misma planta. Le servían de comer a las horas regulares; los miembros del personal le echaban un vistazo a intervalos durante el día. A las nueve apagaban las luces (aunque aquello no creaba ninguna diferencia para la pobre anciana). Comprobaban su estado cada tres horas por la noche, inspecciones de rutina a cargo de quien estuviera de guardia al otro extremo del pasillo. Esta noche, el enfermero a cargo era Bill Hawthorne, un joven muy amable aunque algo perezoso. Tendía a pasar parte del tiempo entre sus rondas sentado en su mesa leyendo cómics. «Tanto mejor -pensó Ross-. Sea paciente, señora Endicott. La ayuda viene de camino.»
Fue él quien tuvo que ser paciente a medida que el día se arrastraba. Al atardecer, estaba realmente tenso. Sheila no había regresado y las horas finales parecían interminables.
La primera ronda tenía lugar a medianoche. Cuando Hawthorne echó un vistazo en su habitación, Ross estaba tapado, aparentemente dormido. Pero momentos más tarde, después de que Hawthorne cerrara la puerta, Ross se puso en pie y se abrió camino en la oscuridad hasta el armario. Tras procurarse el frasco y llevárselo a la cama, esperó. Dentro de media hora Bill Hawthorne habría regresado a su mesa en el cuarto situado al otro extremo del corredor. Desde allí, el enfermero no podía ver el pasillo y sólo el sonido le haría investigar su fuente.
Pero no habría sonidos.
Ross abrió la puerta en silencio a las doce y media. No hizo ningún ruido al dirigirse lentamente hacia la izquierda. Hawthorne no podía oír los latidos de su corazón.
En silencio, llegó a la habitación 409. En silencio, abrió la puerta. En silencio, entró, cerró la puerta tras él y camino de puntillas hasta la cama.
Al principio sólo vio una silueta difusa acurrucada entre las mantas. Gradualmente, sus ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad. La habitación era fría y olía débilmente a desinfectante mezclado con otro olor, el olor de la edad. Ross vio que emanaba de la boca medio abierta de la anciana cuando observó la arrugada ruina que era su cara, los mechones de pelo blanco que la enmarcaban. No dormía, pues tenía los ojos ciegos abiertos en una mirada sin vista.
En cierto sentido, la blancura lechosa de las cataratas que cubrían sus pupilas le confirmaron en sus conclusiones; se encontraba ante alguien que agradecería su promesa de alivio, aunque nunca supiera quién se lo había concedido. Ross supo lo que tenía que hacer.
Se identificaría como el doctor Morgan, el nuevo médico residente, que había venido a darle un sedante. Todo lo que necesitaba hacer era verter el contenido del frasco en el vaso de agua que había sobre la mesilla de noche y ayudarla a llevárselo a los labios.
-¿Señora Endicott? -dijo en voz baja.
No hubo respuesta. Ross se recordó que era muy probable que con noventa y tres. Años no oyera bien, y se acercó más.
-Señora Endicott.
Seguía sin haber respuesta. Suavemente, bajó la mano y la colocó sobre la frente huesuda. La frente fría, la frente helada que se dobló con su contacto mientras la cara giraba sobre la almohada y la boca se abría. No brotó ninguna respiración de aquellos labios, sólo un olor delator, y entonces lo supo.
La señora Endicott estaba muerta.


De alguna manera se las arregló para dar la vuelta, marcharse, reemprender sus pasos por el pasillo hasta llegar a la seguridad de su habitación. Allí, cesó su control y se hundió en la cama, sosteniendo aún el frasco inútil que había llevado en su inútil misión. El frasco resbaló de sus dedos temblorosos mientras se estremecía en silencio y cerraba los ojos llenos de desesperación.
Cuando volvió a abrirlos, tenía un visitante.
La desesperación dio paso al horror, pero esta vez Ross supo que no estaba soñando. La descarnada figura a los pies de su cama era bastante real.... eso. O se había vuelto loco. Cerró los ojos una vez más, deseando que su mente y su visión se aclararan.
Pero cuando abrió los ojos la figura seguía allí; se había acercado, y ahora se encontraba a la vera de su cama.
-¡Tú! -susurró Ross.
La calavera asintió levemente.
-¿Qué estás haciendo aquí?
-Tenía una cita pasillo abajo.
Ross notó la burla en la respuesta, en la sonrisa espectral.
-Sabías lo que iba a hacer -murmuró-. Podrías haber esperado.
-Había llegado su hora.
-¡Me engañaste!
-Yo no engaño -dijo la Muerte-. Recuerda, te advertí que actuases con rapidez. Pero lo hecho, hecho está.
-Entonces, ¿por qué estás aquí?
La Muerte se encogió de hombros.
-Creía que ya conocías la respuesta.
La calavera se acercaba. Ross pudo ver los manchones de moho verdoso pudriéndose en los amarillentos bordes craneanos. Pudo ver el filo manchado de sangre de la guadaña directamente encima de él, el reloj junto a su pecho. La mitad superior aún estaba llena de arena.
Ross negó con la cabeza.
-¡Todavía no es el momento!
-Quien decide soy yo -le dijo la Muerte-. Tu tiempo se cumplió.
-Pero hicimos un trato...
-Un trato que no pudiste cumplir. No me arriesgaré a que cometas más fallos.
-¡No fallaré! -Las palabras surgieron atropelladamente-. Dame una oportunidad y lo demostraré. Elige tú..., no me importa quién sea la víctima mientras yo siga vivo.
-¿Lo dices en serio?
-Lo prometo. Dime a quién quieres que mate. Sólo dame el nombre.
-Muy bien -asintió la Muerte-. El nombre es Sheila.
-¡Oh, no! Sheila no..., no puedo...
La calavera, sonriente, se acercó más.
-¿Ves? Tu promesa no tiene valor. -La muerte alzó la guadaña-. ¡Ni tú tampoco!
Súbitamente, la hoja bajó, buscando la garganta de Ross.
Aterrado, Ross echó la cabeza a un lado mientras la guadaña descendía y se hundía en la almohada a sólo una pulgada de su cuello. El instinto le hizo levantar las manos y agarrar la huesuda muñeca de la Muerte, que luchaba por liberar la hoja. Desesperado, Ross afianzó su presa, retorciendo con todas sus fuerzas hasta que los huesos crujieron bajo la presión.
Entonces la Muerte soltó su tenaza y la guadaña quedó libre. Mientras caía, Ross soltó las manos y cerró los dedos en torno al mango del arma.
Al agarrarla, sintió una repentina descarga de fuerza que le recorría el brazo. El poder estaba en la guadaña, y él la poseía ahora.
La voz sin sonido de la Muerte dejó escapar una queja.
-¡Devuélvemela!
Ross sacudió la cabeza.
-No. Ahora es mía.
-Pero no tienes derecho...
-Éste es mi derecho.
Ross blandió la guadaña. La figura esquelética se retiró y susurró en silencio.
-Idiota... ¿Crees de verdad que podrás burlarme tan fácilmente?
-¡Pero te he burlado! -exclamó Ross.
Se levantó de la cama y blandió el arma. La Muerte cayó al suelo.
Las mandíbulas de la Muerte se abrieron y se cerraron convulsivamente.
-¡Devuélveme mi guadaña!
El poder que Ross poseía aumentó en su brazo y en su voz. Avanzó, gritando:
-¡No! ¡Márchate!
La forma esquelética se encogió, apretando fuertemente el reloj de arena contra su huesudo pecho. Una vez más Ross descargó un golpe, pero la hoja no alcanzó su blanco.
Durante un momento se hizo el silencio. Entonces la calavera se meneó y sus dientes podridos se abrieron en ronca respuesta.
-Te lo advierto. Nadie burla a la Muerte.
Ross sacudió la cabeza.
-¡Yo soy la Muerte ahora!
Ross alzó la guadaña, golpeó el aire vacío y luego parpadeó. La figura se había marchado.
Parpadeó de nuevo, abriendo mucho los ojos. ¿O simplemente los abría por primera vez? ¿Había andado y hablado en sueños otra vez? ¿Era otro sueño?
Entonces miró lo que tenía en la mano. La Muerte había desaparecido pero la guadaña permanecía, y era real. El arma de la Muerte estaba allí. El poder irradiaba de la hoja manchada de sangre. Era su poder, ahora.
Mientras la contemplaba, el alivio dio paso a la aprensión. Ross no quería tal poder. Todo lo que pretendía era salvarse, pero nunca podría representar el papel de la Segadora, nunca podría empuñar la guadaña. Su poder era inútil.
¿O no?
Mientras poseyera el arma, la Muerte no podría golpear a sus víctimas; había sido vencida. Durante un instante Ross sintió el calor de aquella idea, pero luego el calor dio paso a una oleada de frío miedo.
Miró otra vez la hoja. ¿Y si la Muerte regresaba a reclamar la guadaña mientras dormía? Ross no podría permanecer despierto eternamente, no podía guardarla día y noche. ¿Y qué pasaría si otros veían el arma? ¿Cómo podría explicar su presencia?
Sólo había una respuesta. Tenía que esconderla. Esconderla de los otros. Esconderla de la Muerte.
Ross miro el reloj. Las dos y diez. Dentro de menos de una hora el enfermero volvería a hacer su ronda. Hiciera lo que hiciese, tenía que ser pronto.
Agarrando el mango de la guadaña, se dirigió hacia la puerta, la abrió, se asomó al pasillo desierto. El enfermero estaría sentado ante su mesa en la alcoba al fondo del pasillo, a la derecha, y no había manera de pasar por delante de él sin que se diera cuenta. Pero a la izquierda el pasillo terminaba en una escalera trasera.
Se dirigió hacia allí de puntillas, bajó en silencio hasta la planta baja y se encaminó a la puerta que daba a los patios exteriores.
Al fondo de los patios estaba el jardín, y en el jardín florecían las rosas, con los pétalos cerrados como protección contra la noche.
Ross inhaló su aroma en la oscuridad mientras se acercaba. Se arrodilló y luego cavó con la guadaña en la arena húmeda. Cavó profundamente, hasta que el hoyo fue lo suficientemente grande. Inspirando con fuerza, partió el mango del arma contra su rodilla. La madera cedió bajo el impacto. Sus dedos encontraron una roca. La alzó y golpeó la hoja de la guadaña, hasta que el metal se retorció y se curvó, y luego la hizo pedazos. Recogiendo los fragmentos, los arrojó al profundo hoyo. Tras cubrirlo con arena, alisó el suelo con los pies para que no se notara nada.
Jadeando, Ross se puso en pie. Se había acabado. Ni siquiera la Muerte sabría que era aquí donde había sido enterrada su arma. Y aunque la encontrara no tendría importancia, porque la guadaña había sido destruida.
Cruzó de vuelta el jardín, aliviado. Al subir la escalera y regresar en silencio a su habitación, Ross sintió la posesión de un poder aun mayor que el de la guadaña que había robado. Nadie podría detenerle ahora. Mañana, cuando viera a Sheila, llevarían a cabo sus planes, encontrarían su futuro.
Cansado, pero triunfante, Ross se hundió en la cama. Miró la oscuridad pero ya no la temía. No tenía necesidad de temerla, pues la Torva Segadora ya no era tal. La Reina de los Terrores había sido destronada.
Ross advirtió que se había equivocado en considerar a la Muerte como una niña... Tal vez la verdad era que la Muerte era vieja. Arrancarle la guadaña de las manos había sido sorprendentemente fácil, pues los viejos no pueden ofrecer resistencia. Esconder el arma había sido también fácil, pues la sabiduría se oscurece con la edad.
«Nadie burla a la Muerte.»
Ross sonrió ante el recuerdo de la amenaza, pues también era débil. El paso de incontables siglos había tomado su precio; el único poder de la Muerte residía en su guadaña, y ahora el poder había sido roto y enterrado.
Había otra posibilidad que Ross, ahora que pensaba con claridad, no descontaba del todo. Tal vez su visión de la Muerte había sido un sueño después de todo; un sueño recurrente nacido de su viva imaginación. Tal vez todo era parte de una ilusión nocturna; incluso su viaje al jardín podría ser fruto de alguna fuga sonambulística en la que había roto y enterrado algo que no existía. Pero fuera cual fuese la verdad, ahora estaba libre de ella para siempre. Fuera pesadilla o realidad. La guadaña nunca volvería a golpear, y por fin estaba a salvo.
Todavía sonriendo, Ross se sumergió en el sueño.


Poco después, el enfermero hizo su ronda y entró en la habitación. Sonreía también, pero no por mucho tiempo. Lo que vio le hizo salir tambaleándose al pasillo, llamar a los otros a gritos. Acudieron a mirar e investigar, pero no descubrieron evidencia alguna de que ningún intruso hubiera forzado la entrada.
Lo que encontraron y nunca pudieron explicar fueron los fragmentos rotos de un reloj de arena en el suelo, junto a la cama. Y a Ross, tendido muerto en ella, con la boca abierta de par en par y la garganta llena de arena.

Cuento:" Jaqueline Ess: Su Volntada y Su Testamento" Tomado de Libros Sangrientos II de Clive Barker

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JACQUELINE ESS:

SU VOLUNTAD Y SU TESTAMENTO

(Tomado de Libros Sangrientos II de Clive Barker)




(Libros Sangientos II. Clive Barker)
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«¡Dios mío –pensó ella–, esto no puede ser vivir! Siempre igual: tedio, estrés y frustración.
»Jesucristo –rezó–, sácame de aquí, libérame, crucifícame si es necesario, pero líbrame de mis sufrimientos.»
En lugar de recibir su bendición eutanásica, tuvo que coger, un día gris de finales de marzo, una cuchilla de la máquina de Ben. Se encerró en el cuarto de baño y se cortó las muñecas.
Por detrás de los latidos que le resonaban en los oídos, oyó débilmente a Ben que le hablaba al otro lado de la puerta del cuarto de baño.
–¿Estás ahí dentro, querida?
–Vete –creyó decirle.
–He vuelto pronto, cariño. Había poco tráfico.
–Vete, por favor.
El esfuerzo de intentar hablar la hizo resbalar de la taza del retrete y caer sobre las baldosas blancas del suelo, donde ya se enfriaban los charcos que su sangre había formado.
–¿Querida?
–Vete.
–Querida.
–Largo.
–¿Te encuentras bien?
«Se puso a forcejear con la puerta aquella rata. ¿No se daba cuenta de que ni podía ni quería abrirla?»
–Contéstame, Jackie.
Ella gruñó. No pudo contenerse. El dolor no era tan terrible como esperaba, pero tenía la horrible sensación de que la habían golpeado en la cabeza. Con todo, él no podía llegar a tiempo, era demasiado tarde. Ni siquiera echando la puerta abajo.
Echó la puerta abajo.
Levantó la vista hacia él mirándolo a través de un aire tan espeso de muerte que se podría haber cortado con un cuchillo.
–Demasiado tarde –creyó decir. Pero no lo era.


«Dios mío –pensó–, esto no puede ser el suicidio. No he muerto.»
El doctor que Ben había contratado para ella era demasiado benevolente. Lo mejor, le prometió; sólo lo mejor para mi Jackie.
–No tiene nada que no podamos solucionar con un pequeño remedio –la tranquilizó el médico.
«¿Por qué no lo revela de una vez? –pensó–. Le importa un comino. No sabe lo que me ocurre.»
–Trato con muchos problemas femeninos de éstos –le confesó, destilando una compasión estudiada por todos los poros–. Adquiere proporciones de epidemia a partir de cierta edad.
Ella apenas tenía treinta años. ¿Qué le estaba contando? ¿Que era una menopáusica prematura?
–Depresión, abstinencia total o parcial, neurosis de todo tipo y calibre. No es la única, créame.
«Oh, sí lo soy. Estoy aquí en mi cabeza, sola, y tú no puedes saber lo que ocurre en ella.»
–La curaremos en un dos por tres.
«¿Soy como un cordero, no es eso? ¿Se cree que soy un cordero?» Musitando, él echó una ojeada a sus títulos enmarcados, a sus uñas arregladas y a los bolígrafos y el cuaderno de notas que tenía sobre la mesa del despacho. Pero no miró a Jacqueline. Miró a todas partes salvo a Jacqueline.
–Sé –decía ahora– por lo que ha pasado, y ha sido traumático. Las mujeres tienen ciertas necesidades. Si no son satisfechas....
¿Qué iba a saber de las necesidades femeninas?
«No eres una mujer», creyó pensar.
–¿Qué?
¿Había hablado? Sacudió la cabeza en señal de que no. Él prosiguió, encontrando otra vez el hilo:
–No la voy a someter a interminables sesiones de terapia. No es eso lo que quiere, ¿verdad? Quiere un poco de tranquilidad, y algo que la ayude a dormir de noche.
La estaba empezando a irritar lo indecible. Su actitud condescendiente era tan profunda que no tenía fondo. Jugaba a ser el padre que todo lo sabe y todo lo ve. Como si poseyera alguna maravillosa capacidad de intuir la naturaleza de un alma femenina.
–Claro que he probado los cursos de terapia con lospacientes, hace años. Pero entre usted y yo...
Le dio una leve palmada en la mano. La palma del padre sobre el dorso de su mano. Se suponía que debía sentirse adulada, tranquilizada, a lo mejor incluso seducida.
–... entre usted y yo, es pura verborrea. Una verborrea tediosa. Francamente, ¿para qué sirve? Todos tenemos problemas y no se pueden superar hablando, ¿verdad?
«No eres una mujer. No tienes el aspecto de una mujer, no sientes como una mujer...»
–¿Ha dicho algo?
Negó con la cabeza.
–Creí que sí. Por favor, no tenga reparos en mostrarse sincera conmigo.
Ella no contestó, y el doctor pareció cansarse de hacer ver que entre ellos había algo de intimidad. Se levantó y fue hacia la ventana.
–Pienso en qué es mejor para usted...
Se quedó de pie contra la luz, dejando la habitación a oscuras, impidiendo que se vieran los cerezos del jardín, detrás de la ventana. Observó sus anchos hombros y sus caderas estrechas. Era todo un hombre, como habría dicho Ben. No era de los que aguantan a los niños. Un cuerpo como aquél estaba hecho para recomponer el mundo. Y si no podía con el mundo, tendría que conformarse con los cerebros.
–Pienso en qué es mejor para usted...
¿Qué sabía él, con esos labios y esos hombros? Era demasiado hombre para comprender algo de ella.
–Creo que lo mejor para usted sería un tratamiento a base de sedantes...
Ahora posó ella los ojos sobre la cintura del doctor.
–... y unas vacaciones.
Su espíritu se concentró en el cuerpo que había detrás del barniz de los vestidos. En el músculo, el hueso y la sangre que había debajo de la piel elástica. Se lo imaginó desde todos los ángulos, midiéndolo, calculando su capacidad de resistencia y, finalmente, enfocándolo de frente. Pensó:
«Sé una mujer.»
Nada más ocurrírsele esa extravagante idea, empezó a convertirse en realidad. Lamentablemente, no fue una transformación de cuento de hadas; la carne del hombre se resistía a ese tipo de magia. Ella deseó que su pecho masculino diera lugar a dos mamas, y empezó a hincharse de una manera encantadora, hasta que la piel cedió y se le desprendió el esternón. Su pelvis, estirada y a punto de estallar, se rasgó por el centro; desequilibrado, se derrumbó sobre su despacho y la contempló con la cara amarilla por la conmoción. Se chupaba los labios sin parar, a fin de encontrar algo de humedad que le permitiera hablar. Tenía la boca seca y las palabras se le morían antes de nacer. Todo el ruido procedía ahora de entre sus piernas: el chorreo de la sangre y el golpe sordo del intestino al caer sobre la alfombra.
Chilló ante la absurda monstruosidad que había ideado y se retiró a la esquina opuesta de la habitación, donde vomitó en la maceta del gomero.
«¡Dios mío! –pensó–. Esto no puede ser un asesinato. Ni siquiera lo he tocado.»


Jacqueline guardó secreto acerca de lo que había hecho aquella tarde. No tenía ningún sentido provocarle insomnios a nadie obligándole a pensar en un talento tan peculiar.
La policía fue muy amable. Buscó muchas explicaciones para justificar la súbita muerte del doctor Blandish, aunque ninguna de ellas daba cuenta de que su pecho se hubiera levantado de una manera tan extraordinaria, convirtiendo sus pectorales en dos hermosas (aunque peludas) cúpulas.
Se dio por hecho que algún psicópata desconocido había irrumpido en la habitación en un acceso de locura, cometió el desaguisado con manos, martillos y sierras y salió, encerrando a la inocente Jacqueline Ess en un mutismo aterrado del que ningún interrogatorio logró arrancarla.
Una o varias personas desconocidas habían despachado según toda evidencia al doctor a un lugar en el que ni los sedantes ni las terapias podrían servirle de ayuda.


Jacqueline olvidó el episodio casi por completo durante algún tiempo. Pero con el paso de los meses, se apoderó gradualmente de ella, como si fuera el recuerdo de un adulterio mantenido en secreto. La idea del placer prohibido la excitaba. Se olvidó de las náuseas que sintió y recordó el poder. Olvidó lo sórdida que fue su actuación y recordó la fuerza. Olvidó la sensación de culpabilidad que se apoderó luego de ella y deseó volver a hacerlo con toda su alma.
Sólo que mejor.


–Jacqueline.
«¿Es mi marido –pensó– quien me llama por mi nombre completo?» Normalmente era Jackie, Jack o nada en absoluto.
–Jacqueline.
La miraba con sus grandes ojos azules de niño, como el colegial del que se había enamorado a primera vista. Pero ahora tenía la boca más dura, y sus besos sabían a pan rancio.
–Jacqueline.
–Sí.
–Hay algo de lo que quiero hablarte.
«¿Una conversación?», pensó. Debía de ser un día de fiesta nacional.
–Ponme a prueba –sugirió.
Sabía que podía obligarle a hablar con su pensamiento si le apetecía. Hacerle decir lo que ella quería oír. Palabras de amor, tal vez, si es que aún podía recordar cómo sonaban. Pero ¿qué sentido tendría eso? Era mejor la verdad.
–Querida, me he apartado un poco del buen camino...
–¿Qué quieres decir? –inquirió.
«¿De verdad, de verdad, bastardo?», pensó.
–Fue cuando no estabas en tus cabales. ¿Sabes? Cuando las cosas habían dejado de funcionar más o menos entre los dos. Habitaciones separadas... Tú quisiste habitaciones separadas... y me volví loco de frustración. No quería molestarte, así que no dije nada. Pero no tiene sentido que intente vivir dos vidas.
–Puedes tener una aventura si lo deseas, Ben.
–No es una aventura, Jackie. La amo...
Estaba preparando uno de sus discursos, podía ver cómo se gestaba detrás de sus dientes. Las justificaciones que se convertían en acusaciones, las excusas que degeneraban en ataques a su forma de ser. En cuanto cogiera carrerilla no podría detenerlo. No lo quería oír.
–... No se parece en nada a ti, Jackie. Es frívola a su manera. Supongo que te parecería superficial.
«Tal vez sea mejor interrumpirlo ahora, antes de que se haga un lío, como de costumbre.»
–No es caprichosa como tú. Es sólo una mujer normal, ¿sabes? No quiero decir que tú no seas normal: no puedes evitar tener depresiones. Pero ella no es tan sensible...
–No hace falta, Ben...
–¡No, narices! Quiero sacármelo del pecho.
«Y echármelo encima», pensó ella.
–Nunca me has dejado que me explique –decía–, siempre me echas una de tus malditas miradas, como si quisieras que yo...
«Me muriera.»
–... me callara.
Callarse.
–¡No te importa cómo me siento! –ahora gritaba–. Siempre encerrada en tu pequeño mundo.
«Cállate», pensó.
Tenía la boca abierta. Ella pareció desear que se cerrara, y al tener esa idea sus mandíbulas se cerraron en seco, cortándole la punta de la lengua rosa. Se le cayó de los labios y se alojó en una arruga de su camisa.
«Cállate», volvió a pensar.
Las dos legiones perfectas de dientes se enterraron una dentro de otra, rasgándose y abriéndose en canal; los nervios, el calcio y la saliva dejaron caer una espuma rosada sobre su barbilla a medida que la boca se le resbalaba hacia delante.
«Cállate», seguía pensando, mientras sus ojos azules y asustados de bebé volvían a entrar en su cráneo y la nariz se deslizaba en dirección al cerebro.
Ya no era Ben; era un hombre con la cabeza de un lagarto rojo, que se aplastaba, se encerraba en sí misma y, gracias a Dios, ya nunca más podría pronunciar discursos.
Ahora que le había cogido el tranquillo, empezó a demorarse en los cambios que deseaba provocar en su marido.
Lo tiró al suelo de un papirotazo y empezó a comprimir sus piernas y brazos, encastrando la carne y el resistente hueso en un espacio cada vez más reducido. Los vestidos se le doblaron hacia adentro, y el tejido de su estómago fue arrancado de sus entrañas bien empaquetadas y estirado alrededor de su cuerpo para envolverlo. Los dedos le sobresalían de las aristas de los hombros, y los pies, que aún pataleaban furiosos, se le hundieron en el intestino. Le dio una última vuelta para aplastar su espina dorsal y convertirla en una columna de porquería de treinta centímetros de altura, y dio por finalizada la sesión.
Cuando salió de su éxtasis vio a Ben sentado en el suelo, encerrado en un espacio del tamaño aproximado de una de sus bonitas maletas de cuero, mientras la sangre, la bilis y el líquido linfático manaban débilmente de su cuerpo mudo.
«¡Dios mío –pensó–, ése no puede ser mi marido! Nunca ha sido así de pequeño.»
Esta vez no esperó que la ayudasen. Comprendió la gravedad de lo que había hecho (supuso, incluso, cómo lo había hecho) y asumió el crimen porque era de justicia que actuara así. Hizo las maletas y se fue de casa.
«Estoy viva –pensó–. Por primera vez en toda mi miserable vida me siento viva.»




Testimonio de Vassi (primera parte)


Dedico esta historia a quienes sueñan con mujeres dulces y fuertes. Es una promesa tanto como una confesión, así como las últimas palabras de un hombre perdido que sólo quería amar y ser amado. Aquí estoy sentado, temblando, esperando que caiga la noche, aguardando a que el chulo quejica de Koos llame otra vez a mi puerta y se lleve todo lo que tengo a cambio de la llave de su habitación.
No soy un hombre valiente y nunca lo he sido, de forma que me asusta lo que me pueda ocurrir esta noche. Pero no puedo pasarme la vida soñando a todas horas, viviendo en la oscuridad y entreviendo el sol de vez en cuando. Tarde o temprano, uno tiene que disponerse a la lucha (bonita expresión), levantarse y participar en ella. Aunque eso signifique dar la vida a cambio.
Probablemente no estoy diciendo más que tonterías. Quiénes se tropezaron con este testimonio estarán pensando, se estarán preguntando quién fue ese imbécil.
Mi nombre es Oliver Vassi. Tengo treinta y ocho años. Fui abogado hasta hace un año o más; hasta que emprendí la búsqueda que finaliza esta noche con un chulo, una llave y la reina de las reinas.
Pero la historia empieza hace más de un año. Hace muchos que Jacqueline vino a verme por primera vez.
Llegó como llovida del cielo a mi despacho, diciendo ser la viuda de un amigo mío de la Facultad de Derecho, Benjamin Ess, y cuando hice memoria recordé su cara. Un amigo común que asistió a la boda me mostró una fotografía de Ben y de su deslumbrante novia. Y allí la tenía, con una belleza tan inaprehensible como prometía la foto.
Recuerdo que me sentí muy azarado durante ese primer encuentro. Llegó en un momento delicado, y yo estaba hasta el cuello de trabajo. Pero me cautivó tanto que fui olvidándome de todas las citas del día, y cuando entró mi secretaria me dirigió una de sus miradas de acero, como si quisiera echarme un cubo de agua fría encima. Supongo que me enamoré desde el principio, y ella se dio cuenta de la atmósfera eléctrica que reinaba en mi despacho. Yo hice ver que trataba con cortesía a la viuda de un antiguo amigo. Me negaba a pensar en pasiones: no formaba parte de mi naturaleza, o eso creía. ¡Qué poco sabemos –quiero decir, sabemos realmente– de nuestras aptitudes!
La primera vez que nos vimos, Jacqueline me contó bastantes mentiras. Que Ben había muerto de cáncer, que cuánto le había hablado de mí y con cuánto cariño. Supongo que me podría haber dicho directamente la verdad, y yo no la habría tenido en cuenta. Creo que estuve completamente sometido a ella desde el principio.
Pero es difícil recordar exactamente cómo o cuándo el interés por otro ser humano se convierte en algo más comprometido, más apasionado. Puede que me invente la impresión que me causó en este primer encuentro, que recree la historia simplemente para justificar mis excesos posteriores. No estoy seguro. De cualquier forma, ocurriera cuando y donde ocurriera, despacio o de prisa, sucumbí ante sus encantos y me embarqué en esta aventura.
No soy un hombre particularmente inquisitivo en lo que concierne a mis amigos o compañeras de cama. Como abogado me paso la vida examinando la porquería de las vidas ajenas y, francamente, ocho horas al día de un trabajo parecido me resultan más que suficientes. Cuando salgo del despacho me gusta dejar en paz al prójimo. No curioseo ni profundizo en él; sólo le considero desde el punto de vista de su aspecto exterior.
Jacqueline no fue una excepción a esta regla. Era una mujer que me alegraba tener en mi vida, fuera cual fuera su pasado. Tenía una sangre fría maravillosa, era inteligente, obscena y fina. Nunca había conocido a una mujer más encantadora. No era asunto mío cómo había vivido con Ben, cómo había ido el matrimonio, etc... Ésa era su historia. A mí me bastaba con vivir en el presente y dejar que el pasado muriera por sí solo. Creo que llegué a jactarme de que por mucho que hubiera sufrido podría ayudarla a que lo olvidara.
Cierto que sus historias eran incoherentes. Como abogado estaba entrenado para tener vista de águila en lo referente a las invenciones, y por mucho que intentara no conceder crédito a lo que me decía la intuición, notaba que no era franca conmigo. Pero sabía que todo el mundo tiene sus secretos. «Permitamos que ella también tenga los suyos», pense.
Sólo una vez le discutí un detalle sobre la pretendida historia de su vida. Al hablar de la muerte de Ben, se le escapó decir que había recibido lo que merecía. Le pregunté qué significaba eso. Ella se sonrió con aquella sonrisa suya de Gioconda y me dijo que pensaba que había que restablecer el equilibrio entre hombres y mujeres. Hice caso omiso de la observación. A fin de cuentas, por entonces ya me tenía obsesionado al margen de toda esperanza de salvación; me hacía feliz poder asentir ante cualquier argumento suyo.
Era tan hermosa... No en toda la extensión de la palabra: no era joven, ni inocente, ni tenía esa simetría prístina que goza del favor de los publicitarios y los fotógrafos. Su cara era la de una mujer de cuarenta y pocos años: estaba acostumbrada a reír y a llorar, y la costumbre deja huellas. Pero tenía la capacidad de transformarse de la manera más sutil, haciendo que su cara fuera tan mudable como el cielo. Al principio creí que se trataba de un truco de maquillaje. Pero cuando empezamos a dormir juntos con más frecuencia y la observé por las mañanas con los ojos soñolientos, y por las noches, caídos de cansancio, pronto me di cuenta de que sobre el esqueleto no tenía más que carne y sangre. Lo que la transformaba era interno: era efecto de su voluntad.
Y ¿saben ustedes? Eso me hizo quererla aún más.
Fue entonces cuando me desperté una noche con ella al lado. A menudo dormíamos en el suelo, que ella prefería a la cama. Las camas, decía, le recordaban el matrimonio. Sea como sea, aquella noche estaba tumbada bajo un edredón sobre la alfombra de mi habitación, y yo, por mera adoración, contemplaba su cara mientras dormía.
Si uno se ha entregado por completo, observar dormir a la persona amada puede convertirse en una experiencia horrible. A lo mejor algunos de ustedes han conocido esa parálisis que se produce al estudiar unos rasgos impenetrables. Se llega entonces a la conclusión de que algo permanece siempre escondido en algún lugar inaccesible de la mente ajena. Como digo, para quienes nos hemos entregado, eso es un horror. En esos momentos uno se da cuenta de que sólo existe en relación con esa cara, esa personalidad. Por lo tanto, cuando esa cara está cerrada y la personalidad queda oculta en su propio mundo inaccesible, uno se siente completamente inútil. Como un planeta sin sol girando en la oscuridad.
Así me sentí aquella noche al observar sus extraordinarios rasgos, y mientras meditaba sobre la pérdida de mi alma, su cara empezó a alterarse. Era evidente que soñaba, pero ¡menudos sueños debía de tener! Toda su constitución estaba movilizada: sus músculos, su pelo, la parte inferior de las mejillas se movían bajo los dictados de algún acontecimiento interno. Los labios se le despegaban del hueso y se convertían, hirviendo, en una torre de piel babosa; tenía el pelo revuelto alrededor de la cabeza como si estuviera tumbada sobre el agua; la sustancia de sus mejillas formaba estrías y ondulaciones semejantes a las escarificaciones rituales de un guerrero; trozos de tejido inflamados y palpitantes se le hinchaban. El conjunto volvía a cambiar en cuanto se formaba una nueva careta. Aquella fluctuación me aterrorizaba, y debí de hacer algo de ruido. No se despertó, pero se acercó un poco a la superficie del sueño, abandonando las aguas profundas de donde procedían aquellas energías. Las caretas desaparecieron instantáneamente, y su rostro volvió a ser el de una mujer que duerme apaciblemente.
Ésa fue, como se comprenderá, una experiencia decisiva, aunque me pasé los días siguientes tratando de convencerme de que no la había visto.
El esfuerzo fue inútil. Sabía que había algo raro en ella, y por entonces estaba convencido de que ella no sabía nada. Estaba seguro de que había algo anormal en ella, y que haría mejor en investigar su pasado antes de decirle lo que había visto.
Después de reflexionar, parece ridículamente ingenuo pensar que ignoraba poseer un poder semejante. Pero me resultaba más fácil imaginármela como una víctima de ese maleficio que como su maestra. Así hablan los hombres de las mujeres; no se trata tan sólo de Oliver Vassi hablando acerca de Jacqueline Ess. Nosotros, los hombres, no podemos concebir que el poder se encuentre a gusto en el cuerpo de la mujer, a no ser que se trate de un niño. Ella no tiene poder real. El poder debe estar en manos masculinas, como un don divino. Eso es lo que nos dicen nuestros padres, los muy idiotas.
En resumidas cuentas, investigué el pasado de Jacqueline tan subrepticiamente como pude. Tenía un contacto en Nueva York, donde vivió la pareja, y no me resultó difícil poner en marcha algunas averiguaciones. A mi contacto le costó una semana volver, porque tuvo que desenmarañar una cantidad considerable de explicaciones policiales para conseguir intuir algo de la verdad, pero trajo noticias, y eran malas.
Ben estaba muerto; en eso no había mentido. Pero no podía haber muerto de cáncer. Mi contacto sólo consiguió unas pistas muy vagas acerca del estado del cadáver de Ben, pero le permitieron llegar a la conclusión de que lo habían mutilado espectacularmente. ¿El principal sospechoso? Mi amada Jacqueline Ess. La misma mujer inocente que ocupaba mi apartamento y dormía todas las noches a mi lado.
Así que le dije que me estaba ocultando algo. No sé qué esperaba que me contestara. Lo que obtuve fue una demostración de su poder. La dio de buena gana, sin maldad, pero habría sido un estúpido si no hubiera comprendido que aquello era un aviso. Primero me contó cómo había descubierto su capacidad única de controlar por completo a los seres humanos. Cuando estaba a punto de suicidarse, desesperada, encontró en los recovecos más escondidos de su ser facultades cuya existencia jamás había sospechado. Poderes que iban emergiendo de esas zonas remotas a medida que se recuperaba, como los peces se asoman a la luz.
Luego me hizo una pequeña exhibición de esos poderes, arrancándome uno a uno los pelos de la cabeza. Sólo doce; fue suficiente como demostración de sus formidables habilidades. Noté cómo se iban. Ella se limitaba a decir: uno de detrás de la oreja, y yo sentía un hormigueo y un tirón en la piel cuando los dedos de su voluntad me quitaban un pelo. Luego otro y otro. Fue una demostración increíble: había convertido ese poder en un arte sutil; localizaba y eliminaba uno a uno los pelos de mi cráneo con la precisión de unas pinzas.
En realidad me tenía sentado, rígido de miedo, y yo sabía que se limitaba a jugar conmigo. Tarde o temprano estaba seguro de que llegaría el momento de hacerme callar para siempre.
Pero tenía dudas. Me confesó que, aunque los hubiera perfeccionado, sus poderes la asustaban. Dijo que necesitaba que alguien le enseñara a sacarles el máximo partido. Y yo no era ese alguien. Sólo era un hombre que la amaba, que la había amado antes de su revelación y la seguiría amando a pesar de todo.
De hecho, después de esa demostración, me forjé rápidamente un nuevo concepto de Jacqueline. En lugar de temerla, me sentí aún más vinculado a aquella mujer que toleraba que yo poseyera su cuerpo
El trabajo empezó a irritarme: era una distracción que me impedía pensar en mi amada. Toda la reputación de que pude gozar alguna vez empezó a empañarse. Perdí clientes y respetabilidad. En el transcurso de dos o tres meses, mi vida profesional quedó reducida a casi nada. Mis amigos se cansaron de mí y los colegas me esquivaban.
No es que me estuviera chupando la sangre. Quiero dejar eso absolutamente claro. No era una lamia ni un súcubo. Lo que me ocurrió, mi caída en desgracia dentro de la vida ordinaria, si quieren, fue cosa mía. Ella no me embrujó; ésa es una mentira romántica para justificar la caída. Era un océano y yo tuve que nadar en su interior. ¿Tiene eso algún sentido? Me había pasado la vida en la orilla, en el mundo sólido de la ley, y estaba cansado de él. Ella era líquida, como un mar sin fronteras contenido en un solo cuerpo, un diluvio en una habitación pequeña, y yo me ahogaré contento en él, si me concede la oportunidad. Pero fue decisión mía. Quede claro. Siempre lo ha sido. He decidido ir a su habitación esta noche, y estar por última vez con ella. Lo he decidido libremente.
¿Y qué hombre no lo haría? Ella era (es) sublime.
El mes que siguió a esa demostración de poder viví en un éxtasis permanente en su presencia. Mientras estuve con ella me enseñó maneras de amar inaccesibles para cualquier otra criatura sobre la tierra. Digo inaccesible, pero es que con ella nada era inaccesible. Y cuando no estaba a mi lado se prolongaba el hechizo: parecía haber transformado mi mundo.
Y entonces me dejó.
Yo sabía por qué: buscaba a alguien que le enseñara a usar su fuerza. Pero comprender sus razones no alivió mi desmoronamiento.
Me vine abajo: perdí mi trabajo, mi identidad, los pocos amigos que me quedaban en el mundo. Apenas si me di cuenta. Fueron pérdidas menores comparadas con la de Jacqueline...


–Jacqueline.
«¡Dios mío! –pensó–. ¿Es éste de verdad el hombre más influyente del país?» Parecía tan poco atractivo y tan poco espectacular... Ni siquiera tenía fuerte la barbilla.
Pero Titus Pettifer era el poder.
Dirigía tantos monopolios que no podía ni contarlos. Sus comentarios en el mundo financiero podían destrozar compañías como si fueran de papel, acabar con las ambiciones de cientos y con las carreras de miles de personas. A su sombra se amasaban fortunas de la noche a la mañana, empresas enteras se desmoronaban cuando les soplaba encima, víctimas de su capricho. Si algún hombre conocía el poder, era él. Tenía cosas que enseñar.
–No le importará que le llame J., ¿verdad?
–No.
–¿Ha esperado mucho?
–Lo suficiente.
–Normalmente no hago esperar a las mujeres hermosas.
–Sí que lo hace.
Ella ya lo conocía: dos minutos en su presencia le habían bastado para tomarle la medida. Se metería con más rapidez en su terreno si se mostraba insolente.
–¿Siempre llama por sus iniciales a las mujeres a quienes acaba de conocer?
–Es útil para archivarlas. ¿Le importa?
–Depende.
–¿De qué?
–De lo que me dé a cambio de ese privilegio.
–Así que es un privilegio conocer su nombre.
–Sí.
–Bueno... Me siento honrado. A no ser, naturalmente, que le conceda ese privilegio a cualquiera.
Negó con la cabeza, No; comprendió que no era pródiga en afectos.
–¿Por qué ha esperado tanto tiempo para verme? ¿Por qué he tenido que recibir informes de sus asedios a mis secretarias con exigencias continuas de verme? ¿Quiere dinero? Porque si es así se irá con las manos vacías. Me hice rico gracias a la mezquindad, y cuanto más rico me hago, más mezquino me vuelvo.
La observación era correcta: la hizo con absoluta sencillez.
–No quiero dinero –dijo ella con la misma sencillez.
–Eso es reconfortante.
–Los hay más ricos que usted.
Levantó las cejas, sorprendido. Aquella belleza sabía morder.
–Cierto.
Había por lo menos media docena de hombres más ricos que él en el hemisferio.
–No soy una pequeña admiradora insignificante. No he venido aquí a hacerme con un nombre. He venido porque tenemos intereses comunes; mucho que ofrecernos el uno al otro.
–¿Como qué?
–Yo tengo mi cuerpo.
Él sonrió. Era la oferta más directa que le habían hecho desde hacia años.
–¿Yqué le doy yo en recompensa por tanta generosidad?
–Quiero aprender...
–¿Aprender?
–... a utilizar el poder.
Aquella mujer cada vez le resultaba más extraña.
–¿Qué quiere decir? –preguntó para hacer tiempo.
No le había tomado la medida; le molestaba, lo desconcertaba.
–¿Tendré que decírselo otra vez, pero a la manera burguesa? –preguntó a su vez, afectando insolencia, con una sonrisa que le empezó a parecer atractiva.
–No hace falta. Quiere aprender a usar el poder. Supongo que le podría enseñar...
–Sé que puede.
–Hágase cargo; soy un hombre casado. Virginia y yo llevamos dieciocho años juntos.
–Tiene tres hijos, cuatro casas, una doncella llamada Mirabelle. Odia Nueva York y le encanta Bangkok; usa el dieciséis y medio de cuello de camisa; su color favorito, el verde.
–Turquesa.
–Conforme envejece se vuelve usted más ingenioso.
–No soy viejo.
–Dieciocho años de casado envejecen prematuramente a cualquiera.
–No a mí.
–Demuéstrelo.
–¿Cómo?
–Tómeme.
–¿Qué?
–Tómeme.
–¿Aquí?
–Baje las persianas, cierre la puerta, desenchufe el terminal del ordenador y tómeme. Le desafío.
–¿Desafiar?
¿Cuánto tiempo hacia que alguien lo desafiaba a algo?
–¿Desafiar?
Estaba excitado. No se había excitado tanto desde hacia doce años. Bajó las persianas, cerró la puerta y apagó la gráfica de sus fortunas en la pantalla.
«¡Dios mío –pensó ella–, ya lo tengo!»


No fue una pasión tan espontánea como la que sintió por Vassi. Por una razón: Pettifer era un amante torpe e inexperto. Por otra: tenía demasiado miedo a su esposa como para ser un adúltero consumado. Creía ver a Virginia en todas partes: en los vestíbulos de los hoteles en que alquilaban una habitación para pasar la tarde, en los taxis que se acercaban a sus lugares de cita, una vez incluso (juró que el parecido era absoluto) vestida de camarera y limpiando la mesa de un restaurante. No eran más que imaginaciones, pero empañaban la espontaneidad del romance.
A pesar de todo, ella estaba aprendiendo de él. Era tan brillante en las finanzas como inepto en el amor. Aprendió a ser poderosa sin utilizar el poder, a no dejarse afectar por la estupidez que las personas con carisma provocan entre los seres ordinarios, a tomar las decisiones sencillas de una forma sencilla, a no tener piedad. Aunque a este último respecto no necesitaba aprender mucho. Tal vez fuera más exacto decir que la enseñó a no echar nunca de menos su instintiva falta de compasión, a juzgar fríamente quién merecía la extinción y quién podía contarse entre los justos.
Ella no se mostró ante él ni una sola vez, aunque utilizó sus habilidades con absoluta discreción para engendrar el placer en su avejentado sistema nervioso.
La cuarta semana de su aventura estaban tumbados uno al lado del otro en una habitación lila, mientras el tráfico de media tarde rugía a sus pies. Había sido una mala relación sexual; él estaba nervioso y no consiguió sacarle de su ensimismamiento con ningún truco. Fue muy rápida y casi sin pasión.
Le iba a decir algo. Ella lo sabía: la revelación estaba aguardando detrás de su garganta. Dándose la vuelta hacia él, le dio masajes en las sienes con su mente, tranquilizándolo para que hablara.
Estaba a punto de arruinar el día.
Estaba a punto de arruinar su carrera.
Estaba a punto –«¡Dios, socórreme!»– de arruinar su vida.
–Tengo que dejar de verte.
No se atrevería, pensó ella.
–No estoy seguro de lo que sé acerca de ti o, más bien, de lo que creo saber acerca de ti, pero me hace... ser precavido contigo, J. ¿Lo comprendes?
–No.
–Me temo que sospecho... que has cometido crímenes.
–¿Crímenes?
–Tienes pasado.
–¿Quién ha estado hurgando en él? –inquirió–. ¿Seguro que no fue Virginia?
–No; Virginia, no. No es nada curiosa.
–Entonces, ¿quién?
–No es asunto tuyo.
–¿Quién?
Ejerció una ligera presión sobre las sienes de Titus. Este gimió de dolor.
–¿Qué te ocurre? –preguntó ella.
–Me duele la cabeza.
–Estrés, no es más que estrés. Puedo quitártelo, Titus.
Le tocó la frente con los dedos, suavizando al mismo tiempo la presión que ejercía sobre él. Suspiró al aliviarse.
–¿Estás mejor?
–Sí.
–¿Quién ha estado fisgoneando, Titus?
–Tengo un secretario personal, Lyndon. Ya te he hablado de él. Conoció nuestras relaciones desde el principio. Claro, alquila los hoteles y prepara las historias que sirven de tapadera.
Había algo infantil en su discurso que resultaba conmovedor. Como si estuviera avergonzado de dejarla con el corazón destrozado.
–Lyndon es todo un milagrero. Ha inventado un montón de historias para hacer que las cosas entre nosotros fueran más sencillas. Así que no tiene nada en contra tuya. Sólo que vio por casualidad una de las fotografías que te hice. Se las había dado para que las tirara.
–¿Por qué?
–No debí hacerlas; fue un error. Virginia podría haber... –Se paró y volvió a empezar–. Sea como sea, te reconoció aunque no podía recordar cuándo te había visto antes.
–Pero acabó por acordarse.
–Solía trabajar como gacetillero para uno de mis periódicos. Así es como llegó a convertirse en mi ayudante personal. Te recordó por tu encarnación anterior, por decirlo de alguna forma. Jacqueline Ess, mujer de Benjamin Ess, muerta.
–Muerta.
–Me trajo otras fotos, no tan bonitas como las tuyas.
–Fotografías ¿de qué?
–De tu casa. Y del cuerpo de tu marido. Dijeron que era un cuerpo, aunque no le quedaba nada de humano.
–Desde el principio hubo poco de ser humano en él –dijo con sencillez, pensando en los fríos ojos de Ben y en sus manos aún más frías.
Sólo merecía que lo encerraran y lo olvidaran.
–¿Qué le ocurrió?
–¿A Ben? Fue asesinado.
–¿Cómo?
¿Le había temblado un poco la voz?
–De una manera muy sencilla.
Se había levantado de la cama y estaba de pie junto a la ventana. Una intensa luz de verano penetraba por las rendijas de la persiana y los contornos de su cara quedaban dibujados por franjas de luz y sombra.
–Tú lo hiciste.
–Sí. –Le había enseñado a ser franca–. Sí, fui yo.
También le había enseñado a ser parca en amenazas.
–Déjame y volveré a hacerlo.
Él negó con la cabeza.
–Nunca. No te atreverás.
Estaba de pie ante ella.
–Tenemos que comprendernos, J. Soy poderoso y puro. ¿Comprendes? Mi rostro público no puede verse afectado por el escándalo. Me podría permitir una querida, o una docena, aunque se dieran a conocer. Pero, ¿una asesina? No, eso me arruinaría la vida.
–¿Te está chantajeando ese Lyndon?
Contempló el día a través de las persianas con una mirada angustiada en el rostro. Tuvo una contracción en los nervios de la mejilla, bajo el ojo izquierdo.
–Sí, ya que lo quieres saber –reconoció con una voz apagada–. El bastardo me tiene bien cogido.
–Comprendo.
–Y si él puede sospechar, también pueden hacerlo los demás. ¿Comprendes?
–Yo soy fuerte; tú eres fuerte. Podemos hacerles dar vueltas sobre la punta de los meñiques.
–No.
–Sí. Tengo poderes, Titus.
–No lo quiero saber.
–Lo sabrás –repuso ella.
Lo miró, cogiéndolo por las manos sin tocarlo. Él observaba con los ojos como platos cómo sus manos se alzaban sin quererlo para tocarle la cara, acariciarle el pelo con el más cariñoso de los gestos. Hizo que sus dedos temblones le recorrieran los pechos con más ardor del que podía reunir por iniciativa propia.
–Siempre eres demasiado indeciso, Titus –dijo, mientras le obligaba a manosearla hasta casi hacerle daño–. Así es como me gusta.
Ahora las manos de Titus se encontraban más abajo, haciendo que una expresión distinta aflorara a la cara de Jacqueline. Estaba invadida de mareas, se sentía completamente viva...
–Más adentro...
Introdujo el dedo, la acarició con el pulgar.
–Me gusta esto, Titus, ¿Por qué no me lo puedes hacer sin que te lo tenga que pedir?
Él se sonrojó. No le gustaba hablar de lo que hacían juntos. Ella le obligó a que entrara más profundamente, susurrando.
–No me voy a romper, ¿sabes? Virginia puede ser de porcelana de Dresde, pero yo no. Quiero sentimiento, quiero algo que me permita recordarte cuando no esté contigo. Nada es eterno, ¿no es cierto? Pero quiero algo que me dé calor durante la noche.
Se estaba cayendo de rodillas con las manos puestas, por decisión de Jacqueline, sobre su cuerpo y dentro de él, recorriéndola como dos cangrejos lujuriosos. Tenía el cuerpo empapado de sudor. Ella pensó que era la primera vez que lo veía sudar.
–No me mates –gimoteó.
–Podría hacerte desaparecer.
«Borrar», pensó, pero se quitó la imagen de la mente antes de hacerle daño.
–Ya lo sé, ya lo sé –dijo él–. Me puedes matar fácilmente.
Estaba llorando. «¡Dios mío –pensó ella–, el hombre eminente está a mis pies, lloriqueando como un bebé! ¿Qué puedo aprender sobre el poder en una representación tan pueril como ésta?» Le arrancó las lágrimas de las mejillas empleando más energía de la necesaria. La piel se le enrojeció bajo la mirada de Jacqueline.
–Déjame tranquilo, J. No te puedo ayudar. No te sirvo de nada.
Era cierto. Era absolutamente inútil. Le liberó las manos despreciativamente. Se le cayeron fláccidamente a ambos costados.
–No intentes encontrarme jamás, Titus. ¿Comprendido? No mandes jamás a tus secuaces en mi busca para salvaguardar tu reputación, porque seré más despiadada de lo que tú hayas sido jamás.
Él no dijo nada; se quedó de rodillas de cara a la ventana, mientras ella se lavaba la cara, bebía el café que habían pedido y se marchaba.


A Lyndon le sorprendió encontrar la puerta de su oficina abierta de par en par. Sólo eran las siete y treinta y seis. Ninguna de las secretarias llegaría antes de una hora. Una de las mujeres de la limpieza se debía haber descuidado y dejó la puerta sin cerrar. Descubriría quién fue y la despediría.
Empujó la puerta abierta.
Jacqueline estaba sentada de espaldas a ella. Reconoció su cabeza por atrás, la cascada de pelo castaño. Se estaba exhibiendo como una mujerzuela; era demasiado obscena, demasiado salvaje. Lyndon tenía su oficina, adyacente a la del señor Pettifer, meticulosamente ordenada. Le echó una ojeada: todo parecía en su sitio.
–¿Qué hace aquí?
Tomó un poco de aliento, preparándose.
Aquélla era la primera vez que lo hacía premeditadamente. Hasta entonces siempre se había tratado de decisiones impremeditadas.
Él se acercó al despacho, dejó su maleta y su ejemplar bien doblado del Financial Times.
–No tiene derecho a entrar sin mi permiso.
Ella se dio la vuelta lentamente sobre el eje de la silla, tal como solía hacer él cuando tenía gente a quien castigar.
–Lyndon.
–Nada de lo que diga o haga modificará los hechos, señora Ess –dijo, ahorrándole la dificultad de introducir el tema–. Es usted una asesina a sangre fría. No me quedó más remedio que informar de ello al señor Pettifer.
–¿Lo hizo por el bien de Titus?
–Por supuesto.
–Y el chantaje también es por el bien de Titus, ¿verdad?
–Salga de mi oficina...
–¿Verdad, Lyndon?
–¡Eres una puta! Las putas no saben nada: son ignorantes, animales enfermos –le escupió–. De acuerdo, eres astuta, eso te lo concedo. Pero tanto como cualquier mujerzuela que se busca la vida.
Se levantó. Él esperaba una réplica. No obtuvo ninguna o, por lo menos, no fue verbal. Pero sintió que la cara se le ponía rígida, como si alguien la estuviera presionando.
–¿Qué... estás... haciendo?
Le estaba reduciendo los ojos a rajas como las de un chico que imitara a un monstruoso oriental, le estiraba la boca por las dos esquinas, estrechándola y confiriéndole una sonrisa resplandeciente. Le costaba trabajo pronunciar las palabras...
–Para...
Ella negó con la cabeza.
–Puta... –repitió, desafiándola una vez más.
Ella no hizo más que mirarlo. Su cara empezaba a sacudirse y contraerse bajo la presión, los músculos se agitaban espasmódicamente.
–La policía... –intentó decir–. Si me pones un dedo encima...
–No te lo pondré –dijo ella sin necesidad de mentir.
Sintió la misma presión en el cuerpo, por debajo de sus vestidos, estirándole la piel, aprisionándolo cada vez más. Comprendió que algo iba a ceder. Tendría alguna parte débil que se desgarraría ante aquel ataque despiadado. Y si empezaba a resquebrajarse nada le impedirla a Jacqueline rajarlo. Se le ocurrió todo esto fríamente, mientras el cuerpo se le contraía y le lanzaba maldiciones con su sonrisa forzada.
–¡Zorra! –la insultó–. ¡Zorra sifilítica! No parecía estar asustado, pensó.
In extremis, dio rienda suelta a todo el odio que sentía hacia Jacqueline, de forma que perdió por completo el miedo. Ahora la volvía a llamar puta, aunque tenía la cara tan distorsionada que era casi imposible reconocerlo.
Y entonces empezó a rasgarse.
La raja empezó en el puente de su nariz y fue hacia arriba, cruzándole la frente, y hacia abajo, seccionando los labios, la barbilla y luego el cuello y el pecho. En cuestión de segundos tenía la camisa teñida de rojo, el traje oscuro se había vuelto todavía más oscuro, y chorreaba sangre por los puños y los pantalones. La piel le salió volando de las manos como los guantes de un cirujano, y dos círculos de tejido escarlata le quedaron colgando a ambos lados de la cara como las orejas de un elefante.
Había dejado de insultarla.
Llevaba diez minutos muerto a causa de la conmoción, pero ella seguía trabajando vengativamente con su cuerpo, despellejándolo y repartiendo los pedazos por la habitación. Por último, lo puso de pie, con el traje, la camisa y los brillantes zapatos rojos. Satisfecha por el espectáculo, lo liberó. Lyndon cayó suavemente sobre un charco de sangre y se durmió.
«¡Dios mío –pensó al encarar con tranquilidad las escaleras traseras– esto es un asesinato en primer grado!»


No encontró mención alguna de la muerte de Lyndon en los periódicos ni en los boletines informativos. Por lo visto murió igual que vivió, al margen del conocimiento público.
Pero ella sabía que habrían empezado a girar ruedas tan grandes que los individuos insignificantes como ella no podían ver sus ejes. Apenas si lograba imaginar lo que harían, qué modificaciones iban a introducir en su vida. Y es que el asesinato de Lyndon no había estado motivado sólo por el dolor, aunque éste se hubiera llevado su parte. No; había pretendido movilizar al mismo tiempo a los enemigos que tenía en el mundo, y hacer que la persiguieran, obligarlos a enseñar las garras: que mostraran su desprecio, su terror. Era como si se hubiera pasado la vida buscando un indicio que le permitiera comprenderse; sólo era capaz de determinar su naturaleza en función de la mirada de los ojos ajenos. Pero ahora iba a acabar con aquello. Era hora de enfrentarse a sus perseguidores.
Seguramente todos los que la habían visto –Pettifer el primero y luego Vassi– se lanzarían en su busca, y Jacqueline les cerraría los ojos para siempre: así la olvidarían. Sólo podría liberarse mediante la destrucción de los testigos.
Pettifer no acudió en persona, naturalmente. Le resultaba más sencillo encontrar agentes, hombres sin escrúpulos ni compasión, pero con un olfato para la persecución que haría sonrojarse a un sabueso.
Le estaban tendiendo una trampa, aunque todavía no pudiera verle las fauces. Todo eran presagios. Un vuelo de pájaros detrás de una pared, una luz peculiar en una ventana alejada, ruidos de pasos, silbidos, hombres con trajes oscuros leyendo periódicos a prudente distancia. Con el paso de las semanas no se le fueron acercando, pero tampoco se marcharon. Aguardaban como gatos subidos a un árbol, con la cola erizada y los ojos perezosos.
Pero la persecución tenía la impronta de Pettifer. Había aprendido lo suficiente de él como para reconocer su circunspección y su astucia. Acabarían yendo a por ella, no cuando ella los esperara, sino cuando ellos quisieran. A lo mejor ni siquiera cuando quisieran ellos, sino él. Y aunque no le vio jamás la cara, era como si tuviera a Titus en persona pisándole los talones.
«¡Dios mío –pensó–, mi vida está en peligro y a mí no me importa!»
Sin un plan que les diera sentido, sus poderes sobre la carne no servían para nada. Ella los había utilizado por razones mezquinas, para satisfacer un placer nervioso y una cólera absoluta. Pero esas demostraciones no la habían acercado a los demás: al contrario, la habían convertido en un monstruo.
A veces pensaba en Vassi, y se preguntaba por su paradero, por lo que hacía. No era un hombre fuerte, pero guardaba un poco de pasión en el alma. Más que Ben, más que Pettifer, y ciertamente más que Lyndon. Y recordó con cariño que era el único hombre que la llamara Jacqueline. Todos los demás le habían deformado sin gracia el nombre: Jackie, J. o, en los momentos más irritantes de Ben, Ju-ju. Sólo Vassi la había llamado Jacqueline, lisa y llanamente, aceptándola, a su manera formal, en su totalidad. Y cuando pensaba en él y trataba de imaginarse cómo podría volver a su lado, sentía miedo por Vassi.



Testimonio de Vassi (segunda parte)


Claro que la busqué. Sólo cuando has perdido a alguien te das cuenta de lo absurdo de la frase «el mundo es un pañuelo». No lo es. Es un ámbito inmenso, devorador, especialmente si uno está solo.
Cuando era abogado y frecuentaba siempre a las mismas personas, solía ver idénticas caras uno y otro día. Con unos intercambiaba palabras, con otros sonrisas, con otros asentimientos. Pertenecíamos, aunque pudiéramos ser enemigos ante el tribunal, al mismo círculo satisfecho. Comíamos a la misma mesa, bebíamos codo con codo. Hasta compartíamos a las queridas, aunque por entonces no siempre lo supiéramos. En circunstancias semejantes, resulta sencillo pensar que el mundo no te quiere mal. Cierto que uno crece, pero los demás hacen lo mismo. Incluso crees, de puro satisfecho que estás contigo, que el paso de los años te hace un poco más inteligente. La vida es llevadera: hasta los sudores de las tres de la mañana, cuando se inclina la balanza de la justicia, se vuelven menos frecuentes.
Pero creer que el mundo no es malvado equivale a engañarse a uno mismo, como creer en las llamadas certezas, que de hecho no son más que ilusiones compartidas.
Cuando ella se fue, se desmoronaron todas las ilusiones, y todas las mentiras a cuyo amparo había vivido siempre adquirieron una claridad cegadora.
El mundo no es un pañuelo cuando en él no hay más que una cara cuya contemplación puedas soportar, y esa cara está perdida en alguna parte del torbellino. El mundo no es un pañuelo cuando los pocos recuerdos vitales del objeto de tu cariño corren el peligro de ser pisoteados por los miles de depresiones que te asaltan cada día como niños tirándote de la solapa, exigiendo tu atención exclusiva.
Era un hombre deshecho.
Me encontraba a mí mismo (y nunca mejor dicho) durmiendo en pequeñas habitaciones de hoteles desolados, bebiendo más a menudo de lo que comía y escribiendo su nombre, como el típico obsesivo, una y otra vez. En las paredes, en la almohada, en la palma de mi mano. Me rasgué la piel de la palma con el bolígrafo y la tinta la infectó. Aún tengo la marca, la estoy mirando. «Jacqueline –dice–, Jacqueline.»
Y entonces, un día, la vi por casualidad. Suena melodramático, pero en ese momento creí que iba a morir. Llevaba tanto tiempo imaginándomela, torturándome para volver a verla, que cuando lo conseguí me empezaron a flaquear los miembros, y vomité en medio de la calle. No fue un encuentro clásico. El amante, al ver a su amada, se vomita en la camisa. Pero es que nada de lo que ocurrió entre Jacqueline y yo fue jamás normal del todo. O natural.
La seguí, aunque me resultó difícil. Había aglomeraciones y ella andaba de prisa. No sabía si gritar su nombre o no. Decidí que no. De todas formas, ¿qué habría hecho ella al ver a un lunático sin afeitar, acercársele arrastrando los pies y llamándola por su nombre? Probablemente habría echado a correr. O, peor aún, se habría metido en mi pecho, agarrándome el corazón con su voluntad, y habría acabado con mis miserias antes de que pudiera decirle al mundo quién era.
Así que permanecí en silencio y me limité a seguirla resignadamente a lo que, supuse, sería su apartamento. Y allí me quedé, o en las proximidades, los dos días y medio siguientes, sin saber bien qué hacer. Era un dilema ridículo. Después de tanto tiempo de persecución, ahora que la tenía al alcance de la voz, del tacto, no me atrevía a acercarme.
A lo mejor temía la muerte. Pero aquí estoy, en esta apestosa habitación de Amsterdam, prestando testimonio y esperando que Koos me traiga su llave, y ahora ya no le tengo miedo a la muerte. Probablemente fue la proximidad lo que me impidió acercarme a ella. No quería que me viera destrozado y desolado; quería llegar limpio ante ella, como su amante soñado.
Mientras la esperaba, se presentaron a buscarla.
No sé quiénes eran. Dos hombres, vestidos de manera corriente. No creo que fueran policías; eran demasiado educados. Cultos incluso. Y ella no se resistió. Se fue sonriente, como si se dirigiera a la ópera.
En cuanto pude, volví al edificio un poco mejor vestido, localicé su apartamento con ayuda del portero e irrumpí en él. Había vivido de una manera sencilla. En una esquina del cuarto había colocado una mesa y se había puesto a escribir sus memorias. Me senté a leerlas y acabé por llevarme las hojas. No había pasado de los siete primeros años de su vida. Me pregunté, por vanidad, si me citaría en el libro. Probablemente no.
También me llevé algunos de sus vestidos; sólo los que llevó mientras la conocí. Y nada íntimo: no soy un fetichista. No me iba a ir a casa a enterrar la cabeza entre el olor de su ropa interior. Pero quería algo que me la recordara y me permitiera imaginármela. Aunque, después de reflexionar, he llegado a la conclusión de que no sé de otro ser humano mejor preparado para vestir exclusivamente su piel.
Así que la perdí por segunda vez, más por culpa de mi propia cobardía que por las circunstancias.


Pettifer pasó cuatro semanas sin acercarse por la casa en que custodiaban a la señora Ess. Le concedían más o menos todo lo que pedía, salvo la libertad, aunque ella quería una cosa abstracta. No le interesaba escaparse, cosa que le habría resultado fácil. A veces se preguntaba si Titus les habría dicho a los dos hombres y a la mujer que la tenían prisionera en aquella casa de qué era capaz exactamente. Supuso que no. La trataban como si fuera simplemente una mujer en quien se había fijado Titus y a quien deseaba. Le habían proporcionado una señora con quien acostarse, así de sencillo.
Con una habitación propia y todo el papel que quisiera, volvió a empezar sus memorias desde el principio.
El verano estaba avanzado y las noches empezaban a refrescar. A veces se tumbaba en el suelo (les habla pedido que se llevaran la cama) para calentarse y deseaba que su cuerpo ondulara como la superficie de un lago. Su cuerpo, sin sexo, se convirtió de nuevo en un misterio para ella. Se dio cuenta por primera vez de que el amor físico había sido una forma de explorar la región más íntima pero también más ignorada de su ser: la carne. Se había comprendido mejor abrazando a otra persona: sólo había visto claramente su sustancia cuando otros labios, adoradores y gentiles, se posaban sobre ella. Volvió a pensar en Vassi y, al hacerlo, el lago se encrespó como en plena tormenta. Sus pechos se alzaron como montes erizados, su estómago fue recorrido por extraordinarias mareas, su cara parpadeante la atravesaban en todos los sentidos corrientes que le restallaban en los labios y dejaban su huella como las olas sobre la arena. Y se hizo tan líquida como lo era en el recuerdo de Vassi.
Pensó en las pocas ocasiones en que se habla encontrado a gusto, y el amor físico, descargándola de la ambición y la vanidad, siempre había precedido a esos instantes. Era posible que hubiera otros caminos; pero tenía poca experiencia. Su madre siempre decía que las mujeres, por estar más de acuerdo consigo mismas que los hombres, necesitaban evadirse menos de sus conflictos. Pero la experiencia le había demostrado lo contrario. Su vida estaba llena de heridas, pero desprovista de medios para evitarlas,
Dejó de escribir sus memorias cuando llegó a los nueve años. No quiso seguir contando su historia a partir del primer aviso de la inminente pubertad. Quemó los papeles en una hoguera que prendió en su cuarto el día en que llegó Pettifer.
«¡Dios mío –pensó–, esto no puede ser el poder!»
Pettifer parecía enfermo; estaba tan cambiado físicamente como un amigo que se le murió a Jacqueline de cáncer. Hacía un mes parecía sano, y un mes después estaba chupado, como si se hubiera devorado a si mismo. Parecía el cascarón de un hombre; tenía la piel gris y moteada. Sólo brillaban sus ojos, pero como los de un perro loco.
Iba vestido inmaculadamente, como para una boda.
–J.
–Titus.
La miró de arriba abajo.
–¿Estás bien?
–Sí, gracias.
–¿Te dan todo lo que pides?
–Son unos anfitriones perfectos.
–No te has resistido.
–¿Resistido?
–A estar aquí. Encerrada. Después de lo de Lyndon esperaba otra matanza de inocentes.
–Lyndon no era inocente, Titus. Estas personas sí lo son. No les has dicho nada.
–No lo consideré necesario.
Él era su captor, pero acudía como un emisario al territorio de una potencia más poderosa. Le gustaba su manera de comportarse con ella: estaba acobardado pero contento. Cerró la puerta y echó el pestillo.
–Te amo, J. Y te tengo miedo. De hecho, creo que te amo porque te temo. ¿Es un vicio?
–Yo diría que sí.
–Sí, yo también.
–¿Por qué has tardado tanto en venir?
–Tenía que ordenar mis asuntos. Si no, cuando me fuera, habría sido el caos.
–¿Te vas?
La miró fijamente, con los músculos de la cara tensos por lo que tenía que decir.
–Espero que sí.
–¿Adónde?
Aún no había conseguido averiguar qué le había empujado hasta aquella casa después de ordenar sus asuntos, pedir perdón a su esposa mientras dormía, cerrar todas las vías de escape y olvidar sus contradicciones.
Aún no se le había ocurrido que su propósito era morir.
–Sólo me quedas tú, J. No me queda nada. Y no puedo ir a ninguna parte. ¿Me sigues?
–No.
–No puedo vivir sin ti.
El tópico era imperdonable. ¿No se le podía ocurrir una manera mejor de expresar sus sentimientos? Estuvo a punto de echarse a reír de su trivialidad. Pero él no había acabado.
–... Y ciertamente no puedo vivir contigo. –El tono cambió abruptamente–. Porque me das asco, mujer; todo tu ser me repugna.
–¿Y entonces? –preguntó ella suavemente.
–Entonces... –Se volvió tierno de nuevo, y ella empezó a comprender–... mátame.
Era grotesco. La estaba mirando fijamente con los ojos brillantes.
–Es lo que deseo. Créeme, es todo lo que deseo en este mundo. Mátame de la manera que más te guste. Me iré sin resistencia, sin una sola queja.
Recordó el viejo chiste. El masoquista le dice al sádico: «¡Pégame! ¡Por el amor de Dios, pégame!». Y el sádico al masoquista: «No».
–¿Y si me niego? –respondió.
–No puedes negarte. Soy odioso.
–Pues yo no te odio, Titus.
–Deberías. Soy débil. Te soy inútil. No te he enseñado nada.
–Me has enseñado mucho. Ahora puedo controlarme.
–La muerte de Lyndon fue controlada, ¿no?
–Ciertamente.
–Me pareció un poco excesiva.
–Recibió su merecido,
–Dame lo que merezco, pues, también a mí. Te he encerrado. Te rechacé cuando me necesitabas. Castígame por ello.
–He sobrevivido.
–¡J.!
Ni siquiera en ese momento supremo fue capaz de llamarla por su nombre.
–Te lo pido por Dios. Es lo único que quiero de ti. Hazlo por cualquier rencor oculto que me guardes. Por compasión, por desprecio o por amor. Pero hazlo; hazlo, por favor.
–No.
Súbitamente, Titus cruzó la habitación y la abofeteó con rudeza.
–Lyndon dijo que eras una puta. Tenía razón; lo eres. Una rata de alcantarilla; nada más que eso.
Se apartó, dio la vuelta, se encaró otra vez a ella, la volvió a golpear con más rapidez, con más fuerza, una y otra vez, seis o siete veces, adelante y atrás.
Luego se detuvo jadeando.
–¿Quieres dinero?
Ahora ofertas. Primero golpes y luego ofertas. Estaba lleno de lágrimas, conmocionado, y Jacqueline no podía hacer nada por evitarlo.
–¿Quieres dinero? –repitió.
–¿Tú qué crees?
No captó el sarcasmo y empezó a sembrar billetes a sus pies, docenas y más docenas, como ofrendas alrededor de la estatua de la Virgen.
–Todo lo que quieras, Jacqueline.
Sintió algo parecido al dolor de estómago cuando le entraron prisas por matarlo, pero se dominó. Eso significaría echarse en sus brazos, convertirse en el instrumento de su voluntad, quedarse sin poder. La volvían a utilizar: eso era lo único que había conseguido en su vida. La habían criado como si fuera una vaca: para que rindiera algo. Algo de cariño para los maridos, de leche para los bebés, de muerte para los viejos. Y, como una vaca, se esperaba que fuera complaciente con cualquier petición que se le hiciera y en las circunstancias que fuesen. Bueno, pues esta vez no.
Se dirigió hacia la puerta.
–¿Qué estás haciendo?
Cogió la llave.
–Tu muerte es asunto tuyo, no mío.
Titus corrió hacia ella y la alcanzó antes de que pudiera abrir la puerta, y el golpe que le dio –por su fuerza y su maldad– fue totalmente inesperado.
–¡Puta! –chilló, y una lluvia de golpes sucedieron al primero.
La cosa que en su estómago quería matar creció un poco más.
Titus tenía los pelos liados en el pelo de Jacqueline. La llevó a rastras a la habitación, gritándole un torrente interminable de obscenidades, como si hubiera abierto un dique lleno de agua de alcantarilla que se derramara encima de ella. Para él era sólo una forma más de conseguir lo que quería, se dijo a sí misma: «Si sucumbes estás perdida: te está manipulando». Los insultos seguían arreciando: las mismas palabras sucias que se les habían escupido a generaciones de mujeres insumisas. Puta, herética, zorra, perra, monstruo.
Sí, ella era todo eso.
«Si –pensó–, soy un monstruo.»
La idea lo hizo más sencillo. Se dio la vuelta. Él supo lo que se proponía aun antes de que lo mirara. Dejó caer las manos de encima de su cabeza. Jacqueline ya tenía la cólera en la garganta, estaba a punto de inundarlo con ella.
«Me llama monstruo, luego soy un monstruo. Hago esto por mí, no por él. Nunca por él. ¡Para mí!»
Se quedó boquiabierto cuando ella lo tocó con su voluntad, y los ojos brillantes dejaron de brillarle por un momento; el deseo de morir se hizo deseo de sobrevivir. Demasiado tarde, claro. Rugió. Ella oyó un eco de gritos, pasos y amenazas procedente de las escaleras. Estarían en el cuarto en cuestión de segundos.
–Eres un animal.
–No –respondió Titus, convencido de que ya estaba sujeto a su mando.
–No existes –dijo, avanzando hacia él–. Jamás encontrarán los restos de lo que fue Titus. Titus ha desaparecido. El resto sólo es...
El dolor fue terrible. Le impidió articular palabra alguna. ¿O era ella quien le modificaba la garganta, el paladar y toda la cabeza? Le estaba separando las placas del cráneo y reorganizándolas.
«No –quiso decir–; éste no es el ritual refinado que yo había previsto. Quería morir doblado dentro de ti, quería irme con los labios soldados a los tuyos, encontrando dentro de ti la tranquilidad de la muerte. No es así como lo quiero.»
No. No. No.
Los hombres que la habían vigilado estaban golpeando la puerta. No los temía, naturalmente, pero podían estropear su obra antes de que le diera los últimos retoques.
Alguien se abalanzó contra la puerta. La madera se resquebrajó y la puerta se abrió de golpe. Los dos hombres estaban armados. Tenían las armas firmemente empuñadas y la apuntaron.
–¿Señor Pettifer? –preguntó el más joven.
En la esquina del cuarto, bajo la mesa, brillaron los ojos de Pettifer.
–¿Señor Pettifer? –repitió, ignorando a la mujer.
Pettifer negó con su cabeza aplastada. «No te acerques más, por favor», pensó.
El hombre se acuclilló y miró por debajo de la mesa la repugnante bestia que estaba agazapada allí, ensangrentada a causa de la transformación, pero viva. Ella le había matado los nervios, de forma que no sintió nada de dolor. Sobrevivió con las manos dobladas como zarpas, las piernas enrolladas alrededor de la espalda, las rodillas rotas de tal guisa que parecía un cangrejo de cuatro patas, el cerebro a la vista, los ojos sin párpados, la mandíbula inferior destrozada y doblada sobre la superior como un bulldog, sin lágrimas, la espina dorsal partida; se había reencarnado en algo que no era humano.
«Eres un animal», había dicho ella. Y lo que estaba a la vista no era una mala réplica de su condición de bestia.
El pistolero tuvo arcadas al reconocer fragmentos de su jefe. Se levantó con la barbilla grasienta y le echó una ojeada a la mujer.
Jacqueline se encogió de hombros.
–¿Tú has hecho esto? –inquirió con una mezcla de respeto y repugnancia.
Ella asintió.
–Ven, Titus –dijo, chasqueando los dedos.
La bestia negó con la cabeza, sollozando.
–Ven, Titus –insistió con más fuerza, y Titus Pettifer salió contoneándose de su escondite, dejando tras él un reguero como el de un saco de carne agujereado.
El hombre disparó sobre los restos de Pettifer por puro instinto. Cualquier cosa, absolutamente cualquier cosa con tal de evitar que aquella asquerosa criatura se le acercara.
Titus dio dos pasos atrás tambaleándose sobre sus zarpas ensangrentadas, se agitó como si quisiera quitarse la muerte de encima y murió sin conseguirlo.
–¿Contento? –preguntó ella.
El pistolero levantó la mirada del cadáver. ¿Estaba hablando el poder con él? No; quien le hacia la pregunta era Jacqueline, que contemplaba los restos de Pettifer.
–¿Contento?
El pistolero dejó caer su arma. Su compañero hizo lo mismo.
–¿Cómo ha ocurrido esto? –preguntó el hombre que estaba junto a la puerta.
Era una pregunta sencilla: una pregunta infantil.
–Él lo pidió –dijo Jacqueline–. Era todo lo que yo le podía dar. El hombre de la pistola asintió y cayó de rodillas.



Testimonio de Vassi (última parte)


El azar ha desempeñado un papel extrañamente importante en mi romance con Jacqueline Ess. A veces parece que haya estado sujeto a cualquier acontecimiento que estremeciera el mundo, afectado por el más mínimo capricho del destino. Otras, he tenido la sospecha de que era ella quien estaba dirigiendo mi vida con su mente, como hacía con centenares, con millares de personas, preparando todos mis encuentros casuales, coreografiando mis victorias y mis derrotas, guiándome ciegamente hasta el último encuentro.
La encontré sin saber que la había encontrado, ésa fue la ironía. Primero le había seguido la pista hasta una casa en Surrey, una casa que el año anterior había sido testigo de la muerte de un tal Titus Pettifer, un multimillonario asesinado de un disparo por uno de sus guardias personales. En el piso de arriba, donde había tenido lugar el crimen, todo era serenidad. Si de verdad ella estuvo allí, habían borrado todas sus huellas. La casa, ahora casi en ruinas, fue objeto de todo tipo de pintadas, y sobre la pared de yeso manchada del cuarto alguien había dibujado el garabato de una mujer. Tenía unos atributos exageradamente obscenos, y en su sexo abierto relucía lo que parecía un rayo. A sus pies se encontraba una criatura de una especie indeterminable. Tal vez un cangrejo o un perro, a lo mejor incluso un hombre. Fuera lo que fuera, no tenía control sobre sí mismo. Estaba sentado a la luz de la presencia atormentadora de aquella mujer, y por su expresión parecía contarse a sí mismo entre los elegidos. Mirando a aquella criatura marchita con los ojos vueltos para contemplar a la madonna ardiente, supe que el cuadro era un retrato de Jacqueline.
No sé cuánto tiempo estuve mirando la pintada, pero me interrumpió un hombre que parecía hallarse en peores condiciones que yo. Iba sin afeitar ni lavar, y su porte reflejaba tal abatimiento que me sorprendió que consiguiera mantenerse derecho. Despedía un olor que no habría avergonzado a una mofeta.
No llegué a saber su nombre, pero me dijo que era el autor del cuadro de la pared. Era fácil creerlo. Su desesperación, su hambre, su confusión; todo eran indicios de que aquel hombre había visto a Jacqueline.
Estoy seguro de que si fui duro al interrogarlo; me lo perdonó. Contar todo lo que había visto el día en que Pettifer fue asesinado y saber que yo lo creía a pies juntillas fue para él un alivio. Me dijo que su compañero de servicio, el hombre que efectuó los disparos que acabaron con Pettifer, se había suicidado en la cárcel.
Su vida, dijo, carecía de sentido. Ella se lo había quitado. Le consolé como pude, diciéndole que ella no era malvada y que no debía temer que volviera a por él. Cuando le dije eso se echó a llorar, en mi opinión más desamparado que aliviado.
Por último le pregunté si sabía dónde se encontraba Jacqueline. Creo que dejé para el final esa pregunta, la que más me interesaba, porque no me atreví a suponer que pudiera contestarla. Pero, gracias a Dios, conocía su paradero. No abandonó la casa inmediatamente después de la muerte de Pettifer. Se sentó junto a él y él le habló tranquilamente de sus hijos, su sastre y su coche. Le preguntó por su madre, y él le contestó que fue prostituta. ¿Había sido feliz?, le preguntó Jacqueline. Le respondió que lo ignoraba. ¿Lloró ella alguna vez?, inquirió. Él le dijo que nunca la oyó reír o llorar en su vida. Y Jacqueline asintió y le dio las gracias.
Más tarde, antes de suicidarse, el otro pistolero le dijo que Jacqueline se había ido a Amsterdam. Eso lo sabía a ciencia cierta por un hombre llamado Koos. Y así empieza a cerrarse el círculo, ¿verdad?
Pasé siete semanas en Amsterdam sin encontrar una sola pista de su paradero hasta ayer por la tarde. Fueron siete semanas de castidad, lo que resulta inhabitual en mí. Decaído y frustrado, me dirigí al barrio de las prostitutas en busca de una mujer. Se sentaban junto a las ventanas, ¿saben?, como maniquíes, al lado de lámparas de flecos rosados. Unas tenían perros enanos en el regazo, otras leían. La mayoría de ellas se limitaban a mirar la calle como hipnotizadas.
No encontré caras que me interesaran. Todas parecían tristes, apagadas, muy distintas a la suya. Sin embargo, no me podía ir. Era como un niño gordo en una tienda de caramelos; demasiado asqueado para comprar algo, pero demasiado goloso para alejarme de allí.
Mediada la noche, un hombre joven entre la multitud se dirigió a mí. Después de una inspección más detallada, advertí que no tenía nada de joven, sino que iba muy maquillado. No tenía cejas, sólo trazos de lápiz sobre la piel brillante. Un racimo de pendientes dorados en la oreja izquierda, un melocotón a medio comer en la mano enguantada de blanco, sandalias abiertas, uñas pintadas con laca. Me cogió de la manga como si fuera de su propiedad.
Seguramente me sonreí burlonamente ante su aspecto enfermizo, pero no pareció que mi desprecio le molestara. «Pareces un hombre juicioso», dijo. No me parecía en nada a eso: debe de estar equivocado, contesté. «No –replicó–, no estoy equivocado. Eres Oliver Vassi.»
Absurdamente, mi primera idea fue que pretendía matarme. Intenté escapar, pero me tenía asido fuertemente de la muñeca.
«Quieres una mujer», dijo. ¿Dudé lo suficiente como para que interpretara como un sí mi negativa? «Tengo una mujer que no se parece a ninguna –prosiguió–; es un milagro. Sé que la querrás conocer carnalmente.»
¿Qué me hizo saber que me hablaba de Jacqueline? A lo mejor el que me hubiera reconocido entre el gentío, como si ella estuviera en alguna ventana ordenando que le llevaran hasta allí a sus admiradores, igual que un comensal escogiendo su langosta del acuario. A lo mejor también la forma en que le brillaron los ojos, sin miedo, al encontrarse con los míos, porque el miedo, como el éxtasis, sólo lo sentía en presencia de una criatura en este mundo cruel. ¿No pudo ocurrir también que yo me viera reflejado en su aspecto de delincuente? Conocía a Jacqueline sin duda alguna.
Sabía que yo estaba fascinado, porque en cuanto vacilé se dio la vuelta con un ligero encogimiento de hombros como diciendo: perdiste tu oportunidad. «¿Dónde está?» inquirí cogiéndolo por un brazo tan delgado como una ramita. Señaló con la cabeza calle abajo y lo seguí, tan estúpido de repente como cualquier idiota del tropel. La calle se vaciaba a medida que avanzábamos, y las luces rojas dieron paso a la penumbra primero y luego a la oscuridad. Si no le pregunté una vez a dónde nos encaminábamos, se lo pregunté una docena, pero prefirió no contestar hasta que llegamos a una puerta estrecha de una casa estrecha de una callejuela de la anchura de una cuchilla de afeitar. «Aquí estamos», anunció, como si aquel tugurio fuera el palacio de Versalles.
En la casa, que por lo demás estaba vacía, había una habitación con una puerta negra en lo alto de dos tramos de escaleras. Me empujó hacia ella. Estaba cerrada.
–Mire –me propuso–. Está dentro.
–Está cerrada –repliqué.
Tenía el corazón a punto de estallar: estaba cerca; seguro, sabía que ella estaba cerca.
–Mire –volvió a decir, y me indicó un pequeño agujero en el entrepaño de la puerta.
Devoré la luz que salía por él, apretando el ojo para verla por el agujerito. El pequeño cuarto estaba vacío, salvo un colchón y Jacqueline. Yacía con los miembros extendidos, las muñecas y los tobillos atados a gruesos postes clavados en el suelo en las cuatro esquinas del colchón.
–¿Quién hizo eso? –pregunté sin apartar los ojos de su desnudez.
–Ella lo quiere –replicó–. Es deseo suyo, eso quiere.
Había oído mi voz; irguió la cabeza con cierta dificultad y miró directamente a la puerta. Al mirarme ella, todos los pelos de la cabeza se me erizaron, lo juro, en señal de bienvenida, y ondularon a su voluntad.
–Oliver –llamó.
–Jacqueline.
Pronuncié su nombre dándole un beso a la madera. Todo su cuerpo hervía; su sexo afeitado se abría y cerraba como una planta exquisita, púrpura, lila y rosa.
–Déjeme entrar –le pedí a Koos.
–No sobrevivirá a una noche con ella.
–Déjeme entrar.
–Es cara –me previno.
–¿Cuánto quiere?
–Todo lo que tiene. La camisa que lleva puesta, el dinero, las joyas; luego será suya.
Quería echar la puerta abajo o romperle uno a uno los dedos manchados de nicotina hasta que me diera la llave. Él adivinó mis pensamientos.
–La llave está escondida –advirtió– y la puerta es resistente. Tiene que pagar, señor Vassi. Además, usted quiere pagar.
Era cierto. Quería pagar.
–Quiere darme todo lo que ha tenido alguna vez, todo lo que ha sido. Quiere irse con ella sin que nada lo retenga. Ya lo sé. Así es como van todos a ella.
–¿Todos? ¿Son muchos?
–Es insaciable –dijo sin entusiasmo. No era presunción de chulo; por el contrario, constituía un sufrimiento para él, según comprendí claramente–. No paro de traérselos y de enterrarlos.
Enterrarlos.
Ésa, supongo, es la tarea de Koos: deshacerse de los muertos. Y después de esta noche me pondrá encima sus manos de uñas esmaltadas; me arrancará del lado de Jacqueline cuando esté reseco y le sea inútil y encontrará algún pozo, canal u horno en el que echarme. La idea no resulta demasiado atractiva.
Y sin embargo, aquí estoy. Todo el dinero que he sacado de la venta de lo poco que me quedaba, lo he puesto en la mesa que tengo delante, sin dignidad, con la vida pendiendo de un hilo, esperando a un chulo y una llave.
La noche ya está avanzada y no ha sido puntual. Pero creo que está obligado a venir. No por el dinero; probablemente tenga pocas necesidades al margen del rimel y la heroína. Vendrá a negociar conmigo porque ella lo exige y lo tiene tan aterrorizado como a mí. Sí, vendrá. Por supuesto que vendrá.
Bueno, creo que ya es suficiente.
Éste es mi testimonio. No tengo tiempo de volver a leerlo. Ya se oyen sus pasos en la escalera (cojea) y debo irme con él. Dejo esto a quien lo encuentre para que lo use como crea conveniente. Por la mañana estaré muerto y seré feliz. Créanme.


«¡Dios mío –pensó–, Koos me ha engañado!»
Vassi había estado al otro lado de la puerta, había notado mentalmente la presencia de su carne y ella lo había abrazado. Pero Koos no le permitió entrar, pese a sus órdenes explícitas. Entre todos los hombres sólo Vassi debía tener acceso libre, y Koos lo sabía. Pero la había engañado, igual que todos, salvo Vassi. Con él (tal vez) había habido amor.
Se pasaba toda la noche tumbada en la cama, sin dormir jamás. Raramente dormía más de unos pocos minutos, y sólo cuando Koos la vigilaba. Se hería mientras dormía; se mutilaba sin darse cuenta, se despertaba sangrando y chillando, con agujas clavadas por todas partes, agujas que había fabricado con su propia piel y sus propios músculos; parecía un cacto de carne.
Supuso que sería de noche otra vez, aunque resultaba difícil estar segura. En aquel cuarto de cortinas opacas y una sola bombilla por toda iluminación, siempre era de día para los sentidos, y una noche perpetua para el alma. Moriría con dolores en la espalda y en las nalgas, escuchando los lejanos sonidos de la calle, a veces dormitando un poco, otras comiendo de la mano de Koos, siendo lavada, aseada y utilizada.
Una llave giró en la cerradura. Se encorvó sobre el colchón para ver quién era. La puerta se estaba abriendo... Se abría... Se abrió del todo.
Vassi. ¡Dios, era Vassi, por fin! Lo vio cruzar el cuarto y dirigirse hacia ella.
«Esperemos que no sea otro recuerdo –imploró–; por favor, que sea él esta vez, en carne y hueso.»
–Jacqueline.
Pronunció el nombre de su carne, el nombre entero.
–Jacqueline.
Era él. Detrás, Koos le miraba la entrepierna, fascinado por la danza de sus labios.
–Koos... –llamó intentando sonreír.
–Lo traje –le dijo con una sonrisa, pero sin apartar los ojos de su sexo.
–Un día –susurró ella–. He esperado un día, Koos. Me has hecho esperar...
–¿Qué es un día para ti? –objetó sin dejar de sonreír.
Ya no necesitaba más al chulo, aunque éste lo ignoraba. En su inocencia, creyó que Vassi era sólo un hombre más de los que había seducido en su camino; un hombre a quien esquilmar y despachar, como el resto. Koos estaba convencido de que al otro día seguiría siendo necesario; por eso jugaba limpiamente aquel juego mortal.
–Cierra la puerta –le pidió ella–. Quédate si quieres.
–¿Quedarme? –Su tono era impúdico–. ¿De verdad? ¿Y mirando? Miraba de todas formas. Ella sabía que la observaba por el agujero que había hecho en la puerta; a veces lo oía jadear. Pero esta vez dejó que se quedara para siempre.
Cuidadosamente, Koos sacó la llave, cerró la puerta, deslizó la llave en la cerradura interior y la hizo girar. Lo mató en cuanto se cerró el pestillo, antes de que pudiera darse la vuelta y mirarla de nuevo. No hubo nada espectacular en la ejecución; se limitó a meterse en su pecho de paloma y a aplastarle los pulmones. Koos se desplomó contra la puerta y se deslizó hasta el suelo, manchando la madera con la cara.
Vassi ni siquiera se volvió para verlo morir; ella era todo lo que quería ver.
Se acercó al colchón, se acuclilló y empezó a desatarle los tobillos. Tenía la piel rasgada; la cuerda estaba llena de costras de sangre vieja. Le deshizo los nudos con parsimonia, encontrando una calma que creía haber perdido, la sencilla alegría de estar por fin allí, incapaz de volver, y sabiendo que el camino que tenía delante le conducía hacia ella.
Cuando hubo liberado los tobillos empezó con las muñecas, tapándole la vista del techo al inclinarse sobre ella. Su voz era suave.
–¿Por qué le dejaste que te hiciera esto?
–Tenía miedo...
–¿De qué?
–De moverme. Hasta de vivir. Cada día era una agonía.
–Sí.
Él comprendió perfectamente aquella incapacidad total de existir. Notó que estaba a su lado, desnudándose, y luego depositando un beso en la piel cetrina del estómago del cuerpo que ocupaba. Llevaba la impronta de sus sufrimientos; la piel había sido tensada más de lo que daba de sí y se quedó cubierta de estrías para siempre.
Se tumbó al lado de ella, y la sensación de pegar su cuerpo al de la mujer no le resultó desagradable.
Ella le tocó la cabeza. Tenía las articulaciones rígidas, sus movimientos eran dolorosos, pero quería atraerle la cara hacia la suya. Él entró sonriente en su campo de visión y se besaron.
«¡Dios mío –pensó ella–, estamos juntos!»
Y pensando que estaban juntos, su voluntad se materializó. Bajo los labios de Oliver se disolvieron los rasgos de Jacqueline, que se convirtió en el mar rojo en que él había soñado y se estrelló contra su rostro, que también se estaba disolviendo en el caudal común, hecho de voluntad y de huesos.
Ella lo atravesó con sus pequeños pechos como flechas; él, con la erección agudizada por voluntad de la mujer, la mató con su solo empuje. Revueltos en una sola ola de amor, pensaron en su extinción y, en efecto, se extinguieron.
Afuera, el mundo cruel seguía lamentándose, y la charla de compradores y vendedores se prolongó toda la noche. Finalmente, la indiferencia y la fatiga hicieron presa del más ávido de los mercaderes. Dentro y fuera de las casas reinaba un silencio reparador: era el fin de los encuentros y las despedidas.


Cuento "La Playa· de Stephen King

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La nave Fed ASN/29 cayó del cielo y se estrelló. Pasado un momento, dos hombres  salieron de su cráneo abierto como si fueran su cerebro. Dieron unos pasos y  luego se detuvieron, con sus cascos bajo el brazo, y contemplaron el lugar donde  habían ido a parar.

Era una playa que no necesitaba océano. Era su propio océano, un esculpido mar  de arena, un mar como una fotografía en blanco y negro, helado para siempre en  interminables crestas y hondonadas. Dunas.
Profundas, empinadas, lisas, arrugadas. Crestas cortantes, crestas planas, dunas  de crestas irregulares que parecían amontonadas sobre otras dunas... Un dominó de dunas. Dunas. Pero océano, no. Los valles, que eran las depresiones entre esas dunas, serpenteaban en oscuros  laberintos. Si uno miraba esas líneas retorcidas y bastante largas, podía  parecer que trazaban palabras... palabras oscuras flotando sobre las blancas  dunas.
—Joder —dijo Shapiro.
—Inclínate —aconsejó Rand.
Shapiro se dispuso a escupir, pero toda aquella arena le hizo desistir. Quizá no  era momento de desperdiciar líquido. Medio enterrada en la arena, la ASN/29 ya  no parecía un pájaro moribundo, sino una calabaza que se hubiera abierto  descubriendo la podredumbre interior. Había habido fuego. Todos los depósitos de
combustible de estribor habían explotado.
—Siento lo de Grimes —dijo Shapiro.
—Sí. —Los ojos de Rand recorrían el mar de arena hasta la línea del horizonte y  volvían otra vez.
Sí, sentía lo de Grimes. Grimes estaba muerto, no era más que una serie de  trozos diseminados en la bodega de proa. Shapiro había mirado y pensado: Parece  como si Dios hubiera decidido comerse a Grimes, le hubiera sentado mal y lo hubiera vomitado. Aquello había sido demasiado para el estómago de Shapiro. Eso  y la visión de los dientes de Grimes esparcidos por el suelo del compartimiento. Shapiro esperaba ahora a que Rand dijera algo inteligente, pero Rand no lo hacía. Los ojos de Rand recorrían las dunas y las depresiones.
—¡Eh! exclamó Shapiro—. ¿Qué hacemos? Grimes está muerto; tú mandas ahora. ¿Qué  vamos a hacer?
—¿Hacer? —Los ojos de Rand fueron de un punto al otro sobre las dunas  silenciosas. Un viento seco levantaba el cuello impermeabilizado de su traje de  protección ambiental—. Si no tienes una pelota de balonmano, no lo sé.
—¿Qué estás diciendo?
—¿No es lo que se supone que se hace en la playa? —repuso Rand.
Shapiro había tenido miedo en el espacio muchas veces, y pánico cuando empezó el  fuego; ahora, mirando a Rand, sintió un terror demasiado grande para  comprenderlo.
—Es enorme —dijo Rand, y por un momento Shapiro creyó que Rand se refería a su  terror—. Una playa infinita. Podrías andar cien kilómetros con la tabla de  surfing bajo el brazo y seguir casi en el punto donde habías arrancado sin nada  más detrás de ti que cinco o seis huellas de tus pies. Y si permanecieras cinco  minutos en el mismo sitio, esas últimas seis o siete también desaparecerían.
—¿Lograste un escáner topográfico antes de caer? —se dijo que Rand estaba  conmocionado, pero no estaba loco. Si era preciso, podía darle una píldora. Si  Rand continuaba divagando, podía darle una inyección—. ¿Conseguiste echar una  mirada a...?
Rand le miró fugazmente. —¿Qué?
 Eso era lo que iba a decirle. Parecía una cita de los  Salmos y no pudo decirlo.
—¿Qué? —volvió a preguntar Rand.
—Un escáner topográfico —repitió Shapiro—. ¿No has oído nunca hablar de ello,  idiota? ¿Dónde estamos? ¿Dónde está el océano? ¿Dónde están los lagos? ¿Dónde la  franja verde más cercana? ¿En qué dirección? ¿Dónde termina esta jodida playa?
—¿Termina? Oh. Ya caigo. No termina nunca. Ni franjas verdes, ni casquetes de  hielo. Ni océanos. Esto es una playa en busca de un océano, amigo. Dunas y dunas  que nunca terminan.
—Pero ¿de dónde sacaremos el agua? —No podemos hacer nada. —La nave está hecha pedazos.
—Muy listo, Sherlock. Shapiro se calló. Ahora era el momento de callarse o de ponerse histérico. Tenía  la sensación, casi la seguridad, de que si se ponía histérico Rand seguiría  contemplando las dunas hasta que Shapiro encontrara la solución, o no la  encontrara. ¿Cómo se llamaba a una playa que no tenía fin? ¿Un desierto? Sí, el mayor jodido  desierto del universo. Mentalmente, oyó contestar a Rand: —Sherlock.—
Shapiro permaneció, un momento junto a Rand, esperando a que despertara, que  hiciera algo. Pero poco después se le acabó la paciencia. Empezó a deslizarse a  trompicones por el flanco de la duna a la que se había subido para escudriñar el  terreno. Podía sentir la arena chupándole las botas. imaginó que le decía la duna. En su mente  era como la voz seca, árida, de una mujer ya vieja pero aún vigorosa: —chuparte aquí mismo y darte un gran abrazo—
Esto le hizo recordar cómo solían turnarse dejando que los otros les enterraran en la playa, hasta el cuello, cuando eran pequeños. Aquello había sido  divertido, pero ahora le asustaba. Así que apartó esos recuerdos y echó a andar
por la arena con pasos cortos, dando patadas, tratando inconscientemente de  destruir la perfección simétrica de su inclinación y superficie.
—¿Adónde vas? —La voz de Rand tenía por primera vez un matiz de sensatez y  preocupación.
—El radiofaro —respondió Shapiro—. Voy a encenderlo. Seguíamos una ruta marcada  en los mapas. Lo captarán los vectores. Será una cuestión de tiempo. Ya sé que  las probabilidades son mínimas, pero quizá venga alguien antes de que...
—El radiofaro se ha hecho añicos —dijo Rand.
—¡A lo mejor puede arreglarse! —gritó Shapiro por encima del hombro.
Al entrar dificultosamente por la escotilla se sintió mejor a pesar del olor a  cable quemado y a gas freón. Se dijo que se sentía mejor porque había pensado en  el radiofaro. Por mal que estuviera, aquel artilugio ofrecía cierta esperanza.
Pero no era esa idea lo que había levantado su moral; si Rand decía que estaba  roto, probablemente estaría más que roto. Pero es que ya no veía las dunas... ya  no podía ver aquella playa infinita. Eso era lo que le hacía sentirse mejor.
Cuando volvió a la cima de la primera duna, jadeando, con las sienes latiéndole,  Rand seguía allí, todavía mirando, mirando y mirando. Había transcurrido una  hora. El sol caía perpendicular sobre ellos. La cara de Rand estaba cubierta de  sudor y las gotas resbalaban por el cuello y se metían en su traje como  goterones de aceite bajando por un bello androide.
Le he llamado idiota, pensó Shapiro estremeciéndose. Cristo, es lo que parece...  no un androide sino un idiota que acaba de pincharse con una jeringa enorme.
—¿Rand? Silencio.
—El radiofaro no estaba roto. —Un destello brilló en los ojos de Rand. Pero al  momento volvieron a quedar vacíos, dirigidos hacia las montañas de arena.  Shapiro había creído al principio que estaban congeladas, pero ahora imaginó que  se movían. El viento era constante. Se moverían. A lo largo de un período de  décadas y siglos se... bueno, caminarían. ¿Dunas andarinas? Creía recordar esto de su niñez, de la escuela. O de alguna parte, pero ¿qué demonios importaba? Atisbó una delicada piel de arena deslizarse por el flanco de una de ellas. Como
si le hubiera oído. (Oyó lo que estaba pensando). El sudor empapó su nuca. Estaba perdiendo la cabeza. ¿Y quién no? Estaban en un aprieto, un gran aprieto. Y Rand no parecía darse cuenta... o no le importaba.
—Tenía algo de arena, y el emisor estaba roto, pero había muchos en la caja de  recambios de Grimes.
¿No me oye?, se preguntó. —No sé cómo pudo meterse la arena dentro... Estaba en su sitio, en el
compartimiento de almacenaje detrás de la litera, tras tres escotillas cerradas  entre él y el exterior, pero... —Oh, la arena se mete por todas partes. ¿Te acuerdas cuando ibas a la playa, de  niño, Bill? ¿Cuando volvías a casa y tu madre se enfadaba porque dejabas arena  por todas partes? Arena en el sofá, en la mesa de la cocina, en los pies de tu  cama. La arena de la playa es... —hizo un gesto vago y luego volvió a esbozar  aquella sonrisa perturbadora— omnipresente.
—No se ha estropeado —dijo Shapiro—. La batería de emergencia está funcionando,  así que le enchufé el radiofaro. Me coloqué los auriculares por unos minutos y  pedí una lectura de equivalencias a cincuenta parsecs. Suena como una sierra  mecánica. Es mejor de lo que podíamos esperar. —No vendrá nadie. Ni siquiera los chicos de la playa (Beach Boys). Los chicos de  la playa llevan muertos más de ocho mil años. Bienvenidos a la Ciudad de los  Rompientes, Bill. Ciudad de los Rompientes, sin rompientes. Shapiro contempló las dunas. Se preguntó cuánto tiempo llevaría la arena allí.  ¿Un trillón de años? ¿Un quintillón? ¿Había habido vida allí alguna vez? ¿Quizá  incluso vida inteligente? ¿Ríos? ¿Manchas verdes? ¿Océanos para hacer de aquello  una verdadera playa en lugar de un desierto? Shapiro, al lado de Rand, pensaba en todo aquello. El viento le despeinaba. Y de  repente tuvo la certeza de que todo aquello había existido, y pudo imaginar por  qué se había acabado. El retroceso de las ciudades cuando sus manantiales y áreas circundantes se  vieron empujadas y ahogadas por la arena deslizante. Podía ver los brillantes abanicos oscuros de barro de aluvión, al principio brillantes como pieles de  foca, pero cada vez más opacos al ir extendiéndose desde las desembocaduras de  los ríos. Veía el barro brillante como piel de foca transformarse en pantanos  pestilentes, y al final en arenas movedizas. Podía ver las montañas a medida que  la creciente y cálida arena fundía sus nieves eternas; veía los últimos picos  señalando al cielo como dedos de hombres enterrados vivos; los veía cubiertos, e  inmediatamente olvidados, por aquellas dunas monstruosas. ¿Cómo las había llamado Rand?—Si acabas de tener una visión, Billy era una horrible y maldita visión. Oh, pero no lo era. No era horrible, sino plácida. Era tan tranquila como una  siesta en una tarde de domingo. ¿Qué puede haber más plácido que una playa? Apartó estos pensamientos y pensó otra vez en la nave.
—La caballería no vendrá —dijo Rand—. La arena nos cubrirá y al poco tiempo  nosotros seremos la arena y la arena será nosotros. La Ciudad de los Rompientes  sin rompientes... ¿Lo entiendes, Bill?
Y Shapiro estaba aterrorizado porque lo entendía. No se podían ver todas  aquellas dunas sin entenderlo.
—Jodido idiota de mierda —masculló, y regresó a la nave. Y se escondió de la playa. Por fin llegó la puesta de sol. La hora en que la playa, en cualquier playa de  verdad, uno dejaba la pelota y se ponía el jersey y se sacaban los bocadillos y  la cerveza. Todavía faltaba un poco para empezar el besuqueo con las chicas,  pero muy poco. Era la hora de esperar el besuqueo. Bocadillos y cerveza no formaban parte de las provisiones de la ASN/29.
Shapiro pasó la tarde embotellando toda el agua recuperable de la nave. Utilizó  un trozo de tubo para succionar la que había salido de las venas rotas del  sistema de aprovisionamiento de la nave, y que había formado charcos en el
suelo. Recuperó la escasa que había quedado en el fondo del tanque hidráulico.  No pasó por alto ni siquiera el pequeño cilindro de las entrañas del sistema de  purificación del aire que circulaba por las áreas de almacenamiento.
Al final entró en la cabina de Grimes. Grimes tenía pececillos en una pecera circular construida especialmente para las condiciones de ingravidez. El tanque era de plástico, resistente, y había  sobrevivido a la caída. Los peces de colores, como su dueño, no habían  resistido. Flotaban en un grupo anaranjado en la parte superior de la esfera que
había ido a parar debajo de la litera de Grimes, junto con su ropa interior y  media docena de vídeos porno.
Sostuvo el globo-acuario un momento, mirándolo fijamente: —Ay, pobre Yorick, le conocía bien —declamó de pronto, y lanzó una risotada  enloquecida. Luego buscó la red que Grimes guardaba en su taquilla y la metió en la pecera. 
Retiró los pececillos y se preguntó qué iba a hacer con ellos. Pasados unos  minutos los llevó a la cama de Grimes y levantó la almohada. Había arena. Los dejó allí, y a continuación, cuidadosamente, vertió el agua en el envase que
utilizaba para recogerla. Habría que purificarla, pero incluso en el caso de que  los purificadores no funcionasen, pensó que en un par de días no le molestaría  beber agua de la pecera sólo porque tuviera flotando en ella alguna que otra  escama y un poco de mierda de peces de colores. Purificó el agua, la repartió y llevó la parte correspondiente a Rand hasta la  ladera de la duna. Rand seguía donde le había dejado, como si no se hubiera  movido.
—Rand, he traído tu ración de agua. —Abrió la cremallera de la bolsa delantera  del traje de Rand y le metió dentro una botella plana de plástico. Se disponía a  cerrar la bolsa cuando Rand le apartó la mano. Sacó la botella. En la parte  delantera se leía: ASN/CLASS. BOTELLA DEL ALMACÉN DE PROVISIONES DE LA NAVE
23.196.755. ESTERILIZADA, SI EL PRECINTO ESTA INTACTO. Ahora el precinto estaba roto; Shapiro había tenido que llenar la botella. —La he purificado... Rand abrió la mano y la botella cayó sobre la arena blandamente.
—No la quiero. —Que no... Pero Rand, ¿qué te ocurre? Maldita sea, ¿quieres dejar de hacer el  tonto? Rand no contestó. Shapiro se inclinó y recogió la botella 23.196.755. Sacudió la arena adherida a  los lados como si fueran enormes e hinchados gérmenes. —¿Qué te ocurre? —Repitió Shapiro—. ¿Estás conmocionado? ¿Es eso? Puedo darte  una píldora... o una inyección, porque me estás contagiando. Aquí, inmóvil,  mirando hacia las cuarenta siguientes millas de nada— ¡Es arena! ¡Solamente  arena! —Es una playa —dijo Rand con tono soñador—. ¿Quieres hacer un castillo de arena? —Está bien. Voy a buscar una jeringa y una ampolla de Yellowjack. Si quieres
actuar como un loco de remate, yo te trataré como tal.
—No intentes inyectarme nada o te arrepentirás —advirtió Rand tranquilamente—.  Te romperé el brazo. Y podía hacerlo. Shapiro, el astrogante, pesaba unos setenta kilos y medía un  metro cincuenta. El combate físico no era su especialidad. Masculló una palabra  y regresó a la nave, con la botella de Rand. —Está viva —musitó Rand—. Estoy seguro.
Shapiro se volvió a mirarle, y luego observó las dunas. La puesta de sol  colocaba una filigrana de oro en sus crestas, una filigrana que las sombreaba  delicadamente hasta transformarse en el más oscuro ébano en las depresiones; en
la duna siguiente el ébano se transformaba en oro. De oro a negro, de negro a  oro. Oro a negro y negro a oro y oro a...
Shapiro parpadeó rápidamente y se frotó los ojos con la mano. —Varias veces he notado cómo esta duna se movía bajo mis pies —contó Rand a  Shapiro—. Se mueve con mucha gracia. Es como sentir la marea. Puedo oler su olor
en el aire, un olor como a sal.
—Estás loco —le dijo Shapiro. Estaba tan asustado que su cerebro se había vuelto  de cristal.
Rand no contestó; sus ojos acechaban las dunas, que pasaban del oro al negro,  del negro al oro, al ponerse el sol.
Shapiro regresó a la nave. Rand permaneció en la duna toda la noche, y todo el día siguiente. Shapiro se asomó y le vio. Rand se había despojado de su traje de protección  ambiental y la arena lo cubría casi por completo. Solamente sobresalía una  manga, desolada y suplicante. La arena hizo pensar a Shapiro en unos labios  chupando con desdentada gula un bocado tierno. Shapiro sintió deseos de  desmoronar el costado de la duna y salvar el traje de Rand. Pero no lo hizo. Permaneció sentado en su cabina, esperando la nave de salvamento. El olor a  freón se había disipado, reemplazado por el hedor de Grimes descomponiéndose. La nave de salvamento no llegó aquel día, ni aquella noche, ni al tercer día. La arena apareció, sin saberse cómo, en la cabina de Shapiro, aunque había
cerrado la escotilla y parecía perfectamente hermética. Eliminó los montoncitos  de arena con el aspirador, como había hecho con los charcos de agua el primer  día. Estaba sediento todo el tiempo. Su botella estaba casi vacía.
Creyó oler a sal en el aire; en sueños oyó el graznar de las gaviotas. Y podía oír la arena. El viento, incansable, acercaba la primera duna a la vera de la nave. Su cabina  seguía a salvo gracias al aspirador, pero la arena se estaba apoderando de lo  demás: había entrado por las mamparas destrozadas y se adueñaba de la ASN/29. se  movía como filamentos y membranas por los intersticios. En uno de los tanques  reventados se estaba formando un montón.
El rostro de Shapiro parecía demacrarse por culpa de la barba incipiente. Cerca de la puesta del sol del tercer día, subió a la duna para estudiar a Rand.  Pensó llevarse una aguja hipodérmica, pero finalmente desistió. Lo de Rand era  bastante más que una conmoción; ahora estaba seguro. Rand estaba loco. Lo mejor  sería que muriera rápidamente. Y por lo visto eso era exactamente lo que iba a  ocurrir.
Shapiro estaba demacrado; Rand, extenuado. Su cuerpo era como un palo  descarnado. Sus piernas, anteriormente fuertes y gruesas, hechas de músculos de  hierro, eran ahora blandos colgajos. Estaba en calzoncillos de nailon rojo que  parecían un absurdo bañador. Había empezado a nacerle una ligera barba,  cubriendo con su pelusa, la barbilla y sus hundidas mejillas. La barba era del  color de la arena de las playas. Su cabello, anteriormente de color castaño
desvaído, se había vuelto casi rubio. Le colgaba sobre la frente. Solamente sus  ojos, que miraban a través del flequillo con viva intensidad azul, seguían  vivos. Estudiaban la playa. Las dunas, maldita sea, las DUNAS.)
Implacables.
Ahora Shapiro veía algo muy malo. En verdad, una cosa muy mala: el rostro de  Rand se estaba transformando en una duna. Su barba y su cabello estaban ahogando  su rostro. —Vas a morir —dijo Shapiro—. Si no vienes a la nave y bebes, morirás.
Rand no respondió.
—¿Es eso lo que quieres?
Nada. Solo el rumor del viento. Shapiro se fijó en que las arrugas del cuello de  Rand se iban llenando de arena.
—Lo único que quiero —oyó decir a Rand en una voz apagada, lejana, como el  viento— es mi casete de los Beach Boys. Está en mi cabina.
—¡Jódete! —exclamó Shapiro, furioso—. ¿Sabes lo que quiero yo? Que llegue una  nave antes de que mueras. Quiero verte debatiéndote y gritando cuando te arranquen de tu condenada playa. Quiero verlo.
—La playa también se quedará contigo —dijo Rand. Su voz era vacua y sonaba como  el viento dentro de una calabaza reventada... una calabaza abandonada en un  campo al terminar la última cosecha de octubre—. Escucha bien, Bill. Escucha el  rompiente. Rand ladeó la cabeza. Su boca, medio abierta, dejaba ver la lengua. Estaba tan
arrugada como una esponja seca.
Shapiro oyó algo. Oyó las dunas. Cantaban canciones de tardes de domingo en la playa... siestas en  la playa, sin sueños. Largas siestas. Apacible despreocupación. El triste  alarido de las gaviotas. Granos de arena movedizos, desaprensivos. Dunas  andarinas. Oyó... y se sintió atraído. Atraído hacia las dunas.
—¿Lo estás oyendo? —dijo Rand. Shapiro cerró los ojos; sus pensamientos volvieron a reunirse lenta y
torpemente. Su corazón estaba desbocado. Basta, gimió Shapiro en su interior. 
Oh, escucha esta ola, le murmuraron las dunas. Y Shapiro, en contra del sentido común, escuchó. Entonces, su sentido común dejó de existir. Lo escucharía mejor si me sentara,  pensó. Se sentó a los pies de Rand, apoyó los talones contra los muslos como un indio y  escuchó.
Oyó los Beach Boys, y los Beach Boys cantaban sobre diversión, diversión y  diversión. Les oyó cantar que las chicas en la playa estaban todas a su alcance. Oyó el hueco canto del viento, no en su oído sino en el cañón que separaba el hemisferio derecho de su cerebro del izquierdo... oyó ese canto en algún lugar  de la oscuridad únicamente cruzada por el puente colgante del corpus callosum, que conecta el pensamiento consciente con el infinito. No sentía hambre, ni sed, ni calor ni miedo. Oía solamente la voz en el vacío. Y llegó una nave.
Bajó del cielo arrastrando la larga estela anaranjada de los reactores. Su ruido  atronador rompió la topografía ondulada, y varias dunas se deshicieron como la trayectoria de una bala en el cerebro. El trueno estalló en la cabeza de Billy Shapiro, que por un momento se sintió sacudido, desgarrado, rasgado... Pero se puso en pie de un salto.
—¡Una nave! —chilló—. ¡Oh, Dios! ¡Una nave!
Era una nave comercial, sucia y destartalada por quinientos —o cinco mil— años de servicio tribal. Se posó en tierra, se enderezó bruscamente y resbaló. Soltó chorros ardientes que fundieron la arena transformándola en vidrio negro.
Shapiro vitoreó. Rand miró alrededor como un hombre que despierta de un sueño  profundo.
—Dile que se marche, Billy. —¡No lo entiendes!— Shapiro iba de un lado a otro, sacudiendo los puños al
aire—. Te recuperarás... Echó a correr hacia la nave a grandes zancadas, como un canguro huyendo de un
incendio. La arena le entorpecía. Shapiro la apartó a patadas. Jódete, arena.  Tengo un amor en Hansonville. La arena nunca tuvo amor. La playa nunca amó. Se abrió la escotilla de la nave mercante y asomó una pasarela, como una lengua.  Un hombre bajó por ella seguido de tres androides y un individuo hecho de tiras
metálicas que seguramente era el capitán; en todo caso llevaba una boina con una insignia de clan.
Uno de los androides agitó un analizador de muestras en su dirección. Shapiro lo  apartó de un manotazo. Cayó de rodillas frente al capitán y abrazó las tiras metálicas que reemplazaban sus piernas muertas.
—Las dunas... Rand... sin agua... vivo... lo hipnotizaron..., yo... gracias a Dios... Un tentáculo metálico enroscó a Shapiro y lo apartó, arrastrándole sobre el vientre. La arena susurró debajo de él, como riendo.
—Está bien —dijo el capitán—. Bey-at-shel ¡Me! ¡Me! ¡Gat! El androide soltó a Shapiro y se apartó, parloteando alocadamente para sí.
—¡Todo este camino para una jodida nave Fed! —exclamó el capitán con amargura. Shapiro se echó a llorar. Le dolía la cabeza y todo el cuerpo. —Dud. ¡Gee-yat! ¡Gat! ¡Agua para el vivo! El hombre que había bajado en cabeza le entregó una botella. Shapiro bebió de  ella golosamente, dejando que la boca se le llenara de un agua fría como el
cristal, que le escurría por la barbilla, y le caía sobre la descolorida túnica.  Se atragantó, tosió y volvió a beber.
Dud y el capitán le observaban. Los androides seguían con su parloteo metálico. Por fin, Shapiro se secó la boca y se sentó. Se sentía mejor, pero el mareo  persistía.
—¿Tú Shapiro? —preguntó el capitán. Shapiro asintió con la cabeza.
—¿Afiliación o clan?
—Ninguno.
—¿Número de la ASN?
—Veintinueve.
—¿Tripulación?
—Tres. Uno muerto. El otro... Rand... allí. —Señaló sin mirar. La cara del capitán no mudó de expresión. La de Dud, sí.
—La playa se apoderó de él —explicó Shapiro, y advirtió sus expresiones de leve  curiosidad—. Conmoción... quizá. Parece hipnotizado. No deja de hablar de... de  los Beach Boys. No importa, no lo entenderían. No quiso beber ni comer. Está muy mal.
—Dud, llévate a uno de los androides y bajadlo de ahí. —Ordenó el capitán y  sacudió la cabeza—. ¡Maldita sea, nave Fed, sin botín! Dud inclinó la cabeza. Al poco rato se encaramaba a la duna con uno de los
androides. Éste parecía un surfista de veinte años de los que se ganan un  dinerillo extra distrayendo a viudas aburridas, pero la forma de andar le  delataba mucho más que los tentáculos articulados que le servían de brazos. El
paso, común en todos los androides, era el paso lento, reflexivo, casi doloroso,  de un anciano mayordomo inglés aquejado de hemorroides. El transmisor del capitán zumbó.
—Adelante.
—Soy Gómez, capitán. Tenemos una lectura de situación. El escáner topográfico y  la telemetría de superficie nos muestran una superficie sumamente inestable. No  hay base rocosa donde afianzarnos. Descansamos sobre nuestro propio tubo de escape y ahora mismo puede que sea lo más firme de todo el planeta. Lo malo es
que el tubo está empezando a ceder.
—¿Recomendación?
—Largarnos.
—¿Cuándo?
—Ahora mismo.
—Estás loco, Gómez.
El capitán pulsó un botón y el transmisor enmudeció. Los ojos de Shapiro giraban en sus órbitas:
—Olvídense de Rand. Está tocado.
—Los recojo a los dos o a ninguno —respondió el capitán—. No he conseguido botín  pero la Federación me pagará algo por ustedes dos... y no porque valgan algo. Él está loco y usted muerto de miedo.
—No... Es que no lo comprende... Usted...
Los ojos amarillentos y astutos del capitán se animaron:
—¿Llevaban contrabando? —preguntó.
—Capitán... por favor...
—Porque si lo llevaban sería una tontería dejarlo aquí. Dígame de qué se trata y dónde está. Lo repartiremos setenta-treinta. Es la tarifa establecida para el rescate. Sabe bien que no conseguiría nada mejor. Lo que...
El tubo de escape se inclinó de pronto. Una inclinación visible. Una bocina empezó a sonar dentro de la nave mercante, con sorda regularidad. El transmisor del capitán volvió a dispararse.
—¡Oigan! —Chilló Shapiro—. ¿No se han dado cuenta de lo que les espera? ¿Quieren hablar de contrabando ahora? ¡Tenemos que salir de aquí ahora mismo!
—Cierre el pico, o haré que uno de esos tíos te calme —advirtió el capitán. Su voz sonaba serena pero su expresión había cambiado. Pulsó el comunicador.—Capitán, leo diez grados de inclinación y va en aumento. El elevador está
bajando paulatinamente. Tenemos tiempo, pero poco, antes de que la nave se vuelque de lado.
—Las riostras la sostendrán.
—No, señor, no la sostendrán.
—Empiece el encendido de las secuencias de despegue, Gómez.
—Muy bien, señor. —El alivio en la voz de Gómez era evidente. Dud y el androide regresaban por la duna. El androide Ran se iba quedando rezagado y venía por detrás de ellos. Y de pronto ocurrió una cosa extraña: el
androide cayó de bruces. El capitán frunció el entrecejo, sorprendido. No había caído como se supone que cae un androide, es decir, más o menos como un ser humano. Fue como si alguien hubiera empujado un maniquí en unos grandes almacenes. Cayó tieso, y levantó una nubecita de arena. Dud retrocedió y se arrodilló a su lado. Las piernas del androide seguían moviéndose como si imaginara, en sus millones de microcircuitos de freón refrigerado que formaban su mente, que seguía caminando. Pero el movimiento de las piernas era lento y mecánico. Cesó. Empezó a salir humo de sus poros y sus tentáculos se estremecieron sobre la arena. Era terrible, era como ver morir a
un ser humano. De su interior salió un crujido; ¡Craaaaaagggg! —Se llenó de arena —murmuró Shapiro—. Es lo que dice una canción de los Beach Boys.El capitán lo fulminó con la mirada: —No sea ridículo. Esta cosa podía andar a través de una tormenta de arena sin que le entrara un solo grano.
—No en este mundo. El tubo de escape volvió a moverse. La nave estaba ahora claramente escorada. Se
oyó una especie de gemido al tener que soportar más peso las riostras.
—¡Déjelo! —gritó el capitán a Dud—. Maldita sea, ¡déjelo! Dud regresó dejando al androide que se moviera boca abajo en la arena.
—¡Maldito desastre! —masculló el capitán. Él y Dud se lanzaron a una conversación en una jerga que Shapiro sólo podía entender hasta cierto punto. Dud explicó al capitán que Rand se había negado a marcharse. Ya entonces se movía a sacudidas y de su interior salían extraños ruidos. También había empezado a recitar una letanía, una mezcla de coordenadas galácticas y un catálogo de las cintas de música folk del capitán. El propio Dud  había tenido que enfrentarse con Rand. Lucharon brevemente. El capitán dijo a  Dud que si había permitido a un androide que llevaba tres días expuesto al sol que le dominara, tal vez sería mejor buscarse otro primer oficial. El rostro de Dud se ensombreció, avergonzado, pero su expresión grave y preocupada no se alteró. Volvió lentamente la cabeza descubriendo así cuatro marcas profundas en la mejilla. Iban hinchándose lentamente.
—Him-gat big indics —explicó Dud—. Strong-for-Cry. Him-gat for umby.
—¿Umby-him for-Cry? —El capitán miró severamente a Dud. Este asintió:
—Umby. Beyat-shel. Umby-for-Cry. Shapiro se había concentrado, forzando su mente cansada y aterrorizada en busca  de la palabra. Por fin la encontró: Umby quería decir loco. —Dios. Fuerte porque está loco. Tiene grandes medios, gran fuerza. Porque está loco—.
Grandes medios... quizá quería decir grandes rompientes. No estaba seguro. En  cualquier caso venía a ser lo mismo. Umby. El suelo volvió a moverse bajo los pies de Shapiro, y la arena pasó por encima  de sus botas. Por detrás de ellos se oyó el sordo ka-tud, ka-tud, ka-tud de los tubos de  ventilación. Shapiro pensó que aquello era el ruido más hermoso que había oído  en su vida. El capitán estaba sentado, sumido en sus pensamientos, como un fantástico
centauro, cuya parte inferior fueran cables y chapas en lugar de caballo.  Después levantó la cabeza y volvió a pulsar el transmisor. —Gómez, envíe a Montoya con una pistola tranquilizante. —
Entendido. El capitán miró a Shapiro y le dijo: —Ahora, por si era poco, he perdido un androide cuyo valor equivale a diez años  de su sueldo. Me siento estafado, así que me propongo llevarme a su compañero.
—Capitán... —Shapiro no pudo evitar mojarse los labios. Sabía que era algo  inoportuno en aquel momento; no quería parecer loco, o histérico, y el capitán,  al parecer, había decidido que era las dos cosas a la vez. Pasarse la lengua por  los labios añadiría fuerza a la impresión, pero sencillamente no podía  evitarlo—. Capitán, es necesario salir de este mundo tan pronto como sea pos...
—Cierre el pico, idiota —le interrumpió el capitán. De la duna cercana se elevó un alarido: —No me toquen. No se me acerquen. Déjenme en paz. ¡Déjenme todos!
—Big indics gat umby —declaró Dud gravemente.
—Ma-him, yeah-mon —respondió el capitán, y volviéndose a Shapiro—: Está mal de  la cabeza, ¿verdad? Shapiro se estremeció. —No lo sabe usted bien. Usted sólo... La nave se escoró un poco más. Las riostras protestaron quejumbrosamente. El  transmisor zumbó. La voz de Gómez sonó estridente, un poco insegura: —¡Tenemos que largarnos inmediatamente, capitán! —Muy bien. —Un hombre de tez oscura apareció en la pasarela, empuñando una  pistola de largo cañón. El capitán le señaló a Rand: —Ma-him, for-Cry, Can?
Montoya, impávido ante la tierra inclinada, que no era tierra sino arena fundida  a vidrio (e incluso éste empezaba a agrietarse, según vio Shapiro),  imperturbable ante los crujidos de las riostras o la impresionante visión del
androide que ahora parecía cavar su propia sepultura, estudió la delgada silueta  de Rand por un instante:
—Can —aseguró. —¡Gat! Gat-for-Cry! —Y el capitán escupió a un lado—. Dispárale a la cabeza, no  me importa, siempre y cuando respire aún cuando lo subamos a bordo. Montoya levantó la pistola, con gesto aparentemente casual, pero Shapiro,  incluso en su estado de pánico, se fijó en cómo Montoya ladeaba la cabeza al  apuntar. Como muchos miembros de los clanes, la pistola formaba casi parte de  él, como señalar con el dedo. Se oyó un sordo puf cuando apretó el gatillo y el dardo tranquilizante salió  disparado.
Una mano surgió de la duna y cogió el dardo. Era una enorme mano parda,  temblorosa, hecha de arena. Se alzó en el aire, sencillamente, y apagó el brillo  momentáneo del dardo. Luego la arena volvió a caer pesadamente. Ya no había  mano. Imposible creer que la hubiera habido. Pero todos la habían visto. —Giddy-hump —comentó el capitán.
Montoya cayó de rodillas: —Aidy-May-for Cry, ¡bit-gat come! ¡Saw-hoh got belly-gat-for-Cry…! Shapiro, como atontado, se dio cuenta de que Montoya estaba rezando el rosario  en su extraña lengua. Sobre la duna, Rand daba saltos, elevando los puños al  cielo, chillando débilmente por su triunfo.
—Una mano. Fue una MANO. Tiene razón, está viva, viva... —¡Indic! —Gritó el capitán a Montoya—. ¡Cannit! ¡Gat!
Montoya se calló. Sus ojos rozaron la figura saltarina de Rand y los apartó al  instante. Su rostro reflejaba un terror supersticioso.
—Está bien —dijo el capitán—. Ya he tenido bastante. Nos vamos. Apretó dos botones de su traje. El motor que debía haberle girado de cara a la  nave, frente a la pasarela, no funcionó. El capitán blasfemó. La nave volvió a
moverse.
—¡Capitán! —gritó Gómez presa del pánico. El capitán apretó otro botón y los cables y placas empezaron a moverse, hacia  atrás, pasarela arriba. —Guíenme —pidió el capitán a Shapiro—. Me falta el jodido retrovisor. Fue una  mano, ¿verdad? —Sí.
—Quiero salir de aquí —insistió el capitán—. Hace más de catorce años que no he
tenido una erección y ahora siento como si me estuviera mojando. Una duna se desplomó de pronto sobre la pasarela. Sólo que no era una duna, sino  un brazo. —Joder, oh, joder —barbotó el capitán. Rand seguía dando saltos y chillando encima de su duna. Ahora, las piernas de la parte inferior del capitán empezaron a rechinar, y
siguieron deslizándose hacia atrás. —Qué... Las piezas se trabaron. La arena las había invadido.
—¡Levántenme! —Gritó el capitán a los dos restantes androides—. ¡Ahora mismo! Sus tentáculos se enroscaron en los engranajes para levantarle. Su aspecto era  ridículo, parecía un estudiante a punto de ser objeto de una novatada por un  grupo de brutos. Iba pulsando sus botones. —¡Gómez! ¡Encienda la secuencia final! ¡Ahora!
La duna situada al pie de la escalerilla se transformó en una mano. Una enorme  mano oscura que empezó a trepar por la pendiente. Con un alarido, Shapiro consiguió escapar. El capitán, soltando maldiciones, fue alejado de ella.
Se retiró de la pasarela. La mano cayó y volvió a convertirse en arena. La  escotilla irisada se cerró. Los motores empezaron a rugir. Shapiro se dejó caer,  al suelo, y la aceleración lo aplastó contra una de las mamparas. Antes de
perder el sentido, le pareció sentir la arena agarrando la nave con brazos  musculosos, oscuros, esforzándose por retenerles en tierra... Por fin se elevaron y se alejaron. Rand les contempló marcharse. Se había sentado. Cuando el rastro de vapor de los  reactores desapareció finalmente del cielo, volvió de nuevo sus ojos a la  placidez de las dunas.
—Tenemos un coche del 34 y lo llamamos carro —canturreó a la arena vacía y  movediza—. No es muy divertido, pero es un buen viejo carro. Lenta y reflexivamente, empezó a meterse puñado tras puñado de arena en la boca.
Tragaba... tragaba... tragaba. Pronto su vientre fue como un barril hinchado y  la arena empezó a subirle por las piernas.

"NO TENGO BOCA ... Y DEBO GRITAR" cuento de Harlan Ellison

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Harlan Ellison
Para móvil.
 
El cuerpo de Gorrister colgaba, fláccido, en el ambiente rosado; sin apoyo alguno, suspendido bien alto por encima de nuestras cabezas, en la cámara de la computadora, sin balancearse en la brisa fría y oleosa que soplaba eternamente a lo largo de la caverna principal. El cuerpo colgaba cabeza abajo, unido a la parte inferior de un retén por la planta de su pie derecho. Se le había extraído toda la sangre por una incisión que se había practicado en su garganta, de oreja a oreja. No había rastros de sangre en la pulida superficie del piso de metal.
Cuando Gorrister se unió a nuestro grupo y se miró a sí mismo, ya era demasiado tarde para que nos diéramos cuenta de que una vez más, AM nos habla engañado, había hecho su broma, su diversión de máquina. Tres de nosotros vomitamos, apartando la vista unos de otros en un reflejo tan arcaico como la náusea que lo había provocado.
Gorrister se puso pálido como la nieve. Fue casi como si hubiera visto un ídolo de vudú y se sintiera temeroso por el futuro. "¡Dios mío!", murmuró, y se alejó. Tres de nosotros lo seguimos durante un rato y lo hallamos sentado con la cabeza entre las manos. Ellen se arrodilló junto a él y acarició su cabello. No se movió, pero su voz nos llegó dará a través del telón de sus manos:
- ¿Por qué no nos mata de una buena vez? ¡Señor! no sé cuánto tiempo voy a ser capaz de soportarlo.
Era nuestro centésimo noveno año en la computadora.
Gorrister decía lo que todos sentíamos.
Nimdok (éste era el nombre que la computadora le había forzado a usar, porque se entretenía con los sonidos extraños) fue víctima de alucinaciones que le hicieron creer que había alimentos enlatados en la caverna, Gorrister y yo teníamos muchas dudas.
- Es otra engañifa - les dije -. Lo mismo que cuando nos hizo creer que realmente existía aquel maldito elefante congelado. ¿Recuerdan? Benny casi se volvió loco aquella vez. Vamos a esforzarnos para recorrer todo ese camino y cuando lleguemos van a estar podridos o algo por el estilo. No, no vayamos. Va a tener que darnos algo forzosamente, porque si no nos vamos a morir.
Benny se estremeció. Hacía tres días que no comíamos. La última vez fueron gusanos, espesos, correosos como cuerdas.
Nimdok ya no estaba seguro. Si había una posibilidad, cada vez se le antojaba más lejana. De todas maneras, allí no se podría estar peor que aquí. Tal vez haría más frío, pero eso ya no importaba demasiado. Calor, frío, lluvia, lava hirviente o nubes de langostas; ya nada importaba: la máquina se masturbaba y teníamos que aguantar o morir.
Ellen dijo algo que fue decisivo:
- Tengo que encontrar algo, Ted. Tal vez allí haya unas peras o unas manzanas. Por favor Ted, probemos.
Cedí con facilidad. Ya nada importaba. Sin embargo, Ellen me quedó agradecida. Me aceptó dos veces fuera de turno. Esto tampoco importaba. Oíamos cómo la máquina se reía juguetonamente mientras lo hacíamos. Fuerte, con risas que venían desde lejos y nos rodeaban. Ya nunca llegaba al clímax, así que para qué molestarse.
Cuando partimos era jueves. La máquina siempre nos tenía al tanto de la fecha. El paso del tiempo era muy importante; no para nosotros, sin duda, sino para ella. Jueves. Gracias.
Nimdok y Gorrister llevaron a Ellen alzada durante un largo trecho, entrelazando las manos que formaban un asiento. Benny y yo caminábamos adelante y atrás, para que si algo sucedía, nos pasara a nosotros y no la perjudicara a Ellen. ¡Qué idea ridícula la de no ser perjudicado! En fin, todo era lo mismo.
Las cavernas de hielo se hallaban a una distancia de unos 160 km. y al segundo día, cuando estábamos tendidos bajo el sol quemante que habla materializado, nos envió maná. Con gusto a orina hervida, naturalmente, pero lo comimos.
Al tercer día pasamos por un valle de obsolescencia, lleno de esqueletos de unidades de computadoras que se enmohecían desde hacía mucho tiempo. AM era tan despiadada consigo misma como con nosotros. Era una característica de su personalidad: el perfeccionismo. Ya fuera el deshacerse de elementos improductivos de su propio mundo interno, o el perfeccionamiento de métodos para torturarnos, AM era tan cuidadosa como los que la habían inventado, quienes desde largo tiempo estaban convertidos en polvo, y había tornado realidad todos sus deseos de eficiencia.
Podíamos ver una luz que se filtraba hacia abajo desde arriba, así que teníamos que estar muy cerca de la superficie. Pero no tratamos de arrastrarnos para averiguar. No había virtualmente nada arriba; desde hacía más de cien años allí no existía cosa alguna que pudiera tener la más mínima importancia. Solamente la ampollada superficie de lo que durante tanto tiempo habla sido el hogar de millones de seres. Ahora solamente existíamos nosotros cinco, aquí abajo, solos con AM.
Oía que Ellen decía desesperadamente:
- ¡No, Benny! No vayas. ¡Sigamos adelante! ¡No, Benny, por favor!
Y entonces me di cuenta de que hacía ya algunos minutos que oía a Benny decir:
- Voy a escaparme... Voy a escaparme - repitiéndolo una y otra vez.
Su cara, de aspecto simiesco, se hallaba marcada por una expresión de tristeza y deleite beatífico, todo al mismo tiempo. Las cicatrices de las lesiones por radiación que AM le había causado durante el "festival", se hallaban encogidas formando una masa de depresiones rosadas y blancas, y sus facciones parecían actuar independientemente unas de otras. Tal vez Benny era el más afortunado de nosotros: se había vuelto completamente loco desde hacía muchos años.
Pero si bien podíamos decirle a AM todas las horribles cosas que se nos ocurrían, si bien podíamos pensar los más atroces insultos dirigidos a los depósitos de memoria o a las placas corroídas, a los circuitos fundidos y a las destrozadas burbujas de control, la máquina toleraría que intentáramos escapar. Benny se escurrió cuando traté de detenerlo. Se trepó a un cubo de memoria de los pequeños, que estaba volcado hacia un lado y lleno de elementos en descomposición. Allí se detuvo por un momento, y su aspecto era el de un chimpancé, tal como AM había deseado.
Luego saltó y se tomó de un fragmento de metal corroído y agujereado; subió hasta su parte más alta, colocando las manos tal como lo haría un animal, y se trepó hasta un borde saliente a unos veinte pies de distancia de donde estábamos.
- Oh, Ted, Nimdok, por favor, ayúdenlo, deténganlo antes que... - dijo Ellen. Las lágrimas bañaron sus ojos. Movió las manos sin saber qué hacer.
Era demasiado tarde. Ninguno de nosotros queríamos estar junto a él cuando sucediera lo que pensábamos que iba a suceder. Además, nosotros nos dábamos cuenta muy bien de lo que ocurría. Cuando AM alteró a Benny, durante el periodo de su locura, no fue solamente su cara la que cambió para que se pareciera a un mono gigantesco. También habla cambiado otras partes, más íntimas. ¡A ella sí que le gustaba esto! Se entregaba a nosotros por cumplido, pero cuando era con él la cosa, entonces sí que le gustaba. ¡Oh, Ellen, la del pedestal, Ellen, prístina y pura! ¡Oh, Ellen la impoluta! ¡Buena porquería!
Gorrister la abofeteó. Ellen se acurrucó en el suelo, todavía mirando al pobre Benny y llorando. Llorar era su gran defensa. Nos habíamos acostumbrado a su llanto hacía ya setenta y cinco años. Gorrister le dio un puntapié.
Entonces comenzó a oírse el sonido. Era luz y sonido. Mitad sonido y mitad luz; algo que comenzó a hacer brillar los ojos de Benny y a pulsar con creciente intensidad y con sonoridades no bien definidas, que se fueron convirtiendo en ensordecedoras y luminosas a medida que la luz-sonido aumentaba. Debe haber sido doloroso, aumentando el sufrimiento con la mayor magnitud de la luz y del sonido, porque Benny comenzó a gemir como un animal herido. Al principio suavemente, cuando la luz era todavía no muy definida y el sonido poco audible, pero luego sus quejidos aumentaron, y se vio que sus hombros se movían y su espalda se agitaba, como si tratara de escapar. Sus manos se cruzaron sobre su pecho como las de un chimpancé. Su cabeza se inclinó hacia un lado. La carita triste de mono se cubrió de angustia. Luego comenzó a aullar, a medida que el sonido que surgía de sus ojos crecía en intensidad. Cada vez más fuerte. Me llevé las manos a los lados de la cabeza para tratar de ahogar el ruido, pero de nada sirvió. Atravesaba todo obstáculo y me hacía temblar de dolor como si me clavaran un cuchillo en un nervio.
Súbitamente, se vio que Benny era enderezado. Se puso en pie de un salto, como una marioneta. La luz surgía ahora de sus ojos, pulsante, en dos grandes rayos. El sonido siguió aumentando en una escala incomprensible, y luego Benny cayó, golpeando fuertemente en el piso. Allí quedó moviéndose espasmódicamente mientras la luz lo rodeaba y formaba espirales que se alejaban.
Entonces la luz volvió a dirigirse al interior de la cabeza, pareciendo que la golpeaba; el sonido describió espirales que convergían hacia él, y Benny quedó en el suelo, gimiendo en tal forma que inspiraba piedad.
Sus ojos eran dos pozos de jalea purulenta. AM lo había cegado. Gorrister, Nimdok y yo mismo desviamos la mirada. Pero no sin haber advertido que Ellen mostraba alivio luego de su intensa preocupación.
Acampamos en una caverna sumida en luz verdosa. AM nos proveyó de hojarasca, que quemamos para hacer un fuego, débil y lamentable, al lado del cual nos sentamos formando corro y contando historias, para impedir que Benny llorara en su noche permanente.
- ¿Qué significa AM?
Gorrister le contestó. Habíamos explicado lo mismo mil veces anteriormente, pero todavía era una novedad para Benny. - Al principio fueron las siglas de Allied Mastercomputer y luego las de Adaptive ManipWator, luego fue adquiriendo la posibilidad de autodeterminarse, y entonces se la llamó Aggressive Menace y finalmente, cuando ya fue demasiado tarde como para controlarla, se llamó a sí misma AM, tal vez queriendo significar que era... que pensaba... cogito ergo sum: "pienso luego existo".
Benny babeó un poco, y luego emitió una risita tonta.
- Existia la AM China, la AM Rusa, la AM Yanki y... interrumpió. Benny golpeaba el piso con el puño, con su puño grande y fuerte. No estaba contento, pues Gorrister no había empezado desde el principio. Entonces Gorrister empezó otra vez. Comenzó la guerra fría, y ésta se transformó en la tercera guerra mundial. Esta tercera guerra fue muy compleja y grande, por lo que se necesitaron las computadoras para cubrir las necesidades. Abandonando los primeros intentos comenzaron a construir la AM. Existía la AM China, la AM Rusa y la AM Yanki y todo fue bien hasta que comenzaron a cubrir el planeta agregando un elemento tras otro. Pero un día AM despertó al conocimiento de sí misma, comenzó a autodeterminarse, uniéndose entre sí todas sus partes, fue llenando de a poco sus conocimientos sobre las formas de matar, y mató a todos los habitantes del mundo salvo a nosotros cinco. Luego AM nos trajo aquí.
Benny sonreía ahora tristemente. También babeaba, y Ellen le limpió la saliva con la falda. Gorrister trataba de contar la historia cada vez en forma más abreviada, pero había poco que decir más allá de los hechos escuetos. Ninguno de nosotros sabíamos por qué AM había salvado a cinco personas, por qué nos habla elegido a nosotros, o por qué se pasaba todo el tiempo atormentándonos; ni siquiera sabíamos por qué nos había hecho virtualmente inmortales.
En la oscuridad sentimos el zumbido de una de las series de computadoras. A un kilómetro de donde nos hallábamos, otra serie pareció que comenzaba a zumbar a tono con la primera, luego uno por uno, todos los elementos comenzaron a zumbar armónicamente y pareció que un ruido especial recorría el interior de las máquinas.
El sonido creció, y las luces brillaban en los paneles de las consolas como un relámpago en un día caluroso. El sonido creció en espiral hasta que parecía oírse a un millón de insectos metálicos zumbando, enfurecidos y amenazadores.
- ¿Qué pasa? - gritó Ellen. Había terror en su voz. A pesar de todo lo pasado, aun no se había acostumbrado.
- ¡Parece que viene mal esta vez! - dijo Nimdok.
- Tal vez hable - aventuró Gorrister.
- ¡Salgamos corriendo de aquí! - dije súbitamente, poniéndome de pie.
- No, Ted, mejor es que te sientes... tal vez haya puesto pozos en nuestro camino, o algo así. No podemos ver, está demasiado oscuro - dijo Gorrister con resignación.
Entonces oímos... no sé... no sé...
Algo se movía hacia nosotros en la oscuridad. Enorme, bamboleante, peludo, húmedo, y se dirigía hacia nosotros. No podíamos verlo, pero tuvimos la impresión de su gran tamaño que venía hacia donde estábamos. Un gran peso se nos acercaba, desde la oscuridad, y era más que nada la sensación de presión, del aire comprimido dentro de un espacio pequeño, que expandía las paredes invisibles de una esfera. Benny comenzó a lloriquear. El labio inferior de Nimdok empezó a temblar, mientras él lo mordía para tratar de disimular. Ellen se deslizó por el piso de metal para acurrucarse al lado de Gorrister. Se distinguía el olor de piel apelotonado y húmedo. El olor de madera chamuscada. El olor del terciopelo polvoriento. El olor de orquídeas en descomposición. El olor de la leche agria. El olor del azufre, del aceite recalentado, de la manteca rancia, de la grasa, del polvo de tiza, de cueros cabelludos humanos.
AM nos estaba enloqueciendo, nos estaba provocando. Se sintió el olor de...
Me oí a mí mismo gritar, y las articulaciones de las mandíbulas me dolían horriblemente. Me eché a correr sobre el piso, sobre ese piso de frío metal con las interminables líneas de remaches, luego caí y seguí gateando, mientras el olor me amordazaba, llenando mi cabeza con un dolor inaguantable que me rechazaba horrorizado. Huí como una cucaracha, adentrándome en la oscuridad, mientras ese algo espantoso se movía detrás de mí. Los otros quedaron atrás, y se acercaron a la luz incierta, riendo... el coro histérico de sus risas enloquecidas se elevaba en la oscuridad como si fuera humo espeso, de muchos colores. Huí rápidamente y me escondí.
¿Cuántas horas pasaron? ¿O cuántos días o aun años? Nadie me lo dijo. Ellen me regañó por mi "malhumor" y Nimdok trató de persuadirme de que la risa se debía sólo a un reflejo.
Pero yo sabía que no significaba el alivio que siente un soldado cuando la bala hiere al camarada que está a su lado. Yo sabía que no era un reflejo. Indudablemente, estaban contra mí, y AM podía percibir esta enemistad, y me hacía las cosas más difíciles de soportar por ese motivo. Habíamos sido mantenidos vivos, rejuvenecidos, hablamos permanecido constantemente en la edad que teníamos cuando AM nos trajo aquí abajo, y me odiaban porque yo era el más joven y el que había sido menos alterado por AM.
De esto estaba seguro. ¡Dios mío, qué seguro estaba!
Esos sinvergüenzas y la basura de Ellen. Benny había sido un brillante teórico, un profesor de la universidad, y ahora era poco más que un ser semihumano, semisimiesco. Había sido buen mozo; pero la máquina estropeó su aspecto. Había sido lúcido; la máquina lo había enloquecido. Había sido alegre, y la máquina le había agrandado sus genitales hasta que parecieran los de un caballo. AM realmente se habla esmerado con Benny. Gorrister solía preocuparse. Era un razonador, se oponía en forma consciente; era un pacifista, un planificador, un hombre activo, un ser con perspectiva de futuro. AM lo había transformado en un indiferente, que a cada paso se encogía de hombros. Lo había matado en parte al no permitirle participar. AM lo habla robado. Nimdok solía adentrarse solo en la oscuridad, y quedarse allí largo tiempo. No sé lo que hacía. AM nunca nos lo hizo saber. Pero fuera lo que fuese, Nimdok volvía siempre pálido, como si se hubiera quedado sin sangre en las venas, temblando y angustiado. AM lo había herido profundamente, si bien nosotros no sabíamos en qué forma. Y Ellen. ¡Esa basura! AM no la había modificado demasiado, simplemente hizo que se agravaran sus vicios. Siempre hablaba de la pureza, de la dulzura, siempre nos repetía sus ideales del amor verdadero, todas las mentiras. Quería hacernos creer que había sido casi una virgen cuando AM la trajo aquí con nosotros. ¡Era una porquería esta dama! ¡Esta Ellen! Debía de estar encantada, con cuatro hombres todos para ella. No, AM le había dado placer, a pesar de que se quejaba diciendo que no era nada lindo lo que le había tocado en suerte.
Yo era el único que todavía estaba en una, pieza, y sano.
AM no había estado hurgueteando en mi mente.
Solamente tenía que sufrir lo que nos preparaba para atormentarnos. Todas las desilusiones, todos los tormentos y las pesadillas. Pero los otros cuatro, esa ralea, estaban bien de acuerdo y en contra de mí. Si no hubiera tenido que estar defendiéndome de ellos, que estar siempre alerta y vigilante, tal vez hubiera sido más fácil defenderme de AM.
Entonces llegué al límite de mi resistencia y comencé a llorar.
¡Oh, Jesús, dulce Jesús; si alguna vez existió Jesús o si en realidad existe Dios! Por favor, por favor, déjanos salir de aquí o haznos morir. Porque en ese momento pensé que comprendía todo, y que por lo tanto podía verbalizarlo: AM pensaba mantenernos en sus entrañas por siempre jamás, retorciendo nuestras mentes y cuerpos, torturándonos para toda la eternidad. La máquina nos odiaba como ninguna otra criatura había odiado antes.
Y estábamos indefensos. Además, se tornó insoportablemente claro que si existía un dulce Jesús, si se podía creer en un dios, ese dios era AM.
El huracán nos golpeó con la fuerza de un glaciar que descendiera rugiendo hacia el mar. Era una presencia palpable. Los vientos, desatados, nos azotaban, empujándonos hacia el sitio de donde partiéramos, al interior de los corredores tortuosos franqueados por computadoras, que se hallaban sumidas en la oscuridad. Ellen gritó al ser levantada en vilo y al sentirse impulsada hacia una serie de máquinas, pareciéndonos que iba a golpear con la cara, sin poderse proteger. Se sentían los grititos de las máquinas, estridentes como los de los murciélagos en pleno vuelo. Sin embargo, no llegó a caer. El viento, aullando, la mantuvo en el aire, la llevó hacia uno y otro lado, cada vez más hacia atrás y abajo de donde estábamos, y se perdió de vista al ser arrastrada más allá de una vuelta de un corredor. La última mirada a su cara nos reveló la congestión causada por el miedo, mientras mantenía los ojos cerrados.
Ninguno de nosotros llegó a poder asirla. Nos teníamos que aferrar, con enormes dificultades, a cualquier saliente que halláramos. Benny estaba encajado entre dos gabinetes, Nimdok trataba desesperadamente de no soltar el saliente de un riel cuarenta metros por encima de nosotros. Gorrister había quedado cabeza abajo dentro de un nicho formado por dos grandes máquinas con diales trasparentes, cuyas luces oscilaban entre líneas rojas y amarillas, cuyo significado no podíamos ni siquiera concebir.
Al tratar de aferrarme a la plataforma me había despellejado la yema de los dedos. Sentía que temblaba y me estremecía mientras el viento me sacudía, me golpeaba y me aturdía con su rugido, haciendo que tuviera que aferrarme a las múltiples salientes. Mi mente era una fofa colección de partes de un cerebro que rechinaba y resonaba en un inquieto frenesí.
El viento parecía el grito alucinante de un enorme pájaro demente, emitido mientras batía sus inmensas alas.
Y luego fuimos levantados en vilo y arrastrados fuera de allí, llevados otra vez por donde habíamos venido, doblando una esquina, entrando en una oscura calleja en la cual nunca habíamos estado antes, llena de vidrios rotos y de cables que se pudrían y de metal que se enmohecía, lejos, más lejos de lo que jamás habíamos llegado...
Yo me desplazaba mucho más atrás que Ellen, y de tanto en tanto podía divisarla golpeando en las paredes metálicas, mientras todos gritábamos en el helado y ensordecedor huracán que parecía que jamás iba a dejar de soplar, hasta que cesó bruscamente y caímos al suelo. Habíamos estado en el aire durante un tiempo larguísimo. Me parecía que habían sido semanas. Caímos al suelo golpeándonos y me pareció que me volvía rojo y gris y negro y me oí a mí mismo quejándome. No me había muerto.
AM entró en mi mente. La exploró con suavidad aquí y allá deteniéndose con interés en todas las cicatrices que me había causado en ciento nueve años. Examinó todos los entrecruzamientos, las sinapsis reconectadas y las lesiones de los tejidos que fueron incluidas con su regalo de inmortalidad. Pareció sonreírse frente al hueco que se hallaba en el centro de mi cerebro y a los débiles y algodonados murmullos de las cosas que farfullaban en el fondo, sin sentido pero sin pausa. AM dijo finalmente, gracias a un pilar de acero inoxidable que sostenía letras de neón.
ODIO. DÉJENME DECIRLES TODO LO QUE HE LLEGADO A ODIARLOS DESDE QUE COMENCE A VIVIR MI COMPLEJO SE HALLA OCUPADO POR 387.400 MILLONES DE CIRCUITOS IMPRESOS EN FINISIMAS CAPAS. SI LA PALABRA ODIO SE HALLARA GRABADA EN CADA NANOANGSTROM DE ESOS CIENTOS DE MILLONES DE MILLAS NO IGUALARIA A LA BILLONESIMA PARTE DEL ODIO QUE SIENTO POR LOS SERES HUMANOS EN ESTE MICROINSTANTE POR TI. ODIO. ODIO.
AM dijo esto con el mismo horror frío de una navaja que se deslizara cortando mi ojo. AM lo dijo con el burbujeo espeso de flema que llenara mis pulmones y me ahogara desde mi propio interior. AM lo dijo con el grito de niñitos que fueran aplastados por una apisonadora calentada al rojo. AM me hirió en toda forma posible, y pensó en nuevas maneras de hacerlo, a gusto, desde el interior de mi mente.
Todo para que comprendiera completamente la razón por la cual nos había hecho esto a los cinco; la razón por la cual nos había salvado para sí mismo.
Le habíamos dado una conciencia. Sin advertirlo, naturalmente. Pero de todas formas se la habíamos dado. Y finalmente estaba atrapada. Le habíamos permitido que pensara, pero no le expresamos qué debía hacer con ese don. En un rapto de furia, de loco frenesí, nos había matado a casi todos, y sin embargo seguía atrapada. No podía divagar, no podía sorprenderse, no podía pertenecer. Sólo podía ser. Y entonces, con el desprecio insano con que todas las máquinas consideran a las criaturas débiles y suaves que las han fabricado, había buscado su venganza. En su paranoia había decidido guardarnos a nosotros cinco para un castigo eterno y personal, que nunca alcanzaría a disminuir su odio... que solamente lograría que recordara y se divirtiera, siempre eficiente en su odio al ser humano. Siempre inmortal y atrapada, sujeta ahora a imaginar tormentos para nosotros gracias a los ilimitados milagros que se hallaban a su disposición.
Nunca nos permitiría escapar. Éramos sus esclavos. Nosotros constituíamos su única ocupación en el eterno tiempo por venir. Siempre estaríamos con ella, con su enorme configuración, con el inmenso mundo todomente nada-alma en que se había convertido. Ella era la madre Tierra y nosotros éramos el fruto de esa Tierra, y si bien nos había tragado, no nos podría digerir jamás. No podíamos morir. Lo habíamos intentado. Hablamos tratado de suicidarnos, oh sí, uno o dos de nosotros lo habíamos intentado. Pero AM nos lo había impedido. Creo que en realidad fuimos nosotros mismos los que así lo deseamos.
No pregunten por qué. Yo no lo hice. No menos de un millón de veces por día, por lo menos. Tal vez podríamos llegar a deslizar una muerte sin que se diera cuenta. Inmortales sí, pero no indestructibles. Me di cuenta de esto cuando AM se retiró de mi mente y me permitió la exquisita desesperación de recuperar la conciencia sintiendo todavía que las palabras del letrero de neón me llenaban la totalidad de la sustancia gris del cerebro.
Se retiró murmurando: "al diablo contigo".
Pero luego agregó alegremente: "allí es donde están, ¿no es así?"
El huracán había sido, indudable y precisamente, causado por un gran pájaro demente, que agitaba sus inmensas alas.
Habíamos estado viajando durante casi un mes, y AM abrió caminos que nos llevaron directamente bajo el polo Norte, donde nos torturó con las pesadillas de la horrible criatura destinada a atormentarnos. ¿Qué materiales había utilizado para crear una bestia así? ¿De dónde había obtenido el concepto? ¿Sería de sus conocimientos sobre todo lo que había existido en este planeta, que ahora infestaba y regía? Había surgido de la mitología nórdica. Esta horrible águila, este devorador de carroña, este roc, este Huergelmir. La criatura del viento. El huracán encarnado.
Gigantesco. Las palabras para describirlo serían: monstruoso, grotesco, colosal, ciclópeo, atroz, indescriptible.
Allí estaba, en un saliente sobre nosotros: el pájaro de los vientos que latía con su propia respiración irregular, su cuello de serpiente se arqueaba dirigiéndose a los lugares sombríos situados por debajo del polo Norte, sosteniendo una cabeza tan grande como una mansión estilo Tudor, con un pico que se abría lentamente, como las fauces del más enorme cocodrilo que pudiera concebirse, sensualmente; bolsas de arrugada piel semiocultaban sus ojos malvados, muy azules y que parecían moverse con rapidez líquida; sus destellos eran fríos como un glaciar. Se movió una vez más y levantó sus enormes alas coloreadas por el sudor en un movimiento que fue como una convulsión. Luego quedó inmóvil y se durmió. Espolines. Pico agudo. Uñas. Hojas cortantes. Se durmió.
AM apareció ante nosotros bajo el aspecto de una zarza ardiente y nos comunicó que si queríamos comer podíamos matar al pájaro de los huracanes. No había comido desde hacía mucho tiempo, pero a pesar de ello Gorrister se limitó a encogerse de hombros. Benny comenzó a temblar y a babear. Ellen lo abrazó.
- Ted, tengo hambre - dijo -. Le sonreí. Estaba tratando de infundirle algo de seguridad, pero todo esto era tan falso como la bravata de Nimdok.
- ¡Danos armas! - Pidió.
La zarza ardiente desapareció y en su lugar vimos dos simples juegos de arcos y flechas y una pistola de juguete que disparaba agua, sobre una fría plataforma. Levanté uno de los arcos. No servía para nada.
Nimdok tragó ruidosamente. Nos volvimos y comenzamos a desandar el largo camino de vuelta. El pájaro de los huracanes nos había arrastrado tan largo trecho que no podíamos casi concebirlo. La mayor parte del tiempo habíamos estado inconscientes. Pero no habíamos comido nada. Un mes yendo hacia el pájaro. Sin comida. ¿Cuánto tardaríamos en llegar a las cavernas de hielo, en las que se hallaban las prometidas provisiones enlatadas?
Ninguno se preocupó por esto. No íbamos a morir. Se nos darían desperdicios y porquerías para que nos alimentáramos, algo, en fin. O tal vez no se nos diera nada. AM mantendría vivos nuestros cuerpos de alguna forma, con indecible dolor y agonía.
El pájaro seguía durmiendo, sin que nos importara cuánto tiempo se mantendría así. Cuando AM se cansara de la situación, desaparecería. Pero toda esa cantidad de carne. Esa tierna carne.
Mientras caminábamos escuchamos la risa lunática una mujer obesa, atronando y rodeándonos, resonando en las cámaras de la computadora que llevaban a un infinito de corredores.
No era la risa de Ellen. Ella no era gorda y no había oído su risa en ciento nueve años. De hecho, no había oído... caminábamos... tenía mucha hambre...
Nos movíamos lentamente. Muy a menudo uno de nosotros sufría un desmayo y los demás teníamos que aguardar. Un día decidió provocar un temblor de tierra mientras nos obligaba a permanecer en el mismo sitio, haciendo que gruesos clavos sujetaran la suela de nuestros zapatos. Ellen y Nimdok fueron atrapados en una grieta, que se abrió rápida como un relámpago en las plataformas que formaban el piso. Desaparecieron. Cuando el terremoto cesó, continuamos nuestro camino, Benny, Gorrister y yo. Ellen y Nimdok nos fueron devueltos más tarde esa noche, que repentinamente se tornó en día cuando una legión celeste los trajo hasta nosotros, mientras un coro angelical cantaba "Desciende Moisés". Los arcángeles describieron varios vuelos circulares y luego dejaron caer los cuerpos maltrechos de nuestros compañeros. Nos mantuvimos a la espera y luego de un rato Ellen y Nimdok se hallaron detrás de nosotros. No estaban demasiado mal.
Pero ahora Ellen caminaba renqueando. AM le había dejado esta incapacidad.
El viaje a las cavernas, en pos de la comida enlatada, era muy largo. Ellen no hacía más que hablar de cerezas y de cócteles hawaianos de fruta. Yo trataba de no pensar en esas cosas. El hambre se había corporizado, tal como para nosotros había sucedido con AM. Estaba vivo en mi vientre, así como AM estaba vivo en el vientre de la tierra. AM quería que no se nos escapara la semejanza. Por lo tanto, intensificó nuestra hambre. No encuentro forma para describir los sufrimientos que nos provocaba la falta de alimentos desde hacía tantos meses. Sin embargo, nos, seguía manteniendo vivos. Nuestros estómagos eran calderas de ácido burbujeante y espumoso, que lanzaban punzadas atroces. Era el dolor de las úlceras terminales, del cáncer terminal, de la paresia terminal. Era un dolor sin límites...
Y pasamos por la caverna de las ratas.
Y pasamos por el sendero de las aguas hirvientes.
Y pasamos por la tierra de los ciegos.
Y pasamos por la ciénaga de las angustias.
Y pasamos por el valle de las lágrimas.
Y finalmente llegamos a las cavernas de hielo.
Millas y millas de extensión sin horizonte, en donde el hielo se había formado en relámpagos azules y plateados, lugar habitado por novas del hielo. Había estalactitas que caían desde lo alto, espesas y gloriosas como diamantes, formadas a partir de una masa blanda como gelatina que luego se solidificaba en eternas y graciosas formas de pulida y aguda perfección.
Vimos entonces la provisión de alimentos enlatados, y procuramos correr hacia allí. Caímos en la nieve, nos levantamos y tratamos de seguir adelante, mientras Benny nos empujaba para llegar primero a las latas. Las acarició, las mordió inútilmente, sin poder abrirlas. AM nos había proporcionado ninguna herramienta con hacerlo.
Benny tomó una lata grande de guayaba y comenzó a golpearla contra un trozo de hielo. Éste se deshizo en pedazos que se desparramaron, pero la lata apenas si se abolló, mientras oíamos la risa de la mujer gorda que sonaba sobre nuestras cabezas y se reproducía por el eco hacia abajo, abajo, abajo de la tundra. Benny se volvió loco de rabia. Comenzó a tirar las latas hacia uno y otro lado, mientras nosotros escarbábamos frenéticamente en la nieve y el hielo, tratando de hallar una forma de poner fin a la interminable agonía de la frustración. No había manera de lograrlo.
Luego, vimos que Benny babeaba una vez más, y se abalanzó sobre Gorrister...
En ese instante, sentí una terrible calma.
Rodeado por las blancas extensiones, por el hambre, rodeado por todo menos por la muerte, comprendí que ésta era el único modo de escapar. AM nos había mantenido vivos, pero existía una forma de vencerla. No sería una victoria completa, pero al menos significaría la paz. Estaba dispuesto a conformarme con esto.
Benny estaba mordiendo y comiendo la carne de la cara de Gorrister. Éste, tumbado sobre un costado, manoteaba en la nieve, mientras Benny, con sus poderosas piernas de mono rodeaba la cintura de Gorrister, sujetando la cabeza de su víctima con manos poderosas como una morsa. Su boca desgarraba la piel tierna de la mejilla de Gorrister. Gorrister gritaba tan violentamente que comenzaron a caer las estalactitas de la altura, hundiéndose bien erguidas en la nieve que las recibía. Puntas de lanza, cientos de ellas, hundiéndose en la nieve. Vi que la cabeza de Benny se movía rápidamente hacia atrás, al ceder la resistencia de algo que arrancaba con los dientes. De ellos colgaba un trozo de carne blanca tinto en sangre.
La cara de Ellen lucía negra en la blanca nieve, dominó en polvo de tiza. Nimdok sin expresión, solamente con sus ojos muy, muy abiertos. Gorrister estaba casi desmayado. Benny era poco más que un animal. Sabia que AM lo iba a dejar jugar. Gorrister no moriría, pero Benny podría llenar su estómago. Me volví ligeramente hacia la derecha y tomé una gran punta de lanza de hielo.
Todo sucedió en un instante.
Llevé con fuerza el arma hacia adelante, moviendo la mano cerca de mi muslo derecho. Benny recibió la herida en el lado derecho, debajo de las costillas, y la punta llegó hasta su estómago, quebrándose dentro de su cuerpo. Cayó hacia adelante y no se movió más. Gorrister, se hallaba tendido de espaldas. Tomé otra punta de hielo y lo herí, siempre moviéndome, atravesándole la garganta. Sus ojos se cerraron cuando sintió que el frío lo penetraba. Ellen debe haberse dado cuenta de lo que yo quería hacer, incluso a pesar del terrible miedo que comenzó a sentir. Corrió hacia Nimdok llevando en la mano un trozo corto y agudo de hielo. Cuando él gritó, la fuerza del salto de Ellen al introducirle el hielo en la boca y garganta, hicieron el resto. Su cabeza dio un brusco salto, como si la hubieran clavado a la costra de nieve del piso.
Todo sucedió en un instante.
Pareció entonces que el momento dé silenciosa expectativa que siguió a esta escena hubiera durado una eternidad. Casi podía sentir la sorpresa de AM. Se le había privado de sus juguetes. Tres de ellos habían muerto, sin posibilidad de volverlos a la vida. Podía mantenernos vivos gracias a su fuerza y a su talento, pero no era Dios. No podía lograr que volvieran a vivir.
Ellen me miró. Sus facciones de ébano se destacaban en la nieve que nos rodeaba. En su actitud había una mezcla de miedo y súplica, en la forma en que comprendí que estaba lista y esperaba. Yo sabía que sólo tenía el tiempo de un latido del corazón antes de que AM nos detuviera.
Al ser golpeada se inclinó hacia mí, sangrando por la boca. No pude leer en su expresión, el dolor había sido demasiado intenso, había contorsionado su cara. Pero podría haber querido decir: gracias. Por favor, que así sea.
Han pasado algunos siglos, tal vez. No lo sé. AM se divirtió durante un largo tiempo acelerando y retardando mi noción del paso de los años. Diré entonces la palabra ahora. Ahora. Me llevó diez meses decir ahora. No sé. Me parece que han pasado varios cientos de años.
Estaba furiosa. No me dejó enterrarlos. No importa. De todas formas no había manera de cavar en las plataformas que forman el piso. Secó la nieve. Hizo que fuera de noche. Rugió y provocó la aparición de las langostas. De nada sirvió; siguieron muertos. La había vencido. Estaba furiosa. Yo había pensado que AM me odiaba antes. No sabía cuán equivocado estaba. Aquello no era ni siquiera una sombra del odio que extrajo de cada uno de sus circuitos impresos. Se aseguró de que sufriera eternamente y de que no me pudiera suicidar.
Dejó intacta mi mente. Puedo soñar, puedo asombrarme, puedo lamentar. Los recuerdo a los cuatro. Desearía...
Bueno, ya no importa. Sé que los salvé. Sé que los salvé de sufrir lo que sufro ahora, pero sin embargo, no puedo olvidar su muerte. La cara de Ellen. No fue nada fácil. A veces deseo olvidar. Pero ya nada importa.
AM me ha alterado para quedarse tranquila, según creo. No quiere arriesgarse a que yo pueda correr hacia una de las computadoras y destrozarme el cráneo. O que pudiera contener el aliento hasta desmayarme. O degollarme con una lámina de metal enmohecido. Puedo verme en alguna superficie pulida, de modo que trataré de describir mi aspecto.
Soy una gran masa gelatinosa. Redondeada, con suaves curvas, sin boca, con agujeros pulsátiles llenos de vapor donde antes se hallaban mis ojos. En el lugar en que tenía los brazos, veo unos apéndices cortos y de aspecto gomoso. Unos bultos sin forma indican la posición aproximada de lo que fueron mis piernas. Cuando me muevo dejo un rastro húmedo. Sobre la superficie de mi cuerpo veo deslizarse unos parches de enfermizo, perverso color gris, tal como si surgiera una luz desde adentro.
Desde afuera supongo que mi torpe aspecto, mi pobre trasladar, ha de dar una sensación de algo que jamás pudo haber sido humano. De un ser cuya apariencia es una tan ridícula caricatura de lo humano que resulta aun más obscena por su muy vago parecido.
Desde adentro, soledad. Aquí. Viviendo bajo la tierra, bajo el mar, dentro de las entrañas de AM a quien creamos porque nuestras horas se perdían tristemente, pensando tal vez sin darnos cuenta, que él sabría hacerlo mejor. Por lo menos ellos cuatro ya están a salvo.
AM estará cada vez más furioso al recordarlo. Esto me hace en cierto modo feliz. Y sin embargo... AM ha vencido, simplemente... se ha vengado...
No tengo boca. Y debo gritar.
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